Ensayo sobre la modernidad: Playtime, de Jacques Tati

Si pensáramos en una síntesis de las comedias de Charles Chaplin y Buster Keaton por un lado, y de Metropolis de Fritz Lang, por otro, el resultado bien pudiera ser Playtime, posiblemente la mejor comedia de Jacques Tati, aunque en su día la poca repercusión entre el público, unida a una inversión desmesurada, tuvieran al cómico francés sin dirigir una década mientras echaba cuentas y pagaba lo que debía. Manteniendo en esencia la estética y el proceder de su recordado monsieur Hulot, Tati vuelve a hacer de puente entre el cine mudo y el sonoro, entre la comedia de gag visual y una estética modernista bastante avanzada para 1967. En este caso, además de ofrecer un auténtico recital de situaciones cómicas basadas en la tecnología, la película se construye como una ofrenda sensorial al espectador, y se llena de incentivos y reclamos visuales y sonoros.

Además, la cinta de Tati no carece de moraleja: un grupo de viajeras norteamericanas llega a París como parte de un circuito que las ha llevado, entre otros lugares, a Roma o Hamburgo. Pero las respetables damas se quedan perplejas al comprobar que la ciudad de París, desde su aeropuerto, es exactamente idéntica a las que han visitado antes, tanto en el trazado de las calles como en la ubicación de los impersonales edificios de cristal, acero y hormigón que las rodean, y sin que puedan echarse a la cara ninguna de las postales típicas de la ciudad que esperaban encontrar. El frío escenario, construido de manera artesanal como un monumento (bien pudiera ser de carácter megalómano) a la comicidad de Tati, casi exclusivamente concebido en líneas rectas y en materiales de colores pobres, tristes, asépticos, sirve para vehículo metafórico de la idea de fondo: la inexistencia de diferencias entre las naciones y la artificialidad de fronteras y distinciones interesadas construidas dogmáticamente durante años. En esa tesitura, el ser humano resulta igualmente frío, y se muestra dubitativo, impersonal, áspero en sus relaciones con sus congéneres, mientras que -en divertidos números para los que Tati utiliza todo el catálogo de chismes tecnológicos propios del momento como burla al progreso de las máquinas- televisores, coches, cajas registradoras o aspiradoras son instrumentos hostiles que nos complican la vida, que juegan en contra.

Las escenas de humor son numerosas y van desde la simple sonrisa a la carcajada, si bien también las hay que provocan indiferencia por su reiteración (el sentido del humor francés no es lo más exportable de ese país), destacando sobre todo la larga escena que transcurre en el restaurante, más de media hora larga repleta de detalles difíciles de captar en su totalidad con un solo visionado. La mayor virtud de la película reside principalmente, no en la comicidad, sino en la capacidad de Tati para crear un ecosistema nuevo, una urbe impersonal, gris, de atmósfera casi de quirófano, con importantes logros visuales (la cinta está rodada en 70 mm., y no en 35 mm.) y un dominio total del espacio, del encuadre y de la puesta en escena. Continuar leyendo «Ensayo sobre la modernidad: Playtime, de Jacques Tati»

La tienda de los horrores – Slumdog millionaire

Rollos de celuloide convertidos en papel de regalo, con sus colorines, estrellitas, corazoncitos y odiosos ositos que tocan la flauta o el tambor; el papel perfectamente ensamblado cubriendo una prometedora caja rectangular adornada con un hermoso lacito y una tarjetita de buenos deseos. Durante el tiempo que el obsequiado tarda en abrir el paquete, toda la gente alrededor no cesa de decir lo mucho que te va a gustar, que en otras ocasiones han hecho el mismo regalo a otras personas y el reconocimiento de su sensibilidad y su delicada belleza ha sido la respuesta unánime. No sólo eso, sino que en todos los grandes almacenes se ha convertido en regalo estrella, y además han empezado a surgir sucedáneos por todas partes que intentan aprovechar su fama e imitar su estilo, aunque sea para pescar algún residuo de su reconocimiento popular. El revuelo ha sido tanto, que los fabricantes de todo el mundo lo han premiado como el regalo del año, qué decimos del año, de la década, del siglo. Total, que uno abre el regalo todo emocionado, deshace el lazo con cuidado para no estropearlo, retira el papel con mimo para no rajarlo, descubre la caja maravillosa contenedora de tantas y tan prodigiosas maravillas, la abre consumido por la emoción y… ¡¡¡está vacía!!!

Valga esta imagen para explicar lo que es Slumdog millionaire, el bodrio triunfador de los Globos de Oro, los Oscars, los BAFTA y media docena de premios más durante 2008 codirigido por los mediocres Danny Boyle y Loveleen Tandan. Lamentablemente, el tan desnaturalizado cine de hoy, diluido en las influencias del videoclip, la publicidad y la falta de educación audiovisual de un espectador programado para la degustación de pirotecnias formales sin profundidad de contenidos, está sembrado de ejemplos. Lo mismo que el cine de terror ha quedado reducido a una pobre colección de sustos de sonido y músicas estridentes y la ciencia ficción no es más que cine de acción revestido de chapa futurista, maquinitas, pantallitas y botoncitos, igual que la comedia, Woody Allen aparte, no es más que la explosión de testosterona de unos treintañeros que interpretan a veinteañeros que se comportan como quinceañeros o bien un catálogo de pretensiones pseudointelectualoides marca Wes Anderson o de mamarrachadas tipo Ben Stiller o Adam Sandler, el drama poco a poco ha asumido los tintes del cuento de hadas, del culebrón de tercera clase (si es que esta expresión no es una redundancia), y posibilita subproductos como el presente, coproducción anglonorteamericana ensalzada hasta la extenuación en un nuevo intento, exitoso en buena parte, de vender un enorme vacío, de colocarnos, no gato por liebre, sino nada por gato.

Jamal (Dev Patel) es un joven de Bombay que ha vivido toda la vida en la indigencia y en la miseria más extremas y que, por un motivo desconocido, se encuentra concursando en la versión india del concurso televisivo ¿Quién quiere ser millonario?, ése en el que acertando preguntas se van acumulando cantidades de dinero hasta que con la última uno llega al éxtasis monetario. Como todo concurso-trampa, está diseñado para que nadie gane excepto cuando esto resulta aconsejable sobre la base de los resultados de audiencia (como ocurre a menudo en la televisión española, sin ir más lejos), y a todos sorprende que Jamal, un muchacho sin educación ni preparación de ninguna clase, vaya acertando una tras otra preguntas cuyo grado de dificultad de incrementa exponencialmente con cada fase del concurso. Obviamente, creen que existe alguna clase de trampa, y el presentador, el Sobera indio, que maneja el cotarro, de acuerdo con la policía secuestra al chico durante un parón del concurso para que sea interrogado en comisaría y confiese el engaño. Pero el joven tiene una explicación muy razonable y rocambolesca acerca de los motivos por los cuales sabe la respuesta a todas las preguntas hechas hasta el momento, con lo que, por un lado, la sorpresa es mayúscula y por otro la inquina del presentador hace que intente por todos los medios que Jamal no gane, aunque disimule simpáticamente ante la audiencia (vamos, como en la televisión española).

La película es un deliberado ejercicio de despiste, de desorientación, de camuflaje, de engaño, de estafa, mucho mayor del que la policía pretende achacarle a Jamal pero en la misma línea, a fin de, sobre todo, hacer millonarios a quienes explotando mercadotécnicamente esta historia vacía han hecho el caldo gordo gracias a ella. El último mensaje de la película resulta de lo más inspirador y edificante, la lucha por la superación y la búsqueda del amor, todo en uno, snif, snif…, todo ello en aras de vender una historia gratificante que consiga, no remover, sino contentar conciencias bajo una engañosa y constante orgía de ruidos, músicas, colores, bullicio y bailongos ejercicios estilo Bollywood (el peor estilo de cine indio, exprimido hasta la saciedad en los medios occidentales desconocedores de la riqueza del auténtico cine de aquel país, ese que no produce folletines musicaloides de tres horas y media). Pero, si uno se cansa de tanta ofrenda a la molicie, piensa un poquito y empieza a escarbar, descubre el horror y la vulgar chapucería de un filme ramplón y asquerosamente edificado en la mentira. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Slumdog millionaire»

Western psicológico de Anthony Mann: Colorado Jim

Puede considerarse una vergüenza para esta escalera no haberse ocupado antes del cine de Anthony Mann, director muy prolífico (llegó a acumular tres películas en un mismo año, 1953, ésta entre ellas) recordado sobre todo por su cine historicista y sus originales westerns pero cuya carrera cubre todo el espectro de géneros de su tiempo y con un nivel de calidad desde lo más que aceptable a lo sencillamente sublime. En particular, destacan sus filmes del oeste con James Stewart como principal seña de identidad (una colaboración que se prolongó en otros títulos alejados del western, como Música y lágrimas o Bahía negra, las otras producciones del mismo año), desde la colosal Winchester 73 a su tripleta Horizontes lejanos, Tierras lejanas y El hombre de Laramie, todas ellas magníficas y dotadas de un sello propio, de un estilo personal que huye de los espacios semidesérticos popularizados por los westerns de John Ford y se adentra en el norte, en las montañas nevadas, los ríos caudalosos y los bosques de zonas frías, que sustituye a los apaches, navajos o comanches por los sioux, los dakotas o los crow, y que busca la profundidad psicológica en los personajes por encima de la épica de la propia historia. Colorado Jim, obra maestra de una puesta en escena grandiosa, es la quintaesencia de este estilo tan personal.

Mann nos mete de lleno, sin innecesarios preámbulos y sin rodeos retóricos, en una historia de persecución y venganza. Jesse (Millard Mitchell) es un hombre mayor, casi anciano, que viaja por las tierras del norte en busca de oro y petróleo. Colorado Jim (única pega, para quien escribe, de la película, la ridiculez extrema del pseudónimo escogido por quien desea ocultar su verdadera identidad, Howard Kemp, al que da vida James Stewart y que se usó en España para fastidiar la hermosura del título original, La espuela desnuda) es un cazarrecompensas que va tras Ben Vandergroat (Robert Ryan), conocido forajido y asesino huido tras haber disparado a un sheriff y al que acompaña su joven protegida (Janet Leigh), medio hija adoptiva medio amante. Colorado ficha a Jesse como guía para seguir el rastro de los fugitivos, y a ellos se une Roy (Ralph Meeker), un soldado de la Unión licenciado con deshonor. Tras la captura de Ben, sin embargo, la armonía de los perseguidores parece romperse. El astuto bandido (genial interpretación de Ryan) no vacilará en aprovechar todos los elementos que posee a su favor a fin de sembrar la discordia entre ellos y provocar que se eliminen mutuamente a fin de poder acabar con el último y escapar. Así, usa los encantos de la chica con el fin de ganarse la confianza y la credulidad de Colorado y que ella pueda acabar con él a traición, al mismo tiempo que, mientras con fantasías sobre ocultas minas de oro va minando la moral de Jesse, revelando el precio de su cabeza -cinco mil dólares- consigue que éste y Roy empiecen a pensar más en el reparto del botín (o en cómo hacerse con una parte mayor, incluso con la parte de los demás) que en llevar al reo ante la justicia. Cuando la chica y los invitados a la fiesta conocen además que Howard-Colorado y Ben tienen una historia pasada juntos y que la mujer de Jim murió durante la guerra civil mientras él estaba con las tropas sudistas, el puzzle de secretos y mentiras está completo, y sólo la amenaza de los indios, heridos porque Roy ha violentado a la hija de un jefe de la tribu, consigue que la armonía se instale en el grupo en aras de la autodefensa, unos por salvar la vida, otros intentando encontrar una ocasión para huir, y otros pensando en una cuantiosa recompensa monetaria que puede volatilizarse. Continuar leyendo «Western psicológico de Anthony Mann: Colorado Jim»

Música para una banda sonora vital – El verano de Kikujiro

El verano de Kikujiro, extraña pero cautivadora fábula a medio camino entre el manga de Marco y Humor amarillo de esa rara avis nipona llamada Takeshi Kitano, alma del famoso concurso por cierto, viene envuelta en unas preciosas imágenes acompañadas por la maravillosa música de Joe Hisaishi, autor de la partitura del filme, sobre todo recordado por su tema principal.

El vídeo en cuestión no es de la película sino de los micropoemas que las amigas Luisa Miñana y Marta Navarro prepararon para su noche poética en un bareto zaragozano el pasado diez de abril, toda una delicia. Qué noche la de aquel día, María, que diría Celia Cruz, y qué buena la música de Hisaishi.

Diálogos de celuloide – Annie Hall

Comprendí que era una persona estupenda y lo agradable que había sido conocerla, y me acordé de aquel viejo chiste, ya saben, el del tipo que va a ver al psiquiatra y le dice: «Doctor, mi hermano se ha vuelto loco. Se cree que es una gallina». Y el médico le contesta: «Bueno, ¿y por qué no hace que lo encierren?». Y el tipo le replica: «Lo haría, pero es que necesito los huevos». En fin, creo que eso expresa muy bien lo que siento acerca de las relaciones entre las personas. ¿Saben? Son completamente irracionales, disparatadas, absurdas y…, pero, ah, creo que las seguimos manteniendo porque, ah, la mayor parte de nosotros necesitamos los huevos.

Annie Hall. Woody Allen (1977).

Presentación de «Elefantiasis», de Raúl Ariza

Valgan las imágenes del trailer promocional de El hombre elefante (The elephant man), dirigida por David Lynch en 1980, para invitar a nuestros queridos escalones a la presentación del libro de relatos Elefantiasis, escrito por Raúl Ariza, amigo y camarada bloguero, administrador y propietario de ese rincón de cine y literatura que se llama El alma difusa. Elefantiasis es un libro que reúne cincuenta pequeños relatos que, en palabras de su prologuista, el también amigo y bloguero, y dueño de un lugar tan imprescindible como El tiempo ganado, Francisco Machuca, es una estupenda colección de cuentos sobre un retrato cáustico de una sociedad decadente. En el ambiente siempre flota alguna reticencia residual del tiempo y de la civilización. Una verdad amarga del desencanto en donde se percibe el silencio que hay en todas las soledades.

La presentación de Elefantiasis en Zaragoza tendrá lugar el próximo viernes 21 de mayo a las 20:00 horas en El Pequeño Teatro de los Libros (c/ Silvestre Pérez 21, Las Fuentes), con la presencia de su autor, Raúl Ariza, el editor, Mariano Vega, de Editores Policarbonados, y un servidor, que intentará pronunciar unas breves palabras que puedan estar a la altura de un libro tan recomendable. Os esperamos.

Cine en fotos – Ingmar Bergman y familia

Tengo la firme impresión de que nuestro mundo está a punto de irse a pique. Nuestros sistemas políticos se encuentran en grave peligro y han dejado de tener utilidad. Nuestros patrones de conducta social, tanto internos como externos, han demostrado ser un fracaso. Y lo más trágico de todo es que no podemos ni queremos, ni tenemos la fuerza para cambiar el curso de la historia. Es demasiado tarde para revoluciones y en lo más profundo de nuestro ser ni siquiera creemos ya en sus efectos positivos. A la vuelta de la esquina nos aguarda un universo dominado por los insectos, y algún día este pasará por encima de nuestra existencia ultraindividualizada. Por lo demás, soy un respetable socialdemócrata.

Ingmar Bergman.

La tienda de los horrores – Las dos vidas de Audrey Rose

Lo esotérico siempre ha sido muy popular en Hollywood, tanto (y según quién incluso más) que lo erótico o lo pornográfico, por más que en la temática de las películas esas cuestiones siempre hayan sido marginales hasta la ruptura de censuras y códigos represores de la primera mitad del siglo XX. Lo que se pensaba que era un tema arriesgado para el público y quedaba relegado a conocidas sesiones de espiritismo en casa de tal o cual actriz o director y en fiestas más o menos concurridas a las que eran invitados mentalistas, médiums, magos y demás personal a medio camino entre el show-business y la estafa de crédulos, no tardó en saltar a la pantalla cuando la mano de los censores se abrió y dio paso a historias en las que los fantasmas y espíritus dejaban de ser entes amables o incluso cómicos y se convertían en seres malignos y peligrosos en busca de venganza sobre los vivos por sus males pasados. A partir de los cincuenta, durante los sesenta, pero sobre todo a raíz de La semilla del diablo, de Roman Polanski (1968) y, sobre todo, del éxito de taquilla de cintas como El exorcista (1973) de William Friedkin o Carrie (1976) de Brian De Palma, surgió toda una ola de películas, la mayor parte de serie B, que con la emulación como argumento principal intentaron encontrar su hueco entre el público a base de sustos y sangre a puñados relacionados en última instancia con alguna creencia religiosa o capacidad extrasensorial, fenómeno que tenía su propia traslación europea en directores como Jesús Franco o Dario Argento. En Hollywood esta moda poco a poco fue intentando nutrirse de otros elementos que la hicieran novedosa y compleja, y si el propio De Palma ya la pifió al mezclar en La Furia (1978) elementos sobrenaturales con una trama de thriller político, el veterano Robert Wise, clásico entre clásicos (codirector de West Side Story, por ejemplo, y máximo responsable también de cintas como Marcado por el odio, El Yangtsé en llamas, Sonrisas y lágrimas o Star Trek) que contribuyó decisivamente a popularizar rostros como el de Paul Newman o Steve McQueen, la fastidió un año antes inspirándose ya en su época final en la novela del también guionista Frank DeFelitta con Las dos vidas de Audrey Rose, su intento por volver al terror, uno de sus temas favoritos ya tratado en clásicos suyos como El ladrón de cadáveres o La mansión encantada, pero esta vez aderezado con una trama judicial tan innecesaria como ridícula.

Contando con su propia Linda Blair, Susan Swift da vida a Ivy (bueno, y a Audrey), una niña que vive plácidamente con sus papás (John Beck y Marsha Mason) en un cómodo barrio residencial de Nueva York (ambientación similar a la utilizada por Polanski) y que, como niñata bien, es una moza medio cursi medio gilipollas. Tanta placidez montada en el dólar se empieza a torcer cuando la madre detecta que un fulano sospechoso y malencarado (Anthony Hopkins) sigue a su hija por la calle, la espera a la salida del colegio o deambula alrededor de la casa. Lejos de tratarse del conocido perturbado sexual, cuando la pequeña Ivy empieza a sufrir terribles pesadillas en las que parece rememorar acontecimientos dolorosos de una vida ficticia, el desconocido se revela como un profesor inglés residente en Estados Unidos que ha pasado años buscando la reencarnación de su hija Audrey, fallecida en un trágico accidente el mismo día y hora en que nació Ivy. Evidentemente, los padres de Ivy echan de su casa con cajas destempladas al hombre, pero cuando las pesadillas parecen revelar que un ente del averno amenaza la vida de Ivy y que sólo la presencia del extraño parece reconfortarla, no les queda más remedio que escucharle y aceptar lo que tiene que decir. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Las dos vidas de Audrey Rose»