«Una guerra no es una guerra hasta que el hermano mata al hermano».
Tras la Primera Guerra Mundial, Francia e Italia estaban interesadísimas en que no se reconstruyera el Imperio Austro-Húngaro (tan grato para Luis G. Berlanga), y al mismo tiempo toda Europa sentía miedo de que, de pervivir el mapa político de los Balcanes que, en buena medida, había sido el causante de la conflagración mundial, la historia no tardara mucho tiempo en repetirse (como así fue de todos modos, y agravada, aunque por otras causas). Georges Clemenceau, el ‘Tigre’, Presidente de la República Francesa, apoyado por Orlando, el Presidente italiano, tuvo la ‘genial’ idea de crear un nuevo Estado donde tuvieran cabida todas esas naciones liberadas del hundimiento del Imperio Otomano que conservaban a duras penas su independencia ante la avaricia de Austria o Rusia, pensando en que un Estado fuerte y unido podría hacer frente mejor a esas amenazas, e incluso servir como un potente aliado a occidente en la zona. Así nació Yugoslavia en 1918, como la casa de todos los eslavos (a los cientos de miles que no lo eran, nadie les preguntó), y se puso la semilla de uno de los conflictos más enquistados y crueles de los últimos años.
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