El peligro de perder pie: Gravity (Alfonso Cuarón, 2013)

GRAVITY

Rompemos hoy en este blog una práctica que ha venido siendo constante desde el primer día, allá por el 2 de abril de 2007: no dedicar textos a películas en cartel. Esta norma, implantada deliberadamente en la convicción de que el poso del tiempo, como sucede con los vinos, con los libros, con las personas, y con tantas y tantas otras cosas, es un ingrediente imprescindible en la interpretación y valoración de cualquier película (el ejercicio de un comentario reposado, reflexionado, es enemigo directo de la inmediatez: ¿cuántas estupideces se han dicho de estrenos que luego han sido capitales en la historia del cine o, al contrario, ninguneados y desaparecidos, sólo porque se confunde el comentario con la publicidad?), se rompe hoy ante otra práctica, esta ajena, que resulta preocupante: la extraña unanimidad en la valoración de un filme. Gravity podría no ser más que otro caso, tan común en los últimos tiempos, de película inflada mercadotécnicamente gracias al concurso de una crítica complaciente y de unos medios de comunicación que, deudores de sus negocios, se deciden a no contravenir los dictados de las grandes corporaciones a las que pertenecen tanto ellos como las productoras cinematográficas, o bien a seguir la marea mayoritaria, en la creencia de que no llevar la contraria al gran público es el camino más corto para mantener su parroquia. Esto sería así, sin más, si no se diera un supuesto llamativo: Gravity es una buena película. Ello parece cerrar el debate, pero no es así: lo abre,  lo abre mucho, y no para bien.

No queda más remedio que constatar una evidencia: técnicamente, la película de Cuarón es magistral. Complicadísima de rodar, el director mexicano logra un virtuosismo que difícilmente encuentra comparación en cualquier otra producción de este siglo, y en buena parte de las del anterior, dentro y fuera del género de la ciencia ficción o del cine ambientado en el espacio (que no es lo mismo). Todo funciona en su puesta en escena, desde la recreación realista de lo que es el actual desarrollo de la tecnología espacial hasta la plasmación de las características y condiciones naturales del medio en el que transcurre la historia (luces, sonidos -o más bien ausencia de ellos-, panorámicas, etc.). Mención especial merecen tres aspectos: el destilado tratamiento visual, la integración de los elementos tecnológicos y físicos en el guión y, extremo que no siempre se ha destacado debidamente, la banda sonora, que incluye tanto la estupenda partitura de Steven Price como unos efectos de sonido -o falta de él- que se intercalan dramáticamente en la historia, creando atmósfera (nunca mejor dicho) y sirviendo narrativamente al objeto primordial del argumento. Todo ello, con el complemento inmejorable de unas interpretaciones sobrias y algo distantes (obviamente, tratándose de personajes casi permanentemente tapados y que, por fuerza, escapan a la visión directa del espectador) que, especialmente en el caso de Bullock, suelen ser superiores a lo habitual en los actores protagonistas (Clooney acepta encantado su papel secundario en una trama que, en otras manos, tanto en la dirección como en la producción y la actuación, no vacilarían en convertirlo en macho heroico salvador, listillo sabelotodo). ¿Dónde está, pues, el problema de Gravity? ¿Por qué no nos sumarnos sin más a la corriente dominante que aplaude unánimemente esta obra sin reservas? Como suele ser común, en el guión, y en tres problemas principales: la debilidad de la premisa del drama, el ineficiente uso de los recursos narrativos ligados a los personajes, y la anticlimática ansia de Cuarón de buscar trascendencia más allá de la acción, intentada, a nuestro juicio, a través de medios erróneos.

La película empieza directamente en el momento en que va a estallar el drama: no conocemos a los personajes, no están definidos y no sabemos cómo se relacionan entre sí. Lo poco que Cuarón esboza de ellos ahonda en el tópico: Matt (Clooney) es un veterano capaz y resolutivo que vive su último viaje y Ryan (Bullock) una novata que se encuentra en su primera experiencia espacial tras un adiestramiento de seis meses. Sin embargo, Cuarón acierta al excluir del drama el enfrentamiento generacional, y lo enmarca más bien en una relación de protección paternalista del hombre para con la mujer. Más adelante, cuando Cuarón siente que debe profundizar en los personajes, en lugar de buscar el conflicto humano (en vez de un tipo enrollado y una chica frágil, por ejemplo, podría haber retratado a un presuntuoso ridículo y charlatán, o una tía borde y seca, o a ambos, y que deban interaccionar y crear sinergias para sobrevivir), se vuelve acomodaticio y autocomplaciente, de manera que se trata de una cuestión del hombre frente al azar, y no de seres humanos entre sí. Por tanto, la elaboración de Cuarón no va muy lejos: Matt se queda como estaba, pero a Ryan le inventa un pasado traumático con pérdida de un ser querido. Este recurso facilón y lacrimógeno no está a la altura del resto de la construcción del filme. Continuar leyendo «El peligro de perder pie: Gravity (Alfonso Cuarón, 2013)»

Gloriosa aventura: Los contrabandistas de Moonfleet (Fritz Lang, 1955)

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El gran acierto de Los contrabandistas de Moonfleet, obra maestra del cine de aventuras dirigida por Fritz Lang en 1955, consiste en su capacidad para conjugar en una sola mirada el tratamiento adulto de un drama romántico con ecos del pasado y el descubrimiento, todavía inocente, que supone para un niño su primer acercamiento a la aventura y al mundo de los mayores. De este modo, los avatares de un grupo de bucaneros de la costa inglesa de Dorset se entremezclan con las evoluciones de un jovencito recién llegado que da sus primeros pasos autónomos en la vida, que se inician admirablemente con una zambullida en lo que para cualquier crío sería la apoteosis de la emoción y la diversión: una historia con piratas, barcos hundidos, tesoros enterrados, tabernas de marineros, soldados, duelos a espada, persecuciones a caballo, asaltos a fortalezas, ron a mansalva, mujeres licenciosas y, en el otro lado de la balanza, un ambiente tétrico, una atmósfera cargada de negros presagios, de cementerios derruidos, mansiones abandonadas, jardines devorados por las malas hierbas, panteones lúgubres, páramos desolados y tempestades furibundas que acosan las pesadillas de la madrugada… Todo un desafío para un director que, después de haber sido en Alemania uno de los mayores exponentes de la genialidad de los grandes maestros del cine mudo, labró sus mejores trabajos en Hollywood dentro de los cánones del cine negro.

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En el año de 1757, el pequeño huérfano John Mohune (Jon Whiteley), el último vástago de una noble familia empobrecida y muy venida a menos, llega a la localidad de Moonfleet, un lugar oscuro y deprimente de la zona más accidentada y tempestuosa de la costa sur de Inglaterra, con el objetivo de ponerse bajo la protección de Jeremy Fox (Stewart Granger), un antiguo amigo de su madre recién fallecida, y que, tras años de estancia en las colonias americanas, acaba de instalarse en la antigua mansión familiar de los Mohune. Aunque Fox se codea con la decadente nobleza local, encabezada por Lord Ashwood (George Sanders, en una de sus interpretaciones canónicas), John se da cuenta de inmediato de que guarda tanta o mayor relación con el grupo de rufianes que frecuenta las tabernas portuarias, y más todavía con cualquier mujer que se le pone a tiro, sea la amante que se ha traído desde América, sea la bailaora flamenca que ameniza sus noches de juerga entre amigotes, o bien la propia Lady Ashwood (Joan Greenwood), aunque en realidad no hace ascos a nada que lleve faldas. También se percata de que el magistrado local no es muy favorable a Fox, al que persigue como sospechoso de dirigir una red de contrabandistas de coñac francés entrado ilegalmente en Inglaterra. Por otro lado, John es demasiado joven, quizá, para darse cuenta de que el rechazo de Fox a hacerse cargo de él proviene del dolor, del recuerdo de un amor frustrado en su juventud, y de que la «amistad» entre su madre y Jeremy Fox era otra cosa. Sin embargo, la vieja leyenda de Barbarroja, un antepasado de los Mohune, y del diamante que ocultó en algún lugar de la costa, atraerá mutuamente a Fox y John hasta que, en la catarsis final, el primero se redima y el segundo encuentre su camino.

MOONFLEET-39En una mezcla de tonos y atmósferas que parece reunir las espectrales llanuras de Baskerville de Conan Doyle, los borrascosos torbellinos emocionales de Emily Brontë, La isla del tesoro de Stevenson,  los seres marginales de Dickens y la Posada Jamaica de Daphne du Maurier adaptada por Hitchcock en los años treinta, Lang, que adapta la novela de J. Meade Falkner, construye una atmósfera perturbadora e incómoda, apta para la generación de miedos y pesadillas en la mente de un niño, y que no hace sino acompañar el tormento interior del personaje de Fox, un hombre que vive en continuo conflicto con su presente y su pasado. Continuar leyendo «Gloriosa aventura: Los contrabandistas de Moonfleet (Fritz Lang, 1955)»

Diálogos de celuloide – Las tres noches de Eva (The lady Eve, Preston Sturges, 1941)

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Mira, Hopsi, no sabes mucho de las mujeres. Las mejores no son tan buenas como piensas que son y las malas no son tan malas. Ni con mucho tan malas.

The lady Eve. Preston Sturges (1941).

Pifias en la II Guerra Mundial (II): Lobos marinos (The sea wolves, Andrew V. McLaglen, 1980)

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Retomamos la carrera de Andrew V. McLaglen, hijo del famoso actor Victor McLaglen, para hablar de otro bélico menor de su filmografía. Ya tratamos al ocuparnos de Patos salvajes de las querencias del director por emular o, directamente, copiar argumentos y tramas de otras cintas de mayor éxito y calidad, así como de seguir la estela, a una pequeña escala ajustada a la medida de su talento visual y narrativo, de su maestro John Ford tanto en el western como en el cine clásico. Pero si la rescatamos, más allá de su ligereza y sus imperfecciones, es por lo «exótico» de su localización, nada menos que la colonia portuguesa de Goa, en India, en plena Segunda Guerra Mundial. Mucha gente ya no recuerda que el portugués fue el primer imperio colonial europeo en surgir (allá por las postrimerías del siglo XV) y el último en desaparecer (Angola y Mozambique se independizaron bien entrados los años 70 del pasado siglo, Goa fue entregada a India a principios de los 60, casi tres lustros después de que los ingleses se marcharan, y Macao volvió a manos chinas por el efecto dominó surgido de la devolución de Hong Kong por los británicos, ya en los años 90 del siglo XX). Esta circunstancia, la singularidad de un enclave luso en suelo indio, capitaliza buena parte de los condicionantes de Lobos marinos (The sea wolves, 1980), especie de refrito actualizado (y envejecido) de la célebre Los cañones de Navarone (The guns of Navarone, J. Lee Thompson, 1961), de la que toma incluso una parte sustancial de su reparto, las presencias de Gregory Peck y David Niven, soportadas por otros habituales del cine bélico en el subgénero de comandos, Trevor Howard y Roger Moore, que pareció abonarse a este tipo de productos como vía de escape y popularidad al margen de su caracterización como James Bond.

En sus 121 minutos, Lobos marinos ofrece una narración canónica del subgénero de comandos, si bien con dos particularidades, en ningún caso originales ni únicas, que la distinguen: en primer lugar, un tono ligero de comedia que impregna la acción y que en buena parte logra frivolizar con un tema demasiado serio como es la guerra y la muerte de más de sesenta millones de personas en el peor conflicto bélico sufrido por el ser humano. Por otro lado, este poso humorístico descansa en buena parte en el hecho de que, por razones políticas, la misión sea encomendada a un grupo de jubilados de las armas, combatientes de la Gran Guerra de décadas atrás, que se ven inmersos en una segunda juventud guerrera de nuevo enfrentados a los alemanes. La mezcla de humor, espionaje y acción, que resulta fluida y mantiene el interés, si bien carece de virtuosismos visuales o narrativos de cualquier tipo, se asienta sobre una premisa básica: los británicos han captado señales de radio alemanas que, desde Goa, advierten a sus submarinos de los movimientos de tropas y los transportes de material y víveres de los barcos aliados, que son sistemáticamente atacados y hundidos, poniendo el peligro el desarrollo de las operaciones en los frentes de esa parte del mundo. Como Goa es una colonia portuguesa, país que, como la España de Franco, se declaró no beligerante pero, como buena dictadura fascista que era y más o menos en contra de su tradición histórica, siempre favorable a Gran Bretaña, no deseaba desagradar demasiado a Hitler, los británicos no pueden atacar a los alemanes en terreno neutral sin temor a que Portugal proteste o incluso se oponga a los aliados, de modo que se impone una solución a medio camino de la agresión abierta. Después de que el coronel Pugh (Gregory Peck) y el capitán Stewart (Roger Moore) se infiltren en la colonia y averigüen que las emisoras de radio se esconden en unos buques mercantes alemanes anclados en el puerto, el alto mando aliado diseña una operación que, con la misión de volarlos y hundirlos, es encargada a un grupo de veteranos de los regimientos coloniales de la India, ya jubilados, encabezados por el ex coronel Bill Grice (David Niven), Jack Cartwright (Trevor Howard) y el mayor Crossley (Patrick Macnee), experto en explosivos, de modo que si algo sale mal y son capturados, no posean vinculación alguna con los ejércitos aliados.

Esta debilidad de planteamiento (la nacionalidad de los detenidos, en su caso, y su pasado militar, además del objeto de su presencia en Goa, probaría ampliamente su vinculación a los aliados independientemente de su adscripción militar o su condición de civiles, sin olvidar la más que probable acusación de espionaje en todo caso) hace que la trama de la película flojee desde su concepción, Continuar leyendo «Pifias en la II Guerra Mundial (II): Lobos marinos (The sea wolves, Andrew V. McLaglen, 1980)»

Diálogos de celuloide – El apartamento (The apartment, Billy Wilder, 1960)

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C.C. BAXTER: Ya sabes, vivo como Robinson Crusoe, náufrago entre ocho millones de personas. Entonces, un día vi una huella en la arena, y allí estabas… Es algo maravilloso, ¡¡cena para dos!!

The apartment. (Billy Wilder, 1960).

La tienda de los horrores – Vivir y morir en Los Ángeles (Live and die in L.A., William Friedkin, 1985)

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Pasó, y pasa, por ser una de los más importantes y celebrados dramas de acción policiaca de los años ochenta, pero, vista con ojos del siglo XXI, Vivir y morir en Los Ángeles (Live and die in L.A., 1985) resulta profundamente ridícula. Dirigida por el en otro tiempo (una década atrás) excelso William Friedkin, autor de las magníficas Contra el imperio de la droga (French connection, 1971) o El exorcista (The exorcist, 1973), además de la cinta que acabó con su carrera de cineasta de primera línea, Carga maldita (Sorcerer, 1977), remake, con Francisco Rabal en el reparto, de la muy superior El salario del miedo (Le salaire de la peur, Henri George Clouzot, 1953) que le fue vivamente desaconsejado por directores franceses como Truffaut pero que, llevado adelante con cabezonería y falta de reflexión terminó por sepultar su buen oficio, la película posee algunas de las notas positivas del brío y el talento de Friedkin como director, pero no son suficientes para salvar un conjunto pobre de estilo y realmente absurdo en cuanto a su concepción de momentos claves del filme. Un problema de guión que, por esencial, y por falta de talento interpretativo que consiga limar las aristas y tapar los huecos, hace que se tambalee todo el resultado.

La trama es tópica y sencilla: Chance, un agente del servicio secreto (William Petersen o William L. Petersen, el famoso Grissom de la serie CSI Las Vegas), intenta vengar por todos los medios, legales o ilegales, la muerte de su compañero, a dos días de hacer efectiva su jubilación, a manos de un buscado falsificador de dinero, Eric Masters (un bisoño Willem Dafoe). Punto final. La nota diferencial de la película debería ser la forma, y no carece de retazos de esa presunta calidad distintiva, pero su tono campanudo, solemne y grandilocuente, bajo el que se revela constantemente una evidente cutrez, unida a unas interpretaciones que van de lo vulgar a lo risible, hacen que se resquebraje cualquier intento de sobresalir fundamentado principalmente en unas bastante dignas secuencias de acción, persecución y violencia. Éstas son el punto álgido del filme, ya sea por los pasillos de un aeropuerto tras la carrera de John Turturro, uno de los emisarios de Masters, ya en coche y por las calles de Los Ángeles, en una emulación del talento de Friedkin para la acción de sus mejores tiempos, o en sus tiroteos sangrientos y de compleja y talentosa puesta en escena. La temperatura de la cinta va subiendo, en lo que a la acción se refiere, hasta el duro colofón final, lo más salvable de la película, que, además de chocar en cierto modo con las expectativas del espectador, resulta eficaz y elaborado.

Hasta aquí las virtudes; vamos ahora con la caña. Partamos del insustancial prólogo del filme: en labores de vigilancia y custodia del Presidente de los Estados Unidos, de visita en la ciudad, Chance y sus compañeros abortan un atentado, supuestamente palestino o islamista, en un hotel. El terrorista en cuestión, que buscaba inmolarse en presencia del mandatario, se convierte en carne picada para hacer albóndigas cuando el explosivo le estalla mientras intentaba descolgarse por la fachada. Este prólogo, en la línea de las cintas de James Bond, poco o nada tiene que ver con el contenido posterior de la cinta, excepto para caracterizar lo más patético del filme, es decir, a su protagonista, William (L.) Petersen. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Vivir y morir en Los Ángeles (Live and die in L.A., William Friedkin, 1985)»

Mis escenas favoritas – Las aventuras de Priscilla, reina del desierto (1993)

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Poco más puede añadirse sobre la imprescindible Las aventuras de Priscilla, reina del desierto (The adventures of Priscilla, Queen of the desert, 1993) después de echarle un ojo a esta escena, aparte de reivindicar el fenomenal trabajo de Terence Stamp a lo largo de todo el metraje y de reconocer las bondades de un espléndido guión que convierte la estructura clásica de road-movie en una abigarrada odisea existencial, divertida, conmovedora y profundamente humana, en la que el colorista espectáculo sobrevuela el grandioso escenario de los espacios naturales australianos. No perdérsela.

Típica comedia hípica: Saratoga (Jack Conway, 1937)

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Aquí tenemos a Jack Conway (el tipo arreglado pero informal), Jean Harlow (la rubia por cuya cintura asoma un pulpo) y Clark Gable (el apuesto galán del bigotillo y los amplios pabellones auditivos propietario del susodicho pulpo), los tres principales artífices, director y estrellas protagonistas, de esta comedia ambientada en el mundo de las carreras de caballos, o para ser más exactos, en el circuito de apuestas hípicas, que toma por título una pequeña localidad del estado de Nueva York famosa por su hipódromo y por ser escenario de una célebre batalla de la guerra de independencia estadounidense. Se trata de una película ligera, breve (apenas hora y media) y de ritmo ágil, que, si bien no termina de encajar dentro del fenómeno de la screwball comedy, sí posee retazos de sus temas y su humor loco y ácido dentro del marco dramático general que impulsa el desarrollo de la historia.

Ésta da comienzo cuando Frank Clayton (Jonathan Hale), un acaudalado hombre de negocios venido a menos por culpa de las deudas acumuladas tras años de apuestas a los caballos y que padece una dolencia cardíaca, fallece durante la visita de su hija Carol (Jean Harlow) y su prometido, el famoso millonario Hartley Madison (Walter Pidgeon). El mejor amigo de Frank, Duke Bradley (Clark Gable, en otro peldaño en su escalada hacia la inmortalidad cinematográfica propiciada por su Rhett Butler de 1939), es un corredor de apuestas de buen corazón que durante años ha hecho la vista gorda al dinero que Frank le debía, y que aceptó la escritura de propiedad de su mansión como aval de su cobro a regañadientes, más por impedir que cayera en manos menos complacientes que por afán real de arrebatársela a su amigo. Además, Duke se lleva de perlas con el padre de Frank y abuelo de Carol (Lionel Barrymore), antaño un famoso criador de celebridades equinas triunfadoras en no pocas grandes carreras del pasado (estupendo el momento en que lleva a Duke a visitar las tumbas de los caballos que dieron fama y prestigio a las cuadras de la casa). Se da la circunstancia de que de inmediato nace una rivalidad entre Duke y Hartley: a su distinta clase social se une un antiguo episodio de apuestas en el que Hartley casi arruinó a Duke, además del naciente interés del corredor por Carol, que, como es obvio en este tipo de comedias, da inicio con la antipatía mutua y apuntes de guerra de sexos entre ambos. El puzle de personajes lo completan la vivaracha Rosetta (la gran Hattie McDaniel, aquí con una «s» al final, que se encontraría de nuevo un par de años más tarde en Tara con el amigo Gable) y la pareja que forman Jesse Kiffmeyer (espléndido Frank Morgan), otro millonario cuya fortuna proviene del negocio de los cosméticos y que es alérgico a los equinos, y su esposa Fritzi (Una Merkel, con perdón del apellido), amante de los caballos y de las apuestas que tiene una relación de gran confianza con Duke que despierta los celos de su esposo.

De inmediato, el enfrentamiento de Duke y Hartley por Carol se lleva al terreno de las apuestas. Duke, para resarcirse de su anterior tropiezo con el millonario, intenta engatusar a Hartley, dejándole ganar en algunas apuestas para que se anime e incremente las sumas, a fin de ganarle una buena suma de un solo golpe que le permita retirarse y dejar el negocio. Continuar leyendo «Típica comedia hípica: Saratoga (Jack Conway, 1937)»

Pifias en la II Guerra Mundial (I): Evasión en Atenea (Escape to Athena, George Pan Cosmatos, 1979)

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Resulta a veces doloroso comprobar cómo una película tira por tierra todo su potencial y se contenta con ofrecer unas pocas viñetas de acción, cómo renuncia al intento de satisfacer a un público preparado, exigente y ambicioso, para contentar a la masa ansiosa de pasatiempos olvidables, a los consumidores de películas. La británica Evasión en Atenea (Escape to Athena, 1979) es un ejemplo palmario de ello; no en vano, a sus mandos está George Pan Cosmatos, que, después de apuntarse un buen tanto comercial (que no artístico, más allá de su excelso reparto) con la superproducción europea El puente de Casandra (The Cassandra crossing, 1976), se embarcaría en las secuelas de las producciones de tiros, musculitos de clembuterol y violencia gratuita de las cintas de Stallone en los años 80. Pero antes «estropeó» esta producción británica que ofrece mucho menos de lo esperado -sin llegar, eso sí, a ser un horror- a pesar del interesante reparto y de lo que podría haber dado de sí el guión de Richard Lochte y Edward Anhalt.

Y la cosa no empieza mal, pero no tarda en torcerse hasta desmoronarse por completo al término de sus 106 minutos. Nos encontramos con unos planos aéreos de una isla, de inmediato identificada como perteneciente al Mediterráneo, pista que, completada por la banda sonora con ecos griegos a lo Zorba compuesta por Lalo Schifrin, nos lleva directamente al Mar Egeo. Desde el cielo comprobamos su perfil y, acercándonos poco a poco, no sólo contemplamos una especie de gigantesca excavación arqueológica, sino también una serie de barracones y alambradas más propias de un campo de prisioneros, extremo que se confirma cuando se muestra en lo alto de un mástil una roja bandera nazi. Estamos en Grecia, por tanto, durante la Segunda Guerra Mundial, y ya cerca de su fin, en 1944. De ahí la cámara se mueve, siempre en plano aéreo, hasta un conglomerado de casas encaladas desperdigadas por una geografía accidentada, rocosa, y a una fila de lugareños que son retenidos contra la pared por un pelotón de soldados alemanes. La fuga de uno de los cautivos y su persecución por las estrechas callejas del pueblo nos conduce hasta unos baños, donde son capturados dos prisioneros de guerra fugados, el americano Nat Judson (Richard Roundtree) y el italiano Bruno Rotelli (el cantante Sonny Bono, ex de Cher). Su detención nos lleva al interior del campo y al meollo de la película: el comandante Otto Hecht (Roger Moore) dirige una especie de excavación privada con ayuda del profesor Blake (David Niven), un prisionero de guerra británico trasladado desde otro campo para ese fin. Hecht no es ningún tonto: sabe que la guerra está perdida y, mientras envía a Berlín las piezas de menor valor, desvía los hallazgos arqueológicos más interesantes hacia su propia colección, con la cual espera gozar de un retiro tranquilo al final de la contienda. Sus planes, sin embargo, van a verse truncados muy pronto: Blake, Judson y Rotelli han concertado un plan con el líder de la resistencia, Zeno (Telly Savalas) y su ayudante y amante, Eleana (Claudia Cardinale), la dueña del prostíbulo del pueblo al que van a «desahogarse» los mandos y soldados alemanes, para hacerse con el control, primero del campo, y luego de la isla, con el fin de apoyar la invasión británica del país. El momento escogido será el espectáculo de variedades (destape incluido) que dos americanos apresados, Dottie Del Mar (Stefanie Powers) y su representante Charlie (Elliott Gould, toda una estrella en los años setenta) van a realizar para los nazis en el campo. Sin embargo, dos circunstancias vienen a complicar el plan: la primera, la presencia de un submarino alemán en los alrededores; la segunda, la ambición que en algunos de los implicados en el plan despierta el conocimiento de que el monasterio ortodoxo que hay en las montañas de la isla esconde (además de un secreto militar) fabulosas riquezas en oro y plata de eras pasadas.

El planteamiento se ve inmediatamente truncado por la voluntad de Cosmatos de ofrecer un producto «de guerra» algo atípico, un híbrido de comedia y de película de comandos culminado por dos exabruptos fílmicos anticlimáticos que, especialmente el segundo, bordean el absurdo. Sin embargo, algunos detalles estimables muy anteriores a eso permiten disfrutar parcialmente de esta película irregular y de factura algo precaria (al menos en la mayoría de las copias que circulan por ahí: problemas de encuadre y de colores desvaídos, fallos de montaje y falta de respeto, en las copias de DVD, del formato de pantalla original). En primer lugar, el propio entorno de la cinta, el paisaje rural y urbano de una isla griega, bien insertado en la acción y estupendamente utilizado como recurso cinematográfico. A continuación, el reparto, si bien pocos personajes son retratados como algo más que meras perchas, pretextos para la acción, con tres notables excepciones: Continuar leyendo «Pifias en la II Guerra Mundial (I): Evasión en Atenea (Escape to Athena, George Pan Cosmatos, 1979)»