La tienda de los horrores – La huella (2007)

Un sacrilegio. Los remakes de ciertas cosas son puro sacrilegio. Desde luego, no pocas veces hay que alabar la irreverencia de quienes, saltándose normas y bajando del pedestal a artistas santificados, osan explorar lenguajes nuevos y llevar sus historias más allá. Pero repetirse por el mero gusto del propio onanismo, o peor todavía, por la caída en desgracia o la ausencia de ideas propias, es digno de cárcel. Y en este caso, Kenneth Branagh y Jude Law (director y uno de los productores, respectivamente), merecen la pena máxima.

La última película de Joseph L. Mankiewicz, de 1972, es una obra maestra absoluta, un ejemplo del punto de magnificencia cinematográfica que puede llegar a alcanzar a veces ese cine que algunos rechazan como «excesivamente teatral» (pobres). En ella, dos intérpretes de primera categoría (Laurence Olivier y Michael Caine), una obra excepcional de Anthony Shaffer (autor teatral especializado en obras de misterio con su propia trayectoria cinematográfica como guionista –Frenesí, de Alfred Hitchcock (1972) o las adaptaciones de Agatha Christie con Peter Ustinov como Hercules Poirot, Muerte en el Nilo (1978) o Muerte bajo el sol (1982) son muestra de ello-), la juguetona partitura de John Addison y, por encima de todo, las grandes dotes de Mankiewicz para la dirección de actores, la traslación a imágenes de los guiones y el dominio de la puesta en escena, componen un puzle inolvidable, una joya repleta de suspense, ingenio, inteligencia, chispas de humor e ironía, crítica social y, sobre todas las cosas, una relación especial entre película y espectador: un reto en forma de juego. La historia de un adinerado y aristocrático autor de novelas policíacas que invita al amante de su mujer a pasar con él un fin de semana en su mansión de campo para proponerle un plan criminal que les permite enriquecerse y vivir libremente sus aventuras amorosas consigue elevarse tras sus ciento treinta y ocho minutos a la categoría de mito.

Poco de ello conserva, sin embargo, la versión de Branagh de 2007. El planteamiento es el mismo, pero el resultado es muy diferente a pesar de contar con Harold Pinter para adaptar la historia de Shaffer. Con todo, vayamos primero con lo positivo: la película de Branagh y el texto de Pinter encaran directamente y sin ambages los tintes de homosexualidad, más o menos latente, que contenía la obra de teatro y que en la película de Mankiewicz, pese a contar con el propio Shaffer como adaptador, han de leerse muy entre líneas. La ejecución de esta parte de la historia por los actores, es otro cantar, pero al menos la idea está ahí.

En cuanto a lo negativo, lo es casi todo. Las grandes expectativas que levantara el proyecto, especialmente por los nombres involucrados en él, no tardan en frustrarse: uno espera mucho más de un guión de Harold Pinter, de la dirección de Branagh, que si bien estaba -y está- en horas muy bajas, sí que había dado durante los noventa la medida de lo que era capaz dirigiendo e incluso interpretando películas basadas en textos teatrales, siempre con el respaldo de Shakespeare y del buen hacer de su ex, Emma Thompson, de la interpretación de Caine, un seguro, y de la de Jude Law, uno de los más prometedores actores «jóvenes» de su generación, con un incipiente currículum más que aceptable, y que hoy parece ser otra muestra de cómo el éxito hueco puede devorar en la nada más absoluta a las nuevas caras desorientadas por el reconocimiento y el dinero fácil.

La película comete errores desde el principio, desde los mismos créditos . Donde Mankiewicz y Shaffer supieron trasladar magníficamente, ya de entrada, esa artiquectura de juego para trasplantarla al público, Branagh, Pinter y Law muestran ya sus cartas desde el inicio, revelando que el juego de ratón y gato que plantea la película no cuenta más que con dos antagonistas, sin el camuflaje de nombres que la película original ponía como anzuelo para alguna que otra de las trampas que tendería posteriormente al público absorbido por la narración. Los problemas continúan con la puesta en escena: donde Mankiewicz y compañía diseñaron una mansión clásica repleta de juguetes, juegos, muñecos y rompecabezas, metáfora implícita de la personalidad de Andrew Wyke, el novelista dispuesto a ceder a su mujer al joven peluquero y gigoló Milo Tindle a cambio de un suculento precio, Branagh construye una atmósfera aséptica, fría, casi de corte futurista, dominada por las pantallitas, los botoncitos, y los escenarios casi más propios de una película de ciencia ficción de bajo presupuesto que de una obra clásica de misterio. La cosa tiene su importancia, porque si en la película de 1972 el personaje de Wyke quedaba instantáneamente caracterizado cuando el espectador asistía al rocambolesco paisaje en el que pasaba sus días y lo reconocía al instante como un maniático del juego y de las trampas, detalle que más adelante servía para encajar la trama, en la de Branagh carece de otra función que no sea la «novedad», o el mero gusto por ser distinto e innovador respecto a la versión previa.

Un nuevo error que viene complementado por el hecho de que, quizá por falta de presupuesto, gran parte de lo que ocurre no sea contemplado por el espectador en la plenitud de las dimensiones de la pantalla, sino que es ofrecido a través de monitores y pantallas diminutas que concentran la acción dentro de un marco digitaloide que priva al público del disfrute de una imagen con las debidas dimensiones y le obliga a concentrar la vista en un cuadro en el que se pierden gran parte de las acciones que en él están teniendo lugar. Por otro lado, la obra de Shaffer, llena de sutiles juegos de ingenio, lecturas entre líneas, mordaces comentarios e irónicas pullas, despojado en su versión original del lenguaje malsonante, del rencor explícito (se muestra mucho más sibilino, pérfido, sutil) y de las connotaciones homosexuales manifestadas en primer plano, abusa aquí de llaneza y de contundencia verbal innecesaria, se reboza en lo explícito hasta volverse burdo y cambiar el entrecruzado cruce de ofensas y afrentas en un mero intercambio de improperios de lo más vulgar. A ello contribuye la superficial labor interpretativa de Caine, esta vez como Andrew, y el histrionismo barato con que Law encara todos los matices de su desaprovechado personaje.

En suma, el proyecto, que se basa fundamentalmente en la sorpresa, pierde aquellos anclajes de la obra teatral y la película de Mankiewicz, carece de su espíritu de broma cruel y juego macabro sembrado constantemente de giros y revelaciones, y también de la mágica atmósfera que sirve de marco a una historia que bien podría simbolizar por otra parte cierta idea de la lucha de clases. Así, la película de Branagh se queda en meramente correcta en lo visual (con el baldón de esos momentos en los que la acción se cuenta a través de cámaras y monitores) pero muy superficial, banal y simplona en sus diálogos. Por último, dos detalles más que muestran la extrema pobreza de este innecesario remake: la música, intrascendente, irrelevante, y el colofón, al que le falta la última vuelta de tuerca, el guiño definitivo que conecte la broma interna de la cinta con su proyección externa sobre el espectador. El juego se queda a medias porque, a diferencia del filme de Mankiewicz, el público no forma parte de él como un personaje más, y el hechizo se rompe nada más comenzar, sin que la corta duración, ochenta y cuatro minutos, sirva de atenuante, ya que donde la cinta original poseía un ritmo y una vivacidad, una riqueza y un interés que hacía pasar el tiempo en un suspiro, la de Branagh se alarga, se recrea y se autocomtempla en exceso. Mal, Kenneth, muy mal, así no hacemos carrera: la metamorfosis de Branagh, de chico de moda en la dirección y en la actuación (como trasunto de Woody Allen incluso en Celebrity) en los noventa, al fracaso absoluto del siglo XXI, ejemplifica lo que constituye su versión de La huella.

Acusados: Kenneth Branagh, Harold Pinter, Michael Caine y Jude Law
Atenuantes: ninguno
Agravantes: un clásico mancillado, empequeñecido, vulgarizado, devaluado
Sentencia: culpables
Condena: nada peor que una degustación de la gastronomía inglesa, con la ingestión de su propia película como postre, un par de rollos para cada uno, sin guarnición alguna

14 comentarios sobre “La tienda de los horrores – La huella (2007)

  1. pues no he visto ninguna de las dos pero me ha parecido magnífica y ,sobre todo, concienzuda, tu labor de desmontaje de lo que parece pues otra absurda reelaboración de un clásico magistral.

  2. No sabes lo que me reconforta, Alfredo, leer esta estupenda disección en vivo de una película que no he visto porque me resisto como un jabato a que nada estropee en mi memoria el imborrable recuerdo de varios visionados del original. Y mira que la tengo en la estantería, pero me parece que ahí quedará porque no me siento con valor para regalársela a nadie.

    Admiro el valor tuyo porque para afrentar tamaño desatino hay que tener ganas y coraje: creo que es el ejemplo claro y diáfano de lo que podemos definir como refrito sin ambages ni salvación.

    Oportuna la condena que les das a todos: el dinero no sirve como justificante para cosas así.

    Saludos.

  3. Es tan fuerte el recuerdo que tengo de la versión de Olivier y Caine que tuve miedo de acercarme al cine a ver este remake y eso que el guión de Harold Pinter me daba ciertas expectativas. Al igual que Caine se hubiera implicado de nuevo en el proyecto. Sólo la veré si alguna vez la pasan por televisión y no tengo otra cosa que ver. Por curiosidad. Tus avisos son un lujo.
    Besos
    Hildy

  4. Puramente es una labor en bien de la salud pública. En fin, mi querida Hildy, si a la película de Mankiewicz la despojas de buen hacer, encanto, puesta en escena, música, inteligencia y sagacidad, te queda esto.
    Besos.

  5. Es una pena que Kenneth Branagh, por quien tengo simpatía desde «Los amigos de Peter», ande metido en este fraude cinematográfico. Podría asumirlo, que no entenderlo, de un director desconocido o mediocre. Comparto todo lo que apuntas sobre «La huella» de Mankiewicz y sobre los remakes, pero esto no tiene fin, por desgracia.

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