Historias de la radio: 39escalones en el programa Electroletras, de TEA FM

 

Electroletras

Hace apenas unos días, quien escribe fue invitado por los conductores de Electroletras, Luisa Miñana y Fernando Sarría (porque Emilio aprovechó para bajar al bar a por unos bocatas de calamares…), el programa de TEA FM que, entre otras cosas, explora las relaciones entre la literatura y los medios de expresión audiovisual, predominantemente, aunque no sólo, digitales, para compartir unos minutos de agradable charla en torno a escritores que han dado el salto a la dirección de películas, y también sobre cineastas que han escrito libros.

Nos quedaron tantos nombres en el tintero y me sentí tan a gusto que les amenacé con convertirme en un okupa radio(a)fónico…

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Música para una banda sonora vital – La vida privada de Sherlock Holmes

Magistral suite del gran Miklós Rózsa para el tema central de La vida privada de Sherlock Holmes (The private life of Sherlock Holmes, 1970), una de las obras maestras del «viejo zorro» (Francisco Machuca dixit) Billy Wilder, en este caso con el añadido de que su metraje original jamás ha llegado hasta nosotros, a pesar de lo cual es un filme realmente excepcional.

Rózsa captó sin lugar a dudas la esencia del personaje de Conan Doyle, pasado por el filtro wilderiano, para elaborar su, a un tiempo, pomposa, sensible, intrigante y solemnemente británica partitura. Una joya para los oídos cinéfilos.

Cabalgar juntos pero no revueltos: Los comancheros (1961)

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Asomarse a una buena pantalla al inicio de Los comancheros (Michael Curtiz, 1961) es una promesa de disfrute asegurado durante 105 minutos. Asistimos a un duelo de honor en el que el jugador de Nueva Orleans, Paul Regret (Stuart Whitman, injustamente olvidado actor que terminó en vulgares películas de catástrofes  y mediocres seriales televisivos), termina con la vida del hijo de un juez, con el que ha tenido alguna pendencia originada en la mutua rivalidad. Esto, aunque haya cumplido las estrictas formas que imponen las caballerosas normas de la justicia violenta del Oeste, le pone al otro lado de la ley por imperativo familiar, y no es otro que el capitán de los Rangers de Texas Jake Cutter (John Wayne), el encargado de arrestarlo y llevarlo ante los tribunales. Pero en su tránsito surge una complicación: los indios comanches, reconocidos incluso por los propios indios de Norteamérica como los más salvajes, anárquicos, sanguinarios y despiadados, andan revueltos, y justamente una banda de comancheros (con este apelativo se conocía a la gente del sur de Estados Unidos y del norte de México que comerciaba con los comanches, a los que solían vender normalmente armas y alcohol a cambio de tierras, mujeres, caballos o cautivos blancos por los que pedir rescate, o de bienes saqueados en los ranchos y puestos militares) está en territorio indio haciendo negocios, se supone que con un buen cargamento de rifles que podrían suponer una gran ventaja para los belicosos comanches. Cutter ha de enfrentarse a la situación mientras arrastra consigo a Regret, con el que establece una curiosa relación de caracteres contrapuestos: el guardián de la ley es el típico vaquero rudo, tosco, bruto y poco inteligente; Regret, sin embargo, a pesar de ser un jugador, se dota a sí mismo de los aires aristocráticos europeos, o más bien franceses, tanto en sus ropas como en su compostura. Eso le vale el continuo y zumbón apelativo de «mesié», que Cutter le dedica constantemente. Obviamente, ambos personajes se complementan, se comprenden, se entienden y, finalmente, se hacen amigos, con lo que la misión y el desenlace de su particular relación legal adquieren otros derroteros. Al dúo se suma un tercer personaje, el estrafalario Tully Crow (enorme, grandioso Lee Marvin), una especie de remedo chusco y cachondón del pistolero Liberty Valance que interpretó para John Ford.

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En la película predomina la acción en grandes dosis, pero no descuida otros elementos comunes del género, como es la construcción del guión en torno a un pequeño grupo de personajes antagonistas, especialmente su pareja central, con choque cultural, de caracteres, de habilidades, competencias e intereses entre los que poco a poco va surgiendo la oportuna y más que conveniente sinergia e incluso alimenta también el romance en la figura de Pilar (nombre coincidente con el de una de las tres esposas hispanas de Wayne, por cierto, interpretada con solvencia en este caso por Ina Balin), la también tópica presencia junto a los malos que los traiciona por amor a un recién llegado que le ofrece lo que en su vida no tiene. Los combates con los comanches poseen pulso y espectacularidad, y la secuencia en la que asistimos a la reunión de los comancheros con sus clientes en el poblado indio alcanza notables cotas de tensión y suspense, especialmente a raíz de su desenlace (excelente la secuencia del carro abierto y el comanchero arengando a los indios hasta que…). El tono ligero, la narración sin pretensiones, la búsqueda de un mero entretenimiento, no descuida la confección de un guión preciso, algo tópico y previsible, bastante tendencioso en el retrato de los indios (aunque ya hemos advertido de que la opinión de otras tribus sobre los comanches no distaba demasiado de la que tenían los blancos), pero más que disfrutable en sus gags y en buena parte de sus diálogos (la escena de la detención, por ejemplo, o el diálogo entre Regret y Tully Crow mientras juegan al póquer). Continuar leyendo «Cabalgar juntos pero no revueltos: Los comancheros (1961)»

Confesiones de una mente peligrosa (2002): la telebasura mata

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La filmografía como director de George Clooney, a pesar de resultar, en general, salvo en momentos puntuales, irregular, desequilibrada y densa, suele superar con mucho en calidad e interés a la mayoría de las películas en las que interviene como actor, o en las que no toma parte en la dirección o, al menos, en la producción. Sus cuatro películas hasta la fecha, a excepción quizá de esa tontita mediocridad que es Ella es el partido (2008), contienen más cine por metro cuadrado de celuloide que aquellos productos en los que sólo se exhibe de manera vacía o estética el encanto, el carisma y el atractivo del actor con fines meramente decorativos y/o publicitarios. Su debut tras la cámara, Confesiones de una mente peligrosa (Confessions of a dangerous mind, 2002), más reconocida entre la crítica que apreciada por el público, es una película que gana en entidad y solvencia con el paso del tiempo.

Escrita por el guionista Charlie Kaufman a partir de la «autobiografía no autorizada» del productor televisivo y ex agente de la CIA (o eso dice él; en cambos casos, se podría añadir…) Chuck Barris, y producida por Steven Soderbergh, la cinta supone una, en ocasiones, desconcertante combinación entre comedia y drama, que destila un humor muy negro a lo largo de sus 110 minutos de metraje, pero con innegable estilo visual, complicada labor de producción (un meritorio cúmulo de localizaciones geográficas muy distintas, de Filadelfia o Nueva York a México, Berlín Este o Helsinki; una narración que se prolonga desde los años cincuenta a principios de los ochenta, con lo que supone a efectos de decoración, vestuario, maquillaje, ambientación general y, muy particularmente, la recreación del interior de unos estudios televisivos: producción, decorados, cámaras, control de realización, etc., etc.; un empleo de la música, comprendiendo tanto la banda sonora compuesta expresamente por Alex Wurman como las canciones colocadas para señalar propiamente la época en la que transcurre cada segmento) y una muy estimable labor de los intérpretes principales, especialmente de Sam Rockwell, su protagonista, una de las más estimulantes presencias del cine americano actual.

La película es contada mediante un gigantesco flashback, punteado con testimonios en el «presente» (entre ellos la aparición final del Chuck Barris real) que dotan a la historia de las formas y maneras de un reportaje periodístico: exiliado en la habitación de un hotel, Chuck Barris (Sam Rockwell) se entrega al abandono de sí mismo, a la suciedad, al desánimo, al remordimiento. Es un hombre que abomina de su pasado, que se avergüenza de sí mismo, que necesita liberarse de sus ataduras depresivas, del horror de sus malas acciones. Ni siquiera la presencia de Penny, su novia de toda la vida (Drew Barrymore, con diferencia lo más digno que ha interpretado desde E.T., el extraterrestre) al otro lado de la puerta para rescatarlo y llevárselo con ella a California consiguen que salga de su retiro y de su desamparo. La única salvación para él consiste en escribir su historia, en poner negro sobre blanco las luces y las sombras de una historia que sería «increíble» si no fuera «cierta». Así, el espectador asiste a las evoluciones y, en algunos casos, justificaciones, de Barris para convertirse en lo que llegó a convertirse, un productor de telebasura y un asesino a sueldo de la CIA durante la Guerra Fría. Se trata de un acomplejado adolescente cuyas acciones van encaminadas en todo caso al sexo, a la consecución de sus deseos sexuales, desde los más elementales a los más perversos. Toda su carrera, su afán por convertirse en alguien en la televisión, no tiene otro fin que adquirir una fama, un prestigio y una popularidad que le faciliten la tarea de ver ocupada su cama, o cualquier otro mueble, funcional o no, cada noche, cada día, cada hora. En esta parte de la trama pesa el ritmo y el tono de comedia, porque Barris es tan pringado que suele contar sus intentos por fracasos. Al menos hasta que conoce a Penny, compañera de piso de una empleada de la televisión con la que se ha acostado (Maggie Gyllenhaal). Con Penny mandentrá una relación de encuentros y desencuentros que se prolongará toda su vida, salpicando sus distintas actividades.

Al mismo tiempo que logra su paso más importante en televisión (el llamado Juego de parejas, que en España, producido por el innombrable canal-ponzoña, se llamó Vivan los novios, presentado por aquel galán de cartón pìedra y la tetona siliconada de turno), entra en contacto con él Jim Byrd (George Clooney), un empleado de una agencia del gobierno que recluta individuos a los que convertir en máquinas de matar para delicadas misiones internacionales. Barris, que descubre el secreto placer que le produce la violencia sin consecuencias visibles, acepta, y desde ese momento su trabajo y su tapadera, sea cual sea uno y otro, se asocian e interrelacionan de manera que uno y otro se desarrollan a la par como mutuas coartadas. Y si en su vida común televisiva está Penny, en su vida como agente está Patricia (Julia Roberts), ambigua y áspera agente-contacto con la que inicia una relación puramente sexual, arrebatadora, de las que siempre deseó desde adolescente… Todo parece perfecto, hasta que se descubre la existencia de un topo en la organización. Continuar leyendo «Confesiones de una mente peligrosa (2002): la telebasura mata»

Vidas de película – Lilli Palmer

Lilli Palmer

Para el espectador español, Lilli Palmer, nacida como Lillie Marie Peiser en 1914 en la localidad alemana de Posen, hoy la polaca Poznan, siempre será el rostro de la directora del internado de la famosa película de Narciso Ibáñez Serrador titulada La residencia (1969). Este personaje tenía un antecedente directo, interpretado por ella misma, en la cinta alemana Corrupción en el internado (1958), un remake (vuelto a filmar en Estados Unidos en 2006) de otra película previa de 1931 en la que se trataba abiertamente la cuestión del lesbianismo en una escuela femenina.

Pero la carrera de Palmer fue mucho más amplia y variada, y tuvo desarrollo en un buen número de países. Además de en Alemania y España, trabajó nada menos que a las órdenes de Alfred Hitchcock en su intriga El agente secreto (1936). Durante su etapa británica, antes de marcharse a Hollywood, contrajo matrimonio con el actor Rex Harrison, del que se separó tras catorce años de matrimonio en 1957. En Hollywood participó en Cuerpo y alma (1947), película de boxeo protagonizada por John Garfield, y en Francia formó parte del reparto de la película de Jacques Becker Los amantes de Montparnasse, una historia de amor con el pintor Modigliani como personaje central. A esta fase de su carrera pertenece también La guerra secreta de sor Catherine (1960), producción británica en la que interpretaba a una monja que promueve la evasión de unos niños judíos de un campo de internamiento en la Italia de la Segunda Guerra Mundial.

Otros papeles importantes en su carrera son, de nuevo en el marco de la Segunda Guerra Mundial, en la espléndida película de George Seaton Espía por mandato (1962), con William Holden, en Edipo rey (1967), en el que interpretaba a Yocasta, la madre del protagonista, y en Los niños del Brasil (1978), adaptación de la novela de Ira Levin dirigida por Franklin J. Shaffner con Gregory Peck, Laurence Olivier y James Mason.

Lilli Palmer falleció el 27 de enero de 1986, a los 71 años.

Rareza entre los hielos: La tienda roja (1969)

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Escribe Javier Reverte en su estupendo libro En mares salvajes (Random House Mondadori, 2011): En 1926 [Amundsen] sobrevoló el Polo Norte, con el americano Lincoln Ellsworth y el italiano Humberto Nobile, a bordo de un dirigible que partió de Spitsbergen, la isla principal del archipiélago de las Svalbard, y de regreso aterrizó en Nome, Alaska. De este viaje surgieron fuertes disputas que, sobre todo, enfrentaron seriamente al noruego con el italiano. Nobile fue agasajado y condecorado en su país; y Mussolini lo ensalzó con una de las figuras más destacadas de su nueva Italia.

Pero dos años después, en 1928, Amundsen fue el primer voluntario que se subió a un avión, para tratar de rescatar a Nobile, cuyo dirigible Italia se había estrellado en una isla no muy lejos de Spitsbergen, cuando trataba de volar al Polo Norte para volver allí. El avión de Amundsen, un hidroplano Latham 47, con él y otros cinco hombres a bordo, desapareció el 18 de junio y tan sólo pudo encontrarse, días después, un pedazo de ala flotando en las aguas del océano. Al legendario explorador le quedaba menos de un mes para cumplir los cincuenta y seis años de edad (…).

En cuanto a Nobile, pudo ser rescatado poco después. Cuando llegó el primer hidroavión al lugar del siniestro, sólo había plaza para un hombre, puesto que las otras dos estaban ocupadas por el piloto y el copiloto. Y Nobile decidió ser el primero que se embarcara, llevando en sus brazos a su perra Titina: de ese modo, abandonaba a sus quince compañeros a su suerte y contravenía la vieja regla de que, en las situaciones de riesgo, el capitán es el último en dejar la nave. Un buque ruso rescató pocos días después a todos los tripulantes del dirigible. De regreso a Italia, acusado de cobardía por el propio Mussolini, Nobile hubo de devolver todas sus medallas.

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De vez en cuando nos gusta rescatar algún título que, sin ser precisamente imprescindible, fundamental o, en conjunto, especialmente estimable, resulta curioso e interesante por razones a menudo extracinematográficas, y que no supera la línea del friquismo, de la incompetencia o de la extravagancia que lo enviaría directamente a La tienda de los horrores. Es el caso de esta extraña y exótica La tienda roja (Krasnaya palatka), coproducción italo-soviética dirigida en 1969 por Mikhail Kalotozov que, sin embargo, fue nominada a la mejor película de habla no inglesa en la edición de los Globos de Oro de 1972. La película corresponde a esa ocasional pero fructífera corriente de coproducciones entre la Unión Soviética e Italia, cuyo máximo exponente fueron algunas obras producidas por Carlo Ponti y alguna película importante del cineasta ruso Nikita Mikhalkov (que interviene como actor en esta película), como es el caso de Ojos negros (1987).

Con los convenientes cambios y añadidos con respecto a la historia tal como es narrada por Javier Reverte, algunos como mera licencia dramática, y otros, da la impresión, por un deseo desmedido de «corregir» aspectos de la aventura no excesivamente edificantes para el público, que no dejarían demasiado bien a según qué personajes que conviene glorificar, la película de Kalotozov se construye en dos momentos temporales distintos. En el primero, un Umberto Nobile (Peter Finch) ya anciano, sufre terribles pesadillas a causa de los remordimientos del pasado. Continuar leyendo «Rareza entre los hielos: La tienda roja (1969)»

Música para una banda sonora vital – Women of Ireland

Feliz San Patricio a todos los irlandeses con denominación de origen, por adopción, o de corazón (y con mil disculpas por el excesivo protagonismo de la Union Jack en el vídeo, tradicionalmente acompañada de fusiles apuntando hacia Irlanda).

Women of Ireland por The Chieftains, en la película Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975).

Romance de ultratumba: El fantasma y la señora Muir (1947)

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Volvemos a ocuparnos de uno de los cineastas favoritos de esta escalera, Joseph L. Mankiewicz, una de las cabezas mejor dotadas del cine clásico, todo un hombre del renacimiento (escritor, guionista, productor, director, dramaturgo, escenógrafo, articulista, ensayista…) que, llevado a Hollywood de la mano de su hermano Herman J., guionista de Ciudadano Kane, lo mismo producía Historias de Filadelfia que dirigía una de espías, que adaptaba a Shakespeare, siempre con unas señas de identidad muy concretas en su cine: la espléndida dirección de actores, la excepcional utilización de decorados y ambientaciones, y la riqueza y profusión de unos textos espléndidos en el guión. Otro ejemplo de ello, de engañosa sencillez en este caso, en una película deliberadamente pequeña y delicada como toda joya que se precie, es El fantasma y la señora Muir (The ghost and Mrs. Muir, 1947), una deliciosa comedia dramático-romántico-fantástica con la búsqueda de la felicidad como premisa central.

Como en un guiño a Laura (Otto Preminger, 1944), en la que Dana Andrews se quedaba patidifuso ante el retrato de la «difunta» que daba título al filme, interpretada por Gene Tierney, es ahora la actriz, que da vida a Lucy Muir, una joven viuda inglesa de principios de siglo XX, la que observa el retrato del capitán Gregg (Rex Harrison), el antiguo propietario de La Gaviota, la casa a la orilla del mar que ella acaba de alquilar para huir del triste pasado londinense que encarnan su suegra y su cuñada, junto a las que ha vivido en compañía de su hija pequeña (una jovencísima Natalie Wood) y su criada de confianza, Martha (Edna Best) desde la muerte de su esposo. Nada puede detener sus ansias de autonomía y de libertad, ni siquiera el pequeño detalle que hace que La Gaviota tenga un precio de alquiler tan asequible, y que es el mismo que ha provocado que sus últimos cuatro inquilinos no hayan durado entre sus paredes ni siquiera la primera noche: la presunta presencia de un fantasma, el mismísimo capitán Gregg que, se supone, se suicidó años atrás en el interior de la casa y desde entonces vaga sus penas recorriendo sus dependencias. Eso no frena a la obstinada Lucy Muir, para frustración del fantasma, que ve cómo los trucos que suele emplear para ahuyentar a sus indeseados invitados fallan esta vez. Sin embargo, el fantasma se deja atrapar por el entusiasmo de Lucy y por el amor que muestra por la casa, y por eso, y quizá por algo más, le permite quedarse junto a su familia. Las dificultades financieras harán mella en el ánimo de Lucy, pero será el fantasma de Gregg el que encuentre la solución: Lucy escribirá un libro, al dictado del capitán, en el que narrará sus largas aventuras en el mar, y que servirá para, a través de un contrato de venta editorial, reunir el dinero con el que costear la estancia de Lucy en la casa. Y la razón de todo ello no es otra de que nuestro querido fantasma se ha enamorado de una mortal, y que, para sorpresa de ella, ese amor es correspondido. Como tal amor imposible, alguien tiene que decidir cortarlo, y es Gregg el que empuja a Lucy en brazos de Miles Fairley (George Sanders), un escritor de libros infantiles que le hace la corte y la enamora -o no-, pero que desde el principio muestra una ambigüedad que hace desconfiar al fantasma, un secreto que puede hacer daño a Lucy…

Los 104 minutos de la cinta son un prodigio de delicadeza, de tacto, de sensibilidad, pero también de fino humor y un romanticismo nada empalagoso, que descansa en pequeños detalles, en la simbología de los objetos (el retrato, el catalejo, el reloj, la madera tallada…), en miradas y silencios, incluso en discusiones, más que en el almíbar, en la verborrea azucarada o en el doble sentido sexual (muy sutil en este caso, en el que la complicidad de mujer mortal y ectoplasma inmaterial tiene lugar entre las cuatro paredes del dormitorio, en el que ella, así se deja entender, se desnuda cada día ante él antes de acostarse). La fotografía en blanco y negro de Charles Lang Jr., nominada al Óscar, y la excepcional partitura de Bernard Herrmann, contribuyen a crear una textura lírico-onírica, de luces tenues, filtradas, brumosas, claroscuros y sombras (magistral la imagen en la que Lucy abre una puerta y se topa con el rostro del capitán Gregg, iluminado en una habitación completamente a oscuras, que no corresponde al fantasma, sino al retrato), un territorio de frontera entre ambas dimensiones, la realidad y la ilusión, la construcción de una fantasía a la medida de los propios deseos, o de los sueños inconfesables, en la que la paz que se respira en la casa va acompañada de un clima cálido y plácido en el exterior, mientras que las zozobras del sentimiento pasan por la tempestad, la mar agitada y los golpes de las olas contra las rocas. Continuar leyendo «Romance de ultratumba: El fantasma y la señora Muir (1947)»

Diálogos de celuloide – Casablanca (IV)

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UGARTE: Vaya. ¿Sabes, Rick? Le hablaste a ese banquero como si toda tu vida hubieses dominado la banca.

RICK: ¿Y cómo sabes que no fue así?

UGARTE: Oh, por nada. Pero al verte por primera vez en Casablanca, pensé que…

RICK: ¿Pensaste que…?

UGARTE: Que sólo digo tonterías… ¿Puedo? Es una pena lo de esos correos alemanes, ¿verdad?

RICK: Una verdadera pena. Ayer simples funcionarios, y hoy tan sólo heroicos caídos.

UGARTE: La verdad es que eres muy cínico, Rick, si me permites que te lo diga.

RICK: Te lo permito.

UGARTE: Gracias. ¿Tomas una copa conmigo?

RICK: No.

UGARTE: Olvidé que nunca bebes con los clientes… Póngame otro, por favor… Me desprecias, ¿verdad, Rick?

RICK: Si alguna vez pensara en ti, probablemente sí.

UGARTE: Pero, ¿por qué? Ah, quizá por la índole de mis negocios. Pero piensa en esos pobres refugiados. Si no fuera por mí, se morirían esperando. Al fin y al cabo, yo les proporciono los visados que tanto desean.

RICK: Por un precio, Ugarte, por un precio…

UGARTE: Piensa en esos pobres diablos que no pueden pagar lo que Renault les pide. Yo se los doy por la mitad. ¿Y por eso he de ser un parásito?

RICK: No me importan los parásitos; sólo los que actúan de un modo bajo y rastrero.

UGARTE: Después de esta noche me retiro del negocio, Rick. Por fin me voy de aquí, me voy de Casablanca.

RICK: ¿Quién te consiguió el visado, Renault o tú mismo?

UGARTE: Yo mismo. Mis precios son mucho más razonables. ¿Sabes lo que es esto, Rick? Algo que tú nunca has visto. Salvoconductos firmados por el general De Gaulle. No pueden ser rescindidos ni investigados. Un momento. Esta noche los voy a vender por más dinero del que he soñado en toda mi vida, y entonces… ¡adiós a Casablanca! ¿Sabes, Rick? Tengo muchos amigos en Casablanca, pero por alguna razón sólo confío en ti a pesar de tu desprecio. ¿Querrás guardármelos, por favor?

RICK: Cuánto tiempo.

UGARTE: Una hora o así. Tal vez algo más.

RICK: No los quiero aquí toda la noche.

UGARTE: No te preocupes por eso. Guárdamelos, por favor. Sabía que podía confiar en ti. Ah, camarero. Espero a unas personas. Si preguntan por mí, estaré aquí mismo. Rick, esta vez espero haberte impresionado. Si me disculpas, voy a compartir un poco de mi buena suerte con tu ruleta.

RICK: Aguarda un poco. Verás: corre el rumor de que los correos muertos llevaban unos salvoconductos.

UGARTE: ¿Sí? Yo también lo he oído. Pobres diablos.

RICK: Tienes razón, Ugarte. Sí que estoy un poco impresionado.

Casablanca. Michael Curtiz (1942).

 

 

El arte frente a la naturaleza: Fitzcarraldo (1982)

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Resulta prácticamente imposible entender el fenónemo cinematográfico de Fitzcarraldo (1982)  sin partir de la apasionada relación de amor, odio, locura y violencia existente entre su director, Werner Herzog, y el actor más reconocible y característico de su cine, el psicópata Klaus Kinski. Una historia de raíz psicológica o, como ya hemos apuntado, psicopática, que descansa tanto en las tendencias obsesivas del cineasta como en los ataques de demencia, más o menos controlados, más o menos impostados, del actor. Esta enfermiza dependencia mutua hace que, por un lado, Herzog abomine de las experiencias cinematográficas vividas junto a Kinski, mientras que, por otro, Kinski era siempre su primera opción en la confección de los repartos (excepto en Fitzcarraldo, para la que Jason Robards y el cantante Mick Jagger fueron las preferencias de Herzog que, una vez frustradas ambas, recurrió, con acierto, a su fetiche para confeccionar la que para sí mismo y para la gran mayoría de su público sigue siendo su mejor película). Esta ambivalencia, esta doble naturaleza de atracción y repulsión, es narrada por el propio Herzog, a través de las cinco películas compartidas por ambos, en su recomendable documental Mi enemigo íntimo.

Establecido este punto de partida para un visionado más enriquecedor y una más global comprensión de la temática y la narrativa de la película y de las implicaciones de su protagonista, Fitzcarraldo se presenta como una extraordinaria experiencia cinematográfica que aúna una gran belleza plástica en el retrato de los espacios naturales de la Amazonia peruana con un visceral relato de una aventura personal, de un loco empeño puesto en práctica en contra de los elementos, del tiempo, de la geografía y de la razón, comandada por un iluminado, una especie de visionario, capaz de contagiar su locura de forma entusiasta y de lo que ya no es tan frecuente, de la consecución de su sueño por encima de todas las dificultades. Pero si la relación real entre Herzog y Kinski permite señalar el punto inicial para el asentamiento de la historia que narra Fitzcarraldo, el propio desarrollo del rodaje imprime un valor añadido al significado de esta aventura: Herzog, como su personaje, convirtió su propia película en un empeño faraónico, en una lucha a vida o muerte contra todo y contra todos, debiendo afrontar durante el rodaje en la selva peruana todo tipo de dificultades, reveses y riesgos, incluidos la presencia de serpientes venenosas, los accidentes, las nubes de mosquitos, las lluvias torrenciales, los corrimientos de tierras y de barro que afectaron a los lugares del rodaje, así como la extremadamente dificultosa experiencia real, contada en la película con grandes dosis de realismo gracias a su puesta en práctica auténtica por parte del equipo de rodaje, de la traslación desde un río, montaña arriba y abajo, de un barco de vapor, hasta poder desembarcarlo en otro río paralelo.

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A toda esta problemática, indisoluble de lo que debe ser la puesta en marcha de una filmación tan compleja, hubo que añadir los constantes ataques de locura de Kinski, su comportamiento anárquico e imprevisible, sus gritos, sus arranques violentos, sus agresiones a miembros del equipo, sus continuas amenazas de abandono del rodaje, el reto constante a la autoridad del director, todo un despliegue de inestabilidad mental que supo contagiar adecuadamente a su personaje, que, sin embargo, conserva un rasgo de ingenuidad y ternura que, desde luego, resultaba mucho más difícil encontrar en Klaus Kinski. Continuar leyendo «El arte frente a la naturaleza: Fitzcarraldo (1982)»