Quien tiene un amigo no siempre tiene un tesoro. Al menos si te llamas Philip Marlowe y eres un detective acabado, que dormita vestido las noches de verano y que sale de su ático cutre a las tres de la madrugada para comprarle comida al gato. La visita, una de tantas en principio, que Terry Lennox (Jim Bouton) le hace a su amigo Marlowe (Elliott Gould, uno de los actores más importantes del cine americano de los setenta) va a complicarle la vida a base de bien. Terry, que acaba de pelearse otra vez con su mujer, aunque en esta ocasión todo parece haberse salido de madre (al menos la marca de arañazos que luce en su mejilla así lo indica), prefiere poner tierra de por medio al otro lado de la frontera, en Tijuana. Marlowe, insomne, acepta hacer de taxista por una noche, pero a la vuelta todo se embrolla: la policía se muestra muy interesada en ese viaje, ya que la mujer de Lennox, Sylvia, ha aparecido brutalmente asesinada (de hecho, ha muerto a palos). Detenido para forzarle a contar lo que sabe de las relaciones de su amigo con su esposa, es puesto en libertad cuando la policía tiene conocimiento de que Lennox, único sospechoso del crimen, se ha suicidado en un remoto pueblo mexicano. Marlowe no se lo cree, pero no tiene por dónde empezar a investigar. La puerta se le abrirá inesperadamente al indagar sobre otro caso, el de la esposa (Nina Van Pallandt) de un escritor (Sterling Hayden) que lo contrata para que lo encuentre, ya que hace una semana que falta de su casa –en realidad se esconde, sin que ella lo sepa, en una clínica regentada por un extravagante doctor que lo chantajea (Henry Gibson)-. Sus ausencias son habituales porque su matrimonio no va bien, está bloqueado como escritor y se ha entregado a la bebida, pero en esta ocasión también hay algo distinto en esa desaparición que hace que su mujer se alarme. Por último, el toque maestro: Augustine (el actor y también director Mark Rydell), un mafioso local siempre rodeado de esbirros (entre ellos, sin acreditar, un bigotudo Arnold Schwarzenegger), encarga a Marlowe, por la fuerza, el hallazgo de 355.000 dólares que Lennox, en realidad un correo suyo, le ha birlado.
En esta Un largo adiós (The long goodbye, 1973), aproximación de Robert Altman al universo de Raymond Chandler, no falta, por tanto, ninguno de los ingredientes canónicos del cine negro clásico, a excepción quizá del tratamiento del blanco y negro, sustituido aquí por technicolor en sistema Panavision de aires setenteros empleado muy eficazmente por Vilmos Zsigmond. Lo demás, volcado al guión por nada menos que Leigh Brackett a partir de la novela de Chandler, esta todo ahí: un enigma alambicado con múltiples líneas de investigación entrecruzadas, paralelas o como camuflaje para despistar; una chica sofisticada y seductora que no se sabe si es sincera al ayudar al detective o sólo busca confundirle y utilizarle; un mafioso con intereses pecuniarios que parece tener mucho que decir en todos los asuntos que investiga Marlowe; policías cegados por la desidia, la burocracia o la ambición personal; chantajes; matones que van desde lo bestial a lo ridículo; noches de seguimientos, esperas y persecuciones; maletas llenas de dinero; lujosas casas junto al mar; diálogos, secos y cortantes, o elaborados e ingeniosos, según el caso, que en Marlowe se convierten en todo un recital de ironías, sarcasmos, juegos de palabras y bromas de doble filo; giros inesperados (en sentido literal algunos, como el episodio de la botella de coca-cola en el apartamento de Marlowe); mucho jazz (el clásico The long goodbye, entre otros, interpretado por Johnny Mercer, o la partitura compuesta para la película por John Williams); humor en pequeñas dosis; y, como añadido más que estimable, los toques cinéfilos, tanto en diálogos puntuales como en referencias explícitas (el guardia de seguridad que imita a antiguas estrellas; las secuencias “homenaje”, como esa en la que un personaje se suicida introduciéndose en el mar o los últimos planos, trasplantados del final de El tercer hombre de Carol Reed).
Altman dirige con fenomenal pulso, alejado de los largos planos-secuencia y sus confusos conglomerados corales, una historia que se ciñe a la evolución clásica, pero en la que no puede evitar introducir píldoras personales, algunas con tintes surrealistas (la resolución de uno de los pilares del argumento con los matones quitándose la ropa; las vecinas de Marlowe, un grupo de bailarinas-drogadictas que suelen mostrarse desnudas en el balcón o a través de las ventanas con total falta de pudor), otras que van quizá encajan difícilmente con la esencia del propio género negro, especialmente el final abrupto que Marlowe le pone al caso de Lennox, y que parece una rebelión exitosa contra la fatalidad del perdedor. Mención aparte merece la interpretación de Elliott Gould, que da vida al habitual Marlowe desastrado, sarcástico, pero íntegro y sagaz como de costumbre, aunque, también como es habitual en el género negro, su astucia suele llegar un minuto más tarde de lo necesario, cuando algunos de los personajes ya hace rato que se han reído de él. Gould está inmenso; sabe dotar a un personaje lo suficientemente tratado e identificado icónicamente con el rostro de Bogart, entre otros grandes del cine clásico, de una impronta propia, de un perfil personal. Su condición de personaje fuera de época, fuera de sitio, viene marcada de entrada por su vehículo, un Lincoln Continental de los años cincuenta con el que circula por una California plenamente integrada en los setenta, todavía con los ecos de la resaca del flower-power. Estilísticamente, la película se nutre abundantemente de escenas nocturnas, quizá para acercar la cinta a las estéticas más propias del género, pero no evita las imágenes de contenido social (el calabozo en el que Marlowe pasa tres días, con su tipología de seres socialmente excluidos; los pacientes de la clínica mental del Dr. Verringer o la vida al otro lado de la frontera). La acción queda supeditada a las situaciones, los diálogos y la construcción narrativa, aunque parece triunfar finalmente sobre ellas con la conclusión de la trama, y la violencia está muy medida, siendo pocos los tiroteos y estando más presente su ejercicio directo (bofetadas, puñetazos, golpes, algunos de ellos tremendamente crudos). Un rasgo visual más que interesante es el empleo que Altman hace de las ventanas. Buena parte de la acción, de lo que no cuentan los personajes sino de lo que se ve directamente, viene filtrado a través de una ventana, mezclado con sus brillos y sus reflejos superpuestos (por ejemplo, mientras el matrimonio Wade habla en su salón, al otro lado de la puerta corredera de acceso a la playa, vemos a Marlowe saltando para evitar que las olas le mojen los zapatos): un personaje que mira lo que otros hacen en el interior de su casa, otros que observan la casa de enfrente, conversaciones veladas tras el cristal, movimientos arriba y abajo, cambios de habitación, discusiones no escuchadas pero sospechadas… Personajes que asisten al cine de la vida al otro lado del cristal.
Película muy recomendable de la “época-bisagra”, que al mismo tiempo que recoge toda la herencia clásica del cine negro se abre a los nuevos tiempos setenteros y a las nuevas libertades narrativas, y que, a la vez que puede tratar ya explícitamente según qué contenidos, no renuncia a conservar la esencia del género, tanto estética como narrativamente, a través de un personaje, Marlowe, y un autor, Chandler, que son parte imprescindible de su columna vertebral.
Divertimento de Robert Altman, director seco donde los haya. Pero hecho con ganas y estilo.
La profundidad y caracter del personaje principal es el mayor encanto, construido a raíz de desmitificar el héroe de Chandler dotándole de un individualismo y unos principios fuera de otras recreaciones del mismo. Gould borda el papel y le confiere ese «halo» noir tan de agradecer.
No es un héroe al uso. Es un tipo corriente que va a la suya.
La música pegadiza introduce también al nudo de la historia. Todo parece estar interelacionado. El señor Sterling Hayden demuestra una vez más, tras su maestría en el papel secundario de «El padrino», que lo suyo eran los papeles duros y alejados del glamour en el que había estado encasillado en su juventud.
Pero lo más curioso del film es su final, muy a regusto de «El tercer hombre», es cieto lo que dices, amigo, con la elección entre la amistad y la justicia. Incluso el plano final parece -si no lo es- sacado de la cinta de Carol Red.
Abrazos
La verdad es que todo el elenco está muy bien. Efectivamente, es un Altman «académico», aunque en algunos momentos se permite «excursiones» a sus formas e instantes favoritos. Además de Gould, la fotografía, turbia, brumosa, como en neblina constante, le dan una atmósfera muy especial.
El final me tuvo pensando un buen rato: ¿es propio de Marlowe? ¿Es un anti-Marlowe? Esta vez es él el que pasa de largo.
Abrazos
¡No la he visto!
Otra ausencia que enmendar…
Me apetece todo tras leer tu texto… Altman, Gould, Marlowe, intriga… En fin.
Besos
Hildy
Pues no dejes el boli para apuntar, por si acaso, que próximamente viene otro Marlowe…
Besos
Otra pendiente, en una tercera o cuarta vida ,estoy convencida, llegaré a ponerme al día…
Saludicos
Bueno, mujer. Hay otras prioridades, supongo. Para quien puede…
Saludos
Esta la ví en el cine y luego en la tele, años mśa tarde, y la tengo pendiente de repasar, cualquier día de aburrimiento, porque siempre me ha parecido estimable: curiosamente, cuando la vi de estreno no percibí todo ese trabajo literario soterrado de adaptación tan setentera porque aún no había leído el original, a pesar de conocer, de los ciclos de la tele, las tramas chandlerianas clásicas. Juraría que lo peor de esa película debe seguir siendo, todavía, el atrezzo del vestuario y la peluquería… 🙂
Un abrazo.
Bueno, no sé si es así por la película o porque era así en los setenta… Pero vamos, tampoco está tan mal…
Lo más sobresaliente, creo, es Gould. Toda una estrella de los setenta que hoy apenas es recordado.
Un abrazo.