Romance de ultratumba: El fantasma y la señora Muir (1947)

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Volvemos a ocuparnos de uno de los cineastas favoritos de esta escalera, Joseph L. Mankiewicz, una de las cabezas mejor dotadas del cine clásico, todo un hombre del renacimiento (escritor, guionista, productor, director, dramaturgo, escenógrafo, articulista, ensayista…) que, llevado a Hollywood de la mano de su hermano Herman J., guionista de Ciudadano Kane, lo mismo producía Historias de Filadelfia que dirigía una de espías, que adaptaba a Shakespeare, siempre con unas señas de identidad muy concretas en su cine: la espléndida dirección de actores, la excepcional utilización de decorados y ambientaciones, y la riqueza y profusión de unos textos espléndidos en el guión. Otro ejemplo de ello, de engañosa sencillez en este caso, en una película deliberadamente pequeña y delicada como toda joya que se precie, es El fantasma y la señora Muir (The ghost and Mrs. Muir, 1947), una deliciosa comedia dramático-romántico-fantástica con la búsqueda de la felicidad como premisa central.

Como en un guiño a Laura (Otto Preminger, 1944), en la que Dana Andrews se quedaba patidifuso ante el retrato de la «difunta» que daba título al filme, interpretada por Gene Tierney, es ahora la actriz, que da vida a Lucy Muir, una joven viuda inglesa de principios de siglo XX, la que observa el retrato del capitán Gregg (Rex Harrison), el antiguo propietario de La Gaviota, la casa a la orilla del mar que ella acaba de alquilar para huir del triste pasado londinense que encarnan su suegra y su cuñada, junto a las que ha vivido en compañía de su hija pequeña (una jovencísima Natalie Wood) y su criada de confianza, Martha (Edna Best) desde la muerte de su esposo. Nada puede detener sus ansias de autonomía y de libertad, ni siquiera el pequeño detalle que hace que La Gaviota tenga un precio de alquiler tan asequible, y que es el mismo que ha provocado que sus últimos cuatro inquilinos no hayan durado entre sus paredes ni siquiera la primera noche: la presunta presencia de un fantasma, el mismísimo capitán Gregg que, se supone, se suicidó años atrás en el interior de la casa y desde entonces vaga sus penas recorriendo sus dependencias. Eso no frena a la obstinada Lucy Muir, para frustración del fantasma, que ve cómo los trucos que suele emplear para ahuyentar a sus indeseados invitados fallan esta vez. Sin embargo, el fantasma se deja atrapar por el entusiasmo de Lucy y por el amor que muestra por la casa, y por eso, y quizá por algo más, le permite quedarse junto a su familia. Las dificultades financieras harán mella en el ánimo de Lucy, pero será el fantasma de Gregg el que encuentre la solución: Lucy escribirá un libro, al dictado del capitán, en el que narrará sus largas aventuras en el mar, y que servirá para, a través de un contrato de venta editorial, reunir el dinero con el que costear la estancia de Lucy en la casa. Y la razón de todo ello no es otra de que nuestro querido fantasma se ha enamorado de una mortal, y que, para sorpresa de ella, ese amor es correspondido. Como tal amor imposible, alguien tiene que decidir cortarlo, y es Gregg el que empuja a Lucy en brazos de Miles Fairley (George Sanders), un escritor de libros infantiles que le hace la corte y la enamora -o no-, pero que desde el principio muestra una ambigüedad que hace desconfiar al fantasma, un secreto que puede hacer daño a Lucy…

Los 104 minutos de la cinta son un prodigio de delicadeza, de tacto, de sensibilidad, pero también de fino humor y un romanticismo nada empalagoso, que descansa en pequeños detalles, en la simbología de los objetos (el retrato, el catalejo, el reloj, la madera tallada…), en miradas y silencios, incluso en discusiones, más que en el almíbar, en la verborrea azucarada o en el doble sentido sexual (muy sutil en este caso, en el que la complicidad de mujer mortal y ectoplasma inmaterial tiene lugar entre las cuatro paredes del dormitorio, en el que ella, así se deja entender, se desnuda cada día ante él antes de acostarse). La fotografía en blanco y negro de Charles Lang Jr., nominada al Óscar, y la excepcional partitura de Bernard Herrmann, contribuyen a crear una textura lírico-onírica, de luces tenues, filtradas, brumosas, claroscuros y sombras (magistral la imagen en la que Lucy abre una puerta y se topa con el rostro del capitán Gregg, iluminado en una habitación completamente a oscuras, que no corresponde al fantasma, sino al retrato), un territorio de frontera entre ambas dimensiones, la realidad y la ilusión, la construcción de una fantasía a la medida de los propios deseos, o de los sueños inconfesables, en la que la paz que se respira en la casa va acompañada de un clima cálido y plácido en el exterior, mientras que las zozobras del sentimiento pasan por la tempestad, la mar agitada y los golpes de las olas contra las rocas.

Gene Tierney abandona sus complejos y sombríos personajes femeninos, fríos, manipuladores y calculadores, y configura a la perfección una Lucy tierna, afable, sensible, aunque también tenaz y consecuente, por momentos ingenua e infeliz. Rex Harrison se luce como fantasma huraño y gruñón, con algunas réplicas hilarantes (la conversación en torno al catalejo es pura comedia) y un comportamiento que va del típico cascarrabias al diplomático contemporizador, y finalmente al rendido enamorado que vive sus emociones con la fatalidad y la amargura del que sabe que nunca van a tener correspondencia. Pero el mérito mayor, el verdadero encanto de esta pequeña maravilla, reside en una historia que combina magia y romance, humor y fantasía, drama y traición, que reflexiona acerca de conceptos eternos sobre los que demasiado a menudo descansan frustraciones, fracasos, desesperanzas e infelicidades, lo efímero de los pequeños placeres, la imposibilidad de atraparlos, de gozarlos sin límite, de elementos de la vida tan variables como el fino hilo sobre el que ésta se construye, pero también como el amor, la fugacidad del tiempo, la muerte y el recuerdo.

El fantasma y la señora Muir es un magnífico ejemplo de que el cine fantástico posee otras claves y otras líneas temáticas que las meramente apocalípticas tan abundantes en la actualidad, sin casquería, sin fin del mundo, sin vísceras y sin mamarrachadas de guión; por el contrario, muy humanas. Como ocurre con las mejores películas de ciencia ficción, que suelen ubicarse en otros mundos como pretexto para hablar del nuestro, el cine fantástico, y esta película lo consigue a la perfección, parte de la magia, de lo sobrenatural, teñido de tintes góticos en este caso, no sombríos sino amables, como corresponde a una comedia (la fantasmal silueta de los amantes perdiéndose en la niebla a través de la puerta de la casa), para poner de manifiesto las contradicciones, los anhelos y la auténtica esencia del ser humano, especialmente de sus debilidades, de todo lo que nos hace sentir, pensar, flaquear o fortalecernos. Es decir, de lo que nos hace, precisamente, humanos.

11 comentarios sobre “Romance de ultratumba: El fantasma y la señora Muir (1947)

  1. ¡Fantástico! Adoro esta película desde siempre. Amante,como soy, de las historias de fantasmas,sobre todo si son del XIX inglés. Javier Marías no para de escribir sobre ella en todos sus libros de cine. Todo lo demás ya lo dices tú magistralmente,amigo.

    Abrazos

  2. Es un gozo absoluto, mi querido Paco. Me gusta que menciones a Marías porque, precisamente, la edición que yo tengo de «Donde todo ha sucedido», una recopilación de sus artículos con contenido cinematográfico -algunos desternillantes, pienso en el de «Bailar en la oscuridad» o en el de «El patriota», la peli de Mel Gibson y el «Santo Fantasma»-, tiene como portada una fotografía de la adorable Gene Tierney como Lucy Muir. Una verdadera gozada.
    Abrazos

  3. Ay, Alfredo, es una de mis historias de fantamas favoritas… qué ganas de volver a verla.

    A mí también me gusta mucho Joseph L. Mankiewicz. Precisamente en breve escribiré sobre una de sus películas menos conocidas (bueno, mejor he de añadir menos conocidas por mí… pero mantengo el suspense de cuál es… je, je, je).

    En los últimos años, que trato de ir viendo toda su filmografía (aunque aún me faltan títulos), me sorprendió gratisimamente con su musical ELLOS Y ELLAS y me resultó tremendamente interesante y me gustó mucho UN RAYO DE LUZ.

    Besos de condesa descalza
    Hildy

  4. Je, je, je… no, no nada que ver… en Un rayo de luz a la española, el personaje de Pepa Flores se lo pasa bien mientras canta… En Un rayo de luz de nuestro Mankiewicz Sidney Poitier lo pasa fatal porque ya sabemos todos que cuando Richard Widmark hace de malo es muy pero que muy malo…

    Besos y luces
    Hildy

  5. Estupenda reseña, Alfredo, de un clásico que precisamente tengo recién colocado en la lista de pendientes a revisar, una comedia inteligente que siempre arranca una sonrisa y sabe mantenerla durante muchos minutos.
    De Mankiewicz acabo de ver otra, como quien dice, y efectivamente una de las señales inequívocas es la presencia de unos diálogos bien escritos, diríase marca de la casa.
    Un abrazo.

  6. Pues imagínate intercambiarlos, mi querida Hildy. A Widmark y Poitier no; a Poitier y a Marisol…
    Besos

    Es una de esas que pide ser vista de vez en cuando. Reconstituyente para el ánimo. Nunca falla.
    Abrazos

  7. Sin duda, una de mis historias preferidas, contada con esa mezcla de comedia y romanticismo no almibarado que muy bien destacas. Mira que me gusta a mí Gene Tierney pero aquí, mi preferido, es el bueno de Rex Harrison. Qué pedazo de actor, por favor! Y había olvidado a la jovencita Natalie Wood. Es cierto. Abrazos.

  8. Una de las películas más románticas y, a la vez, intelectuales que se pueda ver. Curioso ¿verdad? No tanto cuando quien está tras la cámara es Mankiewicz. ¿Nos enamoramos de las ideas? Es algo que sobrevuela en mi mente tras ver este film.
    Al margen de las espléndidas interpretaciones de unos actores de los que ya apenas encontramos, un director que es uno de mis favoritos y una historia que enamora hasta las piedras, hoy me quedo con su absolutamente magistral banda sonora del grandísimo Bernard Hermann que, si uno escucha atentamente, prefigura en varios compases a la de «Vértigo». Imposible no sentirse elevado al infinito con esta música, de lo mejor que se puede escuchar en el cine.

    1. Es un romanticismo desaforado pero nada empalagoso, sensible, y no sensiblero. Cómo ser absolutamente personal dentro de una historia que es, sobre todo, tradición. Mankiewicz es un maestro absoluto del cine «literario»; sus guiones, de cualquier película, podrían comercializarse como piezas literarias. Y en cuanto a Herrmann… es increíble la cantidad de partituras excelentes, Hitchcock aparte.

      Un lujo de comentario, como siempre. ¡Saludos!

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