Música para una banda sonora vital – Tina Turner

Pedazo de estilismo el que gasta la gran Tina Turner (por no hablar del tipo del saxofón en el video-clip) en Mad Max 3: más allá de la cúpula del trueno (Mad Max beyond thunderdome, George Miller, 1985), la tercera entrega de la saga apocalíptica de violencia y gasolina protagonizada en Australia por Mel Gibson, aunque la amiga Tina siempre ha respondido, y responderá, a ese viejo dicho de «si tú fueras mi abuela, mi abuelo dormiría en la escalera».

Y de propina, Typical male, toma ya.

Un thriller patoso: Un abismo entre los dos

El cuchillo en la herida, título original de esta producción francesa llamada en España, buscando acercarse más al drama que al thriller, Un abismo entre los dos (Anatole Litvak, 1962), despierta el interés de su visionado por sus premisas, aunque prácticamente decepciona al final en todas ellas. Primero, por su director, Anatole Litvak, no precisamente un primer espada de la cinematografía mundial, ni tampoco de la británica ni de la francesa, países en los que desarrolló la mayor parte de su filmografía junto a los Estados Unidos, pero que tiene un puñado de interesantes películas en su haber como El sorprendente Dr. Clitterhouse (1938), Nido de víboras (1948), Anastasia (1956) o La noche de los generales (1966) y que contó con el beneplácito de los estudios y de las mayores estrellas del momento, ya que a lo largo de su carrera trabajó con intérpretes como Claudette Colbert, Charles Boyer, Basil Rathbone, Errol Flynn, Bette Davis, John Garfield, Ann Sheridan, Tyrone Power, Joan Fontaine, Thomas Mitchell, Henry Fonda, Vincent Price, Barbara Stanwyck, Burt Lancaster, Kirk Douglas, Vivian Leigh, Ingrid Bergman, Yul Brynner, Deborah Kerr, Omar Sharif o Peter O’Toole, entre muchísimos otros. Segundo, por su improbable pareja protagonista, Anthony Perkins, con el que Litvak había trabajado un año antes en No me digas adiós (1961), y la diva Sophia Loren. Tercero, por la colaboración en el guión de Peter Viertel, reputado guionista y novelista (autor, por ejemplo, de Cazador blanco, corazón negro, entre otras obras, llevada al cine en 1990 por Clint Eastwood -mal, según el propio Viertel-). Cuarto, por la música del griego Mikis Theodorakis, que acompaña a unas hermosas y por momentos desasosegantes imágenes de París en blanco y negro fotografiadas por Henri Alekan. Pero la suma de estos talentos da como resultado una fallida película solo parcialmente disfrutable, con giros de guión de cierto mérito que despiertan un notable interés, pero con errores de tratamiento y falta de garra y profundidad que pervierten (o perViertel, no he podido resistirme al chiste malo) el resultado final.

Robert y Lisa, un joven matrimonio formado por un norteamericano y una italiana que se conocieron en el Nápoles de la posguerra antes de trasladarse a París, se encuentra en un profundo bache sentimental que les está separando (obvio, vista la nula química entre ambos protagonistas…). Ambos tienen distintas maneras de encarar la vida, intereses diferentes, formas opuestas de divertirse, anhelos inconfesables incompatibles. Vamos, lo corriente. Sin embargo, aunque él da muestras de cierto desequilibrio emocional (hasta el punto de que en sus ataques de celos llega a cruzarle la cara de una bofetada a su esposa) y ella es posible que haya sucumbido a alguna infidelidad en sus salidas nocturnas, no se resignan al fracaso total. Más bien él, que en busca de un futuro mejor, más tranquilo y más estable económica y emocionalmente para ambos, se traslada a Casablanca para optar a un puesto de trabajo que puede ser la solución a sus problemas: un nuevo país, otro ambiente, otras costumbres… Una forma de empezar de nuevo, de borrar el pasado. Sin embargo, el avión en el que viaja Robert se estrella sin dejar supervivientes. Lisa afronta el funeral con cierta tristeza, pero igualmente con una sensación de liberación. De súbito pierde también a su amigo -y quizá algo más- Alan (Jean Pierre-Aumont), que tiene que volver a Estados Unidos, aunque su sustituto, David Barnes (Gig Young) empieza a colmarla de atenciones, por no decir que le pone sitio de inmediato. Pero el futuro parece aclararse cuando a Lisa le informan que la póliza de seguros que Robert firmó en el aeropuerto justo antes de embarcar va a reportarle una sustanciosa indemnización. No es más que otra esperanza truncada, porque una noche se escuchan unos golpes en la puerta de casa. Cuando Lisa abre, se encuentra con Robert vivito y coleando, aunque magullado y herido. De inmediato surge un plan alternativo: la compañía de seguros, la línea aérea y las autoridades dan a todos los pasajeros por fallecidos; por tanto, nada más fácil que cobrar el seguro, repartir el dinero entre los dos y que cada uno siga con su vida, ya que el amor de sus primeros tiempos de matrimonio parece ya irrecuperable… O al menos eso parecen o quieren creer…

A partir de ese instante, la película abandona el perfil del drama sentimental de corte intimista que narra el desencuentro de dos personajes para convertirse en un thriller a lo Alfred Hitchcock, aunque con un guión lleno de huecos. Continuar leyendo «Un thriller patoso: Un abismo entre los dos»

Vidas de película – Carroll Baker

Una de las formas tradicionales de que disponían -y disponen- las muchachas norteamericanas para acceder a la gran pantalla, casi nunca la mejor, puesto que no permite prácticamente nunca demostrar cualidad artística alguna (hechas sean las notables salvedades por todos conocidas, fuera de España por supuesto), consiste en conseguir un título de Miss Esto o Aquello. Carroll Baker, nacida Karolina Piekarski en el seno de una familia de origen polaco allá por 1931 obtuvo nada menos que el principal galardón del concurso Miss Frutas y Verduras de Florida de 1949 (pese a haber venido al mundo en Pennsylvania). Y bien pudo ser nada más que otra rubia tonta, u otro clon de Marilyn Monroe, si no hubiera destacado en su primer papel relevante en el celuloide, nada menos que la tentación de Karl Malden y Eli Wallach en Baby Doll (Elia Kazan, 1956). Este personaje, además de convertirla en un sex symbol, le proporcionó una nominación al Oscar como mejor actriz principal, todo un logro para una debutante.

Sin embargo, su pasado como ayudante de un mago y sus clases en el Actors Studio le permitieron ya el mismo año formar parte del reparto de una de los melodramas más aclamados de los cincuenta, Gigante (George Stevens, 1956), película que vista hoy, y conocidos muchos de los avatares de su triángulo de protagonistas principales, puede mover a la risa floja, por no mencionar que deriva en comedia involuntaria cuando la trama avanza en lo temporal y Rock Hudson, Elizabeth Taylor y James Dean tienen que aparentar edad madura; sus caracterizaciones parecen propias de un programa barato de parodias o de imitaciones burdas de un canal de televisión local. Una de las damnificadas es, precisamente, Carroll Baker, que interpreta a la hija de la Taylor, que en la vida real era, curiosamente, un puñado de semanas mayor que ella.

Sin demasiada suerte en la elección de papeles, fue en el western donde mejor logró encajar, en cintas como Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958), La conquista del Oeste (Henry Hathaway, George Marshall, Richard Thorpe, John Ford, 1962) o El gran combate / Otoño Cheyenne (John Ford, 1964), donde da vida a la maestra cuáquera que enamora a Richard Widmark. Su estrella declinó rápidamente, y aparte de encarnar a Jean Harlow en un biopic y de colaborar con Andy Warhol, sus siguientes trabajos fueron discretas películas europeas, de corte erótico, policíaco o terrorífico, que utilizaban la imagen sexy de la actriz como vehículo promocional. Eso, antes de regresar a América para aparecer en Tallo de hierro (Héctor Babenco, 1987), Poli de guardería (Ivan Reitman, 1990) o The game (David Fincher, 1997).

En este caso, como suele ocurrir con las misses, por mucho Actors Studio que pisen, mucho más guapa que actriz.

¿Víctima o psicópata?: El dinero (Robert Bresson, 1983)

El dinero ha sido probablemente, junto con la fe en cualquiera de sus formas (religiosa, nacionalista, política, ideológica, sentimental, amorosa…), uno de los elementos más perniciosos en el lento y trabajoso proceso que a lo largo de siglos y milenios ha conformado y moldeado la condición humana tal y como la contemplamos hoy en día, dos instrumentos que han logrado su primacía absoluta e incuestionable gracias y a través del ejercicio exclusivo del monopolio de su tercer gemelo: la violencia. Estos tres elementos han condicionado, instigado y promovido todos y cada uno de los conflictos humanos desde que se tiene conciencia, constancia y conocimiento de la idea de comunidad, llevándose por delante más vidas incluso que el devenir natural del ciclo de la vida y la muerte. Algo existe de autodestructivo en el ser humano que hace que gran parte de su ciencia, de su capacidad intelectual, de sus habilidades manuales y de sus esfuerzos físicos vaya destinada a la eliminación selectiva de sus semejantes, a la imposición, el imperio de ideas y deseos sobre otros a través de la coacción o la coerción en sus múltiples, inagotables formas, y a la incesante perversión de gran cantidad de herramientas, avances, creaciones, inventos e instrumentos potencialmente útiles, beneficiosos y necesarios para el progreso conjunto de los seres humanos y para su bienestar pleno, hasta conseguir su transformación en medios para la muerte, el control, la dominación o el sometimiento, dejando a las claras que la capacidad del hombre para ser infeliz y generar infelicidad a su alrededor resulta realmente inabarcable.

Esta visión pesimista (o realista, dirían algunos; al fin y al cabo, «un pesimista es un optimista con experiencia», o «un optimista cree que vive en el mejor de los mundos posibles; un pesimista sabe que es cierto») es compartida por Robert Bresson en su obra maestra El dinero (L’argent, 1983), coproducción franco-suiza tan bella y lírica como terrible y contundente. En ella, partiendo de un relato de Tolstoi, El billete falso, Bresson, responsable igualmente del guión, cuenta la historia de Yvon, un -aparentemente- pobre hombre (Christian Patey), joven, trabajador, con esposa y una hija pequeña, que se ve envuelto en una pesadilla judicial-carcelaria por culpa de la «travesura» de unos adolescentes que cambian en una tienda de fotografía un billete falso de quinientos francos para conseguir dinero fresco y rápido de curso legal con el que pagar sus vicios y sus salidas nocturnas. A causa de una suma de azares y de los perversos intereses particulares de los implicados, las sospechas del tráfico de dinero fraudulento recaen en él, que trabaja como empleado y conductor de una empresa que suministra gasóleo en camiones cisterna a diversos clientes, incluida la tienda de fotografía. A partir de ese instante su vida se convierte en un horror, viéndose sumido en un caos de desgracias en cadena que le hacen vivir un infierno, y su cerebro, quizás a causa de ello, en el caldo de cultivo de una psicopatía irreversible.

En la historia de Bresson no hay inocentes; incluso las víctimas de una estafa o de un calamitoso error del sistema moral, policial y penal de la sociedad son absolutamente culpables. Continuar leyendo «¿Víctima o psicópata?: El dinero (Robert Bresson, 1983)»

La tienda de los horrores – William Beaudine

Gracias a Tim Burton y a su excepcional película de 1995, para el gran público es Ed Wood el que ha pasado a la categoría de peor director de cine de todos los tiempos. Sin embargo, sería preciso a nuestro juicio echar mano de la photo-finish para determinar el orden de prelación en caso de poner a competir las películas de Wood con las de William Beaudine, extraordinariamente prolífico y longevo cineasta nacido en 1872 que se anota en su carrera alguno de los engendros más inexplicables de la historia del cine.

Quizá Beaudine no haya alcanzado la fama de Ed Wood porque en su carrera presenta baches de calidad e interés. Vamos, que no todo fue una basura, al menos al principio. Beaudine se labró fama en el antiguo Hollwyood mudo gracias a su enorme pericia para filmar una gran cantidad de películas en tiempo récord y por presupuestos ajustadísimos. Eso lo llevó a trabajar con importantes estudios y con estrellas de relumbrón, como Mary Pickford (por ejemplo en Gorriones, de 1926) o con el cómico, afamado por entonces y olvidado hoy, Leo Gorcey, con quien estrenó varias comedias como La casa encantada (1943), película que contaba además de con Bela Lugosi (al igual que Ed Wood, Beaudine contó en múltiples ocasiones con el actor húngaro para sus repartos), con una jovencísima debutante que empezaba a hacer sus pinitos en eso del cine, una tal Ava Gardner…

Estos «prometedores» inicios se truncaron cuando Beaudine vio en el cine barato de terror y de ciencia ficción el filón preciso para continuar con su ritmo acelerado de producción y filmación, lo que dio lugar un sinfín de bodrios, una auténtica catarata que, en efecto, le hace sombra al mismísimo Wood: The ape man (1943), Voodoo man (1944), las dos protagonizadas por Bela Lugosi, la serie del personaje de Kitty O’Day, con Jean Parker, y alguna pequeña incursión en el western y en el cine negro de bajo, bajísimo, subterráneo presupuesto.

Pero si merece un lugar entre lo peor de lo peor, si se ha hecho acreedor de un lugar de honor en el escaparate principal de esta tienda de los horrores, es principalmente por tres de sus títulos (sin excluir del todo El retorno del dragón, codirigida por Beaudine y protagonizada por Bruce Lee), a cual más impresentable, bizarro y macarra:

1) Bela Lugosi meets a Brooklyn gorilla (1952): la relevancia del actor en el ¿argumento? de la película es tal que incluso lo presenta directamente en el título, en esta cosa que parece lo que se le hubiera ocurrido a los directores de King Kong de haber sufrido algún tipo de apoplejía cerebral severa durante el rodaje de su famoso clásico, mezclado con el tema del «científico loco».

2) Billy the Kid versus Dracula (1966): improbable encuentro con Chuck Courtney como pistolero y John Carradine como vampiro. Tremendo subproducto tan tan infumable que hay que verlo para creerlo, y que hará las delicias de todo espectador freak que se precie.

3) Dentro de la misma fórmula, digamos que para explotar el «éxito» de la misma, Jesse James meets Frankenstein’s daughter (1966), con Estelita Rodríguez en el reparto de esta mamarrachada que une al famoso bandido sureño con la hija de Frankenstein inspirada en la obra de James Whale.

William Beaudine vivió mucho, nada menos que hasta 1970 (tenía 98 años en el momento de su muerte), y, lamentablemente, como puede verse, siguió trabajando prácticamente hasta el final (no descartamos que sus películas guarden directa relación con el hecho de haber pasado al otro barrio). Vamos a ahorrarnos su sentencia y su condena porque no se nos puede ocurrir nada peor, más sangrante, más punitivo, que filmar y visionar sus propias películas.

Descanse en paz… Pero bien lejos.

Mis escenas favoritas – Desmontando a Harry

Desmontando a Harry (Deconstructing Harry, Woody Allen, 1997), nos ofrece de manera muy ejemplarizante y didáctica un curso acelerado de algo parecido a la terapia de choque…

Territorio Zola: Deseos humanos (1954)

Fritz Lang es la conexión más directa entre el cine negro americano y la tradición literaria europea aplicada al mismo. Si en Perversidad (1945) el director vienés ya efectuó un remake de una obra del francés Jean Renoir –La golfa (La chienne, 1931)- basada a su vez en un original literario francés (de Georges de Fouchardiere), en 1954 hizo lo propio con La bestia humana (Jean Renoir, 1938), adaptación, filtrada por el realismo poético francés, de la obra naturalista de Émile Zola del mismo título (La bête humaine, 1890), una novela que trataba de un cruce de pasiones en el ambiente de los ferrocarriles franceses del siglo XIX. Jerry Wald, el jefazo de Columbia, creyendo encontrar en el tren, las vías y los túneles una acertada simbología sexual con la que cargar las tintas del argumento y atraer al público adulto, se hizo con los derechos, encargó un guión a Alfred Hayes –que ya había trabajado en una historia parecida, Encuentro en la noche (1952), si bien en este caso ambientada en un puerto pesquero- y, con la negativa de las grandes compañías ferroviarias para que una historia criminal se asociara a su nombre, y tras conseguir que un directivo de Columbia cediera para el rodaje, realizado a bajas temperaturas y en difíciles condiciones, las instalaciones del pequeño ferrocarril del que era propietario, encargó a Fritz Lang la dirección.

La historia es un compendio de las bajas pasiones, las traiciones, las ambiciones y los ambientes cargados de sexo, tensión y violencia típicos del cine negro: Carl (magistral, como siempre, Broderick Crawford), un maquinista corpulento, ya entrado en años, que teme quedarse sin empleo, convence a su esposa, Vicki (Gloria Grahame, que sustituyó a Rita Hayworth a toda prisa a fin de aprovechar el tirón comercial de Los sobornados, la anterior obra de Lang con la misma pareja protagonista), para que interceda por él ante el mandamás de la compañía, un ejecutivo con el que tiempo atrás mantuvo relaciones, suponemos que sexuales, antes de su matrimonio. Cuando Carl se entera de lo que Vicki ha tenido que hacer para salvar su puesto de trabajo, se vuelve loco de celos y comete un crimen producto de su arrebato de furia. Poco después, Vicki confiesa a Jeff Warren (Glenn Ford), un veterano de Corea que ha empezado hace poco a trabajar como maquinista con Carl, que éste la está chantajeando merced a una carta de amor comprometedora de ella al asesinado que a ojos de la policía la convertiría en previsible autora del crimen. Jeff queda envuelto en un mar de dudas en cuanto a si revelar la historia a la policía o dejarse convencer por Vicki, por la que se siente muy atraído, y matar a Carl…

Lang despoja el original de Zola de algunos elementos, y se ve limitado por Jerry Wald en la utilización de otros. Por ejemplo, en la novela el maquinista que interpreta Broderick Crawford no es un veterano y amante esposo de su joven y apetitosa esposa, sino un hombre mezquino y oscuro que tiene una amante, y el personaje de Jeff es un tipo bastante ambiguo con las mujeres, por las que siente pasión, pero también impulsos homicidas producto de un trauma del pasado. Fritz Lang se ve obligado a esquematizar y, por imposición del estudio, tiene que presentar un antihéroe, el Jeff Warren que interpreta Glenn Ford, como un tipo amable, un hombre ordinario con el que pudiera identificarse el público, sin la misoginia y la psicopatía del personaje literario o de la encarnación cinematográfica de Jean Gabin en la precedente obra de Renoir. Continuar leyendo «Territorio Zola: Deseos humanos (1954)»

Música para una banda sonora vital – Dos mulas y una mujer (Don Siegel, 1970)

El gran Ennio Morricone pensó más en las mulas que en la mujer para componer el tema principal de Dos mulas y una mujer (Two mules for sister Sara, Don Siegel, 1970), en el que Clint Eastwood trasplanta a Hollywood su personaje de antihéroe desaseado, lacónico y fumador de sus westerns con Sergio Leone, y Shirley MacLaine le da oportunamente la réplica como monja desvalida en tierras mexicanas durante la ocupación de las tropas francesas de Napoleón III y la rebelión de los juaristas.

Memorable partitura, en todo caso.

Épica que hace aguas: Gangs of New York

Para el compa Manuel, para terminar de animarle a verla, o para hacerle desistir del todo, según.

Durante la última década, quien escribe no ha dejado de escuchar a amigos y conocidos, y a un buen puñado de personas que no son ni lo uno ni lo otro, acerca de las bondades de esta brutal película dirigida por Martin Scorsese en 2002. Reconociendo, por tanto, la posición minoritaria de un servidor, cabe afirmar no obstante que pocos argumentos, más allá del gusto personal basado no se sabe muy bien en qué, han ido a sustentar la aparentemente mayoritaria pasión del personal por una película pretenciosamente épica de la que, sin embargo, nadie ha podido negar, contradecir o rebatir los extremos y objeciones que van a formularse a continuación, y que convierten la película en el esperado desastre que, como al resto de sus compañeros de generación de los setenta (el llamado Nuevo Hollywood, que uno a uno ha ido perdiendo a todos y cada uno de sus valedores: Coppola, Penn, Friedkin, Hopper, Cimino, Spielberg, Lucas…), tenía que tocarle también a Scorsese tarde o temprano. En su caso se retrasó más de veinte años, pero cuando llegó ha sido más clamoroso y vergonzante que en ningún otro, a pesar de que la publicidad, la mercadotecnia, y la venta de su alma a los diablos que trapichean en Hollywood con los flashes y los titulares, le hayan dado algo parecido al reconocimiento “popular” con el lamentable premio recibido por Infiltrados, posiblemente la peor de las películas de la larga y compleja carrera de Marty.

De complicada gestación, prolongada a lo largo de varios lustros, el proyecto de Scorsese, basado en un libro de Herbert Asbury del mismo título publicado en 1928, fue a caer en el peor lugar posible en el momento más inconveniente, la compañía Miramax de Harvey y Bob Weinstein, que tras haber cambiado el cine dando carta de naturaleza al cine independiente con la distribución de películas como Sexo, mentiras y cintas de vídeo, Juego de lágrimas o Reservoir dogs, entre muchas otras, se había vendido a Disney y convertido en otro estudio de Hollywood productor de bazofias de enormes presupuestos y vehículo de estrellas cinematográficas de cartón que gracias a enormes cantidades de dólares y a prácticas bastante turbias conseguía premios y reconocimientos a películas tan mediocres como Shakespeare in love. La escalada de Miramax, que a medida que aumentaba el presupuesto de sus proyectos aparentemente independientes insistía en la inclusión de estrellas y en la simplificación de tramas y argumentos para asegurarse la recuperación de la inversión económica en taquilla, exactamente igual que los estudios de Hollywood tradicionales, tuvo su cúspide con Gangs of New York, que se ha convertido en paradigma de la muerte del cine independiente y del vacío del cine de estudios, hasta el punto de que basta su caso particular para explicar la decadencia de Hollywood desde principios de los noventa hasta la actualidad, y también por qué el cine comercial mayoritario es tan malo, tan infantil, tan tremendamente pobre.

Tras muchos años dando vueltas por distintos estudios, la película no terminaba de salir a flote por la creencia, básicamente acertada, de que los orígenes de una ciudad mundialmente conocida como Nueva York, reducidos a una historia de bandas de delincuentes mamporreros del siglo XIX en el marco de unos avatares políticos, los ligados a la Guerra de Secesión y de cómo se vivieron en el Norte alejado del frente de batalla, no iban a interesar a nadie fuera de los Estados Unidos, y que dentro del país iba a levantar más indiferencia, hastío o polémica artificial que otra cosa, lo cual hacía muy complicado recuperar en taquilla los altos costos, computados en centenas de millones de dólares, que la producción exigía. Sin embargo, los hermanos Weinstein, famosos por ir más allá que ningún otro estudio, especialmente cuando ningún otro se atrevía, y necesitados de mantener un amplio aparato promotor y publicitario con que alimentar cada año la gala de los Oscar (Gangs of New York fue el caballo ganador en el que invirtieron decenas de millones de dólares en publicidad, fiestas, regalos, compra indisimulada de votos, y representó el mayor fracaso financiero y publicitario de su carrera, con un fracaso absoluto en los premios), se decidieron por incluir a Scorsese en su nómina de directores, con lo que creían que por fin iban a conseguir el prestigio en la profesión que a Miramax se le negaba por sus prácticas coercitivas, poco éticas y para nada ortodoxas ni respetuosas dentro de la profesión.

El desastre fue mutuo. Las enormes necesidades de inversión (el presupuesto, incluida publicidad, rondó, o superó, los doscientos millones de dólares) precisaban, según los Weinstein, la inclusión de estrellas que arrastraran al público a la taquilla, y motivó la improcedente inclusión de Leonardo DiCaprio y Cameron Diaz junto a Daniel Day-Lewis en el reparto, todo ello antes de tener un guión perfilado y de ajustar los actores más adecuados al resultado de los personajes en el mismo. Las complicadas agendas de estas estrellas obligaron igualmente a dar comienzo al rodaje sin tener un guión, no ya acabado, sino ni siquiera totalmente pensado, ante el temor de que otros proyectos les llevaran a retirarse del rodaje, pero los Weinstein, habituados a rehacer las películas –y en desnaturalizarlas, incluso deshacerlas- en la sala de montaje, confiaban en poder arreglar cualquier fiasco gracias a las tijeras. Más allá de eso, esta catarata de problemas no encontró solución ni en el rodaje ni en la posproducción.
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Vidas de película – Pier Angeli

La vida de Anna Maria Pierangeli, conocida en el Olimpo del cine como Pier Angeli, resulta más reseñable por su discurrir fuera de las pantallas que por su contribución artística y dramática al séptimo arte, a pesar de erigirse por derecho propio en uno de los rostros más bellos aparecidos en las salas de cine en su larga historia, y de que siempre dotara a sus personajes de naturalidad y de un aire melancólico muy estimable.

Nacida en Cagliari en 1932, se da la circunstancia de que su hermana gemela también se dedicó al cine, bautizada artísticamente como Marisa Pavan. Con apenas 18 años, Pier Angeli debutó junto a Vittorio de Sica en Mañana será tarde (1950), justo antes de dar el inminente y vertiginoso salto a Hollywood de la mano de Fred Zinnemann en Teresa (1951), historia sobre una muchacha italiana casada con un soldado norteamericano.

Su actuación más memorable tuvo lugar en Marcado por el odio (Robert Wise, 1956), en compañía de Paul Newman, con quien ya había trabajado en El cáliz de plata (Victor Saville, 1954). Otros títulos de su escasa y poco llamativa filmografía son El milagro del cuadro (Richard Brooks, 1952), Sodoma y Gomorra (Robert Aldrich, 1962), ambas junto a Stewart Granger, y La batalla de las Ardenas (Ken Annakin, 1965).

De temperamento frágil, siempre dubitativa en cuanto a sus presuntas dotes artísticas, convencida de que era su físico y no su talento el que le había proporcionado oportunidades y papeles, su vida sentimental contribuyó decisivamente a su trágico final. Interrumpido su romance con James Dean por la oposición familiar –entre otras cosas- a la relación, se casó dos veces, con el cantante Vic Damone, un matrimonio absolutamente desgraciado, y con el músico Armando Trovajoli.

En constante depresión, consumida por el pavor a perder la juventud y el atractivo físico, Pier Angeli se suicidó por consumo de barbitúricos en 1971, a los 39 años.

Dejó escrito a una amiga: «Tengo un miedo horrible a envejecer; para mí, los cuarenta son el comienzo de la vejez… El amor ha quedado atrás. El amor murió en un Porsche».