‘Días sin huella’: vida rebajada con alcohol

huella

Un fin de semana perdido. Ese es el título original en inglés (The lost weekend) de esta obra maestra indiscutible filmada en 1945 por ese genio llamado Billy Wilder cuya escasa presencia en este blog, limitada durante su año y medio de edad a referencias tangenciales, puntuales, esporádicas, resultaba tan imperdonable que no será la última vez, ni mucho menos, que este coloso del cine de origen austriaco aparezca en los próximos meses por esta escalera. En esta ocasión no se trata de una de esas maravillosas e inteligentes comedias en las que desmenuza las contradicciones y absurdos de la sociedad de su tiempo utilizando el punto de vista del americano medio. Wilder ofrece aquí, desde el mismo prisma (esta vez un escritor del montón de la ciudad de Nueva York), un drama urbano, duro, contundente, difícil, doloroso, crudo, con la adicción al alcohol como tema y también como pretexto para, con la agudeza de siempre pero con el rictus más serio que nunca, realizar un retrato incómodo, áspero, desencantado, de una sociedad difícil en la que la indiferencia, la soledad y la ingratitud tejen una red en la que tememos ser atrapados, que nos amenaza, y en contra de la cual hay quien no tiene más remedio que buscar ayuda en elementos externos que le permitan disfrazar una realidad triste, agobiante, excesiva, implacable.

Quiero beber hasta perder el control, dice la canción de los Secretos. Beber para olvidar, dice el tópico. Ray Milland, en uno de los mejores papeles de su carrera, si no el mejor, da vida a Don Birman, un mediocre escritor neoyorquino que libra un singular y desigual combate con su adicción al alcohol. Wilder, con un comienzo que otro genio llamado Alfred Hitchcock plasmará a su vez en el principio de Psicosis, sobrevuela la gran ciudad, recorre los tejados, ventanas, balcones y escaleras de incendios de Brooklyn hasta detenerse en una ventana abierta cualquiera, escogida al azar, como un capricho. Wilder nos introduce así, como si fuera cosa de la casualidad, en la historia de Don, una historia que ya se ha desarrollado en sus principales capítulos antes de que el espectador llegue a introducirse en ella: la botella de whisky que cuelga de un cordón desde la ventana en el exterior de la fachada, las miradas furtivas y ávidas de Don hacia ella, la vigilancia apenas disimulada de su hermano (Philip Terry) y de su novia (Jane Wyman, en uno de los mejores personajes de su carrera, muchas décadas antes de ser la mala por excelencia de los culebrones con viñedos californianos -curioso bucle del destino- como escenario), el nerviosismo de todos, la necesaria esperanza de pensar que un fin de semana lejos de la ciudad hará que la mente de Don pueda olvidar por un tiempo su obsesión. Somos conscientes apenas traspasamos la fachada del edificio y nos introducimos en la vida de este terceto, que poderosos y trémulos dramas han ocurrido entre esas paredes, que esos rostros aparentemente alegres y serenos esconden miles de horas de tensión, rabia, ira y desesperación, que la clemencia de Wilder nos ha ahorrado detalles horrorosos de lo que una adicción puede causar, no sólo en quien la padece, sino en quienes se encuentran alrededor de la víctima.

Ese podría ser, por tanto, el final de la historia, un final feliz en el que los tres se marchan al campo y Don descubre el sol, el canto de los pájaros, la alegría de vivir. Podría ser el final, pero no para Wilder. La aparente tranquilidad de Don engaña a su chica y a su hermano (hasta cierto punto, ninguno las tiene todas consigo y ninguno ceja en su atento control de cada gesto, cada palabra, cada mirada de Don, conscientes de que todo un edificio puede derrumbarse por el efecto de apenas una gota, o del deseo de una gota…), pero su lucha interna es devastadora. Se rebela contra ella, en algunos momentos sólo superficialmente, para no defraudar a quienes sabe que están arruinando su vida por ayudarle a conservar la suya, pero en otros de verdad, sintiendo que se le escapa de las manos, como un fin de semana perdido. A Wilder no le interesan los finales felices, al menos no al principio, y por tanto necesita que Don sucumba en su lucha, que mande de viaje a su novia y a su hermano y que convierta el fin de semana que tiene por delante en un trampolín hacia la degradación. Wilder se recrea en su nueva bajada a los infiernos, esa que al comienzo de la película el espectador ha sospechado consumida por una elipsis narrativa, pero que le va a ser ofrecida todavía de forma más brutal, más terrible. Don irá echando abajo una a una todas las normas de comportamiento social en busca de una copa más, de un trago más, de un sorbo más, llegando a mentir, traicionar, robar, estafar, todo por atender a ese tirano siempre insatisfecho llamado alcohol.

Billy Wilder, a veces una especie de duende que nos traslada a un mundo de diversión, risas e ingenio, nos sumerge aquí en un infierno de delirios, de alucinaciones, de terror, en la degradación moral y física de un hombre que podía tenerlo todo y cuyo futuro queda reducido a largas horas de insomnio y síndrome de abstinencia en un oscuro hospital para alcohólicos mantenido por la beneficencia en un barrio deprimido de la ciudad. Don ha tocado fondo, está en las últimas, sólo le queda un último esfuerzo heroico, un clavo ardiendo al que agarrarse como tabla de salvación, o la entrega definitiva, la muerte dulce de reventar bebiendo.

Entre el comienzo de la cinta y esta caída en la miseria más absoluta, la película bucea en el progresivo descenso a los infiernos de Don. Miente a su hermano y a su novia, busca inútilmente una casa de empeño que le dé unas cuantas monedas por su máquina de escribir en lo que es una metáfora magistral de eso que se llama tirar la vida por la borda, el cambio de su único futuro, la única fuente de prosperidad que puede haber en su vida, la herramienta para el gran talento que esconde y que ha naufragado en alcohol, el talento de escritor, por la satisfacción efímera e inmediata de una copa más. Entre tanta basura, Don aún tiene un arranque de orgullo y amor propio, un instante de lucidez que le advierte de su ruina inminente e intenta robar un bolso; inolvidable su rostro entre amargado e ilusionado cuando mira el dinero que hay dentro, sabiendo a un mismo tiempo que es la vía de satisfacción de su deseo irrefrenable de alcohol, y además la ayuda que secretamente ha estado pidiendo contra la fuerza implacable que lo domina: quiere robar el dinero, parte de él quiere robarlo en silencio para seguir bebiendo a cuenta de él; la otra parte quiere que le vean, que le sorprendan robando, que le afeen su asquerosa conducta. Que le apaleen y le echen del bar. Él nunca podrá salir por su propios medios. Necesita que alguien, que una fuerza mayor que su deseo de beber, le expulse de un mundo que jamás podrá abandonar por sí mismo.

Pero Días sin huella no es una obra maestra sólo por eso. Billy Wilder pasó de ser un director más de Hollywood a ser considerado una estrella. No sólo por su habilidad para evitar el estúpido final feliz que la legislación aplicable a Hollywood, el famoso Código Hays, con el que los políticos y burócratas querían utilizar el cine como instrumento de adoctrinamiento y moralización catártica de una sociedad aborregada, sino por la conjunción de elementos artísticos que utiliza al servicio de la idea de fondo de la película. Esta cinta supone una de las primeras ocasiones en las que el cine norteamericano asume los postulados recién implantados por el neorrealismo italiano y traslada el plató a las mismas calles de la ciudad de Nueva York. No se reconstruyen exteriores en los grandes estudios mediante decorados; Wilder, gracias a la fotografía de John F. Seitz, retrata una ciudad que es el espejo de asco, suciedad y depravación del alma de Don. La ciudad es una caldera en pleno verano, calurosa, sofocante, seca, asfixiante, una jungla sórdida, agotadora, demoledora. Como complemento, la música de Miklós Rózsa sirve a la pefección al deseo de Wilder de utilizarla como vehículo expresivo del interior de Don, alegre, tenebrosa, dramática o tremendamente ilógica, deshilachada, deslabazada, cuando la adicción del protagonista está en pleno estrago en su cerebro y su estómago.

Pero la repercusión de la película, una obra que contiene escenas que a día de hoy, con todo lo que se ha visto, leído y contado sobre adicciones y degradación, siguen resultando demasiado fuertes, dolorosas, incómodas, horripilantes, fue mucho más allá del proceso de consagración que Wilder había iniciado con Perdición. La Paramount, el estudio que producía la cinta, estuvo a punto de cancelarla ante las presiones que recibía por parte de las grandes compañías productoras de alcohol por la imagen denigratoria que ofrecía de un consumidor habitual, hasta el punto que éstas hicieron una oferta en firme por varios millones de dólares para comprar el negativo y enterrarlo para siempre al fondo de un cajón; por otro lado, los grupos antialcohol intentaron torpedearla porque la entendían como una forma de publicidad gratuita para un vicio terrible. El miedo de los productores, de los empresarios y de las víctimas se desvaneció con el triunfo absoluto de la película: millones de espectadores en Estados Unidos y cuatro premios Oscar (para Charles Brackett, imprescindible apoyo de Wilder, tándem imbatible y generoso que nos ha regalado magníficas obras, como productor por la mejor película; para el propio Wilder como mejor director; para ambos por el guión y para Milland como actor principal, además de las nominaciones a la fotografía, al montaje y a la música), dieron la razón una vez más a Billy Wilder y convirtieron esta cinta en un clásico imprescindible que ha servido de fuente irrenunciable a cualquier otra película que trate el tema del alcoholismo, aunque no sea en exclusiva.

Días sin huella supuso por fin el retrato veraz en toda su despiadada crueldad de una adicción tratada desde una perspectiva madura, aguda, inteligente, casi científica o documental, muy lejos del retrato campechano, cómico, bufonesco, simpático, que tenían los «borrachines» en la comedia o el western, o la imagen de hombre duro y atormentado que bebía para olvidar del cine negro o de aventuras. Por eso, por lo imprevisible para aquel entonces que resultaba el hecho de que una película lanzara a los ojos del público un drama desnudo, directo y contundente del que cualquiera podía ser testigo apenas escarbara en las cercanías de su propio ecosistema vital, fue por lo que conmocionó a los espectadores de 1945. Y por eso mismo, porque nada ha cambiado en ese aspecto desde entonces, porque las adicciones y la caída de miles, decenas y cientos de miles de personas en la abundante oferta de ellas de la que «disfrutamos» hoy, es por lo que sigue conmocionando sesenta y tres años después, hasta el extremo de hacernos remover en la silla y apartar los ojos de la pantalla.

20 comentarios sobre “‘Días sin huella’: vida rebajada con alcohol

  1. Magnífico y completo artículo de una película que merece ser rescatada y revisitada siempre que sea posible. Gracias. Me encanta lo que cuentas, tu interpretación y las anécdotas que facilitas.
    Días sin huella es una gran película de Wilder y, quizá, una de sus obras más caída en el olvido. Trata el alcoholismo desde una perspectiva realista y además es el tema principal de la película. Además, de ser interesante desde un punto de vista sociológico —como se enfocaba esta dependencia en los años cuarenta—, las escenas en el hospital psiquiátrico, las calles de Nueva York (donde Wilder rodó las escenas de un Don desesperado con cámara oculta)…, clava el tema de la recaída. Y si nos metemos un poco más a fondo es también una triste historia sobre el fracaso. Don encuentra en el alcohol una manera de huir de su fracaso como escritor y de su incapacidad creativa, algo que no asume. Es un fin de semana en la vida de Don, una caída al infierno, y con un final ambiguo, no rompe definitivamente los lazos con dos personas que siempre están ahí (aunque también se agotan): su novia y su hermano. No sabemos si volverá a caer. Como siempre pasa con Wilder, la construcción de personajes es magnífica. Ray Milland, Jane Wyman y Philip Terry, los protagonistas, están acompañados por una galería de personajes secundarios que enriquecen la trama. Y Ray Milland se comporta como lo haría una persona dependiente del alcohol, en su forma de moverse, de hablar, en sus comportamientos y delirios, el uso de sus manos…
    Otro aspecto que me resulta muy interesante es cómo refleja la dificultad de dejar el alcohol porque vaya donde vaya el protagonista siempre hay algo que le recuerda su dependencia. Don va a los bares y hay cientos de botellas, los círculos que dejan los vasos, las tiendas donde puede adquirir alcohol de todo tipo, las botellas escondidas…
    Enhorabuena por el artículo. Me ha encantado.
    Hildy

  2. Estupenda, magnífica reseña de un clásico eterno.
    Wilder sabe escudriñar como pocos el pozo de humanidad de su atribulado protagonista, haciéndonos partícipes de su angustia forzada por una dependencia tanto física como psicológica del alcohol.
    Desconocía esas circunstancias que relatas alrededor de la obra, pero no me extraña nada que sucedieran, pues la forma de contar esa tragedia no deja indiferente a nadie, calando hondo.
    Cine con mayúsculas que, como bien indicas, sigue perfectamente válido a día de hoy.
    El Ministerio de Sanidad haría bien concitando su emisión televisiva por lo menos una vez al año, porque muchos serían los que se verían reflejados en ese personaje tan brillantemente incorporado por Ray Milland.
    Saludos.

  3. Impresionante post para una película que merece tus palabras, de un director que cuenta con mi admiración incondicional.
    Uno de los grandes logros de la película en mi opinión es que es capaz de introducir al espectador en el angustioso y angustiante mundo de una persona a la que el alcohol ha robado la voluntad. Nunca escuchar “La Traviata” provocó tal desasosiego.
    Lo dicho, felicidades por el post, genial.

    Un saludo

  4. Pues esperamos ese próximo abordaje, Raúl. Va a merecer la pena seguro, con esta materia prima…

    Fenomenal apunte el tuyo, Hildy, como siempre. La utilización subliminal de los lugares de venta de alcohol y de todo aquello que sugiere su consumo (botellas, envases, letreros, diálogos, etc.) es magistral. Pocas veces se ve un guión tan cerrado, tan perfecto.
    Gracias a ti.

    Buena sugerencia, Josep. Soy un gran defensor del uso pedagógico (que no propagandístico) del cine. De hecho tuve la suerte de tener varios profesores en la enseñanza media que ocasionalmente complementaban sus enseñanzas con películas, y el potencial del medio con esa finalidad es brutal. Lástima que seamos tan cortos también en eso.
    Saludos

    Cierto, Vivian. La gran virtud es la caracterización de Milland como un tipo corriente, vulgar, humano, sin nada destacable. El americano medio tan querido a Wilder, en ocasiones para chotearse de las relaciones humanas y, en este caso, para mirar bajo la alfombra en la que guardamos las borretas.
    Saludos y gracias.

    Marta, tienes razón. Duele ver la película, mucho, mucho. Quizá por eso no sea apta para espectadores, no sensibles, sino sensibleros.
    Daba por supuesto que la leche sería de soja, como mucho de coco, of course.
    Besos

  5. Un gran maestro, un gran artículo, una gran película. Una vez tuve que escribir al crítico Jordi Costa por escribir de Wilder que era un «chocarrero»… Por supuesto no me contestó, ni argumentó tal ofensa. Una cosa son las opiniones y otra, decir cosas tan idiotas, porque vamos, Wilder, en su larga trayectoria hizo dramas, comedias, cine negro y en todo dejó su impronta, él dejó mucha huella en el cine. Un saludo.

  6. ¿Pero es posible…? Nada más el primer párrafo me ha hecho agarrarme de la silla: alcohólico, y escritor. Además que eso que pones como título hace que llame a la emisora que pone en este mismo momento el último del Cigala, Dos Lágrimas, les llame para decirles si conocen tema parecido, porque seguro, segurísimo habrá un tema que de escasos minutos, máximo tres, nos parta el alma.
    Te confieso que más que los fumadores, los alcohólicos, el alcholismo como tema me gusta mucho. Leaving las vegas, por ejemplo. El alcohol, esa asicción, el descontrol, y la enredadera que supone estar cerca a alguien así. Uf.

    Abrazos,

  7. Pues no entiendo a Jordi Costa. Y el término más bien lo califica a él y no a Wilder si dijo tal cosa. En fin, él sabrá.
    Saludos.

    Malvisto, por desgracia hay muchos temas que nos parten el alma; yo cada día escucho cuatro o cinco. Así me va.
    No me extraña que te gusten esos temas: el lado oscuro es el más atractivo, el que más excita nuestra mente científica. Atrae y repele al mismo tiempo.
    Abrazos, hermano.

  8. Impresionante descripción de un drama que tengo muy cerquita, concretamente en la casa de enfrente: habría que cambiar a esa novia y a ese hermano por una madre que cada vez se siente con menos fuerzas para enfrentar la situación, y esa calle sucia de una ciudad por la de un pueblo con sus casas blancas… pero en lo esencial, en lo que importa, es exactamente lo mismo que lo que describes aquí…supongo que esa parte nunca cambia.
    Besos.
    Rosa.

  9. Crítica sagaz sobre una obra maestra «olvidada» de Wilder. Comentarios sobre este film, con fecha 19 de enero de 2008, en un blog particular que trata de abordar la relación entre la medicina y el cine (o viceversa).

    Si a alguien le interesa, visitar «MEDYCINE» en http://medicinaycine.blogspot.com/

    Desde hace timepo, existe un enlace hacia «39 ESCALONES» en él.

    Saludos

  10. Pedazo de post y por triple partida,mi querido amigo.Primero,por lo bien escrito que está.Segundo,porque Días sin huella es una obra maestra absoluta.Tercero,¡Qué grande es Wilder!

    Siempre he querido ver también que el personaje del magnífico Ray Milland es un Bartleby.Él desea escribir una novela que titula La botella,pero sólo llega a escribir el título.Esa botella que tanto hizo sufrir al matrimonio de Días de vino y rosa.

    Te felicito por tu magnífico post Alfredo.Un fuerte abrazo.

  11. El consumo de alcohol y la próxima Navidad

    Cierto es que las prohibiciones publicitarias son justificadas por el legislador en orden a la protección de la salud y la seguridad de las personas, evitando el consumo indiscriminado.

    El alcohol causó 12.000 muertes en España el pasado año. “El abuso del alcohol crea más problemas de salud que las drogas”. El Gobierno ha destinado más de 22 millones de euros a las distintas comunidades autonómicas para programas contra la droga, en el que se incluye, con un énfasis especial, el alcohol.

    Por otra parte la Fundación de Ayuda a las Taxicomanías de la Cruz Roja afirma que un tercio de los jóvenes españoles gasta el 90 por ciento de su dinero en bebidas alcohólicas por lo que el consumo de los néctares etílicos es la primera causa de muerte entre la juventud española, ya que el 60 por ciento de los accidentes de tráfico mortales, durante la noche del fin de semana, son provocados por el consumo de alcohol.

    También la Comunidad de Madrid ha lanzado una campaña publicitaria contra el consumo del alcohol bajo el lema: “El alcohol llena vacíos”. “Habla con tus hijos, la información es prevención”.

    Por otra parte, el alcoholismo afecta más a las mujeres que a los hombres ya que, en ellas, la parálisis cerebral se desarrolla de una manera más rápida, según un estudio de la Universidad alemana de Heidel y la norteamericana de Stanford.

    Finalmente se ha de reconocer que las bebidas etílicas son el ataque más feroz que sufre la sociedad actual. Una agresión cuyas consecuencias alcanzan todos los estamentos pero del que son especialmente víctimas los jóvenes, nuestro caudal más valioso.

    Carlos Menéndez
    http://www.creditomagazine.es

  12. No, hombre, no jodas, la película, como era más quee sperable, fue un fracaso comercial, que de hecho lastró la carrera de Wilder, cada vez más empeñado en hacer lo que su cuerpo le pedía y no lo que la productora exigía. Y fue quizá el principio del fin de la relación con Brackett. Y deslavazado es con «v», no fastidies.

  13. Bueno, A, veo que eres muy poco tolerante con los errores tipográficos, la «v» y la «b» están juntas en el teclado, como quizá sepas. Gracias, en cualquier caso, por la advertencia.
    En cuanto al resto de lo que dices, aciertas en lo de Brackett. En nada más. Revisa tus fuentes, si las tienes. Mis afirmaciones se basan en las palabras del propio Billy Wilder (te las anoto, porque está claro que no las conoces: «después de esta película la gente empezó a tomarme en serio», y en la monografía escrita por Philip Kemp, un señor que es nada menos que historiador del cine.
    Tranquilízate, no necesitas, ni puedes permitirte, ir de soberbio. Eso sí, algo de buena educación no estaría de más.
    Ah, «sperable» lleva una «e» delante, y «que» se escribe con una sola «e»… No jodas.

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