¿Qué habría pasado si…?: Mi Napoleón (The Emperor’s new clothes, Alan Taylor, 2001)

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Toda Historia es incompleta. La Historia, como ciencia del pasado, nos engaña. Cuando volvemos a ella, cuando la contamos, aplicamos consciente o inconscientemente las asumidas reglas de la ficción y de la lógica narrativa. De modo que siempre la exploramos en términos de relaciones de causa y efecto, de pregunta y respuesta, de escenario y personajes, de origen y consecuencias, como una sucesión lógica de acontecimientos que de un punto concreto fueron variando inevitablemente para llegar a otro. A menudo, este relato histórico no tiene en cuenta fenómenos puramente caprichosos (el azar, la casualidad, la suerte) o la influencia de momentos, personajes y situaciones que han quedado olvidados, borrados, desaparecidos, y que por afectar a la intimidad o al secreto, o por ser demasiado irrelevantes, aunque decisivos, en su momento, nunca han quedado registrados por escrito o han impregnado la memoria, y que jamás se sabrán. Estas lagunas, como si de un buen guionista se tratara, son cubiertas mediante reconstrucciones «lógicas», como un relato de ficción, de manera que la Historia, cualquier Historia, contenga un principio, un nudo y un desenlace aceptables para el público, aunque no necesariamente auténticos.

Este carácter difuso, interpretable, de la Historia es aprovechado de manera torticera y mentirosa por determinadas ideologías que la reconstruyen (mejor dicho, la reinventan) con la pretensión de justificar sus posiciones políticas en un momento posterior, o de conservar una parroquia social más o menos receptiva a sus desvaríos mesiánicos, como resultado de los cuales intentan crear de la nada una tradición ficticia que sirva de base a la modificación de la realidad, o del resultado histórico (una mera suma de azares) conforme a sus deseos y, por supuesto, en la que aspiran a gobernar como un club privado y a enriquecerse como si se tratara de un feudo propio. En España hemos sufrido, y sufrimos habitualmente, estas paranoias de la «Historia politizada». Si los nacionalcatolicistas españoles llegaban a vender la idea de que el primer legionario romano que pisó la Península Ibérica en Ampurias ya tenía en la mente la futura creación de algo llamado España, por no hablar de los Reyes Católicos, El Cid o Agustina de Aragón, hoy en día hay Comunidades Autónomas que reinventan su historia, se sacan naciones de la manga y tratan de contar su pasado con clichés actuales, sobre la base de conceptos, ideas o formas de pensar imposibles en las épocas que intentan utilizar como coartada. Todo ello con una finalidad puramente política, de tal manera que siguen, consciente o inconscientemente, merced a un sistema educativo corrupto (y si hablamos del público, en proceso de demolición intencionada) como imprescindible aliado y al monopolio de unos medios de comunicación convertidos en altavoces de la propaganda oficial, la famosa máxima de Goebbels (la mentira que, repetida mil veces, se convierte en verdad), al tiempo que realizan un ejercicio de programación mental que deja al Gran Hermano de Orwell a la altura del betún. El Romanticismo y el surgimiento de los nacionalismos en el siglo XIX (que no antes: por mucho que los políticos se empeñen, no había conciencias «nacionales» con anterioridad, ni en 1707 ni en 1714), formas exacerbadas, líricas, obsesivas e integristas de volver selectivamente sobre el pasado, derivaron casi unánimemente en planteamientos que, en esencia, pertenecen más al terreno de la fe que de la razón, se fundamentan más en la creencia que en el análisis riguroso de los acontecimientos, apelan más a las vísceras y al corazón (engañado o al menos disfrazado) que a la inteligencia y a la observación. De este modo, la nación ha sustituido en muchas mentes a la idea de Dios, o incluso se ha confundido con ella, mientras que en otras, de mentalidad presuntamente progresista, el nacionalismo ha inoculado en último término la semilla del racismo, del clasismo, de la distinción, de la diferencia, dicen que democrática, velo con el que a duras penas logran encubrir la esencia de todo pensamiento nacionalista, la autoadjudicación de la etiqueta de pueblo elegido por la posteridad, merecedor de trascendencia, supervivencia, reconocimiento y aceptación, de autenticidad, verdad y ser, del carácter de unidad de destino en lo universal, como decían -y dicen- los fachas.

De todos modos, bastante basura venden los políticos (sobre todo los españoles) en relación a esta cuestión; es mucho más interesante, inteligente y enriquecedor plantear el problema de los huecos en la Historia desde el punto de vista del juego, de la ucronia, del «¿qué habría pasado si…?». La literatura y el cine han producido una ingente cantidad de obras de «ficción histórica», o de «historia alternativa»: qué habría pasado si Jesucristo, de existir, no hubiera muerto en la cruz, si Colón no hubiera llegado a América, si los nazis hubieran ganado la Segunda Guerra Mundial, si los soviéticos hubieran invadido EE.UU. durante la Guerra Fría… Si proyectamos esta tendencia hacia el futuro, el número de obras de ciencia ficción relacionadas con este punto de partida es inacabable. A título de ejemplo de este fenómeno, hay películas que han establecido interesantes hipótesis, como CSA (Kevin Willmott, 2004), falso documental que fantasea (aunque no deja de contar con cierta base histórica comprobada) sobre los efectos de una victoria confederada durante la Guerra de Secesión estadounidense (1861-1865), mientras que otras se han quedado en la broma tonta, en el gag absurdo, y no han ido más allá en sus planteamientos, como por ejemplo la muerte de Hitler en Malditos bastardos (Inglorious basterds, Quentin Tarantino, 2009). De entre los ejercicios interesantes de ficción histórica cabe rescatar esta película de Alan Taylor, dirigida en 2001, Mi Napoleón, que, aludiendo por un lado en su título original a la célebre fábula de Hans Christian Andersen, y recogiendo por otro la leyenda del Hombre de la máscara de hierro que Alejandro Dumas plasmó en El vizconde de Bragelonne, conclusión de Los tres mosqueteros, parte de esta idea inicial: ¿y si Napoleón Bonaparte no hubiera muerto en su confinamiento de la atlántica isla de Santa Elena en 1821, tal y como nos ha contado siempre la Historia? ¿Y si hubiera vuelto a Francia, fugado al igual que hizo en su primer destierro en la isla de Elba?

Contada en forma de flashback, Ian Holm (espléndido en su doble papel) da vida al emperador de los franceses, Napoleón Bonaparte, un hombre amargado que vive en Santa Elena, custodiado por los británicos, entre varios cortesanos y miembros de su gabinete militar, dictando sus memorias a un escribano y lamentándose de los errores pasados y, sobre todo, de la falta de casta de su hijo, que desaprovecha su tiempo en una vida disipada en la corte de Viena. Pero todo puede cambiar de repente, porque sus partidarios han elaborado un minucioso plan para conseguir que Bonaparte pueda huir de la isla haciéndose pasar por un marinero, Eugene Lenormand, muy parecido a él físicamente, que ocupará su lugar en el cautiverio hasta que el barco llegue a la costa de Bretaña y el emperador pueda desplazarse a París, momento en que el secreto será descubierto y Napoleón recuperará el trono, el ejército, el prestigio y la victoria. El plan sale a la perfección, excepto por dos detalles: uno, que el barco no toca tierra en Bretaña, sino que sigue hasta Amberes, en los antiguos Países Bajos españoles, porque allí pagan mejor por su carga; y dos, que el falso Bonaparte, el marinero Eugene Lenormand, desarrolla un extraordinario y súbito gusto por la buena vida en las comodidades de Santa Elena (un palacete, baño diario, alcohol, comida y un ambiente tranquilo en un clima inmejorable) que le hace desentenderse del plan y asumir verdaderamente la personalidad del emperador. De modo que el auténtico Bonaparte, alejado de los conjurados, que esperan en Francia su retorno, no tiene otro remedio que intentar llegar a París por sus propios medios para descubrir que el teniente, veterano de la campaña de Egipto, que le servía de enlace ha muerto, y que nadie en la ciudad sabe que él ha retornado. Así, se queda a vivir con su atractiva viuda (Iben Hejejle), una comerciante de frutas y verduras, junto a la que poco a poco irá descubriendo otra forma de vivir, y también contemplará desde otra perspectiva sus pasados años de gloria y oropeles. La impostura, la locura, la obsesión por recuperar su personalidad y el riesgo de perder su nueva vida confluyen en Bonaparte-Lenormand, hasta llegar a una conclusión en la que pesa más el hombre que el emperador.

Narrada con sencillez y contención, con un sutil guión de Kevin Molony que adapta la novela de Simon Leys, Mi Napoleón, coproducción germano-italo-británica, aborda la cuestión de cómo la historia contada en grandes letras doradas, en crónicas, retratos y libros de historia, ha influido e influye en la vida cotidiana de las personas, en su día a día, en sus afectos, vivencias y avatares, y en lo distintas que son una y otra, casi se diría que irreconciliables. Al mismo tiempo, manejada con un ritmo ligero y en clave de humor suave e irónico, la película se constituye en un divertimento estéticamente impecable, de meticulosa ambientación y puesta en escena en todos y cada uno de los diversos escenarios que maneja, de excepcional labor de vestuario, con una magnífica fotografía de Allesio Gelsini Torresi, y con una partitura sorprendente, bellisima, delicada cuando debe serlo y grandiosa cuando la magnificencia llama a la puerta, perfectamente ajustada a personajes y trama, obra de Rachel Portman. Ian Holm disfruta horrores en su doble papel, estupendamente acompañado por una estimable galería de secundarios (Nigel Terry, Hugh Bonneville, Tom Watson, Tim McInnerny), y maneja a la perfección los diferentes registros que marcan las distintas evoluciones de sus dos personajes (aunque Bonaparte, el de verdad, lógicamente, gana con suficiencia en número de minutos, escenas y secuencias), especialmente en cuanto a la gestualidad asociada al emperador, sus modales enérgicos, sus gestos conocidos y su hablar autoritario, exacto y categórico.

La película, que contiene además un buen puñado de tomas en meritorias y bellísimas localizaciones exteriores, no carece de estimables secuencias, ya sea por su elaboración, ya por el componente narrativo o incluso emotivo de las mismas en la trama: el tránsito de Bonaparte por las nieblas de los canales belgas (aunque Bélgica, como tal, no nació hasta 1830); su llegada a un campo de Waterloo convertido en parque temático para turistas, en el que se venden souvenirs, muchos de ellos con su propia efigie, que lo parodian o se ríen de él; su exposición de la estrategia a los vendedores de frutas para conseguir el máximo rendimiento de ventas con el menor esfuerzo, con los planos de París divididos por zonas y sectores, como si de un campo de batalla y de una táctica de conquista se tratara; o, finalmente, su visita forzosa a un manicomio parisino, una broma, una licencia que se toma el director en complicidad con el público, en la que Bonaparte comprueba la huella real que sus victorias y su reciente época de esplendor ha dejado en el país, y que va de la más pura indiferencia, al rencor por los desastres y penurias arrastrados, o incluso al pozo de la locura.

La película, que flaquea en su tercer cuarto, cuando la obsesión y el drama ocupan el lugar que hasta entonces ha sido cancha para la comedia ligera y un tanto burlona, recupera el tono al final, en una conclusión autocomplaciente, comercial en el mal sentido, que no resta un ápice a su valor intrínseco como filme, esto es, la ficción histórica como divertimento a partir de una poderosa y controvertida figura del pasado sacada de contexto, colocada en una realidad ajena, y que debe resolver el dilema entre asumir definitivamente su identidad como el personaje que aparece en los libros o vivir una historia en minúsculas pero más sencilla, más humana, más auténtica. Y, por otra parte, la película no deja de ser un acicate para que aquellos que saben relativizar la historia no dejen de señalar que los actuales profetas del pasado y del futuro, los que mientras se envuelven en la bandera con una mano abren el cajón del dinero de todos para trasvasarlo a su bolsillo, en realidad van tan desnudos como el emperador del cuento de Andersen o un ya falso Bonaparte en la bañera de la vivienda que ocupa sobre una frutería.

9 comentarios sobre “¿Qué habría pasado si…?: Mi Napoleón (The Emperor’s new clothes, Alan Taylor, 2001)

  1. Supongo que hay sentimientos nacionales de unidad y distinción anteriores al Romanticismo. ¿El pueblo judío, Francia, Escocia, China (bueno esta con tantas tribus que contiene sólo sería ejemplo de unidad política, digo yo)…?

    1. Para nada, Carlos, no como hemos pretendido entenderlos después, no con una idea colectiva de ser naciones (en castellano, por ejemplo, «nación» durante muchos siglos sólo significó «de nacimiento»). Eso es un invento «moderno». Los judíos, si recuerdas, según su propia tradición, estaban divididos en doce tribus y en dos reinos distintos, Judá e Israel. Pero además, pertenecen a un tronco común, los semitas, junto a, por ejemplo, los árabes y, ¡oh, sorpresa!, los palestinos (llamados en La Biblia filisteos).
      Toda historia «nacional» es pura propaganda, tendenciosa, manipulada y falsa. De acuerdo, es un sistema organizativo y distintivo como cualquier otro (peor que muchos, a decir verdad), pero seguramente, junto con el religioso, con el que tanto comparte, es el más pobre intelectualmente, el menos real, el más caprichoso. Y el más peligroso también.
      Ahora bien, ¿por qué nombras Francia, que tuvo que inventarse una herejía y obtener una cruzada del Papa para conquistar las tierras al otro lado de los Pirineos en el siglo XIII-XIV (en contra de Aragón, por cierto)? Por no hablar de la Guerra de los Cien Años, con la mitad de su territorio bajo la autoridad del rey inglés, o por no mencionar el caso de Borgoña, o de Bretaña, o incluso de Córcega. ¿Una nación? Desde el Romanticismo, y no antes. ¿Y Escocia? No me digas que te crees «Braveheart»… Y no hablemos de España, porque entonces ya me da la risa.

  2. Ah! Como desde la invasión de los francos más o menos se han mantenido las fronteras de gran parte del territorio. Y como me parece que Escocia tuvo sus movidas contra los ingleses en el siglo XVI …me parecía que eso reflejaba cierta unidad y ansia de diferenciación…Además es lo que estudiábamos en EGB ¿no? que en el Renacimiento se forjan más o menos los países que hoy conocemos coincidiendo aproximadamente con las fronteras actuales….

    1. Pues ya ves que no es tan así, porque después de los francos, cuyo Imperio, al menos con Carlomagno, está más orientado a Alemania (su capital es Aquisgrán, no París ni ninguna otra ciudad francesa) e Italia (es rey de Lombardía y se corona en Roma; siglos después, Carlos V hará, igual que él, una triple ceremonia de coronación: entre ellas rey de Lombardía y emperador del Sacro Imperio, ambas en Bolonia), la historia de Francia se sometió a muchísimos altibajos.
      Es verdad que en algunas zonas de Europa se asientan Estados (que no naciones) cuya tradición ha llegado hasta hoy, pero eso no ocurre ni en España, ni en Italia ni en Alemania, ni en Europa Oriental ni en Escandinavia. Es decir, que lo que nos enseñan como norma general, no es más que una excepción que, además, no tiene nada que ver con el fenómeno «nacional», que, insisto, es de elaboración muy posterior. Es decir, que se intenta explicar a través de él cosas del pasado, que en ese tiempo, en ese pasado, no se explicaban así.
      Y te hago una pregunta: si Fernando El Católico hubiese tenido un hijo con Germana de Foix, ¿existiría España tal como es hoy? ¿Qué tienen que ver los Reyes Católicos con un proceso «nacional»? Nada de nada. Pues en el resto de Europa, igual. Y no digamos ya en el resto del mundo.

      1. Y en cuanto a Escocia, es cierto que William Wallace y Robert Bruce son rebeldes en el siglo XIV. Y que, como bien dices, hay conatos de rebelión en los siglos XVI y XVIII. Pero no es menos cierto que cuando es un rey escocés el que hereda el trono de Inglaterra y se produce la Union Jack, en Escocia se acaban los conatos. Digamos que es una nación (en sentido anglosajón, que poco o nada tiene que ver con el sentido «nacionalista» continental) dentro de un Estado más amplio.
        En todo caso, la excepción a toda esta explicación desmitificadora que estoy haciendo, para mí está clara: Irlanda. Su conciencia nacional no tiene parangón con ninguna otra, sobre todo porque se levanta sobre dos axiomas difícilmente combatibles: el hambre y la guerra durante siglos.

  3. o.k. Alfredo. Como siempre gracias por tus explicaciones.
    Supongo que lo ideal sería una frontera para cada unidad cultural natural, pues. Porque chico, qué quieres que te diga, esto de la internacionalización cultural será todo lo ideal, progresista y guay que queramos pero a mí que igual peco de romántico nacionalista, no me gusta nada, aunque por otro lado reconozco que si no en el idioma, la gastronomía o la pereza quizás, por ejemplo en los gustos musicales, si que estoy «internacionalizado».
    Aunque luego, con tanto país…cualquiera estudia geografía política.

    1. Pues no, en absoluto. Lo ideal es desligar el concepto de frontera política, de Estado, de las cuestiones culturales, y conectarlo a lo que es, una cuestión de prosperidad material, cívica y democrática, pluricultural, plurinacional o como quieras llamarlo. Yo rechazo, como tú, el buenismo cultural, pero también el concepto de tribu. Un ejemplo, sin irnos muy lejos: ¿qué es cultura? ¿Sabes que una de las ciudades donde más gustan los toros y el flamenco en España, donde más tablaos hay, es Bilbao? ¿Es que acaso en Cataluña no comen paella y tortilla de patatas? ¿Acaso la mayor parte del negocio editorial en castellano no está en Barcelona? U otro ejemplo aún más cercano: ¿con quién tiene más que ver, culturalmente hablando, un señor de, pongamos, mi pueblo (cerca de Calatayud), con otro pueblo similar al otro lado de la frontera soriana o con un señor de Fraga que hable aragonés? La diferencia cultural está bien, es lo que nos hace distintos y nos enriquece, pero ni las semejanzas son uniformes ni las diferencias nos hacen merecedores de consideraciones diferentes. Dime, ¿quién o sobre la base de qué criterios decide qué semejanzas y qué diferencias son las importantes? ¿Por qué poner la frontera cien metros más aquí o más allá? ¿Si en Tarragona, pongamos, resulta que se vota la independencia y pierde, y en Gerona gana, cómo deja eso a esa Cataluña ideal que se han inventado? ¿Se respetaría la voluntad de los no independentistas? ¿Y qué tendría que ver la cultura con eso? Nada.
      Lo que pretendo decirte es que la cultura y la política, y conceptos como nación y Estado en términos políticos y legales, deben ir por separado porque no tienen necesariamente nada que ver. Cualquier país del mundo, cualquier región, cualquier comarca, y si me apuras, cualquier barrio, tiene peculiaridades socioculturales propias que los hacen distintos de los demás, y a la vez semejantes, incluso con otros de lugares diametralmente opuestos. ¿Vamos a crear fronteras para cada una de esas unidades o vamos a superar un concepto absurdo, antiguo y ridículo que es imposible de llevar a la práctica, y que es gracias al cual muchos políticos mediocres corren una cortina de humo tras la que siguen robándonos de nuestros bolsillos?. Porque si no empezamos a separar cultura de mito, cultura de política y ciudadano de nación, estamos a un paso del nacional-fascismo. Así de simple. Basta con encender la tele y ver un informativo para darse cuenta.

  4. Lo que pasa es que has mencionado dos capitales, Bilbao y Barcelona junto con las grandes ciudades industriales que han recibido mucha emigración, que me da la impresión (yo no he estado) de que son islas «españolistas», culturalmente hablando, dentro de un mar de aldeas y pueblos más qepqueños que hoy en día, si no por iniciativa natural de la población, sí por politequeo que la ha arrastrado, parece que se ufanan de sus posiciones independentistas.
    Respecto a la Franja, pues yo no sé realmente qué se sienten sus habitantes. Pero parece un ejemplo de que la frontera la trazaron artificialmente…¿cuándo? ¿en el siglo XVIII? Aunque como el caso de Galicia da la sensación de que no se encuentran muy a disgusto. Y eso que se supone que Cataluña es la rica…porque el caso de la simpatía españolista gallega, región tradicionalmente más «pobre» o «necesitada», me parece más comprensible….
    Desde luego, esto es muy complicado. Pero lo que está claro es que para arrastrar lastres independentistas, supongo que lo mejor sería que los que tengamos que estar, estemos a gusto juntos, aunque seamos más pobres.

    1. Pero es que yo no quiero descender al politiqueo barato, Carlos. En esos lugares «independentistas» (por adoctrinamiento, no por otra cosa, secular), en los que, dicho sea de paso, se mantuvo viva durante mucho tiempo la llama del imperio (el País Vasco, por ejemplo), ¿saben que en 1827 Cataluña se levantó en armas contra el gobierno de Madrid porque querían a Fernando VII como rey absolutista de España, incluidos ellos, claro? ¿Quienes onden la bandera catalana llamada «estelada» saben que es una bandera fascista, enarbolada por unos catalanes al servicio de Franco que asesinaban a otros catalanes? A eso voy.
      Y en cuanto a la Franja, no pretendía hacer historia, sino resaltar el hecho de que un señor de mi pueblo tiene más en común con otro de Ágreda que con uno de Fraga. Así de sencillo.
      El secreto del nacionalismo, como el de Dios o el de la monarquía, está únicamente en dos sitios: en el estómago y en el bolsillo. Nadie es nacionalista para ser pobre ni para obedecer. Quien se inventa una nación pretende vivir, lo primero, a costa de ella. Y lo segundo, vivir bien.

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