Un joven licenciado en empresariales consigue gracias a sus extraordinarios méritos como estudiante lo que parecía imposible: ser contratado en prácticas por la empresa de su pueblo de toda la vida, la empresa en la que trabajan sus vecinos, sus amigos, la empresa donde su propio padre trabaja desde hace lustros. El joven inteligente que invirtió tanto esfuerzo intelectual suyo (y económico de sus padres) en la Universidad, regresa triunfal, no para vestirse con el mono azul y acoplarse a la cadena de montaje, sino para llevar traje y corbata y repartir directrices desde el departamento de recursos humanos de la empresa. El hijo de obrero ha llegado a la altura del patrón.
El hecho de que sea una fábrica en un pueblo pequeño hace que las relaciones profesionales y personales se vean entremezcladas con frecuencia. La ingenuidad y el idealismo del joven que cree que puede cambiar el mundo a mejor se ven incentivados por la gran acogida que le deparan tanto los ejecutivos como el dueño de la empresa. Más que acogerlo, lo adoptan, guían sus pasos, se preocupan por sus avances, su cualificación y su satisfacción, lo tienen entre algodones, lo miman constantemente. Al fin y al cabo, va a ser su punta de lanza, su agente, ante los obreros, fuerza de trabajo imprescindible y adversarios ocasionales. El padre recibe felicitaciones de sus compañeros, orgulloso cuando observa en el comedor que él comparte con el resto de los obreros las mesas de los jefes, entre los que se encuentra su hijo, que le lanza miradas cohibidas y un poco avergonzadas, como si sintiera que no sentarse con él fuera un poco como hacerle un feo, como desplazarle. Pero el padre sabe que ya pertenecen a mundos distintos. Al menos, hasta que el muchacho descubre por casualidad un secreto: un plan de reactivación económica en la empresa que amenaza con echar a muchos empleados a la calle, entre ellos a su propio padre.
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