Segundo capítulo de una inconfesa e inconclusa trilogía neoyorquina. Puedes leer el primero, si tienes arrestos, aquí.
Me has salvado la vida y ni siquiera lo sabes. Sí, hablo de ti, has sido tú, Nueva York.
Es tu forma de sonreírme cuando nos cruzamos por la escalera o estamos a punto de colisionar en el portal al llegar yo de algún aburrido compromiso de trabajo y marchar tú camino de cualquiera de tus muchas citas, o al salir yo para uno de mis interminables y solitarios paseos y regresar tú de tus largas horas en la biblioteca pública (el señor Yunioshi no es precisamente discreto en cuanto a los pequeños secretos cotidianos de sus vecinos; ¿qué te habrá contado de mí?). O cuando coincidimos en la acera para parar un taxi y te lo cedo al intuir que te agobia la prisa – quiero pensar que no corres a ningún encuentro de amor a pesar de la inquieta punzada de celos preventivos que me despierta tu aroma perfumado, ese vestido tan bonito y ese rostro ligeramente maquillado que conserva y realza tu natural y bellísima asimetría de rasgos – aunque yo llegue tarde o me consuma la ansiedad por abandonar pronto un apartamento, una calle, un barrio, una ciudad, un continente, un planeta, que se derrumba sobre mi cabeza. Simplemente, me satisface poder hacer algo por ti, aunque apenas te conozca y se trate de un detalle tan casual y nimio como un taxi que yo en el fondo no necesito, que no me sirve para huir de mí. De reojo me detengo a observar la curvatura de la pantorrilla, el volumen de tu muslo, la inclinación de tu espalda y el ondear de tu pelo cuando maniobras para introducirte en el asiento trasero, todavía con tu última sonrisa, ésa cuyo esbozo aún se dibuja en tus labios al abrir la portezuela amarilla, hollando mi retina. Siempre he sentido debilidad por las mujeres que sonríen con toda la cara y se carcajean con todo el cuerpo. Un día sin reír es un día perdido, decía el maestro Buñuel. Quizá por eso sólo me han interesado las mujeres con risa fácil y rápida, abundante e inteligente. Al hombre se lo conquista por el estómago, decía el tópico; tonterías: la sonrisa es la mejor puerta. Dime de qué y cómo te ríes y te diré quién eres. Y sobre todo, quién no eres. Qué no eres.
Nueva York eres tú ahora como antes fue otras. Como fue Annie, el gimnasio – café y zumos a la llegada y copas a la salida, hasta que sólo quedaron las copas previas a las madrugadas en su casa -, las tardes de paseo por Central Park huyendo del horror de los mimos, la cola de los cines a los que siempre llegábamos tarde – sesiones empezadas de reposiciones de Bergman, Fellini o Antonioni que yo ya me negaba a ver fragmentadas, amputadas, incompletas – en las que teníamos que soportar a cualquier pedante vomitando indiscriminadamente sus opiniones sobre la vida y el cosmos, locales nocturnos para cantantes amateurs de fracaso instantáneo, clubes de jazz y niebla de tabaco… Como fue Mary, una ciudad de largas charlas sobre filosofía y literatura paseando por la Quinta Avenida, tertulias en restaurantes y cafés desde la sobremesa del almuerzo a la madrugada pretendiendo, pobres de nosotros, reconstruir y dignificar un mundo devaluado por la mediocridad, melodías de Gershwin retorciéndose enredadas entre los neones de Broadway, superpobladas arterias de asfalto y humo por las que cruzar sin mirar camino de la cita más ansiada, cielos en blanco y negro contemplados cogidos de la mano desde el puente de Brooklyn… Como fue Lee, la excitación de lo prohibido, el amor clandestino, vivido a escondidas en reuniones familiares, entre los repletos anaqueles de las bohemias librerías del Soho o varado en oscuras habitaciones de olvidados y deprimentes hoteles de Queens… Como fue Holly.
Fue Yunioshi quien me contó la historia de Holly Golightly (aunque resultó no ser su verdadero nombre). Vivía en tu apartamento hasta hace apenas un año, se marchó unos días antes de mi llegada. De hecho el tuyo fue el primer apartamento que me ofrecieron, pero no me encajó, no sé por qué. Bueno, ahora sí lo sé: un día habías de venir tú y era el único apartamento del edificio que hubieras podido alquilar, el único que tenía algo tuyo incluso antes de que lo ocuparas. Pero entonces no lo sabía, o quizá sí lo sabía pero no sabía que lo sabía y seguí el extraño impulso que me obligó a quedarme con el apartamento de Paul aunque me gustara menos o, mejor dicho, no me gustara en absoluto. Yunioshi también me habló de Paul Varjak, pero no pudo decirme mucho porque apenas se trataron durante los pocos meses que vivió aquí. Sencillamente, como yo, era un escritor que no escribía, a pesar de lo cual pagaba puntualmente la renta el primero de cada mes (quién sabe de dónde sacaría el dinero, apuntaba Yunioshi, siempre dispuesto a pensar mal y equivocarse, aunque al parecer en eso no se equivocaba esta vez). No sé pues cómo era su ciudad. Pero la de Holly era tres ciudades en una sola. Una era continuo carnaval, mascarada perpetua, alegría de cartón, felicidad burbujeante de champaña, cenas de lujo, fiestas en áticos de Manhattan, veladas a solas con cualquiera que tuviera un smoking, un chófer y cincuenta dólares para gastar, repostería francesa consumida a pellizcos ante el escaparate de Tiffany’s una vez que un nuevo amanecer ha cerrado el expediente de la noche anterior. Otra era oscura, tenebrosa, brutal, fruto de un pasado terrible, grabado a fuego como una pesadilla recurrente, una garra al final de un largo brazo que pugna por retener una presa, una ciudad de descampados, de escombreras, de cubos de basura ardiendo, de pandilleros abriéndose la carne a navajazos, de indiferencia, de silencios, de soledad. La tercera era la única de verdad: sencilla, tranquila, de domingo soleado, de desayuno caliente, de gatos arriba y abajo por la escalera de incendios, de melodías de Henry Mancini murmuradas con la guitarra desde el alféizar de la ventana, de tardes con Paul en la biblioteca pública (tuviste que verlos en algún momento aunque seguramente no repararas en ellos), de besos bajo la lluvia a la entrada de callejones que en verdad son billetes para un tren que para pocas veces en nuestra estación.
Paul encontró a Holly o Holly encontró a Paul de la misma manera que yo te he encontrado a ti (porque tú no aún no me has encontrado a mí, y quizá no lo hagas nunca), sin querer, por casualidad, aunque ambos estuvimos siempre ahí. ¿Cuál será tu Nueva York? ¿Será como la de Annie, Mary o Lee? ¿Será como alguna de las de Holly, mero decorado, cuento de hadas siniestro, pura felicidad en bruto sólo a la espera de alguien que te la ofrezca? Nueva York eres tú pero, ¿qué Nueva York? ¿El mismo que el mío u otro completamente diferente, soñado o imaginado? ¿Un taxi parado en la puerta? ¿Un “buenos días” y una sonrisa al cruzarnos por la escalera? Quisiera que Tiffany’s no existiera, que fuera borrada del mapa, volada por los aires, pagaría con agrado un responso en la catedral de San Patricio, sufragaría con gusto la partitura de una misa de réquiem por su desaparición con tal de no correr jamás el riesgo de verte frente a su escaparate un amanecer cualquiera, letalmente hermosa, de festivo luto riguroso, torturando un croissant y suspirando por la vida que no tienes, no pensando en tu vecino de arriba. Alguien que vino a Nueva York, al cementerio de elefantes, a enterrarse cuando fue herido de muerte y al que tú, sin querer, sin siquiera sospecharlo ni pretenderlo, has hecho volver a la vida. Aunque tú no lo sepas. Aunque no vayas a saberlo nunca.
Y es que este cuento trae a mi memoria una de mis películas imprescindibles y una de mis novelas cortas de cabecera. Ahí estás a lo Truman Capote. Con detalle, sensibilidad, desencanto y romanticismo triste.
Y es que a mí Holly me atrapa. Aunque ella no quiere estar encerrada en una jaula. Aunque tiene sus días rojos. Aunque tiene un gato sin nombre.
Y es que a mi Paul me seduce. Porque recuerda al hermano de infancia difícil. Porque desencantado todavía sueña. Porque se enamora de la muchacha que canta Moonriver.
Me encanta saber que después de Paul y Holly transcurren otras historias. Otro escritor, muerto en vida, que encuentra en la vecina, aunque no le corresponda, un nuevo motivo para levantarse por las mañanas o escribir.
Me encanta que ese vecino del último piso, Yunioshi, siga siendo el testigo especial de todos los romances contemporáneos que transcurren en el inmueble.
Besos y gracias
Hildy
Muy bonita historia de ese transeúnte neoyorquino que has ideado con neta inspiración cinéfila.
He seguido el orden invocado y, habiendo comprobado que la primera parte es de hace casi un año, te animo a terminar la trilogía cuanto antes, porque ya ardo en deseos de conocer el destino que le tienes reservado a tu itinerante -física y anímicamente- protagonista.
Saludos.
Me voy a leer la primera parte, ahora vuelvo.
Saludos
Leido tu Yellow Cab, estupendo. Aquellos que vuelven de una guerra no solo vuelven muertos, se convierten en asesinos de aquellos a quienes quieren.
Sigo con tu actual réquiem
Hay una Nueva York distinta para cada uno de nosotros e incluso varias. La mía es única y múltipe porque es la ciudad cinematográfica que han descrito tantos, tan bien o tan mal.
La tuya es espléndida y no deberias dejarla solo en una trilogía. ¿Vale?
Saludos, me lo he pasado muy bien recorriendo tu/mi Nueva York
Ah….Nueva York, mi soñado Nueva York. ¡Qué preciosidad de relato!. No sé qué me ha gustado más… si la forma de recordarme su sonrisa… (esas sonrisas que conquistan), los murmullos de Henry Mancini o las melodías enrrevesadas de Gershwin. De todas formas tengo claro que viajar a Nueva York es un sueño que, tarde o temprano, compliré. Me ha encantado la niebla del tabaco en los clubes de jazz y la forma de describir a Holly… aunque ella no lo sepa. Por cierto, ha sido una buena casualidad hablar de Audrey Hepburn y Henry Mancini el mismo día… te juro que no ha sido premeditado.
Se me olvidaba, mucha razón en lo de la sonrisa, en la mujer y en el hombre.
Un buena sonrisa lo transforma todo en un arco iris
Una sonrisa
Por cierto, ésta faceta tuya no la abandones nunca… Es agradable poder leer maravillas así y ayuda a estar en Nueva york a quiénes no la conocemos todavía.
Josep, ha pasado un año porque hasta que ideé éste no me he acordado del otro… Pues vaya trilogía de habas, dirás, y tendrás toda la razón.
Conociéndome, su destino no será muy halagüeño, seguro.
Gracias.
Saludos.
Alma, prometo ir a Nueva York para continuarla lo que haga falta. No está mal escribir tanto de la ciudad sin haber estado allí nunca, ¿no?
Gracias por el enlace. Muy oportuno.
Saludos.
Amigo Dana, cuéntame entre quienes no la conocen… Te recomiento «Ventanas de Manhattan» de Antonio Muñoz Molina, gran libro. Si tenemos la oportunidad de conocernos in person, te lo presto.
Benditas coincidencias.
Un abrazo.
¿Y SI ESBOZARAS UNA SONRISA EN ESA CARA TRISTE,PASARAS POR LA ESTÉTICA PARA LAS CICATRICES Y TE QUITARAS LOS TORNILLOS…,PODRÍA,SERÍA REMOTAMENTE POSIBLE,UN FINAL HALAGÜEÑO?
SOLO ES UNA PREGUNTA,SI NO HAY RESPUESTA,TAN AMIGOS.SALUDICOS
Todo es posible, Carmen, mientras el final esté por escribir. Ahora que caigo, la primera parte era un camino hacia la muerte, el segundo es una resurección. La cosa no pinta tan mal, ¿no? Quizá la cosa siga en ritmo ascendente, quién sabe…
Saludos.
Si para leer esto que has escrito y descrito ,para mi ,de manera deliciosa,hay que echarle arrestos,me los reservo para lo que de verdad hay que tenerlos.No he estado en N.Y .Pero la describes de tal manera ,siempre que toca,que me parece pisarla,subir en sus taxis ,estar en la terraza del Empire State viendo desde arriba lo hormiguitas que somos,,pararme en el escaparate de Tiffanys,comer un perrito caliente mientras paseas por sus calles llenas de todo tipo de gente,ver la vegetación de Central Park…Sigue escribiendo.Yo seguiré disfrutando .Por cierto ,la película siempre me ha gustado y la escena de ella delante del escaparate de Tifannys mientras suena Moon River…..Alocada y maravillosa Holly .Me encanta Mancini .Saludicos y gracias.
Gracias Hildy, qué más quisiera yo que parecerme algo a Capote (en la manera de escribir, por supuesto). La película es un ejemplo palmario de que para tratar una historia romántica no hay por qué ser cursi, dulzón o almibarado.
Gracias a vos, como siempre.
Besos.
Gracias a ti, Carmen. Yo tampoco he estado en N.Y., fuera del cine, digo. Creo, sin embargo, que es la ciudad de la que sin estar todos sabemos más cosas, sobre la que todos hemos visto, oído o leído tanto que es como si hubiésemos estado.
Saludos.
Llego tarde, llego tarde…
Texto excelente, atmósfera perfecta. Menos mal que a veces subes estas cosas tuyas, tío.
Hoy es un día movidito y gracias a esta historia me he relajado un poco. NO tardes tanto entre historia e historia,
Kisses,
Marta
Bueno, Marta, hago lo que puedo con el tiempo que tengo y con la cabeza tan llena de cosas, pero lo principal aquí sigue siendo el cine, no mis exabruptos pseudoliterarios.
Pasa buen día, movidito o no.
Besos.
He leído las dos primeras patas de esta mesa de tres, y no sé con cuál quedarme. Me han gustado ambos, y además, bastante.
Decirte por tanto, que escribes muy bien querido mío.
Pd.- Qué ilusión me ha hecho reencontrarme con 21 japonesas. a mí este «ave raris» me encantaba.
Gracias, Raúl, mira quién va a hablar…
Es una gran canción de un grupo un poco extraño pero distinto. Desde luego nada que ver con la música actual, por suerte.
Vaya, debido a mi dejadez como blogger, hoy he tenido que echarle minutos y leer lo nuevo y lo de otrora para poder comentar. Y la verdad es que volvería a echarle otros tantos minutos si todo lo que aquí me sigue aportando tanto como la película de «El hombre que pudo reinar» que por cierto me ha encantado.
New York, la ciudad de todos, la de los mil millones de ojos. La que todos intentan describir, me han gustado los relatos, Capote te llaman por ahí arriba, no está nada mal. Aunque creo que todavía nadie ha citado a Paul Auster, otro gran enamorado de la misma. 🙂 Un saludo!
Capote, Auster… palabras mayores. En realidad son todo retazos de Woody Allen y Blake Edwards. Palabras igualmente mayoes.
Saludos.
Pues aquí otra que va a esperar impaciente esa tercera parte. Magníficas las dos primeras, al terminar de leerlo estaba convencida de que realmente habías estado en Nueva York… aunque igual en cierto modo sí has estado, todos hemos estado alguna vez en algún Nueva York (como dicen por ahí arriba, más «bueno» o más «malo»), a través de la pantalla del cine… aunque creo que pocos podrían describirlo como lo has hecho tú aquí.
Y ese desayuno ante el escaparate, ese Moonriver en la ventana… sublime.
Besos.
Rosa.
Gracias Rosa. Sin duda es la ciudad que más y mejor (quizá junto a París) se ha retratado en el cine. Todos tenemos pequeños rincones reconocibles sin haber estado jamás y es cierto que algunas personas que han estado me han confirmado que en algunos momentos se sienten transitar por un decorado visto mil veces, irreal, como de cartón piedra.
La tercera parte, ya veremos.
Besos.
Bueno, me he quedado de piedra, ¡qué pedazo de texto!
Me ha gustado. Nueva York es uan ciudad más que curiosa, al ver las fotos me has trasladado por un instante a la polis por excelencia. Yo he tenido la ocasión de estar varias veces. Me la sé y me la conozco. Y creo que volveré en breve. ME he sentido identificado con algunas frases. Impresionante, cuando tenga cinco minutos este fin de semana me iré a leer la primera parte, que tengo muchas ganas de leerla.
Es un texto estupendo, Alfredo. Me encanta la atmósfera que has creado y cómo integras en la historia a los personajes de Holly Gollightly y Paul Varjak… y a ese señor japonés interpretado en la película por Mickey Rooney. Me lo he pasado de maravilla leyéndolo (también he leído la primera parte y me ha gustado mucho).
«Desayuno con Diamantes» también es una de mis películas favoritas (ay, ese final con beso bajo la lluvia en el callejón en compañía del gato). Hasta hablo de ella y de la canción «Moon River» en una de mis novelas.
Besos
Envidia completamente insana me das, amigo Alfie. Mejor guárdate algo más que cinco minutos: el otro no es tan corto. Espero no estropearte la expectativa.
Gracias Carmen, en realidad la historia empezó con ellos. Es una de las pocas películs románticas que no resulta estomagante. Muy al contrario, es incluso atrevida para su época.
Besos.
Creo,mi querido amigo,que Truman Capote se sentiría envidioso por estos textos y Blake Edwards ya estaría buscando dinero para hacerlo en cine.Y Henry Mancini afila su batuta.
Cada vez escribes mejor,Alfredo.
Un fuerte abrazo.
Gracias Francisco, muy exagerado, pero te lo agradezco igual. Lo que daría yo por unos acordes de Mancini…
Abrazos.
Me encantó descubrir que también te gusta 21 Japonesas, uno de los mejores grupos españoles de pop de la historia, y también desgraciadamente uno de los peor tratados. ¿qué fue de Txetxo Bengoetxea?
Un abrazo y viva New York!!!!
Pues el amigo Txetxo sacó un disco bastante chulo, muy optimista y marchoso, allá por 2004 más o menos. Pero, en efecto, además de que apenas tuvo repercusión, luego casi ha desaparecido. Ya sabemos qué es lo que vende…
Un abrazo.
Me ha gustado mucho tu cuento, dan ganas de pintarlo. Te apoyo para que sigas escribiendo y me hagas ver a Audrey con tus palabras.
Gracias, Antonio. Audrey merece como pocas ser pintada.
Más vale tarde que nunca. Estupendo relato. Un saludo amigo.
Gracias, Manchas. Los últimos serán los primeros, o eso dicen…