–Ya no hay reglas; sólo árbitros.
Salvad al tigre (Save the tiger, John G. Avildsen, 1973) es un producto típico del llamado Nuevo Hollywood, el intento serio, pilotado por un nuevo grupo de incipientes directores y productores alejados en principio de los grandes estudios cuya crisis había propiciado a finales de los años sesenta la apertura de nuevas vías en el cine americano, por filmar películas maduras, adultas, pegadas a la actualidad y a las corrientes de pensamiento de su tiempo: una película de personajes, un drama pequeño y cotidiano que sin embargo contiene un importante transfondo social, económico y político que radiografía de manera transversal el mayoritario descontento (por entonces) de la sociedad con las contradicciones del sistema de vida americano y, por ende, del occidental en su conjunto. John G. Avildsen, mediocre director cuyos títulos más memorables son Rocky (1976), La fórmula (1980) o Karate Kid (1984), elabora, con guión de Steve Saghan, la que es sin duda su mejor película, con una historia que goza de plena actualidad, gracias a la que Jack Lemmon consiguió un premio óscar al mejor actor principal. El mayor valor de la cinta consiste en su capacidad para exponer los vicios del sistema, tanto en relación con las altas instancias de poder como en su traslación a las vidas de la gente común.
Harry Stoner (Lemmon) atraviesa una profunda crisis personal, de raíz subliminal, que no es otra cosa que una sorda protesta de su desencanto ante la vida. Duerme agitadamente, se despierta entre gritos, se queja de todo, lo aborrece todo, se cansa de todo. Su cara está tensa, apagada, aburrida de la vida. Sólo parece encontrar consuelo en una cosa: el béisbol. Hablando de béisbol, recordando los viejos tiempos, los antiguos jugadores, las grandes ligas, los duelos más importantes, las estadísticas más imborrables, las alineaciones míticas, sus propias antiguas aspiraciones como jugador (como en la larga secuencia inicial en el dormitorio con su esposa, trece minutos en una película de cien minutos de duración) , sus ojos recuperan el brillo, se deja poseer por una alegría juvenil, por la vitalidad y la ilusión. Nada más lejos de la realidad, porque le aguarda una larga jornada de trabajo en su empresa, Capri Casual’s, una firma de moda de Los Ángeles que presenta en un desfile una nueva colección que puede inclinar la balanza: o la empresa se salva o se va al carajo. No ayudan al optimismo sus tejemanejes contables del último año (casi todos ilegales, como la contratación masiva de inmigrantes ilegales mexicanos para sus talleres de confección), las continuas discusiones entre su personal, los tratos financieros (entre otros mucho más turbios) con algunos de sus compradores potenciales y las relaciones con su socio, Phil (Jack Gilford), mucho más sensato y dispuesto a abandonar la lucha, especialmente cuando la única posibilidad de sostenibilidad económica parece pasar por provocar un incendio en una de las plantas de la empresa que permita cobrar la indemnización del seguro, a fin de poder costear la logística de los pedidos que esperan recibir tras el desfile. La acción, que transcurre en 24 horas, resulta tanto o más importante por las lecturas entre líneas que se extraen que por las situaciones o los diálogos.
Este punto de partida permite a Avildsen analizar algunas cuestiones importantes del desencanto americano de los años setenta, al igual que temas como la ruptura generacional, la crisis del patriotismo, los males del capitalismo y el enfriamiento de las estructuras familiares. Como símbolo de todo ello, Avildsen escoge un señuelo dramático: la pérdida de la juventud, y especialmente de forma prematura en la guerra (estamos en 1973, los últimos compases de Vietnam, que aparece subrepticiamente en determinados momentos de la película, bien en noticiarios televisivos o en crónicas radiofónicas), a través de un episodio de la biografía de Stoner, su participación en el desastroso desembarco aliado en Anzio (Italia) durante la Segunda Guerra Mundial, que costó la vida a miles de soldados americanos. De este modo, Avildsen, a través de largas secuencias de profuso texto que descansan en la magnífica labor de los actores, establece unos parámetros que permiten extrapolar lecturas colectivas a partir de un drama personal. La película, estática y casi por completo situada en lugares cerrados (el dormitorio de la casa, el interior del coche, la oficina, los restaurantes, el hotel barato, el salón del desfile, el cine, la casita de la playa…), excepto por algunos momentos muy elocuentes (la salida del cine y la campaña de firmas para salvar al tigre, en peligro de extinción; el melancólico paseo de Lemmon por la playa, su parada en el campo de béisbol para ver jugar a unos críos a los que lanza la pelota como en sus viejos tiempos: «usted no puede jugar con nosotros», le dicen) , expone de manera dura y dramática las contradicciones presentes en la sociedad americana personalizándolas en la particular crisis de Stoner. Esa inocencia perdida en la guerra, ese desgarrador desengaño patriótico (monumental el discurso sobre la pérdida de ilusión en la bandera de las barras y estrellas), su perplejidad al comprobar cómo la sociedad se ha convertido en una carrera de obstáculos económica en la que las leyes están hechas para ser olvidadas cuando el negocio así lo requiere (corriente de la que él como antiguo patriota sacrificado cree merecer su parte), viene acompañada por la amargura de la vida no vivida, de los sueños rotos, de las oportunidades perdidas, del desengaño al comprobar que el tan idolatrado sueño americano no es más que un espejismo obra de la mercadotecnia, una ficción capitalista, una falsedad prefabricada a medida como los modelos que él vende. Harry, sencillamente, ya no se reconoce porque no reconoce su país, a su gente, su sueño.
La guerra, auspiciada por los más grandes valores, no causa sino muerte, existencias truncadas que ya no podrán gozar de ninguna de las cosas buenas de la vida (sobrecogedora secuencia la de la alucinación de Harry durante su discurso, cuando en lugar de a los posibles compradores de su colección cree estar dirigiéndose a sus antiguos compañeros muertos en Anzio) en defensa de una mentira convenientemente manipulada por unas estructuras de poder que engañan a su propia población en cuanto a las ideas de democracia, libertad y confort. Esa comprensión, ese súbito desengaño, desconsuela a Harry, que no encuentra a su alrededor ninguna huella del cariño, del afecto, que se supone que las estructuras familiares y sociales deberían haberle garantizado: su esposa se muestra frío con él (se halla de viaje, y los intentos de Harry por recuperar el antiguo vigor de su amor reciben la recomendación de ella de que visite a un psiquiatra), su hija vive interna en un colegio suizo, su amigo Phil es ahora un socio protestón con el que mantiene criterios contrapuestos. Irónicamente, es un incumplimiento legal, las normas contra incendios que debe seguir una fábrica textil, lo que salva a Harry y Phil de caer en brazos de la corrupción total. Otra ironía: el calor humano que Harry no encuentra en la gente de su generación, afectos diluidos, amistades por interés, negocios egoístas, lo encuentra en una joven de 20 años que se prostituye: por la mañana la ha llevado en coche y ha rechazado su ofrecimiento de acostarse juntos; por la noche, encontrándola de nuevo por casualidad, la acompaña a la casa de la playa y juntos hacen el amor, charlan, ríen y juegan a un desesperado juego de memorias perdidas. Ahí comprueba Harry los estragos del cambio generacional: ella no conoce buena parte de los nombres y acontecimientos que él va citando en su juego. El mayor rasgo de humanidad, sin embargo, que Harry ha percibido en las últimas 24 horas es el orgullo de ella al renunciar a cobrarle, dejando sentado que esa noche no ha sido trabajo, sino atracción. De repente, por un rato, Harry ha recobrado su juventud, el tiempo perdido, los sueños robados, mirándose en el espejo de desmemoria e ignorancia de ella. Tras contemplar la playa y recordar los muertos de Anzio, está listo para pasar las horas perdidas viendo a los niños jugar al béisbol, a contemplar sus sueños todavía inocentes, puros, sin mácula.
Avildsen y Lemmon, con una gloriosa interpretación, crean un ejercicio de terror cotidiano basado en la pérdida de referentes, en la desaparición de la fe, del motor para madrugar cada mañana y mirar el mundo con ilusión. Una película tristemente actual que nos aboca al padecimiento de la misma extinción que el tigre: individuos aislados en una jungla espesa y oscura en la que sólo hay tiempo para esperar una muerte lenta, inclemente y segura en la más desesperanzada soledad.
Mi querido Alfredo, ¿hubo alguna vez una mala interpretación de Lemmon? Incluso en sus películas menos recordadas o de una calidad menor siempre él salva alguna escena con un gesto, una palabra, una mirada…
Después de mi canto a Lemmon, decirte que como siempre he disfrutado leyendo tu análisis (tu mirada).
Te voy a contar lo que me ha pasado con Salvad al tigre… No la he visto nunca entera. Hace unos dos años la encontré a muy buen precio en dvd. Llegué feliz a mi casa. Vi todo el principio (la escena del dormitorio con la esposa) y estaba contenta pq de momento me estaba gustando… cuando de pronto se paró y ya no hubo manera de hacerle avanzar. El dvd no funcionaba cosa extraña. Así que fui a cambiarlo ¡y ya no había más! Así que me quedé sin verla y tampoco la he visto en algún pase televisivo.
Ahora leyéndote me ha apetecido de nuevo conseguirla.
Un beso
Hildy
Sentí curiosidad por conocer la peli «menor» por la que Jack Lemmon ganó su Oscar al mejor protagonista. Me echaba para atrás que estuviese dirigida por el chapuzas de John G. Avildsen y que hoy nadie se acuerde de ella, que nadie hable de ella, que nadie parezca haberla visto. Bueno, esto último, en realidad, no es ningún tipo de argumento sólido, pues ese desconocimiento, ese silencio, ese olvido, puede interpretarse desde mil perspectivas diferentes. Pero que estuviese Avildsen de por medio era un lastre muy muy fuerte. La peli no está tan mal, qué quieres que te diga,amigo Alfredo. Jack Lemmon está muy bien, en su línea dramática habitual (este personaje no desmerece en absoluto de otros que interpretó posteriormente en pelis como «El síndrome de China» o «Desaparecido») y el guion incluso tiene su atrevimiento (su mensaje sigue de plena actualidad, más aún en estos tiempos de crisis socioeconómica mundial y de los valores y modelos que fomenta el sistema capitalista). Pues eso, que «Salvad al tigre» es una película que merece al menos una oportunidad (sí, sí, a pesar de estar dirigida por Avildsen), y en la que Jack Lemmon (con o sin Oscar) vuelve a demostrar que fue él (y no JImmy Stewart) el actor que mejor supo encarnar el prototipo del mediocre americano medio, con sus triunfos y sus derrotas, con sus luces y sus sombras, en definitiva, con su absurda doble moral que a todos nos alcanza.
«Salvad al tigre» dice la propaganda. ¡Qué coño salvad al tigre si ya no tiene selva! nos dice la película.
-Quisiera estar enamorado… aunque fuera de un perro o de un gato.
Sí, es verdad.
Quisiera ser un tigre al que nadie tuviera que salvar, qué carajo.
Fuerte abrazo.
Vaya, la mala pata tecnológica…; a mí me ha ocurrido alguna vez, y tienes razón, da mucha rabia, y conseguir ver lo que uno no ha podido se convierte en una cuenta pendiente ahí latente que uno no termina de satisfacer hasta que por fin echa al guante a la escurridiza película. Y no digo más.
Lemmon, para mí, es el actor americano más grande de todos los tiempos. Eso, creo, es decir mucho.
Besos
Bueno, yo no decía que estuviera mal, Paco, aunque releyendo el texto quizá el hecho de asumir ese pesimismo amargo de la película lo haya hecho contagiarse. A mí me parece que Lemmon está inmenso, y que el guión tiene apuntes muy interesantes, tanto o más por lo que alude que por lo que dice expresamente.
Pero, en fin, muy bonito eso de querer ser un tigre; lo comparto: yo he empezado hoy por oler como uno…
Abrazos
La recuerdo muy vagamente, porque no la he visto nunca en la tele: de hecho, sólo la he visto una vez, ya te puedes imaginar. Lo que no recordaba es que el director fuese Avildsen y que también hubiese dirigido La fórmula.
Creo que poco a poco vas descubriendo películas «setenteras» que te harán cambiar la opinión que mantenías acerca de la cinematografía de la época… 🙂
Un abrazo.
Pues tienes razón, Josep, mi concepto de esta década está mejorando notablemente a partir de dos puntos: estoy, en efecto, descubriendo más y más títulos interesantes y, por otro lado, nada peor que los ochenta…
Abrazos
Esta sí que la he visto. Me gustó… como me gusta tanto Jack Lemmon.
¿Y has visto también «El prisionero de la Quinta Avenida»? En ella hay un momento impagable, más que por la película en sí, por el figurante con el que Lemmon se cruza.
Mi querido Alfredo por fin he visto entera SALVAD EL TIGRE y he vuelto a leer tu texto. Maravilloso.
Impresionante ese Jack Lemmon diciendo a la joven en la playa que tan sólo quiere enamorarse de algo, de una idea, de un gato, de un perro, de algo… y una lágrima que resbala por su ojo.
La he disfrutado muchísimo.
Besos mientras escucho las olas
Hildy
Me alegro de que la hayas disfrutado. Para mí fue una inesperada y muy agradable sorpresa. Y qué bien está Lemmon, caray… Aunque eso es una redundancia.
Imagino que escribirás algo al respecto, ¿no? No me digas que no…
Besos desde secano
Una crítica sencillamente formidable, con una capacidad analítica superior que está confeccionada desde una pluma brillante y lúcida. Mi más sincera enhorabuena pues me has hecho disfrutar una barbaridad con semejante crónica, sobre una sobresaliente película injustamente olvidada, cuya actualidad hoy es indiscutible.
Muchísimas gracias, Altaica, uno hace lo que puede. A veces sale mejor y otras peor. Pero siempre se intenta.