Masacre en Sand Creek / masacre en Vietnam: Soldado azul

A comienzos de 1868, las tribus indias recrudecieron sus ataques sobre las caravanas de colonos que iban hacia el Oeste, en represalia por las tropelías que cometían los blancos en sus tierras y por los asaltos del ejército a las aldeas indias indefensas. Sobre todo, los indios no olvidaban la masacre de Sand Creek de 1864.

En noviembre de ese año, un notable jefe cheyene, Caldera Negra, después de firmar la paz con el gobernador de Colorado, se había refugiado en la aldea de Sand Creek para pasar los meses más duros del invierno. Una partida de 700 “voluntarios de Colorado”, tropas que servían fuera del control militar, al mando del coronel Chivington, asaltaron por sorpresa la aldea cheyene. Los indios airearon banderas blancas e, incluso, Caldera Negra agitó en lo alto la enseña de Estados Unidos. Pero Chivington ordenó el ataque, siguiendo su filosofía expresada antes de partir desde Denver en busca de Caldera Negra: “Voy a matar indios y creo que es justo y honorable usar de todos los medios que Dios ha puesto a nuestro alcance para matar indios. Hay que matar a todos y cortarles las cabelleras, grandes o pequeños, porque las liendres acaban por convertirse en piojos”.

Como resultado del ataque, 105 indios murieron, de ellos solamente 28 guerreros, y el resto, mujeres, ancianos y niños. Los voluntarios de Chivington mutilaron los cadáveres y les cortaron las cabelleras, una costumbre que, contra lo que nos ha hecho creer Hollywood, no fue imitada por los blancos de los indios, sino justamente al contrario. Caldera Negra logró escapar herido de la masacre y los voluntarios fueron recibidos en Denver como héroes. En los meses siguientes, los indios asaltaron caravanas, ranchos y estaciones de diligencias, causando numerosos muertos entre los blancos. Sólo cuando las autoridades de Washington abrieron una investigación a fondo y condenaron los hechos de Sand Creek, los indios se calmaron. Pero la paz lograda en 1865 duraría poco tiempo.

A comienzos de 1868, Philip Sheridan, general supremo de las tropas gubernamentales en las Grandes Praderas, decidió llamar de nuevo a filas a Custer, su antiguo subordinado en la guerra de Secesión. “Si hay algo de poesía y romanticismo en esta guerra”, cuentan que dijo Sheridan, “él lo encarnará”. Y con el grado de teniente coronel, le entregó el mando del 7º Regimiento de Caballería. Custer regresó al servicio dispuesto a recuperar cuanto antes su prestigio y su gloria pasados. La fiel Libbie le acompañó hasta su cuartel general de Kansas, en el fuerte Lincoln.

En noviembre de ese año, Custer encontró la primera ocasión para recuperar su gloria. Caldera Negra, que había pactado una nueva paz meses antes, invernaba a las orillas del río Washita. Desafiando la nieve y el frío, Custer partió con el 7º de Caballería y tomó por sorpresa a los cheyenes. Pese a las banderas blancas agitadas por los indios, atacó al son de Garry Owen, una marcha militar irlandesa que ya adoptara en la guerra civil para su regimiento de Michigan. Caldera Negra y su esposa cayeron alcanzados por sendos disparos en la espalda. De los 103 indios que murieron, tan sólo 11 de ellos eran guerreros. En Washita, Custer reproducía la hazaña de Chivington en Sand Creek. Ambas acciones servirían de lejanos modelos al teniente William Calley, responsable de la masacre de 500 campesinos vietnamitas en May Lay el año 1968.

Javier Reverte en El país semanal (12 de junio de 2005).

Sand Creek, Washita, Wounded Knee…

En la segunda mitad de los años sesenta, tras la primera muerte del western clásico en El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, John Ford, 1962), se generó de inmediato una corriente de revitalización del género. Por un lado, en la Europa de los spaghetti western de Sergio Leone y sus imitadores, que tanto influiría en la resurrección del género durante los setenta y su mantenimiento intermitente hasta hoy. Por otro, de la mano de un grupo de directores que utilizaron estas películas, especialmente el subgénero de la caballería y los indios, para proporcionar tanto una nueva lectura revisionista de la historia de la colonización de Estados Unidos, mucho más crítica y menos complaciente con el llamado Destino Manifiesto que impulsa el fanatismo colonizador norteamericano (y también por espíritu de contradicción con los cánones clásicos de un género que consideraban anticuado y portador de valores ultraconservadores, opuesto por tanto al New American Cinema), y por otra para establecer paralelismos políticos fácilmente asimilables por el público en relación a las actuaciones militares norteamericanas fuera de sus fronteras, especialmente en el sudeste asiático, en plena efervescencia por aquellas fechas. Películas como La última aventura del general Custer (Custer of the West, Robert Siodmak, 1966), Pequeño gran hombre (Little big man, Arthur Penn, 1970) o Soldado azul (Soldier blue, Ralph Nelson, 1970) pertenecen a este grupo de filmes revisionistas cuyas líneas maestras, quisieran o no reconocerlo, fueron marcadas por el -denostado por algunos por aquellas fechas- John Ford en distintos momentos de su filmografía, desde lo más evidente, la llamada Trilogía de la Caballería, especialmente su primer capítulo, Fort Apache (1948), hasta películas soberbias como Sargento negro (John Ford’s Sergeant Rutledge, 1960) o El gran combate (Cheyenne autumn, 1965), o de manera más sutil e intelectualmente elaborada en cintas como Centauros del desierto (The searchers, 1956) o Dos cabalgan juntos (Two rode together, 1961).

Soldado azul no se limita a dar la vuelta a la tradición pseudo-histórica del western clásico, sino que revierte algunos otros lugares comunes del género. Cresta Lee (Candice Bergen, en su época de mayor éxito gracias a películas como ésta o como El viento y el león, de John Milius, o Muerde la bala, de Richard Brooks, y a su «cálida» presencia en el Hollywood de entonces) ha sido la esposa del jefe de los cheyenes que la han mantenido cautiva durante dos años. Reintegrada a la vida de los blancos, se ha prometido a un oficial de la caballería que la aguarda en Fuerte Reunión, un aislado puesto militar del ejército en las praderas. Aprovechando el viaje, un destacamento que traslada la caja de caudales donde se guarda el dinero para la paga de los soldados y de los suministros del fuerte, la lleva hacia su prometido. Tras detenerse en una estación comercial, el grupo es atacado por una furibunda partida de indios. Sólo logran escapar Cresta y el soldado Johnny (Peter Strauss), que viven una odisea para conseguir llegar al fuerte, en el que el coronel Iberdson prepara una expedición de castigo (de exterminio) contra los cheyenes.

La película, como queriendo marcar distancia entre los seres humanos que la pueblan, sometidos a las leyes de la naturaleza, y cualquier rastro de civilización, transcurre casi por completo en espacios abiertos del Oeste, al aire libre. Exceptuando los pasajes situados en una cueva, todo el metraje transcurre en exteriores, y los únicos núcleos de vida organizada que aparecen en la película son la estación comercial (vista desde fuera), el campamento militar (tiendas de campaña abiertas) y el poblado cheyene (sus alrededores, más bien). Esta permanencia del hombre a merced de los elementos supone la primera subversión de los cánones clásicos del Oeste: en la pareja protagonista es ella la que mejor se adapta a las condiciones del camino. Cresta rompe y rasga sus vestidos cuando es necesario, consigue la comida, toma las decisiones sobre la dirección de la marcha, toma las precauciones necesarias frente a las distintas situaciones y circunstancias del camino, y guía al inexperto soldado en todos aquellos momentos en los que duda o no sabe qué hacer. Johnny es un protector inútil: se limita a llevar el rifle y no deja de pretender adquirir el papel cantante, pero se somete continuamente a los dictados de Cresta, que es quien verdaderamente guía a la pareja hacia su destino y lo alecciona constantemente sobre el entorno natural, los peligros a los que se enfrentan y el comportamiento previsible de los indios. Por tanto, Cresta es el personaje fuerte, mientras que Johnny ni siquiera sabe cuidarse los pies para que las botas no le hagan daño e incluso mete a la pareja en un lío por culpa de un calcetín.

Este diferente y rompedor reflejo de los personajes masculinos y femeninos del western viene acompañado por el contraste de tratamiento que se ofrece a los indios y los blancos. Los primeros se retratan como una comunidad familiar, tradicional, amorosa (las verdaderas razones de los cheyenes para atacar el convoy en el comienzo de la película), cuya vida colectiva se encuentra en armonía con la naturaleza, mientras que los blancos en general (como el traficante de armas que encarna Donald Pleasence) y la caballería en particular, son seres mezquinos, viles, interesados, traicioneros. Ambos grupos sólo comparten una nota común: la crueldad. Cuando luchan, cuando mueren, no dudan en mutilar, torturar, amputar miembros, violar, descuartizar. No luchan en una guerra por objetivos; luchan en una guerra de exterminio. Los indios, por tanto, sabedores de que su derrota es segura, resultan más conciliadores, más realistas, hasta el punto de aceptar la dominación norteamericana; apuestan más claramente por la convivencia pacífica, de la que son obligados a apartarse cuando el impetuoso y criminal avance de los blancos amenaza su supervivencia. La principal nota subversiva de este western se manifiesta en la actitud de ambos protagonistas llegado el clímax: mientras Cresta se interna en el poblado indio, se reencuentra con sus conocidos y adopta sus ropajes, Johnny intenta por todos los medios a su alcance (que son pocos) impedir el ataque de la caballería, incluso a costa de enfrentarse a sus compañeros y resultar arrestado por insubordinación.

La película, de una correcta factura técnica y un adecuado uso de las localizaciones, escenarios y paisajes (desde idílicos entornos hasta agrestes a salvajes parajes desolados), encuentra en la música de Roy Budd la conexión más directa con los setenta, apartada de la pompa y la grandilocuencia de las famosísimas melodías del Oeste clásico y más cercana a los aires setenteros post Woodstock y al nuevo cine americano que intentaba abrirse paso tras la demolición del sistema de estudios y antes de que los blockbusters irrumpieran para arrasarlo todo. En cuanto a interpretaciones, Candice Bergen brilla especialmente, mientras que Donald Pleasence está magnífico en su breve papel.

Aunque, por supuesto, el mayor valor y significado de la película se concentra en su clímax final, en la reproducción que se hace de la masacre de Sand Creek, con el ataque de la caballería al poblado indio y el asesinato de mujeres y niños (impactante secuencia la de su muerte a sangre fría por los soldados), las violaciones y el corte indiscriminado de cabelleras que coleccionar y de las que presumir a la vuelta. Nelson no escatima medios ni minutos en recrearse en distintos episodios de crueldad, tortura y muerte, con abundancia de sangre salpicando incluso a la cámara, y dejando a las claras el comportamiento de los soldados americanos, que primero bombardean a cañonazo limpio un poblado a su merced, y luego ocupan el papel tradicionalmente asignado a los indios en las películas clásicas, rodeando el campamento, asaltando, asesinando, violando, quemando, cortando cabelleras y profanando los cadáveres y los símbolos de culto de los cheyenes.

Una película cuyo poso crítico destaca por encima de su calidad cinematográfica propiamente dicha, y que responde a un sentir de la sociedad norteamericana cada vez más presente y que desembocó con el tiempo en la aceptación de una historia de la conquista de América menos complaciente con los blancos (hay que recordar además el episodio de Marlon Brando al rechazar su Oscar por El Padrino) y, sobre todo, en la contestación a la intervención americana en Vietnam, que fue una de las razones de la derrota estadounidense, de ahí que desde entonces hasta hoy las guerras americanas se libren también en los telediarios, con la propaganda y el adoctrinamiento.

15 comentarios sobre “Masacre en Sand Creek / masacre en Vietnam: Soldado azul

  1. Pues no te creas, el domingo no suelo tener oportunidad de ver demasiadas cosas por la tarde (sobremesa familiar); ésta en concreto, la vi por última vez un jueves a eso de las siete de la tarde…
    De poder elegir, en todo caso, los domingos por la tarde creo que escogería algo menos militante, más artístico o más trepidante. Ayer, por ejemplo, en la sobremesa nocturna, una de espías y romance, sin ir más lejos.
    Besos

  2. Recuerdo que la vi de crío (o de jovencito) y me impactó un montón. La crueldad de los soldados con las mujeres indias (y los niños) es brutal. Pero te hace ver la masacre desde el otro lado, algo muy sano y aleccionador.

  3. Pues sí, Roberto, en estos westerns se hace más abiertamente lo que en otros más clásicos se insinuaba para quien quisiera verlo (en las de John Ford sobre todo). La intención era claramente política, pero no estuvo de más, precisamente entonces. Es cierto que en determinados momentos se ha revitalizado el western (Eastwood, Costner, Ed Harris, los Coen -reguleramente-, etc., etc.,), pero es cierto que el subgénero caballería-indios ha quedado bloqueado orácticamente en los sesenta, excepción hecha de «Bailando con lobos». Y es que hoy sería un tema muy muy espinoso.

  4. Otra de western,amigo y,con Reverte incluido.Repasas tan bien tantas películas que no quiero centrarme en ninguna de ellas,las quiero todas.Tengo por ahí tirado un artículo sobre la película de Arthur Penn y otro de El viento y el león,pero ahí se quedarán para los momentos de sequía mental.Ya no nos puede quedar París sino el western.

    Nos vemos en el Monument Valley.Allí nos espera un viejo con muy mala baba y con un parche en el ojo y no el de valor de ley,sino el de la ley del valor,el que rodó toda aquella épica cuando parecía que todo estaba perdido.

    Excelente artículo,sí señor.
    Un abrazo.

  5. Siempre he pensado, querido Paco, que de poder dirigir alguna vez una película, sin duda sería un western. Ya lo estoy viendo: los Monegros al amanecer, la figura de un jinete recortada en el horizonte, un indio con pintas de ser de Bujaraloz… Un exitazo, vamos.
    Nos vemos en el John Ford Point, amigo, mientras vemos pasar la diligencia que lleva a Owen Thursday hasta Fort Apache para que muera ante Cochise.
    Abrazos.

  6. Esta la vi en «mi cine» y recuerdo que todos nos quedamos enamorados de la Bergen y acojonados con la desatada violencia final. Hace tiempo que no la veo, pero me parece recordar que su tesis o mensaje era superior a la forma de contarlo, que me dejó una sensación de excesiva lentitud, quizá buscando una trascendencia estética innecesaria porque su contenido ya era evidente.

    Pequeño gran hombre fue una de las primeras películas que me inclinó a pensar que hay directores que sienten pánico a la moviola: le sobran un montón de minutos y Hoffman se lo empezaba a creer y hace el payaso sin freno. Tanto como la boutade de Marlon al enviar a la india aquella a los Oscar, cuando lo que tendría que haber hecho es donar el cincuenta por ciento de su sueldo a mejorar cualquier reserva india: eso sí hubiera sido llamativo y efectivo a partes iguales. Menos predicar y más dar trigo.
    En fin…

    Un abrazo.

  7. Estupendo post,Alfredo.Como ya se como se las gastaban los indios con los blancos y los blancos con los indios,no la veré .Ya sabes,esto de la violencia y la sangre se que está ahí,prefiero ahorrarme su visión.
    Lo dicho,un magnífico post incluyendo a Reverte.
    Saludicos

  8. Gracias, supongo… Si Pepe jugara, qué sé yo, en el sufrido colista de primera, acabaría expulsado todos los días, pero…
    No haría mal figurante, no ya entre los indios de la película, sino entre la caballería. Más o menos en el tren de cola, junto a los mulos…

  9. Siempre me sorprendo, amigo Manuel, cuando oigo o leo eso de «no ser muy de westerns», o alusiones al rechazo frontal al mismo. No sólo porque es un género consustancial al propio cine, sino porque la profundidad, variedad, perspectiva y multiplicidad de temas que puede reunir el western difícilmente caben en cualquier otro género (excepto el cine negro).
    Dicho sea con todo el respeto al gusto de cada cual, obviamente. Los malos westerns (que anda que no hay) son los que han conseguido dilapidar la receptividad del género en cierta parte del público.
    Abrazos

    1. Bueno, Alfredo, aclaro el sentido de la expresión ‘no ser muy de westerns’ (que, quizá, no debería haber usado, por no expresar correctamente a qué me quería referir): no hace alusión a mi querencia, o gusto, o afición; el western, en general, no me entusiasma particularmente, pero tampoco guardo recelo ni prevención alguna respecto a él. Es una cuestión más bien circunstancial: que he visto muy poco, fundamentalmente. Pero hay piezas del género que me parecen extraordinarias pelis: Río Bravo, o La diligencia, o Solo ante el peligro, o Sin perdón, por nombrarte algunos que me gustan, y mucho. Solo eso…

      Un fuerte abrazo y seguimos trasteando.

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