Jim Wilson (el gran Robert Ryan) es un policía solitario y violento, repetidamente apercibido por sus superiores dada su querencia por el empleo de métodos expeditivos para la captura de delincuentes y la obtención de información durante los interrogatorios. Adscrito al turno de noche, sus compañeros de ronda (un detalle curioso, al menos para el cine: las patrullas están formadas por tres detectives de paisano, y no dos como se tiene por costumbre, o cuatro, como se ha visto también en algún que otro filme), sus compañeros presentan temperamentos opuestos al suyo: el hombre familiar, que vive su trabajo como un mal menor con el que ganarse la vida, y el tipo resignado, que acepta lo que es sin hacerse preguntas. A Jim, sin embargo, su soledad y la brutalidad de su oficio, abierto a los más profundos y dramáticos abismos de la sociedad, le generan un terrible tormento, y esa frustración le provoca ocasionales estallidos de violencia que se dirigen contra el objeto común de su trabajo: los sospechosos, los detenidos, los interrogados. No tarda en llegar la gota que colma el vaso, y el capitán de su unidad (Ed Begley) le busca un exilio temporal que le ayude a serenarse y aclarar las ideas, y de paso deje enfriar el escándalo que la denuncia por maltrato de un sospechoso ha montado en la comisaría: Jim es comisionado para ayudar a un sheriff de un pueblo de las montañas en la captura del asesino de una niña. En el lugar conoce a Mary (Ida Lupino), una mujer muy especial que, no obstante padecer una ceguera, es capaz de poner ante él un espejo por el que asomarse a su auténtica naturaleza.
Esta película de Nicholas Ray, tremendamente negra, pertenece a su gloriosa primera época como cineasta, y compone junto a la célebre y contemporánea En un lugar solitario (In a lonely place, 1950) una dupla temática centrada en la violencia como expresión de la impotencia que genera en los protagonistas su incapacidad para adaptarse al mundo en que viven, para desarrollar sentimientos, pasiones y emociones humanas, para integrarse en una vida convencional. Una asfixia mental y moral propia del cine negro que sirve de extrapolación a las dificultades en el reingreso a la vida pacífica que sufrieron la sociedad americana, en general y los veteranos de guerra, en particular, tras la explosión bélica de la guerra mundial. Partiendo de una novela de Gerald Butler, Ray construye magníficamente su historia, de una progresión en la psicología de los personajes perfectamente sincronizada con la evolución de la trama, a través de un brillante juego de espejos que abarca a Jim, Mary y a Walter Brent (Ward Bond), el padre de la niña asesinada, que dirige una partida de furibundos ciudadanos armados que, al margen de la autoridad del sheriff, realiza batidas por la montaña y los bosques en busca del asesino, pero no para entregarlo a la justicia, sino para acabar con él directamente, sin juicio ni jurado. De este modo, Jim se enfrenta a la imagen de su propio comportamiento al mismo tiempo que encuentra un balsámico elixir en Mary, una mujer sencilla y buena que sin conocerle, sin ser capaz siquiera de distinguir sus rasgos, solo como producto de sus conversaciones, afirma ver en él una buena persona, un ser humano ecuánime y de buen corazón, saber más de él que él mismo. De este modo, a Jim se le ofrece en la captura del asesino (Summer Williams) una oportunidad de redención, un punto de inflexión a partir del cual resconstruirse. Pero esto es cine negro, y eso signfica que la fatalidad anda al acecho en la forma más inoportuna y cruel posible. Sin embargo, del colofón sangriento surge a su vez un renacimiento, y la personalidad de Jim (pero no solo la suya; también, y sobre todo, la del perro rabioso Walter Brent) dará un giro radical como resultado de una indeseada catarsis violenta.
Ray juega magistralmente con la metáfora de la ceguera de Mary. No se trata, por el momento, de una ceguera total, sino de un mal progresivo que todavía le permite distinguir resplandores, manchas y contornos, aunque la amenaza de oscuridad total se cierne sobre ella si no acude pronto a un especialista: he aquí, en este detalle, en la voluntad de Mary de dejar apagarse sus ojos donde descansa el principal valor simbólico del filme, como contraposición al mundo que Jim ve en su trabajo cada día y que le ha hecho aborrecer la existencia. Jim Wilson terminará juzgándose a través de los ojos apagados de Mary, que, sin embargo, ven más allá de los suyos. La efectiva caracterización de Ida Lupino (aunque reincida en los tics recurrentes de Hollywood en la representación de los invidentes) no consigue eclipsar a un Robert Ryan majestuoso en un personaje hecho a la medida, atormentado y brutal, amargado y explosivo, asombrosamente perfecto. Su extremada ambigüedad interna viene plasmada plásticamente en el metraje: de las noches oscuras en callejones y clubes nocturnos, en descampados, sótanos y tiendas y cafeterías abiertas las veinticuatro horas, Jim transita al campo, a la montaña, a parajes de cielos abiertos y cumbres blancas, a prados sembrados de nieve y carreteras cubiertas de hielo (la separación visual de ambos mundos, todo un hallazgo de Nicholas Ray, las obras en la carretera durante su viaje, las excavadoras sacando tierra y colocándola en montones) donde, sin embargo, convive también el asesinato, la muerte, la podredumbre humana. La música del gran Bernard Herrmann puntúa asimismo los altibajos emotivos de Wilson, con especial énfasis en sus brotes violentos y en su patológico tormento, pero también en los plácidos interludios que la compañía de Mary le proporcionan durante su estancia en la casa de las sombras, en la eterna penumbra de los ciegos (la forma de Ray de indicar que Wilson es un ciego para sí mismo).
Injustamente apartada de los títulos más reivindicados y populares de Nicholas Ray, La casa en la sombra es un sobresaliente título negro, de sofisticada puesta en escena y vibrante tratamiento de la acción, que transita indistintamente por el cine de intriga criminal, el drama social, el thriller y el melodrama romántico, sin resentirse ni perder solidez o trascendencia con el salto entre géneros tan dispares y a pesar de una conclusión marcadamente complaciente con los dictados de la autocensura de Hollywood, un epílogo lleno de esperanza y buenos propósitos un tanto irónico a la vista de lo presenciado en todo el metraje anterior. El plano final de los ojos bañados en lágrimas de Ida Lupino supone uno de los más hermosos instantes de toda la filmografía de Nicholas Ray.
¿Por qué Robert Ryan es tan bueno cuando se hunde en personajes atormentados y complejos? ¿Por qué Ray emociona tanto cuando refleja a seres humanos que caen al abismo?
Besos
Hildy
Ryan es buenísimo en ese tipo de personajes. Pero, como Mae West, cuando es malo, es aún mejor… Y Ray… Tal vez el abismo era su espacio natural.
Besos
Apuntada queda. «In a lonely place» es más conocida y por eso, la más vista, imagino. Por eso y por el tándem Bogart/Grahame que tira mucho. Esta pinta muy bien, la verdad. La veré. Abrazos.
Efectivamente, junto a «Llamad a cualquier puerta». En realidad, las producciones de Bogart para su propio lucimiento promovidas por Santana, su productora, que fue la que contrató a Ray. Sin embargo, todas sus películas de ese periodo, al menos hasta «Johnny Guitar», son espléndidas. Abrazos.
Y aquí estoy de nuevo, maravillada por haberme encontrado con una desconocida – para mí al menos, hasta hace unas horas – y delicada película de Nicholas Ray (me resulta increíble que el director renegara de este prodigio fílmico, no lo entiendo). Sin llegar a las magistrales cotas de «En un lugar solitario», no tiene apenas casi nada que envidiarle. Únicamente un final que se podría decir cogido con alfileres pero, al mismo tiempo, de una belleza indescriptible – estoy totalmente de acuerdo contigo, Alfredo.
Una película para creer en el poder regenerador del amor (y no las moñadas de hoy día, tipo «El diario de Noa», «Titanic», etc.) y de una modernidad absoluta en todos los aspectos.
De todos los papeles que tuvo en sus manos Robert Ryan – y corrígeme si me equivoco – creo que éste es el papel de su vida, le da una cantidad de matices y una dimensión a su personaje que lo enriquece de una manera alucinante. Para mí nunca ha estado más conmovedor – y he de reconocer que no es uno de mis actores predilectos, con lo cual añade más mérito a su labor.
De Ida Lupino sólo me resta decir que es una de las actrices de la época más infravaloradas (además de una mujer de una belleza natural desarmante). Para los/las que hoy en día reivindican la figura de la mujer en su faceta en la dirección (que, por otra parte, me parece estupendo), harían bien en recordar a personas como Lupino o Lotte Reiniger, más que nada porque olvidarse de ellas implica tirar piedras sobre su propio tejado.
Un último detalle que me llamó la atención de este film es que, en todo (o casi todo) el metraje, no recuerdo haber visto parpadear a ninguno de los dos protagonistas.
Un abrazo.
A mí Robert Ryan me encanta. Es uno de mis villanos favoritos. Le tenía mucha manía de niño, no me caía bien. Luego pensé que si esto ocurría así, es porque era un actor magnífico. Cuando me fui haciendo mayor, cosa natural, me fueron gustando mucho más los villanos que los héroes, y hasta hoy. En cuanto a sus papeles, yo me quedo con el boxeador de Nadie puede vencerme (The Set-Up, Robert Wise, 1949), pero estoy de acuerdo, este registro lo borda a la perfección.
Ida Lupino es lo que siempre debió ser el cine para las mujeres. No me sorprende que no se la reivindique desde ciertos sectores del feminismo, más que nada porque son bastante ignorantes y suelen opinar a bulto sobre el estado de las cosas en el mundo del cine, son más de etiquetar que de analizar. Pero si observamos su carrera, desde sus apariciones de jovencita en películas como Sherlock Holmes contra Moriarty (1939), una de las primeras de la docena larga de títulos de Basil Rathbone y Nigel Bruce como Holmes y Watson, hasta Junnior Bonner de Peckinpah (1972), con Steve McQueen y Ben Johnson, es una personalidad ejemplar. De su labor multidisciplinar me quedo, no obstante, con su interpretación en The Big Knife (Robert Aldrich, 1955).
Creo que el rechazo de Ray al filme se debe, precisamente, al final. Era lo más parecido a un autor que ha visto Hollywood, y todo retoque, recorte o cambio al que se viera forzado le dolía en el alma y en el amor propio. Es perfectamente posible que su valoración de la película se debiera a que se vio obligado a hacer cosas que no quería hacer. Un lastre y un prisma sobre el que él mismo juzga buena parte de su carrera.
Lo de los parpadeos… Bien visto, nunca mejor dicho.
Un abrazo, y gracias, como siempre.