El tiempo y la repetición de fórmulas en el cine de suspense criminal de corte policíaco han envejecido radicalmente esta propuesta de Douglas Sirk, uno de tantos cineastas alemanes emigrados a Estados Unidos que contribuyeron a hacer del cine clásico americano una de las más importantes manifestaciones artísticas, si no la mayor, del siglo XX, y que antes de consagrarse para la historia cinematográfica con sus exacerbados y coloristas culebrones melodramáticos de los años cincuenta (tan queridos para Almodóvar, por ejemplo) tocó con mucho talento, ingenio, tacto e inteligencia, el género de intriga, regalando un buen puñado de títulos en blanco y negro que bien merecen un rescate.
Sin embargo, como hemos adelantado, una visita a El asesino poeta de inmediato nos coloca ante la tesitura del sabor a ya visto como resultado de nuestra adquirida educación como espectadores. Y es que el argumento, un guión de Leo Rosten sobre una obra de Jacques Companéez, Simon Gantillon y Ernest Neuville (como dice el proverbio, demasiados cocineros estropean la tortilla), diseccionado en sus líneas más básicas, nos remite a un estereotipo suficientemente conocido y, por tanto, previsible: un asesino psicópata londinense, que contacta con chicas de buen ver a través de las secciones de contactos de los periódicos, comete varios asesinatos, los cuales anuncia previamente a la policía mediante el envío de una carta en la que incluye poemas al estilo Baudelaire (al menos no son versículos de la Biblia, como en todo sucedáneo norteamericano que se precie desde los ochenta…); una «chica de club», una joven americana vivaracha, socarrona, amiga de hacerse preguntas y con un talento natural para la observación, que resulta además ser amiga de una de las víctimas, es reclutada por Scotland Yard para ser utilizada como cebo para la captura del criminal; en la investigación conoce a un joven interesante, atractivo, algo estirado y presuntuoso pero encantador al fin y al cabo, del que se encandila, y en el curso de las averiguaciones, y a la vista del sospechoso y ambiguo comportamiento de él, surge la duda acerca de si se trata o no del psicópata en cuestión. A partir de esta premisa, la conclusión está clara.
¿Qué hace, pues, recomendable el visionado de esta cinta negra de Sirk? En primer lugar, el carácter genuino de la propuesta. Ciertamente, con posterioridad hemos visto similares planteamientos hasta la saciedad, pero aquí se muestra de manera fresca, dinámica, natural, ligera, ajena a pretendidas trascendencias y a efectismos dramáticos o a coartadas sexuales (elemento que queda sugerido, pero en ningún momento explicitado), y con un fino humor soterrado propio del ambiente y de los personajes ingleses en los que se enmarca la acción (en especial, el comisario que interpreta Charles Coburn, profesional serio y riguroso cuyas expresiones y miradas, en más de una ocasión, remiten a su participación en clásicos de la comedia de la época). Las interpretaciones contribuyen decisivamente a ello, con un reparto en el que destaca la futura (pseudo)cómica Lucille Ball en el papel de sexy voluntaria a la caza del malo, el gran George Sanders, en su línea ambivalente de vividor cínico y con encanto, el citado Charles Coburn como director de la investigación, carismáticos rostros del cine británico y americano en papeles importantes como Joseph Calleia, Alan Mowbray o sir Cedric Hardwicke, y la fundamental y magistral aportación del enorme Boris Karloff en el momento más extraño, perturbador y espectacular de la cinta.
Otro elemento de atractivo viene constituido por el lenguaje visual de Sirk y de la fotografía de aires expresionistas de William H. Daniels: los 111 minutos de metraje están salpicados de callejones tenuemente iluminados, atmósferas de pesadilla, espacios cerrados con inquietantes sombras proyectadas en las paredes, rincones amenazantes, escaleras tenebrosas, oscuridad llena de misterio, habitaciones que ocultan secretos… Una iconografía que remite tanto a la tradición expresionista alemana, bien conocida por Sirk en su etapa como cineasta en aquel país, como a los ambientes y temas propios de la tradición británica ligada a los relatos de Sherlock Holmes o al mítico recuerdo de Jack el Destripador. Un escenario que viene magníficamente complementado por el retrato sórdido, espectral, peligroso, que se hace de los personajes que transitan por las noches londinenses, ya sea en parques solitarios al acecho de muchachas incautas, ya en clubes nocturnos en los que relajar la rígida moral pública británica. En este punto, la subtrama sexual (la red de explotación de chicas que proporciona otra posible pista sobre el asunto) y el tejido de clubes nocturnos presenta una galería de tipos de lo más extravagante y tétrica, rubricada con la presencia de Karloff en un personaje que centra el pasaje más terrorífico del film, y que presenta a Sandra, la joven investigadora, ante el desnudo espectáculo de la locura en bruto. Los minutos que ocupa esta parte del relato, el paseo nocturno de la chica tras los pasos del anciano, la entrada en la casa, la relación que él mantiene con su criada, la secuencia que revela su naturaleza trastornada y el temor que despierta esta revelación, son espléndidos, desde luego, constituyen el momento más redondo y terrorífico de la película.
Más fuerte en su primera mitad que en el desarrollo conducente al desenlace, en el que la narración se dispersa, se introduce un componente romántico tratado de forma poco original y novedosa, y se vuelca la solución de la intriga en la vía más previsible (adivinada quizá demasiado pronto), esta apreciable película de Sirk viene envuelta además en las partituras de algunos de los más importantes compositores de música clásica, joyas que acompañan algunos de los instantes más críticos de una película cuya lucha contra la obsolescencia, a pesar del catálogo de atractivos que reúne, resulta finalmente infructuosa.
Douglas Sirk realizó, antes de sus melodramas, varias películas con aire de thriller y suspense. Uno de ellos es el que tan bien analizas (también da una visión muy interesante de este film, Victor en su blog Viajes por la sala oscura). Cuando la vi en su momento la disfruté, los dos me habéis recordado que tengo que volver a echarla un vistazo. Me apetece.
Otra que me resultó interesante fue Pacto tenebroso… dentro de la corriente «esposas muy asustadas ante el peligro». Y me queda ver TEMPESTAD EN LA CUMBRE y MÁS FUERTE QUE LA LEY.
Besos
Hildy
Es que Víctor es un grande…
A mí, como te puedes imaginar, me gusta más este Sirk que el posterior. Ya sabes de mi fobia a ciertos culebrones.
Besos
Recuerdo que veneraba mucho el cine de Douglas Sirk en mis tiempos de juventud. El tratado del color y la puesta en escena era algo que me atraía muchísimo. Luego vinieron los descreídos para tratar de pinchar el globo aludiendo que Sirk era un anticuado con esos culebrones, pero yo sabía que se equivocaban. Culebrón es todo lo que se hace hoy con o sin intención. Los de la nouvelle vage lo defendieron y yo defendía todo los que defendía Godard, Truffaut y todos esos chicos tan estupendos. La película que tan brillantemente comentas es estupenda y la recuerdo muy bien. Si tengo que decir algo encontra de Sirk sería que su actor fetiche fue Rock Hudson, un actor que nunca me gustó, ni siquiera en Gigante.
Abrazos,mil
A mí no es la estética de los melodramas de Sirk lo que me distancia de ellos, sino la naturaleza de sus conflictos, el entorno en que los sitúa, la forma en que sus personajes los viven. Para mí no se trata de ser anticuado, sino de ser artificioso: me cuesta creérmelo, eso es todo. Aunque coincido contigo en lo de Hudson, un tipo de segunda o tercera fila que fue aupado a la categoría de estrella por razones que el tiempo demostró que eran infundadas.
Abrazos