Diálogos de celuloide – Martín (Hache)

Para mi querido amigo Dante Bertini, camarada de la red, lúcido cronista de la realidad, encarnación del idilio hispanoargentino de estas últimas décadas, al menos en lo referente al cine.

– MARTÍN (HIJO): ¿No lo extrañás? ¿Nunca te dieron ganas de volver?

– MARTÍN (PADRE): Eso de extrañar, la nostalgia y todo eso es un verso. No se extraña un país, se extraña un barrio en todo caso pero también lo extrañás si te mudás a diez cuadras. El que se siente patriota, el que se cree que pertenece a un país, es un tarado mental. La patria es un invento. ¿Qué tengo que ver yo con un tucumano o con un salceño? Son tan ajenos a mí como un catalán o un portugués. Son estadísticas, números sin cara. Uno se siente parte de muy poca gente. Tu país son tus amigos y eso sí se extraña. Pero se pasa.

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– MARTÍN (HIJO): ¿Te gustan más los hombres que las mujeres?

– DANTE: ¿En general dices? ¡No! De qué sexo sean en realidad me da igual, es lo que menos me importa. Me puede gustar un hombre tanto como una mujer. El placer no está en follar, es igual que con las drogas. A mí no me atrae un buen culo, un par de tetas o una polla así de gorda. Bueno, no es que no me atraigan, claro que me atraen, me encantan, pero no me seducen. Me seducen las mentes, me seduce la inteligencia, me seduce una cara y un cuerpo cuando veo que hay una mente que los mueve y que vale la pena conocer. Conocer, poseer, admirar. La mente, Hache, yo hago el amor con las mentes. Hay que follarse a las mentes.

Martín (Hache). Adolfo Aristarain (1997).

Casino: el cine recurrente de Martin Scorsese

Observando la filmografía de Martin Scorsese, es evidente que hay dos terrenos, a menudo complementarios y que ha mezclado sabiamente, en los que se maneja como pez en el agua y gracias a los cuales ha conseguido mantener un nivel homogéneo de calidad y de éxito de crítica y público a lo largo de cuatro décadas de profesión y a pesar de fracasos de taquilla puntuales, algunas películas incomprendidas, otras fallidas, y cuestiones personales que han influido para mal en su trayectoria, desde sus complejos, sus complicadas relaciones sentimentales y, sobre todo, su loco periodo de inmersión en las drogas. Nos referimos en concreto a, por un lado, la música popular y su capacidad para vestir imágenes (en documentales como El último vals o No direction home pero en general en la elección de las bandas sonoras para sus películas, repletas de clásicos del soul, el rock y el rythm & blues), y, por otro, a la crónica profunda con ribetes shakespearianos (heredados directamente de Coppola) del lado más oscuro del ser humano, de sus debilidades, flaquezas y temores, y de, en definitiva, su capacidad de autodestrucción en un mundo desagradable, violento y hostil, generalmente personificadas en elementos marginales (Travis Bickle en Taxi Driver o Jake LaMotta en Toro Salvaje) o de los bajos fondos (desde Malas calles a Infiltrados, pasando por Uno de los nuestros). Examinando su obra, cabe afirmar que son los dos ámbitos en los que más y mejores tantos se ha apuntado Marty en su haber (no exentos de errores, como Al límite), mientras que, aunque fuera de ellos logra mantener gracias a su oficio y competencia un excelente nivel de calidad (ahí está La edad de la inocencia, por ejemplo, o After hours), cuando se sale de los caminos que él mismo se ha trillado, sus películas comienzan a revelar blanduras, inconsistencias, equivocaciones, mecanicismos y lugares comunes impropios de uno de los genios del nuevo cine americano de los setenta (Kundun, El aviador, Gangs of New York, Shutter Island o, en parte, la propia Infiltrados). Casino, de 1995, la vuelta de Scorsese a los temas que domina a la perfección tras su experimento sobre la historia de la aristocracia neoyorquina del siglo diecinueve filmada dos años antes, es paradigma tanto de sus aciertos como de sus errores.

Marty vuelve a una historia de gángsters y de complicadas relaciones de hermandad y amistad a varias bandas, de fidelidades dudosas y amenazas de inminente traición, esta vez alejada del Nueva York que retrató en anteriores filmes y cuyas tramas bebían directamente de las propias experiencias de juventud del cineasta en un barrio italiano de la gran ciudad, trasladada a Las Vegas, la ciudad de la luz y el juego en medio del desierto de Nevada: Sam Rothstein, apodado “Ace” (Robert De Niro, una vez más fetiche para Scorsese, gracias al cual obtuvo una reputación que nunca lo abandonaría, al menos no hasta la contemplación de los subproductos que acepta protagonizar hoy; una relación, la de Scorsese y De Niro, riquísima en matices y veritcuetos de lo más interesantes) es un exitoso corredor de apuestas de caballos que, requerido por un grupo mafioso, se erige en director del Tangiers, uno de los más importantes casinos de Las Vegas, un negocio que sirve de puente a los criminales para sus operaciones en la costa oeste del país y además como lugar para blanquear de manera rápida y segura buena parte de los ingresos obtenidos con sus actividades ilegales. Su misión consiste, simplemente, en mantener el lugar abierto y en orden y velar por que el flujo de caja siga circulando y llegando a quienes ha de llegar. En la ciudad cuenta con la compañía de Nicky (Joe Pesci, del que se podría decir otro tanto que de De Niro), escudero, amigo, consejero, asistente, fuerza bruta (demasiado) ocasional y también vigilante y controlador, ojos del poder que permanece lejos esperando sus dólares. Y además está Ginger (Sharon Stone, actriz muy justita que consigue aquí, en un personaje de apariciones discontinuas y registros muy limitados, el mejor papel de su carrera, que le valió una nominación al Oscar), la mujer de la que Sam se enamora y a la que consigue hacer su esposa (casi podría decirse que la compra), una mujer ambiciosa, inestable, enamorada más del nivel de vida de “Ace” que de él, que, según las cosas vayan complicándose entre ellos, apostará por vivir al límite que tanta comodidad y dinero puede proporcionarle, alejándose de él, superando cualquier cortapisa hasta, incluso, devenir en tormenta a tres bandas (tema recurrente en Scorsese, la infidelidad entre hermanos o amigos) con la relación entre Ginger y Nicky, convertida para Sam en obsesión enfermiza que hará mella en la vida de los tres, mientras intenta capear el día a día que en Las Vegas que, como director de un casino exitoso sostenido por la mafia, supone alternar, convivir y enfrentarse con políticos, millonarios, tipos de dudosa calaña, matones, aventureros, bribones, pobres desgraciados, chicas fáciles, perdedores, juguetes rotos y fracasados de la vida. Con todos estos elementos, y haciendo acopio de todos los tópicos que de inmediato asociamos con Las Vegas (la constante música de las tragaperras, los gorilas de seguridad y la intimidación a quienes no paran de ganar, las chicas que sirven bebidas, las partidas de black jack, póker o los giros de la ruleta) o con los crímenes que en ella evocamos (desde cuerpos enterrados en el desierto –inolvidable la escena del desierto, famosa por su violencia verbal y su lenguaje malsonante- hasta el empleo de la extorsión, la amenaza o el atraco), Scorsese construye una historia épica, insistimos, a lo Shakespeare (o mejor dicho, a lo Coppola, incluso en cuanto a la presencia del pariente «tonto» del mafioso como responsable de las tragaperras que, como Freddo en la saga de Coppola, hay que mantener en su puesto pese a su estupidez para no enfadar al jefe), acerca de cómo la mafia de Chicago, Nueva York y Los Ángeles se hizo con el control de Las Vegas en los años sesenta y setenta, de cómo convirtieron a la ciudad en un gigantesco casino en medio de ninguna parte, llevando a la ciudad de las tragaperras y los moteles baratos nacida como calle de salones y burdeles en la época del viejo oeste, a un icono del juego y el libertinaje en cualquier sentido reconocible en todo el mundo, y de cómo, una vez hostigados, perseguidos y destruidos por su propia codicia y los enfrentamientos constantes entre ellos mismos, los criminales fueron poco a poco (presuntamente) perdiendo el control sobre ella, cómo les afectó y también cómo cambió la ciudad una vez (presuntamente) liberada de su tutela.

Partiendo de un hecho cierto como es el desembarco masivo del crimen organizado en Las Vegas tras la Segunda Guerra Mundial y hasta los ochenta, y su control de casinos como el Stardust, ya retratado por ejemplo en El Padrino II y cuya seña más evidente, en cuanto a su huella en el negocio del espectáculo fue la presencia del rat pack (Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis Jr., Peter Lawford y compañía) y sus adláteres en la ciudad (incluida Marilyn Monroe), Scorsese construye una crónica épica, una vez más, de ascenso y caída, en la que los diversos acontecimientos relacionados con la vida “profesional” de Sam van paralelamente ligados a su relación con Ginger, un personaje poliédrico que bien puede verse como trasunto de la propia ciudad (en este punto no puede evitarse hacer, por ejemplo, referencia al abigarrado, excesivo y luminoso vestuario que luce Sharon Stone durante el film, poseedor de cierto estilo y a la vez exponente de esas chabacanas, vulgares y pretenciosas ansias de ostentación tradicionalmente asociadas a los nuevos ricos o a las fortunas de un día para otro) e incluso del guión del filme, situada a mitad de camino de varios frentes que se ciernen sobre ella y pugnan por gobernarla o disfrutarla pero que persiste en vivir libre, a su ritmo, únicamente para la diversión, para su propia satisfacción, en un estado de fiesta permanente. Scorsese diseña una película realmente cautivadora en lo visual, gracias a la fotografía de Robert Richardson que explota de manera inteligente y estéticamente muy hermosa tanto el poderío luminoso de Las Vegas, sobre todo del Riviera Hotel, el lugar del rodaje, como, como contrapunto, los espacios oscuros, los rincones, lo que de tinieblas se esconde tras ese escaparate de excesos luminiscentes. Además, Marty permanece fiel a su costumbre e introduce una banda sonora magnífica que, además de temas instrumentales bellísimos, contiene toda una recopilación de éxitos del momento que incluye nombres como Brenda Lee, Nilsson, Muddy Waters, The Moddy Blues, Roxy Music, Fleetwood Mac, B.B. King, Otis Redding, Dinah Washington, Eric Burdon, Cream, Tony Benett, Little Richard, Lou Prima y, por supuesto, Dean Martin, que acompañan o sirven de fondo sonoro a algunos de los momentos más bellos, y también más violentos, de la película. Continuar leyendo «Casino: el cine recurrente de Martin Scorsese»

Música para una banda sonora vital – Frank Sinatra

Pues eso, no hace falta decir más. Cantante mítico, actor en ocasiones notable, su inolvidable versión de I’ve got you under my skin, un tema clásico de Sinatra siempre muy presente en el cine. Por ejemplo, es perpetrado en versión castiza y un tanto lamentable por Gabino Diego en esa amable comedia titulada Los peores años de nuestra vida, dirigida por Emilio Martínez-Lázaro en 1994. Nada que ver con el viejo Sinatra.

Dedicado, cómo no, a Marcos, amigo y fiel camarada bloguero.

Cine en fotos – Federico Fellini, Carole Bouquet y Ángela Molina

A veces la elección de un reparto no es una tarea sencilla. Al igual que Fellini escogiendo féminas para el plantel de Casanova (1976), escrutando escotes y senos como si de un avezado científico ante un raro ejemplar de insecto se tratara, relata Ángela Molina -y es de suponer que otro tanto sucedería con Carole Bouquet- la fría, aséptica y casi clínica profesionalidad de Luis Buñuel al pedirle que se desnudara para examinar su cuerpo de cara al rodaje de Ese oscuro objeto del deseo (1977), título imprescindible del aragonés que resume muy bien su filmografía. O incluso la de otros, como Woody Allen.

Quisiera hacer una película que nos ayudara a enterrar de una vez lo que está muerto dentro de nosotros, dice Guido (Marcello Mastroianni) en Ocho y medio (Otto è mezzo), de Federico Fellini (1963). Y ello, a veces, exige ingratos sacrificios como pasarse horas mirando tetas…

Un plan sencillo o el peligro de la tentación

Quien escribe confiesa que removió la filmografía de Sam Raimi en busca de cualquiera de sus bodrios de terror o petardos de Spiderman con que nutrir la tienda de los horrores, sección en la que masacramos las indignidades que hoy en día se ruedan, pero que, al recordar Un plan sencillo, cinta de 1998 protagonizada por Bill Paxton, Billy Bob Thronton y Bridget Fonda, con diferencia lo mejor de Raimi tras la cámara, descartó por el momento hacer mofa de sus acostumbrados subproductos y recoger lo mejor de su dedicación a esto del celuloide. Aunque que conste en acta que sólo se trata de un aplazamiento y que volveremos sobre él.

Un plan sencillo es una película pequeña de estética televisiva. No destaca por el uso de la cámara, ni por el empleo de efectos visuales o por una fotografía reseñable. Al contrario, lo mismo que sucede con los dramas rodados para televisión que algunos canales españoles insisten en endilgarnos en las sobremesas de los fines de semana, está extraña y casi totalmente desprovista de ese lenguaje audiovisual que entendemos propio del cine. Dicho en plata, Raimi no parece hacer otra cosa que colocar la cámara de manera convencional en un lugar todavía más convencional y dejar que los actores pasen delante de ella, molestándose únicamente en mantener con piloto automático las formas que le permiten narrar una historia en clave de suspense, esto es, con muchos planos de detalle que acompañan las pistas esparcidas aquí y allá, los datos ocultos a los personajes y alguna sorpresa de guión. Eso en apariencia porque, con buen criterio, lo que hace Raimi es diluir su labor de dirección en el interés creciente que va adquiriendo la trama con el paso de los minutos, es decir, pasar desapercibido, no molestar, lo cual viniendo de donde viene y yendo a donde iba, el cine de efectismos y de obscena cacharrería que tanto le gusta, es todo un detalle por su parte.

El guión es el principal acierto de la película. Obra de Scott B. Smith y basado en su propia novela, es una historia que recoge buena parte de las motivaciones, situaciones y dilemas que surcan la historia del cine negro, convenientemente actualizadas pero conservando su esencia. Nos encontramos en un pueblo del norte de Estados Unidos, en pleno invierno, un lugar rodeado de bosques y montañas donde abunda la caza y que cuando llegan los fríos se ve sepultado por intensas nevadas hasta el deshielo de la primavera. Hank (Paxton) disfruta de una vida plácida y tranquila: tiene un buen trabajo, vive en un hogar confortable, está felizmente casado (Bridget Fonda) y espera su primer hijo. La vida le sonríe y no le genera complicaciones. Hasta la mañana de caza en que, junto a su hermano (Thornton), un poco lelo, y un amigo de éste, encuentran una avioneta bajo la nieve y, dentro de ella, junto a los restos del piloto, una bolsa de deporte con cuatro millones y medio de dólares. Ahí, tras la esquina de la alegría, empieza el drama.

Porque Hank, hombre recto de reputación intachable y muy considerado en el pueblo, pretende devolverlo, pero su hermano y su amigo no tardan en sentir el aguijón de la avaricia y formular la hipótesis de esconderlo y repartirlo, achacando su aparición a algún negocio sucio ligado al narcotráfico y a la más que improbable reclamación de unos dueños ilegítimos. Continuar leyendo «Un plan sencillo o el peligro de la tentación»

Miedo a convivir: Los limoneros

En el conflicto palestino-israelí hay diversos ingredientes que durante décadas lo han enquistado hasta convertirlo en un problema insoluble. En primer lugar, la imposición en 1948 de los dogmas y creencias de los practicantes de una religión al resto del mundo, auspiciando así el robo de una tierra a sus legítimos propietarios por parte de los inmigrantes judíos, explotación publicitaria de su condición de víctimas del Holocausto mediante, con la complicidad de los gobernantes británicos del territorio que otorgaron el poder y la fuerza a los recién llegados sobre sus anteriores habitantes, invadidos, desplazados y colonizados por quienes sólo guardaban con aquellas tierras una relación abstracta, mística, recreada en la imaginación como consecuencia de una fe religiosa particular que en sus Sagradas Escrituras apela a la guerra y la violencia (la cual ejercieron contra, precisamente los británicos; no se olvide que el sionismo utilizó el terrorismo como arma para conseguir sus fines) como forma de convertir en realidad los designios de su dios. Además de ello, los errores palestinos y árabes, empeñados en recuperar por la fuerza lo que se les quitó por la fuerza, y el papel de Estados Unidos, que, alineado con un Estado cuya concepción, más allá de las formas, es profundamente antidemocrática, considera Israel como prolongación de su propios intereses. Pero mientras la partida se juega en los grandes tableros de la política internacional en torno a la embustera ficción de los dos Estados, uno árabe y otro judío, como solución imposible que jamás llegará a darse y sobre la que corren ríos de tinta, falsas diplomacias e interminables calendarios que nunca llegarán a nada, en lugar de la única posibilidad viable, la de un único Estado para todos, aconfesional, democrático, en el que ser judío, cristiano o musulmán sea tan irrelevante como ser rubio, moreno o calvo, brindis al sol cuya utópica concepción choca con el interés de Estados Unidos (necesitado de un gendarme dotado de armas nucleares para aquella zona), el fanatismo judío (que en última instancia sigue considerándose pueblo elegido por Dios y por tanto, de raza, etnia, cultura y naturaleza superiores a sus vecinos palestinos, un pueblo que como mínimo lleva viviendo en esa tierra tanto tiempo como ellos, aunque antes se denominaran filisteos), y el contagio palestino en torno a una absurdez de la misma índole añadida a su conciencia de haber sido expoliado, violado, incluso de estar amenazado de exterminio, quienes viven allí en el día a día, a uno u otro lado del muro de la vergüenza levantado por Israel con la connivencia yanqui, han de torear la situación como mejor pueden y, deliberadamente o sin querer, generan comportamientos, actuaciones y actitudes que, si bien por un lado tienden puentes de comprensión y entendimiento, por otro no hacen sino alimentar rencores, recelos, venganzas y un aliciente que amenaza con volver un conflicto irresoluble en eterno y al que no suele darse demasiada importancia: el miedo.

Los limoneros, dirigida en 2008 por el israelí Eran Riklis, parte de esta premisa: el miedo a lo que se desconoce, el recelo hacia lo que se cree distinto y que puede derivar en odio gracias a la constante inoculación del desprecio por aquello que no se considera propio. Y para ello utiliza como metáfora algo tan sencillo, tan cotidiano, tan concreto y natural como un campo de limoneros. Salma (la magnífica Hiam Abbass, fantástica coprotagonista de The visitor), es una viuda palestina que vive en la frontera entre Israel y Cisjordania gracias al dinero que le envía su hijo, camarero en un bar de Washington, y a su plantación de limoneros, propiedad familiar que le legó su difunto esposo y que lleva allí más de cincuenta años. La mala suerte quiere que el nuevo ministro de Defensa israelí sea su vecino de finca, lo que, además de llevar allí un importante contingente de seguridad con las oportunas incomodidades (alambradas, torres de vigilancia, focos, cámaras de vídeo), provoca, a raíz de un informe del servicio secreto, que su campo sea catalogado como una amenaza para la seguridad del ministro y su familia al ser considerado apto para el posible ocultamiento de terroristas o armas con las que atentar hacia la casa. Como consecuencia, el alto mando del ejército israelí emite una orden por la cual, a pesar de que en más de cincuenta años el terreno nunca ha sido utilizado como base terrorista ni se han cometido atentados desde él, los limoneros han de ser talados. Salma, lejos de rendirse, inicia una lucha legal por sus derechos que la enfrenta el gobierno y al ejército israelíes: éstos pretenden salvaguardar la tranquilidad del ministro; ella defiende su único medio de vida ante instancias judiciales israelíes que, lógicamente, toman en mayor consideración las razones alegadas por sus compatriotas.

La película está llena de ricos matices que la dotan de profundidad y complejidad (incluso demasiada) a pesar de la aparente sencillez y el aire de fábula que le dan un ritmo pausado y agradable al relato. Continuar leyendo «Miedo a convivir: Los limoneros»

La tienda de los horrores – Piratas del Caribe

Quien escribe no ha hecho la prueba, pero sin duda, si pudiera hacerse como con los antiguos discos de vinilo y poder proyectar al revés un DVD de Piratas del Caribe y el resto de su vomitiva saga, cuya cuarta parte se va a honrar además con la presencia de Penélope Cruz, siempre dispuesta a revolcarse en el cine-mierda para conseguir cuatro portadas y un titular, seguramente obtendríamos signos, palabras entrecortadas e imágenes diabólicas procedentes del mismísimo Satán. O en su defecto, de cualquier mamarracho de los que han convertido a Hollywood en la mayor fábrica de cine basura del mundo. Y no diremos que la cinta no contiene acción en dosis y formas estimables, efectos visuales muy trabajados y conseguidos e incluso una dirección artística, computadora aparte, que merezca no sólo el aprobado sino incluso nota. Pero la perversa y asquerosa concepción de la cinta, unida la desfachatez con la cual es vendida y promocionada cada vez que una de sus repugnantes secuelas es regurgitada o proyectada en televisión es tal, que se ha ganado a pulso un lugar de honor en el escaparate de la tienda de los horrores.

Y no puede ser de otra forma si atendemos a la ecuación, a la espina dorsal que recorre el proyecto de principio a fin: Disney, una atracción de parque temático, Jerry Bruckheimer y Gore Verbinski. Es decir, cuatro pilares del mayor de los estercoleros del cine concebido como pasatiempo (que no entretenimiento, cosa que productores y público intentan o insisten en confundir). La cosa, andando Disney de por medio, es un compendio de hipocresías y dólares, de falsedades y vergonzosas componendas. La película se vendió -y se vende- como la recuperación con los medios técnicos actuales y la actualización visual que permiten, del antiguo género del cine de piratas que tantos y tan buenos momentos proporcionó a varias generaciones de espectadores que lo usaban a edades tempranas, junto con el western, el peplum o el cine negro como puerta de entrada al planeta del cine. Para ello se partía de un presupuesto millonario, de un ingente esfuerzo de producción y de un largo proceso de escritura y reescritura de guiones que derivaría, junto a la contratación de un estelar reparto de nombres de primera fila, en un apoteósico retorno de las antiguas historias de tesoros escondidos, galeones de decenas de cañones, y duelos a espada en el puente de mando. Es decir, mucho aparato publicitario generando falsas esperanzas para un público que hacía décadas que no oía hablar del género más allá del fracaso de la cinta de Polanski en los años ochenta o esa cosa concebida para el lucimiento de Geena Davis llamada La isla de las cabezas cortadas, producto mediocre pero más digno que esta bazofia caribeño-digitaloide. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Piratas del Caribe»

Paradojas de la civilización: La muerte del señor Lazarescu

La muerte del señor Lazarescu no proviene de una cinematografía especialmente relevante sino de un país, Rumanía, que, si bien en los últimos tiempos nos ha obsequiado con un puñado de películas más que interesantes, suele ser pasado por alto por el público como tantas otras cinematografías consideradas, de manera absolutamente idiota, marginales, excesivamente realistas o aburridas. En ella no hay estrellas, no hay caras ni cuerpos de portada (pero sí algún que otro rostro bello, de esa belleza natural que puede dejar helado), no hay nombres de relumbrón, no hay persecuciones ni disparos, no hay sexo ni violencia, no contiene efectos especiales ni se ha visto beneficiada de grandes campañas publicitarias que la anunciaran en telediarios o marquesinas de autobús. Y sin embargo es una de las películas más importantes y más espectaculares del cine europeo reciente, no precisamente porque contenga imágenes sublimes, momentos de tensión dramática inolvidables o una historia intrincada y apasionante, sino por la desarmante fuerza de una trama aparentemente simple, una circunstancia cotidiana que nos revela, en la mejor línea kafkiana, que el ser humano no es nada frente a las trampas de una sociedad que se devora a sí misma y que nos diluye en una masa numérica deshumanizada sometida a designios incomprensibles.

El señor Lazarescu supera ya los sesenta años de edad, pero la vida lo ha castigado tanto, Segunda Guerra Mundial incluida, que aparenta y padece algunos más. Hace años que es viudo y su única hija emigró a Canadá hace tiempo. Comparte su vida con sus gatos en un pequeño piso que lleva meses sin limpiar y en el que acumula suciedad y trastos viejos. Su único consuelo, a pesar de que por sus dolencias debería abstenerse, es tomar unos tragos de vez en cuando, demasiado a menudo a decir verdad. Su soledad, a la que añade la confusión propia de quien ha vivido toda su vida bajo dictaduras de uno y otro signo y no es capaz de calibrar la magnitud de los cambios sociales, culturales y económicos del país, hace que no sepa reaccionar con rapidez y diligencia cuando una noche solitaria de vinos y gatos empieza a sentirse mal. Coge el teléfono y llama a una ambulancia para que lo traslade al hospital, pero ante la tardanza, se limita a esperar sentado en su cocina. Vuelve a llamar, pero la ambulancia sigue sin llegar y finalmente opta por pedir ayuda a sus vecinos, una pareja ya mayor que recela de él, sobre todo cuando captan el pestazo a tintorro barato que desprende.

Así, entre largas tomas en las que Lazarescu se duele, vomita, intenta explicar lo que le sucede, y sus vecinos le cuidan al mismo tiempo que se quejan, se prolonga la espera de la ambulancia. Pero no está todo resuelto, porque Lazarescu se encuentra cada vez peor y, una vez que el vehículo vence al infernal caos del tráfico y llega al hospital, no hay sitio para él. Comienza así una odisea de todo un día en el que el personal de la ambulancia intenta que el señor Lazarescu sea admitido en cualquiera de los hospitales de la ciudad, en los que una y otra vez es rechazado por las razones más desesperantes o también más peregrinas: falta de espacio, ausencia de aparatos necesarios para diagnosticar su dolencia, antipatías entre el personal médico o sanitario y el que le atiende en la ambulancia, descuido o desidia del personal encargado de los ingresos, malos modo o cruel indiferencia por parte de quienes han de atenderlo… Hasta que por fin, tras un día entero cruzando la ciudad sin que nadie le atienda y encuentre el origen de su malestar, da con quien, de una manera ciertamente fría, despersonalizada, más bien sardónica, le revela lo que Lazarescu, sin moverse de su casa, ya sabía. Continuar leyendo «Paradojas de la civilización: La muerte del señor Lazarescu»