Maléfica, malévola, mala malosa: Que el cielo la juzgue (1945)

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La aparición súbita de Gene Tierney «volviendo de la tumba» en Laura (Otto Preminger, 1944)  supone, junto a la de Rita Hayworth en Gilda (Charles Vidor, 1946) y la de Ava Gardner en Forajidos (The Killers, Robert Siodmak, 1946), una de las irrupciones más inolvidables de toda la historia del cine. En Que el cielo la juzgue (Leave her to heaven, John M. Stahl, 1945), el sensual cruce de piernas de Tierney mientras lee un libro en el vagón de un tren camino de Nuevo México quizá no sea para tanto, pero marca a la perfección el punto necesario de atracción que permite al público comprender el deseo y la fascinación que de inmediato nacen en el escritor Richard Harland (Cornel Wilde) por la mujer que, despreocupada y con aire casual, lee precisamente su última novela, aunque ella tarde un tiempo en reconocerle. Ese comienzo azaroso pone de manifiesto lo que va a ser la constante nota principal de la historia: el poder manipulador, consciente o inconsciente, de una bella y carismática mujer sobre todos los que la rodean. O mejor habría que decir que ésta es una de las notas principales, porque la otra es tanto o más importante en el devenir de los acontecimientos: el patológico poder perturbador de unos celos obsesivos de tal magnitud que no sólo logran trastocar la percepción de la realidad y su interpretación, sino que consiguen mutar una personalidad hasta convertirla en un ser vil, mezquino, brutal, criminal.

Estas son las líneas maestras de este melodrama de intriga filmado a todo color (nominación al Oscar incluida) por John M. Stahl en 1945, un director hoy prácticamente olvidado cuyas mayores aportaciones al arte cinematográfico vienen, además de por la presente película, de Las llaves del reino (1944), relato de pobreza y miseria en China de la mano de un sacerdote católico interpretado por Gregory Peck, el drama sobre infidelidades titulado La usurpadora (1932), con Irene Dunne y John Bowles, y dos películas que alcanzarían la fama como remakes rodados por Douglas Sirk, Imitación a la vida (1934) y Sublime obsesión (1935), sin olvidar que Stahl llegó a codirigir con el gran Ernst Lubitsch El príncipe estudiante en 1927. Que el cielo la juzgue es seguramente su cinta más conocida, y ello es mérito de su personaje central, Ellen, compuesto extraordinariamente por Gene Tierney, que ha pasado a la posteridad como uno de los máximos ejemplos que el cine ha ofrecido de la perturbación mental como fuente de desgracias y fatalidades.

El encuentro casual de Richard y Ellen cuando ambos van, en compañía de la madre y una prima de ella, a pasar unos días en el rancho de un amigo común, Glen Robie (Ray Collins), es el detonante de una pasión mutua que lleva a la joven a romper repentinamente su compromiso matrimonial con Russell Quinton (Vincent Price), un incipiente abogado que trabaja como fiscal, y casarse apresuradamente con Richard, junto al cual la vida parece feliz hasta el punto de que Ellen parece haber olvidado la traumática muerte de su padre, que la había sumido en una profunda tristeza. Sin embargo, Ellen vive su amor de manera tan posesiva, la fuerza de sus celos es tan irrefrenable, su obcecación obsesiva por Richard es tan cruel y brutal, que no repara en medios para tenerlo siempre a su lado, incluso si es preciso maniobrando en la sombra para conseguir sus fines, que no son otros que apartar de su lado a todo aquel que puede competir con ella en sus afectos, su tiempo o sus atenciones, no en el primer lugar, sino en la totalidad, los cuales ella exige, desea y anhela para ella sola. Por eso Ellen no vacilará en expulsar del lado de Richard, de una manera u otra, sin detenerse siquiera a considerar el respeto a la vida humana, presente o futura, a toda aquella persona por la que Richard sienta la más mínima inclinación, desde su hermano pequeño, un enfermo crónico que apenas puede mover las piernas, hasta a su propia prima, Ruth (Jeanne Crain), fuente principal de sus celos al pensar que entre ella y Richard existe una naciente atracción que amenaza con crecer. La deriva psicológica de Ellen, su obsesión cada vez mayor, la lleva a cometer verdaderas atrocidades y a confeccionar tupidas telarañas de intrigas, falsedades, verdades a medias y manipulaciones que conseguirán tejer una red de discusiones, enfrentamientos, odios, huidas y desencuentros de la que ella misma deberá erigirse en víctima necesaria para mantener los efectos de la maquinaria de insidias que ha construido durante años.Filmada a todo color, la película transcurre en sus fragmentos más importantes en interiores, por lo que la fuerza expresiva de las posibilidades cromáticas de la fotografía de Leon Shamroy queda un tanto diluida, excepción hecha de la fenomenal secuencia del lago, donde la belleza de los parajes y la exuberancia de los bosques contrasta con la hierática frialdad malévola de una Ellen que está en plena concepción de su primera acción fatal. Éste es quizá uno de los puntos flacos de la cinta, el desaprovechamiento del color para el uso de exteriores, limitado prácticamente a las secuencias del lago en la cabaña de Maine, mientras que las fases de la tama que transcurren en Nuevo México (excepto la secuencia del funeral) y Georgia quedan un tanto descuidadas. Donde el color luce en toda su plenitud es en todas y cada una de las tomas en las que aparece Tierney, encarnación de la sensualidad y de la maldad, dulce, atractiva, sexual y letal como una mantis religiosa, a cuya exaltación contribuye toda la puesta en escena, desde las angulaciones escogidas para la cámara (especialmente para camuflar su baja estatura, claramente perceptible en la secuencia del cañón, subida al caballo) hasta la natural labor de vestuario, maquillaje y peluquería. No ocurre así con Cornel Wilde, oponente demasiado débil y acartonado que no está a la altura artística de su compañera, hecho que desequilibra un tanto la historia al no ser capaz de transmitir con energía y credibilidad el torbellino de deseos, pasiones y odios que bulle en su interior en distintos momentos del filme.

En cuanto a las carencias, la figura de Wilde no es la única, ni siquiera la principal. Se echa de menos una mayor consideración de las perturbaciones psicológicas de Ellen, una explicación más detenida de los orígenes y de otras manifestaciones anteriores de la misma. La cuestión paterna, insuficientemente tratada, no ofrece una visión general y adecuada de su patología, y las insinuaciones que distintos personajes hacen durante el metraje sobre la capacidad de Ellen para avinagrar la relación entre sus padres bien pueden indicar una atracción incestuosa como un complejo de Electra o bien un odio visceral por la figura materna, con los distintos, radicalmente distintosm y opuestos efectos que esos matices diferentes pueden generar en la apreciación y la evolución del personaje, y en la explicación y el entendimiento de su comportamiento. Estas lagunas se extienden a otros pormenores del argumento, cuestiones que no aparecen en la dimensión necesaria (el personaje de Ray Collins, un abogado que se limita a contar la historia en flashback y en servir de pretexto para que Richard y Ellen se conozcan, pero que apenas adquiere protagonismo durante unos minutos entre Nuevo México y la apresurada escena del juicio, siendo más que nada un figurante necesario con frase), elipsis de momentos y situaciones que quizá hubieran merecido un tratamiento explícito, y que van combinadas con ciertas prisas y alguna que otra liquidación por la vía rápida de conflictos que bien podrían haber merecido mayor detenimiento (la recuperación de Ellen tras su convalecencia, por ejemplo, o todo el episodio judicial, con Russell como fiscal y con Glen como abogado defensor que ni interviene ni pregunta ni protesta ni interroga, que contribuye a cerrar el drama y a mostrar el colofón final de la pérfida red de mentiras de Ellen).

Con todo, si la película merece el visionado repetido y el recuerdo permanente en el cinéfilo, se debe al personaje de Ellen, a la magnífica interpretación de Gene Tierney, y a la capacidad de Stahl para mirarla, para mostrar su belleza y su brutalidad, caras de una misma moneda, con apasionada cercanía, frío distanciamiento y mirada clínica (las expresiones que causa en otros personajes, como el doctor de Georgia, descubrir las mentiras y manipulaciones, vertidas de forma tan natural, de Ellen). Que el cielo la juzgue es un monumento a Ellen, a Gene Tierney, un tanto estropeado por el necesario final feliz impuesto por la época, pero que perdura a mayor gloria de una actriz que luce colosal tanto cuando ama como cuando mata, con imágenes imborrables que fascinan tanto por la atracción que despiertan como por la inquietud y el temor que encubren, ya sea remando indiferente en el lago, con albornoz y gafas de sol, majestuosa y gélida en lo alto de una escalera con su bata de noche, sensual y provocativa mientras lee en un tren, o doliente en la cama mientras usa la agonía como lazo fatal para una trampa mortal. El mal en estado puro. El demonio más bello concebible y, por ello mismo, el más letal, capaz de asesinar cuerpo, mente, alma, amor y corazón.

15 comentarios sobre “Maléfica, malévola, mala malosa: Que el cielo la juzgue (1945)

  1. … supones bien. Me chifla esta película y esa mantis llamada Gene Tierney con gafas oscuras, impasible, en la escena del lago. Y a pesar de los pesares y que tienes razón en que tiene varias debilidades, esta película tiene un fuerte componente de atracción por ese personaje de celos obsesivos. Y si bien tiene los ingredientes de un poderoso melodrama, están fenomenalmente mezclados con elementos de cine puro de terror…

    Muy bueno y revelador, como siempre, tu análisis.

    Besos
    Hildy

  2. Su primer film en color, con una extraordinaria fotografía en Technicolor de Leon Shamroy, nos ofrece el fascinante retrato de una mujer tan bella como patológicamente perversa, jugando hábilmente con la ambigüedad moral de la belleza de una Gene Tierney, sencillamente perfecta, que nos ofrece una interpretación sublime, profunda y de gran complejidad psicológica, en uno de los papeles más emblemáticos de su carrera, en las antípodas del personaje que interpretara en otro de sus grandes filmes, la mítica “Laura”.
    Uno de los mejores melodramas de la Fox y de la historia del cine “Que el cielo la juzgue” demuestra, quizás como ningún otro filme, la fascinación que ejercen sobre el espectador los personajes que encarnan el mal. La sobria; imaginativa y eficaz puesta en escena, junto a la formidable dirección; sensible y al mismo tiempo de un gran vigor narrativo de un John M. Stahl en la cumbre de su arte, nos sumergen en esa fascinante historia de perdición, desde las paginas de un brillante guión, a través de un larguísimo flashback, que nos atrapa desde el primer hasta el ultimo fotograma de este film sobrecogedor. Seria injusto resaltar solo algunos de los innumerables momentos antológicos de un film repleto de momentos antológicos, pero no puedo dejar de pensar en esas oníricas e inquietantes imágenes de Ellen, a caballo, esparciendo las cenizas de su padre en medio de un paisaje de salvaje belleza; en la escalofriante secuencia en la que Ellen contempla impasible desde la barca, tras unas gafas negras que ocultan sus ojos, el agónico final de su indefensa victima; en ese momento de mágica maldad en la que es capaz de matar a una vida inocente en pleno delirio de posesión, sin olvidar ese noqueante final de un film antológico que ya forma parte de la mítica del cine de todos los tiempos. Obra maestra absoluta de un director injustamente infravalorado.

    Buen texto,amigo.

    Un fuerte abrazo.

  3. Veo que te gusta mucho la película, Francisco. A mí, como digo más arriba, me hubiera gustado más que estudiara su perfil mental más detenidamente; que fuera una especie de señora Bates… Porque quizá al dejar algo imprecisa la vinculación con el padre y su participación en su muerte la cosa queda un tanto desvahída, y aunque el carácter psicopático está excelentemente retratado y ela está inmensa, no sé, me falta algo. Y luego el personaje de Wilde queda, a mi juicio, un tanto desequilibrado, sin peso, sin verdadera envergadura como oponente. Probablemente es deliberado, aunque quizá con otro actor…
    Abrazos

  4. Como muy bien apuntas, la película cojea sensiblemente porque no hay en el fiel de la balanza equilibrio a causa del tratamiento de los personajes que en mi opinión reside más en el guión que en la propia labor de los intérpretes: la Tierney está guapísima y letal, pero Cornel Wilde no puede aguantar el tirón porque su personaje está diseñado de antemano como un pobre hombre. No olvidemos que Wilde fue animado por Olivier para representar a Mercutio (creo recordar) en los escenarios de Broadway, así que malo del todo no era.

    Un abrazo.

  5. Bueno, no sé si sería malo del todo, pero sí que Olivier no acertaba siempre (ni siquiera con él mismo) y, además, que Broadway no es, ni ha sido nunca, Londres… Me parece un actor bastante medianero. Su filmografía tampoco es demasiado apasionante. Coincido contigo en que probablemente es cuestión de diseño del personaje, pero Wilde tampoco se sobrepone.
    Un abrazo

    1. Lo sé, lo sé, no me cabe la menor duda. Entiendo la imposibilidad de controlar todos los contenidos. Aunque, una vez advertido, la solución es inequívoca, creo. En cualquier caso, al interesado ya le he dejado claro que está «calado», a ver si así lo desmotivo un poco.
      En fin, alguien dijo una vez que no eres nadie hasta que te plagian. Pues ya está.

  6. No se expresarme tambien como vosotros (por eso me encanta leeros), siemplemente un peliculon que me engancho en la infancia, con una protagonista que aterroriza, pero que…guapa es ( que guapa de las de verdad era gene Tierney, donde hay actrices asi ahora?)

    1. Una belleza letal, en efecto. Bueno, ahora vivimos inmersos en la cultura del sucedáneo. Supongo que bellezas hay, pero la pátina del digital y la influencia del plástico han disminuido bastante la credibilidad y el gusto de la gente por la belleza natural. Ahora si no parece artificial (aunque sea natural) no gusta. Tampoco se escriben películas así, ni mucho menos personajes. Y si hablamos de personajes femeninos interesantes en una película con ciertas aspiraciones comerciales, hablamos de casi un desierto.

      Gracias por tu comentario. Un gustazo.

  7. Efectivamente, el actor protagonista no es el más adecuado, y tal vez precisamente por eso fue elegido: quiero decir que es posible que en la labor de casting se decidiera por un actor un tanto moldeable para encarnar a ese hombre inane, fácilmente manipulable. El problema es que no da el tipo cuando su personaje lo requiere.
    Por otro lado, el dichoso happy end no deja de ser un postizo por parte de un Hollywood empeñado en hacer ver al público que las aguas vuelven a su cauce y, así, hacer más digerible la película que, en caso de dejarla como debería ser, hubiera sido prácticamente una obra maestra con todas las letras, turbadora como ella sola.
    Pese a estos dos defectos, la película es impresionante, sobre todo a mayor gloria de una mayestática Gene Tierney en el mejor papel de toda su carrera. A mí esta película me hace pensar que, de algún modo, fue la pionera del género psycothriller tan en boga en los años 90 en EEUU. Viendo de nuevo esa película tan famosa, «La mano que mece la cuna», inevitablemente me retrotrae a ésta… y aunque De Mornay lo hace francamente bien, Tierney es insustituible.
    Saludos!!

    1. Tal vez. No era el actor adecuado, pero sí popular, en especial en productos de serie B (como este, antes de que alcanzara renombre). Probablemente, aciertan a la hora de no elegir a una estrella de relumbrón, porque entonces la película sería otra. En cuanto al final, forma parte del precio que hubo que pagar durante tres décadas a causa del Código de Producción.

      A pesar de ello, con todo, la película se sostiene muy bien. Más que antecedente de esas películas de psicópatas de los noventa, es más bien una expresión, y de las mejores, del renovado interés de Hollywood por la psicología después de la segunda guerra mundial. Montones de películas empezaron a abordar argumentos sobre traumas, amnesias, psicoanálisis, complejos, psicopatías, etc. Los asesinos psicópatas iban por su propio camino (La escalera de caracol, de 1945; El asesino poeta, de 1947), antes de su descubrimiento para el gran público (1960, con Psicosis y El fotógrafo del pánico). En cualquier caso, una gran película que aguanta mucho mejor que algunas de esas de los noventa.

      Saludos, y gracias, como siempre.

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