Dentro del cine de robos y atracos, rico en tópicos y lugares comunes, destaca la variante del especialista recién salido de la cárcel que desde el primer minuto de su recuperada libertad piensa ya en dar un nuevo golpe, si cabe más osado, mejor preparado y más lucrativo que aquellos que le han llevado a prisión, en una especie de resentida venganza contra el mundo que le persigue y acosa. Esta es la premisa inicial de este sencillo y divertido (a ratos) entretenimiento, Supergolpe en Manhattan (el título español, además de imbécil, no hace justicia ni capta el sentido de la trama del original, The Anderson tapes), dirigido por el (en otros momentos) gran Sidney Lumet en 1971, protagonizado por un Sean Connery (ambos habían trabajado ya juntos en la excepcional La colina –The hill, 1965-) por entonces deseoso de huir de todo aquello que sonara a 007 (aunque el mismo año volvería a meterse en la piel del famoso agente británico, su anterior encarnación era ya de 1967).
Connery es, por supuesto, el Anderson del título, un célebre ladrón famoso por sus rocambolescos golpes que acaba de ser puesto en libertad tras diez años de condena en los que no ha dejado de hacer planes para proseguir su carrera criminal con vistas, como indica el tópico, a su retirada definitiva. En su primera visita a Ingrid (Dyan Cannon, lejos del careto recauchutado que se puso años después), cuya actividad principal consiste en acostarse con tipos acaudalados que costeen su forma de vida, concibe un proyecto revolucionario: desvalijar el edificio en que vive su novia, una casoplón de la mejor zona de Nueva York con enormes pisos y apartamentos llenos de joyas, antigüedades, obras de arte y otros objetos valiosos, tecnología, cajas fuertes y dinero en efectivo. De inmediato, recluta una banda de lo más variopinta, en la que se citan antiguos compinches venidos a menos, el excéntrico anticuario y decorador de interiores Tommy Haskins (magnífico Martin Balsam, una vez más), un joven compañero de celda, conocido como The Kid (Christopher Walken), y, por necesidades de financiación, un miembro de la delincuencia organizada de lo más bajo de la ciudad (Dick Anthony Williams), el conductor, y un matón de la mafia, Angelo (Alan King), que los italianos exigen incluir en la operación para que controle su inversión y haga que las cosas no se vayan de madre. Lo que ocurre es que el tal Angelo es de gatillo fácil y de puños aún más fáciles, por lo que el riesgo de estallido, contra sus compañeros y hacia los rehenes, será constante. No es el único peligro al que se enfrenta Anderson: desde que abandona la cárcel sus pasos son seguidos y sus conversaciones grabadas (de ahí el título original) por alguien desconocido cuyo propósito el espectador ignora…
El divertimendo de Lumet peca, de entrada, de indefinición. Mientras que durante dos tercios del metraje la película se mueve en un tono irónico-humorístico (extremo que el cartel y el título españoles parecen pretender explotar), algunos de los temas apuntados y, sobre todo, el final, transitan abruptamente hacia lo dramático y lo violento. En cuanto al primer aspecto, destaca fundamentalmente la composición que Martin Balsam hace de su personaje, de manual del perfecto decorador de interiores gay (la vestimenta, la forma de andar, el uso de las manos llenas de anillos, el tupé que luce el actor, su actitud y sus reacciones…), que proporciona unos cuantos momentos hilarantes. Ciertos diálogos (la vena británica de Connery, el contraste cultural y generacional entre los integrantes de la banda, la aportación italiana, en especial) y alguna que otra chocante situación, rubrican ese aire de comedia de robos que se respira durante buena parte del metraje. Este tono general es abandonado en cuanto la policía entra en situación (con el gran Ralph Meeker a la cabeza, prototipo del comisario lenguaraz, tosco, bruto y enérgico), cuando la película adquiere un fondo y una forma más cercanos al thriller, incluso de acción (tiroteos, agentes apostados, comandos policiales de asalto, un amago de persecución…), que rompe con la tónica anterior y acerca más la película a la posterior (y parcialmente inspirada por esta) Tarde de perros (Dog day afternoon, 1975). Esta mezcla un tanto anárquica de modos y maneras se une a ciertos descuidos en la realización, fallos de ráccord, inconsistencias, gazapos (varios miembros del equipo de filmación son claramente visibles, reflejados en puertas y ventanas, en determinados momentos) y alguna que otra chapuza visual, que revelan una dirección rutinaria, alimenticia, una relajación de Lumet al otro lado de la cámara como síntoma de una vocación de la producción estrictamente comercial. Tampoco es una historia que destaque por la elaboración del golpe en cuestión, ni que brille por las escenas de acción.
Con todo, el mayor defecto de la cinta consiste en el nulo intento de ensamblar la personalidad de Anderson, su profesión, sus objetivos, con la subtrama de las escuchas, que tienen otorgado el papel principal en el título del film, y que por tanto deberían resultar relevantes, cruciales, y sin embargo quedan arrinconadas sin miramientos como algo subsidiario y, finalmente, banal, sin llegar a aportar algo efectivo ni mucho menos a condicionar el desarrollo de la cinta. Por ello, un puñado de momentos divertidos, la capacidad de Lumet para intriga y el manejo del ritmo, el gusto de ver unas cuantas caras conocidas divirtiéndose de lo lindo con el rodaje, y la música de Quincy Jones, son los alicientes para acercarse a una película tremendamente convencional e imperfecta, desajustada y algo caótica, pero que resulta un apreciable entretenimiento pasivo.
Hola, Alfredo, buenos días, ya hacía tiempo que no pasaba por aquí, y veo que la de hoy no es visita que me lleve a una pieza de gran valía, según la destripas. Ya ves, se cumple la vieja máxima: con los mejores mimbres (buen director, buenos actores, sentido del humor, premisa argumental graciosa), no siempre se urde buen cesto, siempre hace falta un buen pegamento, un equilibrio, y aquí parece que no lo hay. En fin…
Un fuerte abrazo y buena semana.
Efectivamente, Manuel. Se deja ver (una vez), sin más. Algún acierto puntual, fragmentos de los diálogos y la interpretación de Martin Balsam. Caras agradables de ver, alguna situación interesante… Pero, en conjunto, floja.
Abrazos
De Lumet, me faltan varias por ver y esta es una de ellas. No obstante es un director que tiene varios títulos que no importa ver más de una vez y otros totalmente en olvido. Tan solo he visto 12 hombres sin piedad, Piel de serpiente, Larga jornada hacia la noche, Serpico, Tarde de perros, Network, Veredicto final y Antes que el diablo sepa que has muerto… y son películas que me gustan bastante. Es de esa generación de la televisión que empezó antes precisamente en es medio. NO me importaría acercarme al trabajo televisivo de todos ellos pues fue su primera herramienta para contar historias y otra forma de formarse y acceder al cine.
Besos
Hildy
No cabe duda del talento de Lumet. Tiene sus bajones, claro, los ochenta no perdonan, pero en general es de lo mejorcito de aquella generación. Y lo que le sale bien bien, es muy bueno.
Besos
Excelentes y acertadas reflexiones sobre esta película. Sidney Lumet, como cualquier director prolífico, tiene sus pifias y esta que reseñas no es de las peores. Siempre he amado el cine de Lumet y creo que las he visto todas. Así a vuela pluma, podría decirte que ya en los cincuenta Lumet nos regala esa maravilla que es Doce hombres sin piedad. En los sesenta, justo en el año que nací, realizó Punto límite, que inaugura una nueva tendencia de cine que a mí, particularmente, me gusta. En los setenta me gustó Serpico, Tarde de perros y esa película que la suelen reponer los domingos por la tarde Asesinato en el Orient Express, y que siempre me quedo a verla. De los ochenta me siguen gustando El príncipe de la ciudad, La trampa de la muerte, y, sobre todo esa reliquia que es Veredicto final. A la mañana siguiente me gustó en su momento, creo que ahora ya no tanto. Raúl Julia está genial, inquietante. En lo noventa flojea la cosa y me quedo, algo resignado, con Una extraña entre nosotros, El abogado del diablo y La noche cae sobre Manhattan. Y su magistral testamento cinematográfico Antes que el diablo sepa que has muerto. Lumet es sobre todo un director de ciudad, pocos han conseguido retratarla como él, y lo mismo ocurre con esas escenas maravillosas en el metro que pululan por toda o casi toda su filmografía. Siempre dije que Pelham 1,2,3 (1974), de Joseph Sargent, debería haberla filmado él. Por estas cuestiones fracasó rotundamente con la adaptación de la obra teatral de Chejov La gaviota. Lumet era la calle.
Abrazos, amigo.
Totalmente de acuerdo con Pelham; es un Lumet sin Lumet. Y también en que es el director urbanita por naturaleza. En cualquier caso, siempre es bueno echarle un ojo a sus películas, se lleva uno buenas sorpresas, como con «Declaradme culpable», por ejemplo.
Abrazos