Música para una banda sonora vital – La huella (Sleuth, 1972)

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La juguetona melodía que John Addison compuso para La huella (Sleuth, Joseph L. Mankiewicz, 1972), además de abrir una partitura que obtuvo una nominación al Oscar, sintetiza a la perfección el espíritu de la obra maestra que el espectador va a disfrutar a continuación, acentúa su carácter teatral y lúdico, y apela a la complicidad y al humor del público para el pleno disfrute del duelo de astucias y malicias que protagonizan el millonario autor de novelas de misterio Andrew Wyke (Laurence Olivier) y el peluquero Milo Tindle (Michael Caine). Todo ello bajo la sabia dirección de Mankiewicz en la que fue su última película (falleció veinte años más tarde).

Una pizca de esa sabiduría se demuestra en los créditos iniciales, con la música de Addison acompañando las deliciosas maquetas que representan pasajes de los crímenes que Wyke narra en sus novelas, todas ellas sin excepción, de títulos enrevesados y exóticos. Un comienzo que es ya toda una escena en sí mismo, un aviso para navegantes. Una película cuyo primer visionado es una de las más grandes experiencias cinematográficas a las que puede entregarse un espectador.

Amor en caída libre: Un beso antes de morir (A kiss before dying, 1956)

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Ya sea por el original dirigido por Gerd Oswald en 1956, ya por el remake de los noventa protagonizado por Matt Dillon, el momento cumbre de Un beso antes de morir / Bésame antes de morir (A kiss before dying), es bien conocido: el joven guaperas y romántico besa a su chica en la azotea de un alto edificio administrativo justo antes de darle un empujón para que descienda en picado y se haga tortilla contra el asfalto. Y es que Bud Corliss, un muchacho apuesto, encantador, educado, estudiante de español e hijo devoto de su madre, es una caja llena de sorpresas, casi todas malas. Bajo esa fachada de chico sensible y sensato, apto para ser adorado por las abuelas de sus novias, se esconde una mente ambiciosa y calculadora que no deja de maquinar procedimientos para alcanzar aquello que constituye su máxima aspiración: dinero, mucho dinero, montañas de dinero, y una vida de lujos, comodidades y excesos en ambientes exclusivos. Para ello no escatima en medios; ni siquiera le hace ascos al crimen, cuya naturaleza explora en múltiples vertientes…

Basada en una novela de Ira Levin (autor también de La semilla del diabloLos niños del Brasil, ambas llevadas al cine en las décadas siguientes), los 91 minutos de la película de Oswald contienen dos partes bien diferenciadas, tanto por el pulso y la intensidad del relato como por la calidad final del conjunto. La película nos mete de lleno en la acción: en un dormitorio de estudiantes universitarios, Dorothy ‘Dorie’ Kingship (Joanne Woodward) se sincera con su novio, Bud (Robert Wagner) antes de llevar a cabo su proyecto de una boda clandestina. Dorie confiesa a Bud que, a pesar de las apariencias, ella no tiene dinero, y que la fortuna de su padre proviene de la herencia recibida de su primera esposa, a la que heredó a su muerte, y que el capital íntegro pasará a manos de su hermanastra, Ellen (Virginia Leith). Eso, por supuesto, no afecta para nada al amor que Bud siente por ella, y tras los consiguientes arrumacos y besuqueos, deciden seguir adelante con sus planes. Sobre el papel, claro, porque a Bud el noviazgo ya no le sale rentable, y decide por su cuenta cortarlo de raíz. Astuto y manipulador, ha conseguido mantener en secreto su noviazgo con Dorie, de modo que deshacerse de ella puede salirle gratis: no hay nadie que pueda relacionarlos, por lo que cualquier investigación criminal pasará de largo ante él. Después de conseguir, a través de una traducción del español, que Dorie le escriba de su propia mano una nota de suicidio, y de un primer intento con veneno que fracasa, opta sobre la marcha, casi sin tiempo antes de solicitar la licencia matrimonial, aprovechar la altura del edificio del ayuntamiento para arrojar a Dorie desde arriba. Su plan funciona, y ya tiene vía libre para buscarse otra chica. El desconcierto de la policía es total, y las pesquisas dirigidas por el joven Gordon Grant (Jeffrey Hunter, gracioso con sus gafas de pasta y su pipa de tabaco) se agotan en el anterior novio conocido de Dorie, Dwight (Robert Quarry), un locutor de radio. El punto muerto en las investigaciones no termina de convencer a Ellen del suicidio, y empieza a hacerse suposiciones, aunque anda muy ocupada porque le consume mucho tiempo la relación con su nuevo novio, un joven guaperas y romántico, un chico sensible y sensato, apto para ser adorado por las abuelas de sus novias…

Precisamente se sitúa en ese nudo, la presentación del nuevo novio de Ellen, el punto de inflexión de la película en cuanto a tratamiento del suspense y profundidad de la mirada. Hasta ese instante, Oswald ha llevado la narración con buen pulso, manejando a su antojo y con efectividad las claves del suspense. No sólo ha construido un personaje siniestro y psicopático con ese Bud magníficamente interpretado por Wagner, sino que ha elaborado secuencias de gran mérito. Por ejemplo, la aventura de Bud en la Facultad de Farmacia, sus maniobras para colarse en el cuarto donde se guardan los productos químicos, los medicamentos y los venenos, y todo el episodio que le lleva a conseguir las píldoras que deben matar a Dorie. Fenomenalmente rodada, consigue, en la mejor línea de Hitchcock, invertir la carga del interés del espectador de modo que éste no puede evitar colocarse en la piel del futuro criminal, angustiarse por el incierto éxito de la misión de Bud, el cual está a punto de ser descubierto en varias ocasiones. Continuar leyendo «Amor en caída libre: Un beso antes de morir (A kiss before dying, 1956)»

Hollywood anticomunista: Callejón sangriento (Blood alley, 1955)

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Lejos de sus mejores trabajos, el veterano y eficiente William A. Wellman dirigió en 1955 este guión de A. S. Fleischman, basado en su propia novela, titulado Callejón sangriento (Blood alley) y protagonizado por dos de las más importantes estrellas del periodo, John Wayne y Lauren Bacall. La película, una historia de aventuras con tintes de la política de bloques de la Guerra Fría y ecos del reciente conflicto bélico en Corea, no termina de generar auténtica tensión o emoción en ninguno de sus aspectos, ni en el romántico ni en la pura acción, pero sirve como ejemplo de la forma en la que el Hollywood oficial inoculaba su discurso ideológico en productos aparentemente banales o intrascendentes, con alguna que otra paradoja posiblemente involuntaria.

La premisa es sencilla: Tom Wilder (John Wayne), un marino norteamericano prisionero en una cárcel de la China comunista inmediatamente posterior a la guerra, es ayudado a escapar por unos desconocidos que le suministran un arma, un uniforme ruso (no perderse a uno de los adalides del nacionalismo estadounidense ataviado con la vestimenta militar soviética, estrella roja incluida) y una ruta de huida. Sus benefactores son los habitantes de una humilde aldea china que, hartos de los abusos de la administración comunista, y encabezados por el señor Tso (Paul Fix) y la hija del médico local, Cathy Grainger (Lauren Bacall), un norteamericano en misión humanitaria, han ideado un rocambolesco plan para conseguir que toda la población pueda emigrar a la colonia británica de Hong Kong. Los pormenores de la misión incluyen el robo de un trasbordador de vapor, utilizado para el transporte entre las islas y la costa chinas, y un arriesgado viaje por el estrecho corredor marítimo que separa el continente y la isla de Formosa, antigua colonia portuguesa llamada hoy Taiwan, conocido como «callejón sangriento» por sus traicioneras corrientes, sus bancos de niebla, sus violentas tempestades y sus escarpadas orillas, que se han cobrado miles de vidas en incontables naufragios a lo largo de los siglos. La cosa se complica aún más, porque es preciso navegar de noche o entre la niebla para eludir la vigilancia de los patrulleros chinos, y además sin cartas de navegación. A pesar de todo, y tras comprobar la violencia con la que se conducen las tropas chinas en la aldea (intento de violación de Cathy incluido), accede a comandar el buque y llevar a los aldeanos al exilio voluntario.

La película cuenta a favor con el oficio de Wellman para narrar una historia plana de buenos y malos sin grandes complicaciones argumentales, giros elaborados ni grandes secuencias de acción. En sus 111 minutos, Wellman combina secuencias en interiores, rodadas en decorados no muy logrados en Hollywood, con exteriores californianos camuflados como chinos (atención a esa muralla de cartón piedra en lo alto de la colina y que se supone que protege al pueblo), así como escenas a bordo del barco de vapor que no resultan tampoco demasiado estimables. Por supuesto, están todos los elementos previstos: persecución por los patrulleros, navegación entre la niebla, tempestad, cañoneo por parte del enemigo, insuficiencia de combustible y víveres, camuflaje del barco en un río y arrastre a golpe de soga por unos chinos convencidos de que su futuro está en Occidente, y también el esperable romance entre los protagonistas blancos y yanquis. Poca tensión y un interés que no va más allá de la mera aventura formal, con una excelente fotografía en Cinemascope de William H. Clothier y una partitura con toques orientalizantes de Roy Webb. John Wayne encarna una vez más a su personaje-estereotipo, y Lauren Bacall hace de chica desvalida pero tenaz que debe ponerse en manos del macho-man. El retrato de los chinos es absolutamente tópico y paternalista, y cuando hay personajes relevantes entre ellos, son interpretados por occidentales caracterizados, con todos los llamativos resultados que pueden contemplarse (el ya mencionado Fix, pero también la sueca Anita Ekberg como Wei Ling, por ejemplo, Barry Kroger como el anciano comunista Feng, o Paul Mazurki, adelantándose once años en su trabajo para John Ford en Siete mujeres, como campesino chino). Pero no terminan ahí los problemas de la cinta, porque su intención primera, la política, tampoco termina de hilarse bien. Continuar leyendo «Hollywood anticomunista: Callejón sangriento (Blood alley, 1955)»

La Garbo hace mutis con una sonrisa: La mujer de las dos caras (George Cukor, 1941)

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Si Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939 -con guión de Charles Brackett y Billy Wilder, entre otros-) se vendió con el lema publicitario «¡Garbo ríe!», de La mujer de las dos caras (Two-faced woman, George Cukor, 1941) cabría decir que la Garbo se descojona. Aprovechando el tirón mediático de la exitosa pareja en su anterior producción, la Metro Goldwyn Mayer volvió a repetir protagonistas, Greta Garbo y Melvyn Douglas, esta vez dirigidos por un seguro de vida, George Cukor, en una fórmula más o menos similar, otra comedia sofisticada con tintes románticos, esta vez mucho menos redonda, vitriólica y negra, y más lírica, sentimental y «blanca» y, por lo mismo, también más suave y blanda.

Larry Blake (Douglas) es un frívolo millonario y playboy neoyorquino dedicado al mundo editorial que, de paso en una estación de esquí, descubre a una bella monitora, Karin Borg (Garbo). Desde ese mismo momento siente irrefrenables deseos de tomar clases hasta conseguir que Karin le haga una tutoría particular. Su torpeza, no obstante, depara algún que otro desastre, hasta que terminan perdiéndose en la montaña. La desaparición de Larry lleva hasta allí a sus ayudantes más próximos, Miller (Roland Young) y Ruth Ellis (Ruth Gordon, actriz y guionista que formó equipo con su pareja, Garson Kanin), pero sólo para descubrir que esa desaparición no era más que una luna de miel: súbitamente enamorados pese a su antagonismo inicial, Larry y Karin se han casado en una capilla de la montaña. Sin embargo, el idealismo romántico de su encuentro y vertiginoso enamoramiento mutuo empieza bien pronto a resquebrajarse y naufragar, porque de las promesas de Larry -vida tranquila en la montaña, alejado del bullicio y las tentaciones de la ciudad- poco queda ya en la primera noche de vuelta, cuando Larry siente la llamada de los negocios desde Nueva York -donde le espera su anterior pareja más o menos oficial, la dramaturga Griselda Vaughn (Constance Bennett)- y se empeña en volver junto a su nueva esposa, algo a lo que ella se opone. De modo que Larry vuelve igualmente y ella se queda en la montaña a esperarle. Cuando no hace más que recibir telegramas en los que Larry demora cada vez más su regreso, Karin piensa en volar a Nueva York y darle una sorpresa. Pero la asombrada es ella porque nada más llegar descubre a Larry muy acaramelado con Griselda. Descubierta, y temerosa de que se monte un escándalo, decide hacerse pasar por una falsa hermana gemela de comportamiento y actitud radicalmente opuestos a los suyos (se convierte en una mujer frívola, extrovertida, bailonga y lenguaraz), con lo que se gana la admiración de los hombres y la animadversión de sus rivales en los clubes nocturnos, las cenas de etiqueta y los eventos sociales. Por supuesto, la situación genera no pocos equívocos, aunque Larry, que sospecha la verdad, entra en el juego a su manera…

La brevedad de la película -apenas 85 minutos- explica en parte su concentración narrativa en un argumento sin subtramas ni peso de los personajes secundarios más allá de su necesario acompañamiento a las figuras y al tema principal. Douglas y Garbo acaparan, juntos o por separado, como buen fenómeno comercial, prácticamente la totalidad de los planos, más allá de los breves momentos de transición que encadenan secuencias, escenas y situaciones. Algo falta de mordiente en cuanto diálogos, en cantidad y en conjunto menos veloces, agudos y ácidos que en otras producciones del mismo género, el equipo de guionistas -en el que destaca Salka Viertel, la madre del guionista y escritor Peter Viertel, más tarde acusada y perseguida durante la «caza de brujas»-, Continuar leyendo «La Garbo hace mutis con una sonrisa: La mujer de las dos caras (George Cukor, 1941)»

La tienda de los horrores – Thunder (Fabrizio de Angelis, 1983)

Thunder39Si el cine en su conjunto fuera un cuerpo humano y cada película formara parte de un órgano o debiera cumplir una función fisiológica determinada, Thunder, bodrio dirigido por el italiano Frabrizio de Angelis en 1983, sería con toda probabilidad… un pedo. Es lo mejor que puede decirse de este truño italiano filmado en localizaciones del Oeste americano (distintos puntos de las reservas de los indios navajos en Arizona) que tiene al joven de las greñas de diseño que en la foto sostiene tremendo escopetoncio (parece una cámara con enorme objetivo para sacar fotos a pie de pista en Roland Garros, pero no, escupe granadas del tamaño de un melón de Villaconejos, o de Aragón, que son igual de buenos, o hasta mejores…) como protagonista absoluto. Criatura monstruosa surgida del «fenómeno emulación», parida (nunca mejor dicho) al calor del tremendo éxito de Acorralado (Ted Kotcheff, 1982), primera parte de las andanzas del John Rambo de Sylvester Stallone, ya desnaturalizada en su conclusión y convertida en parodia de sí misma y en pura propaganda política en sus secuelas, Thunder sigue más o menos las mismas líneas argumentales y narrativas, casi se diría que incluso estéticas más allá de la precariedad de medios, que la película de Stallone, si bien en un tono y un ambiente de cutrez intrínseca que da vergüenza ajena.

La trama, pues calcadica. Thunder, un joven indio con melenas, vaqueros, botas y zamarra militar (interpretado por un musculado de gimnasio bastante triste y ramplón que responde al rimbombante nombre artístico de Mark Gregory), regresa a su tierra (de no se sabe dónde porque nadie dice ni mú al respecto a lo largo de los sólo, afortunadamente, 82 minutos de pestiño; eso sí, el chaval no lleva equipaje, ni siquiera un petate como Rambo, así que no debe de volver de muy lejos) para encontrarse que una empresa está realizando prospecciones, se supone que de petróleo, explosión va y explosión viene, en la llamada Montaña Eterna, que es donde están enterrados sus antepasados (no perdérselo, señalados por lápidas como si fuera Pere Lachaise) y que va camino de dejar de ser eterna en un pispás. El mozo va al sheriff (Bo Svenson; se desconoce si tiene algo que ver con los tratamientos capilares del mismo nombre…), con el pergamino de un antiguo tratado en mano, para denunciar la tropelía, pero el tipo no le hace ni puñetero caso, aunque al principio se muestra medio razonable. Su ayudante tiene más mala leche, y desde el principio ya se postula a candidato para estudiarle las caries a la novia de Thunder a lengüetazo limpio. Visto el éxito de la cosa, Thunder se va al banco que financia el asunto para montar un pollo, y como pasan de él, se sienta en la puerta a hacer una protesta silenciosa. El ayudante del sheriff va a tocarle la moral, y lo echa del pueblo. Pero por el camino, unos obreros de la empresa con los que ya ha tenido sus más y sus menos a porrazos en el cementerio indio, lo cazan como a un gamusino y le patean los bajos con fruición. Así que Thunder, que es más bien cortito, vuelve al pueblo a denunciar la agresión, y claro, los guardias, que lo tienen calado, le dan otra paliza de propina. Eso sí, ahora Thunder se rebota y en dos segundos los pone mirando a Cuenca… A partir de ese momento, Thunder se refugia en las montañas y combate a los distintos grupos que van tras él, los policías del sheriff, los obreros de la empresa y todo quisque, porque empieza a salir gente, a pie y a caballo, en todo terreno y camionetas, en avionetas y helicópteros, a la caza del melenas. A ellos se une un reportero televisivo y un pinchadiscos radiofónico, que empiezan una campaña a favor de Thunder (así porque sí, porque no saben nada de él ni lo conocen ni nadie les explica lo que ha pasado) para denunciar su persecución y reivindicar la legitimidad de su causa. Desde entonces, pues tiros, violencia, momentos de acción cutre y poco o ningún seso puesto en el tema.

Para ser un producto de acción y contar con dos continuaciones (o una, porque son del mismo año, 1987), Thunder es cutre con ganas. No sólo porque el diálogo más «brillante» que contiene es este que pronuncia el sheriff: «ese Gerónimo de mierda me ha hecho perder mi cita con el dentista», sino porque, no nos engañemos, el amigo Mark Gregory no sabe ni simular un puñetazo. La cosa empieza mal ya en la pelea del cementerio: ahí, Thunder golpea a un obrero en la espalda con algo que parece un pesado cilindro de metal, pero, aunque el tipo se retuerce y bufa, a Thunder le falta medio metro por lo menos para impactar en su rival. El director, sin duda dio la toma por buena porque estaba demasiado beodo para prestar atención a su propia película, y en distintos momentos optó por la misma «técnica». Así, cuando Thunder, después de apalizar a los policías entra a la fuerza en la tienda de armas para hacerse con unas peladillas arrojadizas con las que hacer pupita al personal, entra a saco lanzándose contra la ventana ¡¡¡con la cabeza!!! Así, en seco, como si fuera de Zaragoza y le dijeran «a que no hay bemoles…». Pero eso no es todo, porque Thunder, del que ya se ha dicho que es más cortico que las polainas de Torrebruno, Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Thunder (Fabrizio de Angelis, 1983)»

Corrupción a todo color: Ligeramente escarlata (Slightly scarlet, Allan Dwan, 1956)

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Dos actrices de refulgentes cabelleras pelirrojas concentran toda la atención en esta adaptación de la novela de James M. Cain dirigida en 1956 por el «artesano» canadiense Allan Dwan: Rhonda Fleming y Arlene Dahl. Ambas presumen de curvas, sensualidad y armas de mujer en esta película de Dwan, uno de los cineastas más longevos y prolíficos de esa segunda línea de directores que desde los tiempos del cine mudo, a menudo dirigiendo a estrellas como Douglas Fairbanks o Gloria Swanson, ejerciendo de ayudantes de dirección de grandes maestros de la etapa silente, o descubriendo nuevos talentos como Rita Hayworth, Carole Lombard, Ida Lupino o una niña llamada Natalie Wood, lograron desarrollar una importante carrera a menudo confinada en los estrechos márgenes de la serie B, pero con pocos títulos estimables que exceden con mucho esa categoría. Uno de ellos puede ser este clásico de la literatura negra llevado a la pantalla a todo color y en la que esas dos cabelleras pelirrojas y sus espectaculares propietarias tienen mucho que hacer y que decir.

Como de costumbre, la trama es de lo más intrincada. Ben Grace (John Payne, inexpresiva y monolítica presencia frecuente en esa etapa de la filmografía de Allan Dwan) registra fotográficamente la salida de prisión de Dorothy Lyons (Arlene Dahl), una vulgar ladrona algo desequilibrada, a la que espera su hermana June (Rhonda Fleming). Ella, y no su hermana delincuente, es precisamente lo que interesa a Ben, ya que June es la secretaria -y se rumorea que bastante más que eso- del candidato a alcalde con más probabilidades de ganar las próximas elecciones en la localidad californiana de Bay City, el millonario Frank Jansen (Kent Taylor), sondeo que irrita especialmente al hampón Solly Caspar (Ted de Corsia) debido a que Jansen se ha erigido en adalid de la lucha contra la corrupción y el crimen organizado, que tiene en nómina no sólo al alcalde anterior, sino también a buena parte de la cúpula policial y judicial de la ciudad. Por ello, Caspar ha enviado a Ben a investigar los trapos sucios de Jansen, a fin de encontrar algo oscuro que le permita desacreditarlo o neutralizarlo. Sin embargo, como Ben no encuentra nada que poder usar, Caspar ha decidido eliminar a uno de los aliados más importantes de Jansen, el director de un periódico local que ataca sin cesar a Caspar y sus hombres. Ben, sin embargo, discrepa de esa decisión, y eso le ocasiona un enfrentamiento con Caspar que a punto está de costarle la vida. Resentido, Ben graba el asesinato del periodista y ofrece a Jansen, a través de June, la oportunidad de aprovecharlo en la campaña electoral. Como resultado, Jansen gana la alcaldía y Caspar tiene que huir. Pero Ben Grace tiene sus propios planes, y no pasan por eliminar la corrupción en Bay City, sino más bien por adaptarla a la nueva situación y hacerse con el monopolio en exclusiva… Dos circunstancias vienen a complicar los planes de Ben, ambas pelirrojas. June es la mujer sofisticada, encantadora y sensual, con buenas intenciones y sueños por cumplir; Dorothy es una loca que sólo piensa en satisfacer sus caprichos, el aquí y ahora. La mezcla de ambas es una bomba de relojería cuyo detonador es el retorno de Caspar.

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La primera sensación tras el visionado de la película es que, en manos de otro director y con otro reparto, el resultado habría dado mucho más de sí. Una vez superado el planteamiento inicial, repleto de expectativas favorables y promesas apetecibles, el material criminal se entremezcla de manera demasiado ampulosa y rígida con el drama sentimental, sin que uno ni otro terminen de explotar ni ligar adecuadamente, y sin que el conflicto traspase verdaderamente la pantalla para implicar al espectador. Probablemente, las limitaciones de John Payne como protagonista, su atractivo impersonal y su falta de carisma, tienen mucho que ver. Lo mismo sucede con el villano, De Corsia, un histórico del cine de intriga que no logra componer aquí sin embargo un gángster con auténtica dimensión más allá de los lugares comunes, del estereotipo casi caricaturesco. Continuar leyendo «Corrupción a todo color: Ligeramente escarlata (Slightly scarlet, Allan Dwan, 1956)»

Música para una banda sonora vital – Una noche en la ópera

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Aunque desafina como una hiena y tiene menos voz que un avestruz con la cabeza enterrada, resulta mucho más amable escuchar I pagliacci, magistral pieza de Ruggero Leoncavallo, tarareado en boca de Groucho Marx por los pasillos del transatlántico de Una noche en la ópera (A night in the opera, Sam Wood, 1935), que observar a Al Capone-Robert De Niro contemplando una representación de la misma composición desde su lujoso palco de la Ópera de Chicago mientras ríe y llora a la vez ante la noticia del pasaporte de plomo que le han dado a Sean Connery en Los intocables de Eliot Ness (The untouchables, Brian De Palma, 1987). En todo caso, obra superlativa.

Y de propina, otro fragmento maravilloso que aparece en la cinta de los Marx, un inolvidable momento de Il Trovatore, de Giuseppe Verdi, ópera cuyo libreto está inspirado en una leyenda asociada a la Torre del Trovador del Palacio de la Aljafería de Zaragoza.

Mis escenas favoritas – La princesa prometida (The princess bride, 1987)

Me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir.

Frase inolvidable para toda una generación que tiene a La princesa prometida (The princess bride, Rob Reiner, 1987) como uno de sus referentes infantiles o juveniles.

El desenlace de la secuencia no se lo cree ni él, pero, ¿qué más da? ¿Es que acaso no es todo posible en los cuentos?

La dictadura de la apariencia: Banquete de bodas (The catered affair, 1956)

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El ser humano es, ante todo, un animal social. Este rasgo como especie, tan decisivo para su supervivencia como para la consecución de la supremacía en el medio natural y, un tanto pretenciosa y equivocadamente, sobre la naturaleza misma, ha degenerado con el paso de los milenios, y a medida que la construcción de la sociedad se ha ido realizando sobre la base de preceptos, normas y comportamientos socialmente aceptados o rechazados, en un ente contradictorio y discutible, a un tiempo deseable y rechazable, necesario y opresivo, garantizador de libertades y derechos o limitador y burlador de ellos. Un factor determinante en ese ambiguo carácter de la «vida en sociedad» lo proporcionan las invenciones ideales colectivas. En primer lugar, la idea de dios y, algo más tarde, la creación del dinero y, como consecuencia de ella, el surgimiento de los modos y maneras humanos asociados a su abundancia o a su carencia, sobre todo a su acumulación, incluidos otros inventos posteriores como la sublimación de las diferencias raciales o la invención del concepto de nación. Estas fantasías ideales y esencialmente falsas (dios, dinero, raza, nación), basadas en convenciones teledirigidas desde las estructuras de poder cuyo único fin consiste en la conservación y limitación de acceso a ese poder, han transmutado con el paso del tiempo el concepto de sociedad en uno mucho más pobre, esquemático, visceral e irreflexivo, en una vuelta al origen primitivo del ser humano: el regreso a la tribu. Para ello ha sido fundamental otro concepto nacido de esta ambivalencia social: la hipocresía colectiva o, dicho llanamente, la dictadura de las apariencias. Particularmente en España se ha hecho de la apariencia un rasgo de carácter nacional, étnico, cultural, vinculada durante siglos a cuestiones como el honor y la honra, la reputación, la fama, tendente a la mentira, a la hipocresía, a los comportamientos miserables y al camuflaje de la basura bajo la alfombra. Con la irrupción del capitalismo salvaje, estos rasgos se han exacerbado hasta el punto de que la pertenencia o no a la tribu se determina por la posesión o no del valor, esto es, del dinero necesario para que el resto de miembros de la tribu nos reconozcan como integrantes de pleno derecho, sobre criterios especialmente de rentabilidad, de aportación al conjunto y de coste limitado. Si la proporción entre lo que se aporta al grupo y lo que supone de gasto no es favorable al primero de los términos, la pertenencia a la tribu se cuestiona hasta que se produce inevitablemente la exclusión: pobres, inmigrantes, parados, determinados pensionistas, dependientes, enfermos mentales, etc., etc. De ahí que resulte tan importante la posesión de los medios de pertenencia a la tribu como la ostentación pública y obscena de los mismos. Esto puede plantearse a escalas enormes, desproporcionadas (monarquías «respetables», políticos «honrados», espionaje a los «amigos») o en proporciones insignificantes, casi se diría que inofensivas, pero imprescindibles para el sustento de ese enorme edificio de plantas interminables que es la hipocresía social. De uno de estos pequeños episodios trata precisamente Banquete de bodas (The catered affair, Richard Brooks, 1956).

El mismo día que el taxista neoyorquino Tom Hurley (Ernest Borgnine) acaricia por fin su sueño de hacerse con un vehículo propio tras toda la vida ahorrando los miles de dólares necesarios para conseguirlo, su hija Jane (Debbie Reynolds) anuncia en casa que va a casarse con su novio, Ralph (Rod Taylor), un joven cuyos padres disfrutan de una posición acomodada gracias a los negocios familiares, ligados al sector inmobiliario. La noticia les llena de alegría -poco exultante, todo hay que decirlo- pero también de preocupación. La de Tom se disipa pronto, porque Ralph y Jane desean una boda íntima, sencilla, barata y rápida, ya que tienen que marcharse pronto de viaje debido a que el coche en el que piensan salir se lo presta un amigo que va a necesitarlo más adelante. La de Agnes, la madre (Bette Davis) no hace sino crecer: aunque al principio acepta los deseos de su hija, no tarda en ver los problemas de índole familiar y social que esa decisión va a causar. De entrada, la imposibilidad de invitar a la boda al tío Jack (Barry Fitzgerald), que lleva viviendo con ellos doce años, que contribuye al alquiler y al que han pedido prestado dinero en varias ocasiones para salir del paso y llegar a fin de mes. Pero invitarle supondría hacer lo mismo con la incontable colección de hermanos, tíos, primos y sobrinos que viven en Nueva York y alrededores, lo cual impediría esa boda sencilla que quieren los jóvenes… El problema se agrava cuando conocen a sus consuegros, los cuales no dejan de alardear de las anteriores bodas de sus hijos, de los regalos, los viajes, los coches y los banquetes, con lo que la frustración de Agnes aumenta. Y no sólo por eso: la celeridad en la boda (se anuncia un viernes y va a tener lugar un martes por la mañana, casi de incógnito, en la iglesia del barrio) empieza a despertar habladurías en el edificio, en las tiendas, en todo el barrio ya que, debido a un malentendido, hay quien cree que Jane está embarazada y que la boda se debe precisamente a eso, a la intención de «tapar» el escándalo… Finalmente, la necesidad de no enfrentarse a los dictados de la tribu, y también de complacer a su madre, obligan a Jane a proponer a Ralph que acepten un lujoso banquete de bodas, y ahí empieza otra clase de problemas…

El guión de Gore Vidal, basado en una novela de Paddy Chayefsky, explora sabiamente  en sus 92 minutos los recovecos de este mundillo de normas no escritas, de indicativos sociales, de preceptos ineludibles, no sólo económicos (el drama de pagar la boda con los ahorros destinados a la compra del taxi, o la dama de honor, una amiga de Jane, que debe renunciar a su papel porque no puede pagarse el vestido, los zapatos y el traje de su acompañante, o incluso el ansia de Agnes por recuperar los regalos que durante años han satisfecho tras su invitacion a otras bodas y eventos) sino, sobre todo, «culturales» (el prejuicio sobre el supuesto embarazo de Jane, la necesidad de cumplir con las expectativas familiares y de acallar los rumores vecinales), haciendo notar la gran paradoja de la cuestión: es más importante atender las convenciones sociales que el sincero deseo de unos hijos que, ansiosos de sentirse libres de ataduras a ese respecto, rechazan la misma presión -prisión- social, la jaula de prejuicios y mandatos que llenó a sus padres de insatisfacciones y frustración.

Magníficamente dirigida por Richard Brooks, a su vez también novelista y guionista de múltiples películas, así como adaptador de obras de teatro a la pantalla, Continuar leyendo «La dictadura de la apariencia: Banquete de bodas (The catered affair, 1956)»

Diálogos de celuloide – Varios

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Mi psicoanalista me advirtió de que no saliera contigo, pero eres tan guapa que cambié de psicoanalista.

Manhattan (Woody Allen, 1979).

 

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Usted ha creado un monstruo, y ahora él le destruirá a usted.

El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale, 1931).

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– Mis padres quieren conocerte. ¿Por qué no te pasas por casa a tomar el té?

– No me gusta el té.

– Bueno, pues tómate otra cosa.

– No me gustan los padres.

Grease (Randal Kleiser, 1978).

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Heil yo mismo.

Ser o no ser (To be or not to be, Ernst Lubitsch, 1942).