El lenguaje cinematográfico de Días del cielo (Days of heaven, Terrence Malick, 1978) es el lenguaje de la fotografía. La película se sustenta, es, existe, erigida sobre el trabajo de iluminación de Néstor Almendros, español exiliado en Cuba, trasplantado desde allí a Hollywood y al cine francés, que obtuvo el Óscar por su trabajo en este filme como evadido del tiempo. En 1978, con el Nuevo Hollywood dando las últimas boqueadas ante las dentelladas del fenómeno blockbuster que haría de los ochenta la, en conjunto, peor década del cine americano, Días del cielo se asoma al panorama convulso, innovador, rupturista de aquel decenio maravilloso y lleno de posibilidades como una reminiscencia de la grandeza de otro cine, del cine de siempre, del que corta la respiración y acelera el corazón. La pasión de Terrence Malick por la milimétrica construcción de los encuadres, por la composición simétrica de los planos y el empleo minucioso de los paisajes y de sus características precisas como evocadora expresión del clima general de una secuencia o del tormentoso o melancólico interior de los personajes, se da la mano con una riqueza visual, con un gusto por el detalle y una extracción de las máximas posibilidades de cada combinación de planos propia de lo mejor de la etapa silente del cine, a veces subrayada por una voz en off (la de la narradora, Linda Manz, una de las protagonistas), la mayor parte del tiempo, en cambio, en bellísimas imágenes desnudas, desprovistas de aderezos, dispuestas a que el espectador se deje invadir y remover por ellas.
La historia de los personajes es lo de menos. En cierto modo, recupera el planteamiento de su anterior obra, Malas tierras (Badlands, 1973), en cuanto a la pareja, Bill y Abby (Richard Gere y Brooke Adams) que, huyendo de una vida sin futuro en las duras factorías metalúrgicas de Chicago en 1916 (en plena Primera Guerra Mundial, y se supone que sirviendo al inmimente esfuerzo bélico que el país habría de afrontar), vive nómada hasta verse abocada a la comisión de un crimen en las llanuras agrícolas de Texas. En este caso se hacen acompañar de la hemana pequeña de ella (Linda Manz), e incluso ellos mismos, a fin de evitar suspicacias, se hacen pasar por hermanos. Sin embargo, el dueño de las tierras donde empiezan a trabajar como braceros de la cosecha de trigo (Sam Shepard) se enamora de Abby, y da el pistoletazo de salida al drama: el granjero, un hombre enfermo que tiene los días contados, intenta vivir el amor que ya pensaba que no volvería; Bill, en cambio, ve la oportunidad de salir de la pobreza gracias a un matrimonio corto y a la próxima viudedad de Abby; esta, en cambio, arrastrada al malicioso plan por el interesado Bill, de pronto descubre en el granjero una sencillez, una bondad y una pureza de sentimientos que ella creía que no existían. Y esta precisamente, la cuestión del interés, del egoísmo, es la que conecta la historia íntima de estos personajes con el fresco general que la película representa, el contraste entre el sistema económico de producción, de las jerarquías empresariales, las jornadas, los salarios y los conflictos sindicales, y la vida rural, todavía vivida a la antigua usanza, marcada por los ciclos naturales, donde el capataz contrata directamente a los braceros, habla y se mezcla con ellos, donde se vive bajo el cielo estrellado y el beneficio se cuenta al instante, en monedas contantes y sonantes. La soledad, los amplios y desiertos espacios abiertos, la pequeñez del hombre frente a la naturaleza, a veces generosa y otras cruel, frente a la impostura de una arquitectura social lastrada de penalidades construida por el hombre en una amalgama urbana insalubre, superpoblada, injusta, despiadada. Esa libertad recién descubierta, no obstante, no logra sustituir la mezquindad, el egoísmo, la codicia, en los corazones de quienes desean trepar en la escala social, y llegan al extremo del crimen por obtener aquello que soñaron, y que precisamente con el propio crimen deja de existir. La película evita maniqueísmos y simplezas: no hay cara y cruz ni buenos ni malos; lo mismo que Bill es víctima de sus circunstancias, de su proceso de maduración en la miseria, el granjero es víctima del amor. Abby se lleva la peor parte, atrapada entre el interés perverso de uno y el amor sincero del otro, comprendiendo al primero y poco a poco amando al segundo. La tragedia, casi de tintes lorquianos, está servida.
El estallido de la violencia rompe la armonía de unos paisajes dotados de la textura y el color de oro de las espigas recién recogidas. La violencia surge como un artificio, impropio de un lugar de paz y armonía, un exabrupto importado de la brutalidad y la impiedad de la ciudad industrializada, y también como un método drástico y forzado de imponer a la naturaleza -la enfermedad del granjero, que no termina de liquidarlo- la voluntad del hombre. El sometimiento de la naturaleza por la mano del hombre, la aplicación selectiva de la muerte como herramienta de reordenación del espacio humano: el resumen de todos los conflictos, la raíz económica de todos los males, crueldades y violencias que el ser humano reparte. La muerte siempre por encima del amor, utilizándolo como pretexto. A ello no es ajena la datación elegida para la narración, 1916, en plena Primera Guerra Mundial, comenzada un verano a causa de un disparo multiplicado en cientos de batllas y bombardeos, una muerte acompañada de veinte millones de muertes, y con los Estados Unidos plácidamente aislados al otro lado del Atlántico a punto de zambullirse en ella, de salir de golpe de su inocente inconsciencia. La gran virtud añadida de Malick, vista su filmografía posterior, es que consigue narrar todo este mosaico humano en un metraje de lo más contenido (apenas hora y media).
Y ahí radica la fuerza y la pervivencia de la película. Su hermosura formal, la evocación bucólica de un paraíso en la tierra, de un entorno de armonía y conjunción con la naturaleza, no oculta ni puede enfrentarse a la lucha, la destrucción, los conflictos humanos, al estallido del odio y la violencia a manos de personas cuya naturaleza bondadosa no puede soportar el veneno de los celos y la rivalidad. Ni el granjero ni Bill, mezquino y ruin pero en ningún caso un asesino (hasta que él mismo se ve convertido en uno cuando es demasiado tarde y sin que haya tenido tiempo de reparar en su desgracia), pueden evitar la escalada de sentimientos negativos, perniciosos, perversos, que les lleva poco a poco a recurrir a un medio ajeno a ellos, la violencia, el deseo de matar, como mecanismo para lograr el encomiable fin del amor. Al amor por la muerte. O, como Esquilo puso en sus obras en boca de Zeus, «por el dolor a la sabiduría».
Creo que te lo he comentado alguna vez, adoro esta película… y tu texto logra captar su esencia.
Beso
Hildy
Esta película es una maravilla, mi querida Hildy. Soy partidario, no obstante, con mucha claridad, del personaje de Shepard. Pobrete…
Besos
Magistral texto para una película que me gusta mucho. De Malick puedo decir que solo me gustan sus dos primeras películas. Me enamoré de Malas tierras, pero quiero matizar algo al respecto. Me enamoré de la actriz Sissy Spacek. Ya sé, no era guapa ni espectacular ni nada de eso pero era auténticamente una mujer «camp», que le sentaba el mono texano y las camisas de cuadros como a nadie, es decir, de campo. En Quiero ser libre se ganó un Óscar, ay, esa cantante country-and-western. Frágil, pálida, pecosa y rubia que podría haber sido hermana gemela de Kevin Bacon. Fíjate tú cómo está en Cuando el río crece. Como uno ya no está para muchos trotes, si tuviese que ir a una isla desierta elegiría, sin ningún tipo de duda, a Sissy, y no a Veronica Lake, por ejemplo ¿Por qué? Yo te lo explico, amigo mío. Allí habría un cocotero y con Sissy sería sencillo. Ella me diría: «No te preocupes, Paco, ya me subo yo allí arriba, y cuando baje nos comemos los cocos tal cual». Con Veronica me exigiría: «Quiero que te subas allí arriba y me bajes todos los cocos y me hagas con ellos los mejores cócteles. ¡Venga, ya estás tardando!». ¿Me entiendes, amigo mío?
En aquella década prodigiosa teníamos a tres mujeres muy especiales, muy suyas: Sissy Spacek, Shelley Duvall (en El resplandor con su doblaje al español incluido), y a Lily Tomlin. Yo soy y seré siempre de Sissy.
¿Por dónde iba? Ah, sí por las pelícuas de Malick. Luego está esta que reseñas tan bien. La siguiente; La delgada línea roja ya me gusta menos y El Árbol de la Vida es algo que me hizo reír mucho. Esta película es una mezcla entre un culebrón y un documental de Carl Sagan, pero aprovechando los efectos especiales de Parque jurásico. Sin embargo, quise comprender a Malick con eso de poner la insignificancia de los problemas de una familia americana de cuyo lugar no sería encontrado con un GPS, al mismo tiempo que un dinosaurio se come a otro, pero el iluso que queda vivo también está condenado a desaparecer. En fin, ese tratamiento lo hizo mucho mejor Buster Keaton en Las tres edades.
¡Joder con Los Molinos, tempranillo, Valdepeñas, 1,78 euros!
Abrazos.
Si después de ver Carrie seguiste enamorado de Sissy, entonces la cosa tiene mérito… En fin, te doy toda la razón, tiene un encanto que va mucho más allá del físico (de hecho, el físico en ella no cuenta en absoluto). Y si la cosa se reduce a elegir entre las tres que citas, pues yo también me la pido. Por si los cocos, y eso, que te entiendo muy bien. No hacen falta islas ni cocos para ver eso cada día alrededor de uno.
En cuanto a Malick, pues, curiosamente, a mí me parece que le iba bastante mejor cuando hacía una película cada cinco o cada veinte años. Desde que prolifera tanto me parece uno de esos tipos sobrevalorados al que llaman autor y no cuenta más que banalidades disfrazadas de falsa solemnidad visual.
Como diría Mariano, «¡viva el vino!»
Abrazos
Y la banda sonora de Ennio Morricone … excepcional.
Maravillosa.