Los números de 2012

Los duendes de las estadísticas de WordPress.com prepararon un informe sobre el año 2012 de este blog.

Aquí hay un extracto:

Unos 55,000 turistas visitan Liechtenstein cada año. Este blog ha sido visto cerca de 270.000 veces en 2012. Si fuera Liechtenstein, se necesitarían alrededor de 5 años para que todos lo vean. El blog tuvo más visitas que un pequeño país en Europa!

Haz click para ver el reporte completo.

39escalones os desea Felices Fiestas

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¡FELICES FIESTAS!

Y que el benefactor navideño de los cinéfilos, Santa Klaus Kinski, os traiga muchos regalos.

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Aprovechamos este número musical co-protagonizado por «un servidor» para, además de poner de manifiesto las innatas cualidades músico-vocales-bailongas de quien escribe, recomendar -nunca está de más en estos tiempos de crisis- una vía nueva para llenar de frutas y hortalizas la cesta de la compra a precios muy módicos, y dejar constancia de la costumbre de las aristocracias de acudir habitualmente al teatro con una buena provisión de lechugas, repollos y cogollos de Tudela, aprovechamos, digo, para desear a nuestros queridos escalones unos días muy felices.

Trenes que se escapan: Tierras de penumbra

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Para la memoria cinéfila que descansa en el sentido de la vista, Sir Richard Attenborough siempre será, además del hermano mayor del célebre naturalista británico de la televisión, David, el «Gran X», la cabeza visible, aunque camuflada, de esa organización subterránea -nunca mejor dicho- establecida por el mando de los cautivos aliados a lo largo de los distintos campos de prisioneros del Reich alemán durante la II Guerra Mundial en La gran evasión (The great escape, John Sturges, 1963). Para quienes tienen memoria corta y selectiva -para mal-, Attenborough siempre será el abuelito barbudo de la revisitación que Spielberg, a su manera, como siempre, hizo del mito de King Kong en su Parque Jurásico (Jurassic Park, 1993). Pero además, Attenborough atesora una estimable carrera como director, prolongada a lo largo de más de cuatro décadas, que además de no pocos fiascos e irrelevancias varias, contiene títulos tan apreciables como Un puente lejano (A bridge too far, 1977), de inigualable reparto, por cierto, de esos que ya resultan imposibles de reunir, la oscarizadísima y excesiva Gandhi (1982), el musical A chorus line (1985), la controvertida y contradictoria -al menos para quien escribe- Grita libertad (Cry freedom, 1987), tan tan tan pretendidamente antirracista que termina siendo racista, o también Chaplin (1992), la biografía selectiva y algo sentimental de ese gran genio del cine que por aquí llegamos a conocer como Charlot. Un año más tarde, filmaría la que para muchos es su mejor película, Tierras de penumbra (Shadowlands, 1993), una verdadera joya que demuestra que en el cine son posibles varias cosas, para muchos, impensables.

En primer lugar, y empezando por lo más pedestre, este excepcional drama demuestra que Sir Richard Attenborough es capaz de filmar una película de una duración más o menos normal (125 minutos; prácticamente todas las reseñadas en el párrafo anterior exceden las dos horas y media, algunas por mucho, o por muchísimo), en este caso sin que la densidad y la solemnidad de la trama impidan que el tiempo quede absorbido y diluido en el creciente interés y el hipnótico poder que la sensibilidad de su historia y de sus imágenes ejercen sobre el espectador preparado. Minucias aparte, la película de Attenborough prueba dos aspectos más: que es posible impregnar el cine de literatura, de buena literatura, sin resultar estático, poco dinámico o excesivamente literario, y que se puede exponer en imágenes todo el dramatismo de una situación dura como es una enfermedad terminal sin resultar morboso, lacrimógeno o ñoño. La sobriedad en la construcción de historia e imágenes, la estupenda labor de puesta en escena (especialmente la minuciosa y detallista recreación de los ambientes académicos de Oxford, sus aulas, sus rituales, su vestuario y las relaciones humanas que se establecen en ellos), la magnífica fotografía de Roger Pratt, especialmente en los bellos exteriores escogidos de Oxfordshire y Herefordshire (Inglaterra) y las impactantes interpretaciones de Anthony Hopkins y Debra Winger, contribuyen decisivamente a otro hecho inusual; la película consigue capturar algo que en principio parece inaprensible para el medio cinematográfico: la esencia del dolor; su naturaleza dramática, triste y melancólica.

Este aspecto ya quedaba meridianamente desarrollado en el libro que inspira la cinta, Una pena en observación, la obra en la que el poeta y escritor C. S. Lewis (el inventor del mundo mágico de Narnia, universo de fantasía tan célebre entre los jóvenes como el de su contemporáneo -y amigo- J.R.R. Tolkien) recogió su experiencia real junto a la americana Joy Gresham, una mujer divorciada junto a la que, tras haberse acercado a él como una admiradora más de su obra, vivió una intensa y muy particular historia de amor espléndidamente trasladada al cine, con toda su sensibilidad y toda su crudeza, por Attenborough y el guionista William Nicholson. Pero en la película, este ensayo que disecciona el dolor con precisión y metodología casi quirúrgica, adquiere, merced a la calidez de su puesta en escena y a la notoria labor de interpretación y de dirección de actores, una talla notable, hasta el punto de convertirse por derecho propio en una de las mejores cintas de los noventa y uno de los dramas más poderosos de la historia del cine. Continuar leyendo «Trenes que se escapan: Tierras de penumbra»

Vidas de película – Sal Mineo

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La vida de Salvatore -Sal- Mineo bien podría haber sido llevada al cine como ejemplo de una existencia rodeada de símbolos de fatalidad finalmente convertidos en ineludible realidad, como si un director de renombre, auxiliado por un competente diseñador de producción y un escenógrafo de primera hubieran hecho confluir sus talentos respectivos para contarle al mundo la singladura de un joven que, tratando de huir de un ambiente marginal que le persiguió incluso durante su carrera cinematográfica, terminó sucumbiendo, entregándose, como si su destino se hubiera jugado siempre con cartas marcadas.

Nacido en el Bronx de Nueva York en 1939, sus padres eran inmigrantes italianos; primer símbolo: Salvatore Mineo padre se ganaba la vida fabricando ataúdes. Intentando escapar de la dinámica marginal y de delincuencia en que se veían irremisiblemente envueltos los muchachos de su edad, el joven Salvatore buscó en el ambiente artístico una salida menos tremendista y, tras estudiar danza y actuación, consiguió aparecer en algunos musicales de Broadway. Gracias a ello, debutó en el cine de la mano de Joseph Pevney en su intriga Atraco sin huellas (1955) justo antes de encarnar uno de sus personajes más célebres, quizá el más conocido por el gran público, el del joven inadaptado Platón (segundo símbolo) en Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955), junto a James Dean y Natalie Wood, papel que le valió una nominación al Oscar al mejor actor de reparto. Tercer símbolo: Marcado por el odio (Somebody up there likes me, Robert Wise, 1956), crónica de ambiente pugilístico con apuntes de drama social protagonizada por Paul Newman.

Conocido por protagonizar escándalos y ser fuente de numerosos rumores de naturaleza íntima, tanto heterosexuales como homosexuales, también desarrolló a finales de los años cincuenta una breve pero intensa carrera como intérprete de rock’n’roll al ligar su imagen a los personajes rebeldes y excluidos que interpretaba en el cine. Esa vena musical le sirvió para dar vida al batería de jazz Gene Krupa en su biografía de 1959. Tras aparecer de nuevo junto a James Dean en Gigante (Giant, George Stevens, 1956), obtener una nueva nominación al Oscar al mejor actor de reparto por Éxodo (Exodus, Otto Preminger, 1960) -cuarto símbolo-, otra vez con Paul Newman, formar parte del extenso y famoso elenco del título bélico El día más largo (The longest day, Ken Annakin-Andrew Marton-Bernhard Wicki, 1962) -más símbolos- e interpretar a otro inadaptado, sin sitio ni identidad -el símbolo definitivo-, un blanco raptado por los indios y convertido a su raza para John Ford en El gran combate-Otoño cheyenne (Cheyenne Autumn, 1964), la carrera de Sal Mineo se vio seriamente frenada.

Apartado del cine muy joven a causa de las complicaciones derivadas de su vida personal, Sal Mineo fue asesinado de una puñalada durante una pelea callejera el 12 de febrero de 1976. Tenía 37 años.

Diálogos de celuloide – El ladrón de orquídeas

(Pudiste leer otro diálogo de esta película justo aquí)

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Señor… ¿Y si un guionista intenta escribir una historia donde no pasa gran cosa? ¿Donde la gente no cambia ni tiene ninguna revelación? Luchan y están frustrados, pero no llegan a nada. Más bien como en el mundo real.

¿El mundo real?

Sí, señor, el puto mundo real. […] ¿Que no pasa nada en el mundo? ¿¡Joder, pero tan mal estás de la cabeza!? Se asesina a gente todos los días. Hay genocidios, guerras, corrupción. Cada puto día, alguien en el mundo sacrifica su vida por salvar a otra persona. Cada puto día, alguien, en algún lugar, toma la decisión consciente de destruir a otra persona. La gente encuentra el amor, la gente lo pierde. ¡Por el amor de Dios, un niño ve cómo matan a golpes a su madre en los peldaños de una iglesia! Alguien muere de hambre, alguien traiciona a su mejor amigo por una mujer. Si no puedes encontrar todo eso en la vida, entonces, amigo mío, no tienes ni puta idea de lo que es la vida. Entonces, ¿por qué me haces perder dos putas horas con tu coño de película? ¡No me interesa lo más mínimo!

Adaptation. Spike Jonze (2002).

La tienda de los horrores – Howard, un nuevo héroe

A petición popular de Francisco Machuca.

Pues sí. Aquí tenemos a una buena moza a punto de consumar con un pato. Nada más lejos de la realidad, porque Howard, un nuevo héroe (Howard the duck, Willard Huyck, 1986) viene de la factoría George Lucas, y ya sabemos lo que eso significa: cine familiar convenientemente azucarado, almibarado y completamente desprovisto de cualquier controversia intelectual, sentimental o sexual. Tal es así, que Lucas y su director de turno, el tal Willard Huyck, irrelevante y convenientemente olvidado, tomaron el tebeo de la compañía Marvel y al personaje de Steve Gerber en los que se inspira la película y los vaciaron de cualquier pretensión trascendente o inteligente, y también de contenido sexual (si es que Marvel llega a tener de todas esas cosas), para configurar una comedia familiar blanca, con la ¿atractiva? novedad de un pato como protagonista principal. Pero ojo, no un pato cualquiera que cocinar a la naranja, sino un pato extraterrestre que se conduce con irreverancia dentro de los viejos clichés cómicos del «pez fuera del agua». O, en este caso, del pato fuera del estanque. Lo que no es moco de pavo; perdón, de pato.

Así que, aquí tenemos a Howard, un pato intergaláctico que llega a La Tierra por un error de laboratorio de su planeta de origen -ya sabemos que en los planetas remotos y desconocidos hay patos y que además se les ponen nombres anglosajones-, una pifia con un láser (igual lo que querían era asarlo a la parrilla) para luchar contra el doctor Jenin (caramba, su nombre es más raro que el de un pato venido de otro universo), que cuando elabora un complejo experimento para intentar devolver a Howard a su mundo queda atrapado por la energía maléfica del invento y se convierte en el Señor de las Tinieblas, el malo maloso. Eso sí, mientras tanto el pato no pierde el tiempo e intenta zumbarse a Beverly, la cantante de rock que le acoge en su casa. Porque, ¿quién no acogería en su casa a un pato interplanetario llegado de otra galaxia que habla inglés y que tiene un nombre inglés, y se lo llevaría a la cama para centrifugarle las plumas? La premisa de la película termina ahí. Bueno, y la película, aunque dure 111 interminables minutos de estupideces encadenadas.

Lo verdaderamente bochornoso de este asunto es su origen, nada menos que LucasFilm, la empresa de George Lucas vendida recientemente a Disney (otros que tal bailan), y su conclusión, nada menos que el nacimiento de Píxar (otros que, más allá de aciertos ocasionales, se las traen también). Algo bueno, no obstante, surgió del pato galáctico: George Lucas rozó la ruina, y gracias a eso dejó de embarcarse en proyectos similares. Contra lo que suele pensarse, la carrera mercadotécnica de George Lucas, una vez que abandonó su empeño de juventud de ser director de cine y se concentró en explotar comercialmente el legado de su primera trilogía de Star Wars a base de muñequitos y dibujos animados, no ha sido ni mucho menos un éxito. La primera piedra de toque, su primera comprobación de que no podía echarse a dormir y a cobrar en dólares mientras viviera, vino con el fracaso de recaudación de la última entrega de la saga de Han Solo, Leia, Luke, Yoda, Vader y compañía. Menos valorada por la crítica que sus dos entregas anteriores, el público tampoco respondió en la abrumadora mayoría en que lo hizo en los casos antecedentes, y la enorme inversión en el cierre de la historia, unida a la poca repercusión en la taquilla, supuso un relativo fiasco económico. Además de ello, había que añadir el multimillonario divorcio de Lucas por esas fechas, que lo dejó tieso como la mojama. Lo del divorcio se explica: como George Lucas diseñó los Ewoks de su última película mirándose al espejo, su esposa, al verlos en la pantalla, se dio cuenta realmente de con lo que se había casado, y naturalmente, se divorció.

Y ahí tenemos a George, que ha sobrevivido gracias al consumismo y al márketing del público menos preparado, porque como gestor comercial es un desastre (la ruina de su rancho Skywalker, que debía ser un lugar de promoción, estudio y gestación de nuevos cineastas de su cuerda, así lo prueba), buscando un proyecto para recuperar sus millonarias pérdidas. ¿Y cuál es? Pues el pato, ni más ni menos. Total, ¿qué supone invertir 34 millones de dólares de 1986 en una película de un pato follador extraterrestre? Una minucia para Lucas, genio de las finanzas. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Howard, un nuevo héroe»

Vidas de película – Val Lewton

Vladimir Leventon nació el 7 de mayo de 1904 en Yalta (Ucrania), ciudad que pasaría a la posteridad cuatro décadas más tarde por ser uno de los lugares de encuentro de Stalin, Roosevelt y Churchill en su labor de estrategia contra Hitler.

Sobrino de la estrella de teatro y del cine mudo Alla Nazimova (quien le sugirió el cambio de nombre), junto a su madre y su hermana se afincó en Estados Unidos a partir de 1909. Curtido en Nueva York como periodista y escritor de relatos y novelas (al parecer manejaba una amplia gama de pseudónimos a través de los cuales ocultar una prolífica producción de obras y títulos en los más variopintos géneros), su salto a Hollywood se produjo, como en tantos otros casos, de la mano de David O. Selznick, que se lo llevó a California para trabajar como guionista y montador, a menudo bajo el nombre de Carlos Keith. Durante este tiempo, no solo colaboró con Selznick para llevar a Estados Unidos a Ingrid Bergman o Alfred Hitchcock, sino que también colaboró en la supervisión de guiones de obras maestras tales como Historia de dos ciudades (A tale of two cities, Jack Conway, 1935) o Lo que el viento se llevó (Gone with the wind, Victor Fleming, 1939). Sin embargo, la falta de libertad bajo las órdenes de Selznick y las ansias de crear productos propios sin tutelas ni decisiones superiores le llevaron a aceptar la oferta de RKO para convertirse en supervisor de la producción de su serie B.

En esta faceta destacaría irreversiblemente, derivando en un fenomenal productor de películas de terror, intriga y misterio con presupuestos limitados, y tutelando los trabajos de directores como Mark Robson, Jacques Tourneur o Robert Wise. En títulos como La mujer pantera (Cat people, 1942), Yo anduve con un zombi (I walked with a zombie, 1943) o El hombre leopardo (The leopard man, 1943), Lewton dejó clara su capacidad como creador de atmósferas sugerentes, opresivas, absorbentes e incómodas, que en sus películas tenían más importancia que los giros de guión forzados o la exposición gratuita del morbo o de la violencia desagradable.

Además de esta excepcional tripleta de filmes de serie B, Lewton produjo también para Mark Robson La séptima víctima (The seventh victim), El barco fantasma (The ghost ship), ambas de 1943, La isla de los muertos (Isle of the dead, 1945) o Bedlam (1946), estas dos últimas con Boris Karloff. Con Karloff y Robert Wise, montador de algunas de sus mejores obras, también produciría El ladrón de cadáveres (The body snatcher, 1945). Wise dirigiría también la continuación de una de las mejores obras de Lewton, La maldición de la mujer pantera (The curse of the cat people, 1944), y, el mismo año, el bélico de época Mademoiselle Fifi. Tras esta fértil época en la producción, Lewton dejaría la RKO y trabajaría en estudios como Universal o Columbia.

Val Lewton falleció el 14 de marzo de 1951, a punto de cumplir 47 años, tras un ataque cardíaco.

Cine en fotos – Sam Goldwyn

Otro ejemplo de la brutal franqueza de Goldwyn surgió de una pequeña conversación que una mañana tuvo con Thornton Wilder. Wilder, además de ser dramaturgo, había ejercido como profesor en diversas universidades. Incluso en el ambiente de los estudios hollywoodienses, conseguía mantener el tono y el porte de un erudito caballero. Aquello impresionaba a Sam, y siempre que el señor Wilder se encontraba en su oficina, Sam trataba de estar a la altura de la atmósfera que la presencia del dramaturgo creaba. Wilder había realizado la adaptación de una historia y había ido a la oficina de Goldwyn para ver cuáles eran las reacciones del gran hombre. La conversación se desarrolló más o menos de esta forma:

W: Presumo que ha leído mi modesto esfuerzo.

G: Sí, sí, señor Wilder, su modesto, eh, sí, lo he leído, señor.

W: ¿Y qué piensa de él, señor Goldwyn?

G: Bueno, a ver, el personaje de sir Malcolm…

W: Justamente. Me temo que no he dado lo mejor de mí con sir Malcolm.

G: No, lo mejor no, señor Wilder.

W: Me temo que resulta psicológicamente inmaduro. Filosóficamente es un tanto…

G: Sí, psicológicamente, me hizo sentir…

W: Creo que sé exactamente a lo que se refiere.

G: Y filo… Bueno, francamente, señor Wilder: sir Malcolm es un gilipollas.

Un árbol es un árbol (King Vidor, Ediciones Paidós, 2003)

Música para una banda sonora vital – Ascensor para el cadalso

El gran Miles Davis pone la música de esta obra mayor del francés Louis Malle, Ascensor para el cadalso (Ascenseur pour l’echafaud, 1957), la historia de un veterano de la guerra de Indochina que tiene una aventura con la esposa de su jefe, un rico industrial parisino, y del intento acordado de ambos por asesinarlo de manera que parezca un suicidio, aunque, como siempre, algo sale mal y los problemas, lejos de terminar, se multiplican…

La música de Miles Davis acompaña las seductoras imágenes urbanas de un París en blanco y negro que es una trampa mortal para unos personajes que no pueden huir de él. Una obra maestra con una música maestra.

Vidas de película – Henry Koster

Este ‘gafotas acusica’ de mirada nostálgica y evocadora es Hermann Kosterlitz, más conocido en el Olimpo del cine por Henry Koster, otro de los profesionales del cine de origen alemán emigrados a Hollywood con la llegada del nazismo a su país (nació en Berlín en 1905). Especializado en comedias y musicales, sus primeros trabajos tuvieron lugar en Alemania, Austria y Hungría, y sus primeras películas en América mostraban ya las características de su cine: una narrativa sobria y elegante, una buena dirección de actores, un tono ligero, romántico y lírico, que no obstante no le impidió resultar enérgico y contundente en las cintas bélicas, las intrigas negras o la épica en Cinemascope.

Debutó en Hollywood con Tres diablillos (Three smart girls, 1936), con Deanna Durbin (la actriz de la que estaba enamorado José Luis Borau en sus años mozos), que protagonizaría un buen puñado de títulos suyos más durante los últimos años treinta y primeros cuarenta, siempre dentro de la comedia musical. Sus películas más memorables de una filmografía muy amplia (unas cuarenta películas) repartida a lo largo de cuatro décadas son La mujer del obispo (The bishop’s wife, 1947), con Cary Grant, Loretta Young y David Niven, película que Koster solo finalizó, la divertida El inspector general (The inspector general, 1949), con el autor ruso Gogol adaptado a las payasadas de Danny Kaye, la excepcional El invisible Harvey (Harvey, 1950), con un James Stewart convertido en un bonachón borrachín acompañado de un conejo gigante pero invisible, o el peplum religioso La túnica sagrada (The robe, 1953), primera película en formato Cinemascope.

Henry Koster tambien dirigió Désirée (1954), con Marlon Brando dando vida a un Napoleón Bonaparte que, antes de lanzarse a la política y a la conquista de Europa debe tomar la decisión de seguir con su prometedora y ambiciosa carrera o conservar el que puede ser el amor de su vida (Jean Simmons), El favorito de la reina (The virgin queen, 1955), enésima presentación de la vida amorosa de Isabel I de Inglaterra, esta vez enrollada con el pirata Sir Walter Raleigh, protagonizada por Bette Davis, y Un mayordomo aristócrata (My man Godfrey, 1957), remake con David Niven de la extraordinaria Al servicio de las damas, dirigida en 1936 por Gregory La Cava.

Entre el resto de su filmografía, irregular y menor, destaca, para nosotros, por su rareza, La maja desnuda (The naked maja -ojo al título original-, 1958), en la que el maestro aragonés Francisco de Goya, convertido en su origen en campesino (Anthony Franciosa), logra convertirse en un pintor célebre gracias a los esfuerzos de la Duquesa de Alba (Ava Gardner -nada que ver, pero nada de nada, con la Duquesa de Alba que conocemos hoy, que comparte más genes con Harpo Marx que con el proclamado «animal más bello del mundo»…).

Henry Koster se retiró del cine a finales de los años sesenta y falleció en California en 1988.