Humanismo hecho cine: La boda de Tuya

Pocas sensaciones, artísticas por supuesto, pueden resultar tan gratificantes como el hecho de acercarse a una película de la que uno no sabe nada más que algunos datos circunstanciales (Oso de Oro en el Festival de Berlín de 2007) y un puñado de lejanas y superficiales referencias, y dejarse sorprender, atrapar, subyugar e invadir por una historia sencillamente prodigiosa, narrada con naturalidad extrema, poderosa en su íntima sinceridad y en su apabullante honestidad, y además tan hermosa en la forma, tan magnífica y tan sensible en el retrato de personas, realidades y parajes tan agrestes como cautivadores. Esta joya del cine chino dirigida por Wang Quan’an supone un gran triunfo del gran poder del cine para generar emoción cuando hace de la contención y de la sencillez sus virtudes, cuando busca la complicidad humana y sentimental del espectador para crear esa comunión entre obra de arte y público que tan a menudo se busca por caminos erróneos y que deviene, inevitablemente, en trascendencia, en recuerdos gratos e imborrables, en asunción de la película como parte de la propia experiencia, del propio currículum emocional.

A través de la maravillosa fotografía de Lutz Reitemeier, nos trasladamos a la Mongolia más profunda, a un territorio hostil, un incómodo océano de páramos desolados, de naturaleza en bruto, en el que transcurre la vida de algunas comunidades nómadas que todavía conservan buena parte de sus culturas y ritos ancestrales en un mundo que con cuentagotas les va proporcionando su cuota de modernidad. En este salvaje entorno, Tuya, interpretada por Yu Nan, mujer de belleza extraña y serena bajo la que se adivina un torrente de fuerza vital contenido a duras penas por su lugar en el mundo, el de la mujer rodeada de hombres y comprimida por una cultura machista, fenomenalmente personificada en una actriz soberbia en su papel, lucha contra los rigores naturales de su geografía y contra las convenciones que limitan sus facultades como individuo autónomo, a la vez que, a través del pastoreo de sus ovejas, intenta sacar adelante a sus hijos y a su marido tullido, impedido para trabajar. A pesar de que el Gobierno intenta incorporar a estos nómadas a la sociedad moderna a través de incentivos económicos, Tuya se resiste a abandonar su forma de vida y el espacio que comparte con su familia. Sin embargo, tanto trabajo a cuestas terminan repercutiendo sobre su salud y enferma. El problema es grave: sin ella, los niños y Bater, su marido, están perdidos. Sólo cuenta con la ayuda de un vecino cuya mujer le ha abandonado y cuyo sueño máximo es poder comprarse un camión. En estas circunstancias, sólo hay una salida para Tuya: aún joven, hermosa y fuerte para trabajar, debe divorciarse de Bater y casarse con otro hombre que pueda mantenerla a ella y a los niños. Deseada hace tiempo por muchos de los hombres de los alrededores, e incluso habiendo llegado el rumor a la ciudad, a antiguos compañeros de estudios que la quisieron y a los que no correspondió, son muchos los pretendientes que se acercan a la estepa para pedirla en matrimonio. Pero Tuya no acepta a ninguno. Ni uno solo de sus pretendientes acepta la única condición que ella pone para entregarse: que su nuevo marido se haga cargo de los niños, pero también de Bater. Continuar leyendo «Humanismo hecho cine: La boda de Tuya»

La tienda de los horrores – 300

Primero, la historia. Dice que, habiendo invadido los persas Grecia como venganza por la famosa batalla de Maratón que puso fin a la primera intentona persa de diez años atrás, el famoso estratega ateniense Temístocles ideó un plan defensivo que compaginaba hacer frente al ejército persa (de unos trescientos mil soldados) en las Termópilas a la vez que su flota era rodeada en Artemisio por las naves aliadas. Así, siete mil griegos (entre los que se contaban trescientos espartanos) bloquearon el famoso paso montañoso en el verano de 480 a.C. durante siete días, de los cuales hubo jaleo en tres de ellos. Leónidas, rey de Esparta, que comandaba la fuerza de, insistimos, siete mil griegos, resistió durante los dos primeros días el empuje persa pero, traicionados por un pastor llamado Efialtes, que reveló un camino oculto que podía conducir a las tropas persas a la retaguardia griega, el espartano ordenó la marcha de la mayoría de sus tropas hacia el sur e hizo frente hasta la muerte a los persas con unos dos mil hombres, que incluían sus famosos trescientos espartanos y además cuatrocientos tebanos, casi mil tespios y algunos centenares de voluntarios de otras ciudades griegas, a los cuales la historia ha olvidado. Derrotadas fácilmente las débiles fuerzas de Leónidas, los griegos levantaron el bloqueo naval de Artemisio y se refugiaron en Salamina (consulta al oráculo de Delfos por parte de Temístocles, o al menos eso cuenta la leyenda, de por medio), donde tuvo lugar la famosa victoria naval griega; una vez sin flota, los persas fueron derrotados definitivamente por los griegos en la batalla de Platea.

Y ahora, la película. Un espanto, no sólo por su prácticamente nulo respeto a los episodios comprobados históricamente, sino por su forma demencialmente violenta y narrativamente absurda. El tebeo de Frank Miller en que se basa la película es la primera piedra de toque que echa por tierra buena parte del rigor histórico que sería deseable cuando se reflejan con su nombre y apellidos episodios y personajes de una época determinada (aunque aquí la propia leyenda haya aumentado el papel de los espartanos y casi ninguneado al resto para enfatizar el ejemplo de heroísmo y sacrificio), más si cabe cuando la pretensión añadida es establecer paralelismos con situaciones geopolíticas presentes, en este caso, de manera tan torpe, maniquea y propagandística. Empezando mal, pues, al aceptar la devaluación histórica que se permite el argumento del tebeo como base para la historia, Zack Snyder, autor de pseudocine reconocido entusiásticamente por los fans de los superhéroes y los muñequitos en la pantalla, diseña una película, por llamarla de alguna forma, cuyo interés se diluye entre la sangre digital que salpica al objetivo de la cámara y los excesos visuales de una estética fundamentada en el orgiástico festival de efectismos y en la explotación de la épica de baratillo modelo Michal Bay (cámara lenta y gorgoritos operísticos incluidos -¿por qué en todas las películas sobre la Antigüedad desde Gladiator para acá siempre hay una batalla en la que se rueda a cámara lenta con músicas siempre más o menos parecidas?-). Partiendo pues de un muy deficiente retrato de la verdad histórica (que muchos dirán que no es necesaria y que hablamos de un tebeo, pobrecitos), la película pretende ser un monumento visual y, a decir verdad, a ratos lo consigue, aunque escoja bazofia pura para retratarla con sus modernas técnicas digitaloides. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – 300»

Cine en fotos – Tres amigos en 1962

«Coge todo lo que hayas oído decir; todo lo que hayas oído decir en tu vida… Multiplícalo por cien, y seguirás sin tener una idea de John Ford». James Stewart.

El hombre que mató a Liberty Valance (1962)

Peter Bogdanovich: Hacia el principio de Liberty Valance, cuando va Vera Miles a la casa quemada de Wayne, ¿no es la música de Ann Rutledge de Young Mr. Lincoln?

John Ford: Sí, era la misma: se la compramos a Al Newman. Me encanta; es una de mis músicas favoritas, de las que puedo tararear. Por lo general, me fastidia la música en las películas, un poco por aquí y por allá, al principio o al final, pero las cosas como el tema de Ann Rutledge encajan. No me gusta ver a un hombre en el desierto, muriéndose de sed, respaldado por la Orquesta de Filadelfia.

PB: Da la sensación de que en Liberty Valance sus simpatías están con John Wayne y el Viejo Oeste.

JF: Bueno, de hecho el protagonista era Wayne; Jimmy Stewart tenía más escenas, pero era Wayne el personaje central, el motivo de todo. No sé… me gustaban los dos. Creo que los dos eran buenos personajes, y me gustaba el argumento, nada más. Yo soy un director duro; me dan un guión: si me gusta, lo hago. O si digo, “ah, esto está bien”, lo hago. Si no me gusta, lo rechazo.

PB: Pero al final de la película parecía bastante claro que Vera Miles seguía enamorada de Wayne.

JF: Bueno, era la que pretendíamos.

PB: Su imagen del Oeste se ha ido haciendo cada vez más triste, como por ejemplo la diferencia de humor entre Wagon Master y Liberty Valance.

JF: Quizá, no lo sé; no soy psicólogo. A lo mejor estoy envejeciendo.

John Ford. Peter Bogdanovich.

Cine en serie – El señor de los anillos (Las dos torres)

MAGIA, ESPADA Y FANTASÍA (VI)

La segunda parte de la monumental adaptación a la pantalla de la obra de J.R.R. Tolkien por Peter Jackson y su equipo da comienzo en el punto en que la Comunidad del Anillo se disuelve: Frodo y Sam siguen su camino hacia Mordor, Merry y Pipin han caído prisioneros de los orcos de Sauron, y Aragorn, Legolas y Gimli, dejando a los pequeños portadores del anillo que encuentren su propio destino, van tras los cautivos para liberarlos, mientras Sauron y su aliado Saruman siguen acumulando fuerzas con las que aplastar a las razas libres de la Tierra Media, desunidas y parapetadas tras sus débiles defensas…

Tras el impactante efecto sorpresa de la primera entrega, Las dos torres ofrece más de lo mismo (pero peor) en la forma, aunque empieza la decadencia en cuanto al fondo. Como dijimos en su momento en esta misma sección, a medida que la trilogía avanza, sus grandes virtudes se van poco a poco diluyendo y los pequeños inconvenientes del primer capítulo, minimizados ante la grandiosidad del conjunto, van creciendo hasta poco a poco adueñarse de este puente hacia la conclusión. El problema, precisamente, es la entrega incondicional a la espectacularidad de las formas y el paulatino descuido de unas, ya de por sí, demasiado elementales, lineales, esquemáticas cuestiones de fondo (personajes, psicología, motivaciones, reacciones ante los hechos…) siguiendo, obviamente, las pautas marcadas por Tolkien pero haciendo que la película, exactamente igual que su antecesora y su continuación, dependa en exclusiva de los conocimientos previos del espectador sobre la obra literaria a fin de que pueda entender la lógica de acontecimientos y personajes, sin que se trate de un producto cinematográfico autónomo. Continuar leyendo «Cine en serie – El señor de los anillos (Las dos torres)»

Música para una banda sonora vital – Pequeña Miss Sunshine

Cuando uno era jovenzano estaba de moda la música de un fulano con bombachos y gafas que con una canción llamada U can’t touch this copaba las listas de éxitos del mercachifleo musical. Como es obvio, aclamado como precursor del rap y el hip-hop, el tipo en cuestión fue olvidado como siempre en estos casos justo al cuarto de hora de su éxito. Perplejo se quedó quien escribe cuando, todavía de joven y para más inri, en una de las millonésimas reposiciones de El equipo A que emitía (y sigue emitiendo) cierto canal televisivo español con cierta inclinación a lo cutre, descubrió este tema del ya fallecido (pero no creemos que por eso) Rick James, Super Freak, todo un homenaje a sí mismo (mucho ojito, que aunque el meloncio éste gaste semejante pinta en la foto, en sus inicios compartió grupo con todo un Neil Young), en un capítulo que contaba con el intérprete en un pequeño papel. Luego resultó evidente que M. C. Hammer había destrozado la (ya de por sí triste) canción de James para «rapear» (en esa asquerosa moda consistente en tomar una melodía de éxito y devaluarla poniéndole chumba chumbas varios, costumbre convertida en habitual ya y a la que se ha consagrado lo más vomitivo del espectro musical mundial, empezando por ese engendro llamado Madonna), despojándola, eso sí, de la guasa con que se la tomaba el autor original.

Avispados, los responsables de Pequeña Miss Sunshine, esa joya de la comedia dramática dirigida por Jonathan Dayton y Valerie Faris en 2006 recuperaron la versión original para la escena final, el número musical de la pequeña Olive (Abigail Breslin) en el certamen de belleza infantil con cuyo despliegue coreográfico ensayado durante horas en compañía de su abuelo, habitual de los bares de strip-tease, la niña escandaliza a la concurrencia y defeca virtualmente sobre semejante bochorno de concurso (lo cual es extensible a los de la misma especie protagonizados por mayores de edad).

Ecos del 20-N: Espérame en el cielo

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España ostenta el triste récord, junto a un muy escaso número de otros países, de haber permitido que su dictador más criminal de entre todos los que le ha tocado en suerte padecer muriera «cómodamente» en su cama al final de su vida, una vida cuyo único mérito consiste en haberse erigido en pianista habitual de los burdeles de Melilla mientras sus compañeros de armas «consumían» los servicios del local, «mercancía» a la que Francisco Franco era bastante indiferente. El resto de su vida, como la de cualquier militar dictador, es un catálogo de crímenes, asesinatos, matanzas, represión y torturas que, con todas las bendiciones de la Iglesia por la que tanto hizo y que tantas veces hizo el saludo fascista en su honor, lejos de transportarle al cielo del título de la película le habrán valido el billete directo en clase prefente al más cruel de los infiernos, si es que tal cosa existe como lugar físico (si no habría que inventarlo para individuos repugnantes como él). Astuto pero no muy inteligente, malicioso y maquinador pero más bien tirando a lerdo, es decir, poseedor de todas las cualidades con las que quienes sufren complejos de inferioridad consiguen trepar a costa del sufrimiento ajeno a altas cotas de éxito o poder en detrimento de la verdadera inteligencia, Franco es la más vergonzosa mancha de la Historia de España, no sólo porque el país consintiera que su vida transcurriera plácidamente como dictador hasta el fin de sus días en lo que es un bochornoso retrato de lo que supone la sociedad española frente a otras, a muchas de los cuales no vacilamos en mirar por encima del hombro dándonoslas de modernos, europeos y capitales para la cultura y la historia occidentales, sino porque buena parte de la moderna sociedad de hoy se considera heredera o tributaria de su era del crimen, la justifica, ampara o le quita hierro, cuando no la ensalza públicamente a la menor ocasión o la declara una época de «extraordinaria placidez», como dijo el representante de cierto partido democrático en el Parlamento Europeo.

En lo que somos maestros, desde luego, es en la guasa. Si incluso para tener dictadores escogemos a un señor bajito y barrigón, feo, afeminado, inculto y con delirios de grandeza (en eso sólo Italia nos supera con Mussolini, aunque, evidentemente, ellos tuvieron la autoestima suficiente como para colgarlo en cuanto pudieron), no es de extrañar que la parte medianamente inteligente y digna del país (incluida la derecha inteligente y digna, que la hay, aunque lleve años oculta bajo la capa de caspa y regresión mental a la era de las cavernas que vomitan sus dirigentes y sus medios afines) se tome a chacota a semejante personaje en cuanto tiene ocasión. Si en la extraña pero recomendable Madregilda de Francisco Regueiro tenemos a un Franco infantiloide, inmaduro y bobo, en esta película de Antonio Mercero, famoso director de series de televisión de éxito y de películas flojas con tendencia al sentimentalismo entre las que destaca el telefilme La cabina, del que ya se habló aquí, se recurre al tan manido mito del doble, subsección estadistas (desde El Gran Dictador a Presidente por accidente o Dave, presidente por un día) para chotearse de los personajes que fomentaban y controlaban la atmósfera de miedo de la posguerra española.

Paulino (el actor argentino Pepe Soriano) es dueño de una ortopedia. Su vida es la del español medio de los años cincuenta (del que, sin ser partidario de la dictadura, no había sido ya asesinado o del que no estaba en la cárcel, claro), tomando la cuestión política como un gran vacío que ignorar e intentando compensar la falta de libertad con todos los momentos de diversión que pudiera regalarse. En uno de éstos, mientras realiza una performance entre la concurrencia de un puticlub que frecuenta (Rascayú, cuando mueras que harás tú, canción prohibida por entonces que no es de Paco Clavel y que le cantaban en voz baja a Paquito quienes esperaban ansiosos que la palmara), es secuestrado por unos individuos que resultan ser de «la secreta» y que lo conducen a unos calabozos en los sótanos de El Pardo (jamás congenió tan bien el nombre de un palacio con el de su inquilino principal). Su delito: su parecido físico con el dictador. Su condena: convertirse en su doble para evitar atentados a la persona del (patético) Generalísimo. Mientras su mujer (espléndida Chus Lampreave) y sus amigos, que lo creen muerto, intentan contactar con él en unas delirantes sesiones de espiritismo (entretenimiento muy de moda por entonces), Paulino forma parte de la operación Jano y, a las órdenes de un instructor de la Falange (magnífico José Sazatornil, premio Goya al actor de reparto por este papel en la edición de 1988), tan amenazador como paródico (de nombre Sinsoles, no hace falta decir mucho más), es adiestrado constantemente para emular voz y ademanes de Franco, sin resignarse a poder escapar de su inesperado destino. Continuar leyendo «Ecos del 20-N: Espérame en el cielo»

Diálogos de celuloide – Los profesionales

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DOLWORTH: Nada menos que cien mil dólares por una esposa. Debe de ser toda una mujer.

FARDAN: Será una mujer de esas que convierten a algunos niños en hombres y a algunos hombres en niños.

DOLWORTH: Si es así vale lo que piden.

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EHRENGARD: ¿Y qué hacían unos norteamericanos en una revolución mexicana?

DOLWORTH: Tal vez sólo haya una revolución. Desde siempre. La de los buenos contra los malos. La pregunta es: ¿quiénes son los buenos?

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DOLWORTH: Nada es para siempre, excepto la muerte (…).

JESÚS RAZA: Todos ellos murieron por un ideal.

DOLWORTH: ¿La revolución? Cuando el tiroteo termina los muertos se entierran y los políticos entran en acción. El resultado es siempre igual. Una causa perdida.

JESÚS RAZA: (…) La revolución es como la más bella historia de amor. Al principio, ella es una diosa, una causa pura, pero todos los amores tienen un terrible enemigo.

DOLWORTH: El tiempo.

JESÚS RAZA: Tú la ves tal como es. La revolución no es una diosa sino una mujerzuela; nunca ha sido pura ni virtuosa ni perfecta. Así que huimos y encontramos otro amor, otra causa, pero sólo son asuntos mezquinos. Lujuria pero no amor, pasión pero sin compasión. Y sin un amor, sin una causa, no somos nada. Nos quedamos porque tenemos fe. Nos marchamos porque nos desengañamos. Volvemos porque nos sentimos perdidos. Morimos porque es inevitable.

The professionals. Richard Brooks (1966).

Lección de interpretación de Peter O’Toole: Venus

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Aunque ha participado en unos cuantos proyectos más desde entonces, es Venus, de Roger Michell (2006), la última ocasión en que Peter O’Toole, actor de amplia y muy irregular filmografía (nos quedamos con lo mejor, Lawrence de Arabia, Becket, Lord Jim, La noche de los generales, El león en invierno, Adiós Mr. Chips o El último emperador), nos ha obsequiado una vez más con una interpretación memorable encarnando de nuevo a un personaje carismático y atormentado al estilo de los que le han dado fama y reconocimiento pero con tintes mucho más amables que de costumbre, gracias al cual obtuvo una nominación al Oscar. Esta vez da vida a Maurice, un actor en los últimos momentos de su carrera que todavía realiza pequeños papeles televisivos y cuyos momentos de ocio transcurren en compañía de sus camaradas Ian (Leslie Philips) y Donald (Richard Griffiths), actores jubilados como él. Los tres se reúnen diariamente en un bar para hablar del pasado y del presente, chincharse, lanzarse dardos irónicos y tomar una copa en un ambiente de camaradería y recuerdos. Al menos es así hasta que Ian manifiesta su preocupación por la llegada de Jessie (Jodie Whittaker), la hija adolescente de su sobrina, que viaja a Londres para atenderlo como enfermera las veinticuatro horas por la falta de alicientes y de posibilidades laborales en el campo. La chica modosita, tímida y apocada amante de la vida tranquila y de la música de Bach que él espera es una joven muy distinta, devota de la comida basura, sin experiencia como enfermera y con un gusto por las bebidas alcohólicas impropio para su edad.

Curiosamente, y utilizando como metáfora de su relación la historia que rodea la pintura de Velázquez La Venus del espejo, será Maurice y no Ian quien conecte más fácilmente con la recién llegada, de manera que las cada vez más horas que comparten y que sirven a Ian para escapar de la perniciosa, para él, influencia de la joven, les ayudan a establecer un extraño vínculo que se mueve en el fino límite de la amistad, la relación paterno-filial, el nacimiento a la vida adulta, el último aliento de deseo carnal de un anciano, la necesidad de paliar sus respectivas soledades y, sí, también el amor, extraño, entre crepuscular, ingenuo y morboso, pero amor. Así, Jessie se abrirá a un mundo que desconoce (los teatros, los museos, las tiendas caras de la City) y Maurice sentirá nostalgia por un tiempo que ya hace mucho que pasó, volviendo a sentirse joven al internarse con una chica joven en la vida nocturna de Londres; sólo su trabajo y su mujer (Vanessa Redgrave), con la que ya no vive pero con la que sigue manteniendo el trato, pone un punto de sensatez en su vida.
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La tienda de los horrores – El diario de Noa

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Es cierto, quien escribe no tiene más remedio que confesarlo: uno, que, como en todo lo demás, cuando ama, ama en exceso (lo que vulgarmente se llama «hasta las trancas»), no es en cambio de puertas para fuera un tipo especialmente romántico. Al menos no hasta que se pone (o se ponía) a ello con algo de esfuerzo. Quizá, a lo Bogart (ya quisiera uno ser como Bogart… en eso), tras su espíritu cenizo, su sarcasmo sin descanso y su cinismo abierto las veinticuatro horas, se oculta un sentimental (como le decía Claude Rains en Casablanca). Pero romántico, en términos almibarados, lo que comúnmente conocemos como «moñas», lo que se dice romántico, uno no es. Así que volvemos a ir contracorriente en esta sección al recoger la apología de la moñez que supone El diario de Noa, azucaradas dos horas de mermelada de grosella dirigidas por Nick Cassavetes (ilustre apellido mancillado en esta ocasión) en 2004 y que para un amplio espectro de público se ha colocado junto a Ghost o Dirty Dancing (puaj, me crujen los dedos al escribir este título) como una de las referencias habituales a la hora de rescatar algún producto digno dentro de ese endemoniado género de pastiches sentimentaloides que ha dado en llamarse «comedia romántica» y que tantos pestiños incluye, entre los cuales, para este enfant terrible de la cosa del cuore, figura ésta en un puesto de honor.

Vaya por delante que se trata de una película no especialmente mal filmada sino que, al contrario, como toda cinta a caballo entre épocas distintas, supone un notable esfuerzo de producción y ambientación, sobre todo a la hora de componer los distintos escenarios que contiene la historia, desde un pueblecito de los años treinta y cuarenta hasta las breves escenas que tienen la guerra como marco, en la que Cassavetes no se mueve mal, consiguiendo una factura visual y técnica sin alardes pero eficaz. El problema, como tantas veces, no es la forma, sino el fondo, empezando por la previsibilidad del guión. Construida como una acumulación de flashbacks o una retrospectiva fragmentada, la película usurpa en buena parte la estética y la atmósfera del cine mal llamado independiente para contarnos una historia a partir del relato que Duke (James Garner), un anciano que vive en una residencia, lee continuamente y siempre que hay ocasión a Allie (Gena Rowlands), otra residente que arrastra acuciantes problemas de memoria. La historia, claro, trata de dos jóvenes que se conocen durante los años treinta y que viven un amor que es la pera: Noah (Ryan Gosling, otro actor de una sola cara) y, atención, Allie Hamilton (Rachel McAdams). Los mocetes se encuentran en un verano en Carolina del Norte y se encandilan a pesar de que son de extracciones sociales muy opuestas, ella de familia bien y él hijo de un peón (Sam Sephard). Y, cómo no, la cosa empieza con azúcar: el chico se queda tan prendado de la chica que, habiendo subido ésta a la noria de una feria con otro mozo, el joven Noah trepa hasta arriba y amenaza con arrojarse desde lo alto si ella no acepta salir con él. La chica lo toma por un lunático pero, en el fondo halagada y empezando a segregar sustancias corporales varias, por supuesto, acepta.

Desde ese momento, salpicada por continuas vueltas a la residencia en la que la pareja de ancianos comenta la historia, la narración se construye sobre todos los tópicos habidos y por haber sobre lo cursi, tanto en los diálogos como en las situaciones, para mostrarnos el gran amor que viven estos muchachotes: comparten algodón de azúcar, pasean de la mano, contemplan puestas de sol en el campo y, tras haberse mojado con un repentino chaparrón veraniego en mitad del campo se dedican a fornicar, de modo muy romántico, eso sí, en una habitación iluminada con velas de la que el día de mañana ha de ser la casa de sus sueños… Pero claro, los papás de la nena, como el chaval no tiene dónde caerse muerto, lo toman como algo pasajero y no aceptan que, cuando la cosa se pone chunga y la niñata pijotera consentida se empeña en continuar con su novio, su hija se comprometa con semejante mangurrián. Así que, de manera igualmente tópica, la cosa deriva en el drama de un amor imposible por oposición paterna, correo postal inteceptado y Segunda Guerra Mundial incluidos, y en cómo los chicos se separan para reencontrarse años después, cuando él es un tipo de éxito y ella está comprometida con otro (otro tópico), un hijo de papá forrado y de futuro económico asegurado. El drama oscila pues entre ese amor renacido y las comodidades materiales de un matrimonio económicamente próspero entre gente guapa (más tópicos, es la guerra…), y claro, el triunfo del amor es inevitable: no hace falta ser un hacha para que, a través de la coincidencia de nombres mal disimulada averigüemos quién es la pareja de ancianos de la residencia y por qué él le cuenta a ella una vez tras otra la historia.

Además de esta sorpresa que de tan telegrafiada resulta de lo más previsible, es precisamente la tremenda cursilería la que arruina el ingenio que todo esto pudiera tener, sobre todo el juego entre los ancianos desmemoriados y su interés en una historia que presuntamente trata de dos jóvenes desconocidos (y, con perdón, un poco gilipollas). Bien contada pero sin mordiente, sin garra, fuerza ni pasión, la película no deja de ser un drama ajeno en el que el espectador entrará o no según su propio grado de azucaramiento, en el que cuesta encontrar humor, ironía, inteligencia, brillantez en los diálogos u originalidad en las situaciones y en la que sobran clichés y pasteleo. Tanta glucosa se atraganta tanto que uno casi llega a desear que tanto amor se vaya por el sumidero, y el único condimento que podría salvar este monumento al tedio gelatinado, la mala baba, brilla por su ausencia. Será que uno no es un romántico o que la vida no le ha dejado serlo…

Acusados: todos
Atenuantes: la dirección artística
Agravantes: azúcar, mermelada, miel, gelatina, merengue y todos los dulces que el lector sea capaz de imaginar
Sentencia: culpables
Condena: supositorios de sal a tutiplén

Cortometraje – Sintonía, de José María Goenaga

Gracias a la recomendación de Iván Villamel Sánchez, de los Villamel Sánchez de toda la vida, cinéfilo irreductible y futuro cineasta de éxito sólo comparable a su talento, podemos disfrutar de este magnífico cortometraje de José María Goenaga. Un trabajo que demuestra que dominando el lenguaje cinematográfico se pueden contar muchas cosas en poco tiempo y establecer situaciones ricas y complejas a través de la imagen y la sugerencia.