Mis escenas favoritas: Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine, Jonathan Dayton y Valerie Faris , 2006)

Cuando ves que a esto lo llaman cine independiente te entra la risa floja. La mayor parte del llamado cine independiente con recorrido comercial responde a una etiqueta, asímismo, puramente comercial, que alude más bien únicamente a mecanismos de financiación relativamente diferentes a los de las grandes producciones (a través, normalmente, de filiales de los estudios y distribuidoras que hacen el caldo gordo en esas mismas grandes producciones). Lo más preocupante, en cambio, es que bajo esa etiqueta de supuesta independencia, que publicitariamente quiere ligarse a cierta novedad, libertad o incluso irreverencia en los contenidos, no suele haber otra cosa que un discurso conservador y políticamente correcto disfrazado de humor más o menos atinado y sentimentalismo del barato.

Así ocurre con esta, no obstante, celebrada película de 2006, que tiene este Superfreak de Rick James como momento culminante. La idea de cachondearse de los concursos de belleza (más si son infantiles), con todo, es muy pertinente.

Cine y televisión: breve crónica de una rivalidad equivocada

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Ya está disponible el nuevo número de Imán, revista de la Asociación Aragonesa de Escritores, en el que, entre otros interesantes contenidos que os invitamos a descubrir, se incluye un artículo, obra de quien escribe, que resume las relaciones de encuentro y desencuentro entre el cine y la televisión, desde la competencia inicial al fenómeno de las series, pasando por el cine centrado en el fenómeno televisivo.

Cine y televisión: breve crónica de una rivalidad equivocada

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Música para una banda sonora vital: Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967)

Foggy Mountain Breakdown, de Lester Flatt y Earl Scruggs, acompaña la partitura de Burnett Guffey en la música compuesta para Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967), cinta fundacional de eso que se llamaría el Nuevo Hollywood, concebida inicialmente por sus guionistas, Robert Benton y David Newman, para ser dirigida por François Truffaut. Un tema que encaja a la perfección con las imágenes de persecuciones y tiroteos que salpican esta aclamada producción de la Warner Bros.

 

Mis escenas favoritas: Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, François Truffaut, 1959)

Fragmento de esta maravilla de François Truffaut, su debut en el largometraje en 1959. Toda una declaración de amor al cine inevitablemente compartida, y correspondida, por quienes se asoman a esta deliciosa película.

 

¿Distopía o premonición?: 1997: Rescate en Nueva York (Escape from New York, John Carpenter, 1981)

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Si nos olvidamos de la datación del futuro próximo que John Carpenter y su coguionista Nick Castle imaginaron para esta historia, 1997, nos encontramos ante un panorama para nada descabellado pero bastante desolador: Estados Unidos se ha enzarzado en una guerra a escala mundial con Rusia y China, en la que el componente nuclear supone un peligro para toda la humanidad. La sociedad norteamericana ha visto cómo la criminalidad ha aumentado un cuatrocientos por ciento, y la ciudad de Nueva York se ha convertido en una prisión de máxima seguridad rodeada de un muro custodiado por fuerzas policiales armadas hasta los dientes, dentro de la cual los recluidos se autogestionan en un ambiente sin gobierno, repleto de violencia, donde impera la ley del más fuerte. En este contexto, mientras se dirige a una importante conferencia con sus adversarios en la guerra, el avión del presidente de los Estados Unidos es secuestrado por un grupo terrorista y estrellado en la ciudad de Nueva York. Protegido en su cápsula de seguridad (que ya es protegerse), sobrevive al choque con una cartera que contiene importantes documentos secretos y una cassette con información sobre la fisión nuclear. Sin embargo, tener al presidente del país perdido en una prisión urbana genera una crisis para cuya resolución de recurre a un antiguo y díscolo marine convertido en convicto, y que debe introducirse en la ciudad para rescatar al presidente.

Más allá de los detalles concretos, la elección de un presidente lo bastante tonto para sobrevolar una zona de conflicto y permitir que se secuestre su avión, o la conversión, en cierto modo, de una sociedad de libertades como la americana en una prisión tutelada (por no mencionar el hecho concreto de que un avión choque contra un edificio de Nueva York, o la explícita alusión a un aterrizaje en lo alto de las Torres Gemelas), aunque esta lectura deba mantenerse en el terreno de lo virtual, colocan esta distopía de Carpenter en un futuro ya superado en lo cronológico pero en nada descartable a ciencia cierta. Aparte de lo débil de esta premisa argumental, lo cierto es que el director crea con un material repleto de carencias una interesante cinta de aventuras situada en un marco de lo más atractivo, y supera las evidentes limitaciones presupuestarias y la escasa entidad del guión con algunas notas visuales de interés (además de alguna chapuza en los efectos especiales) y unos personajes solventes interpretados con solvencia.

La película se ve lastrada por un inconveniente fundamental: Carpenter no puede aprovechar los espacios naturales de Nueva York para recrear su fantasía apocalíptica. Encerrado, pues, en su estudio, la trama se sitúa en interiores, en exteriores urbanos reconstruidos en decorados que huyen de cualquier huella reconocible de la ciudad, y en recreaciones, a base de efectos especiales, del perfil de la ciudad y del mar a su alrededor. La forzosa renuncia a la espectacularidad convierte por tanto la película en una cinta de personajes: Plissken (Kurt Russell), héroe a su pesar, no solo debe rescatar al presidente en el tiempo récord de 24 horas (el tiempo que tiene de hacer acto de presencia en su conferencia y de evitar así que sus adversarios se levanten de la mesa), sino que debe hacerlo para sobrevivir: para comprometerle en su misión le han inyectado una dosis letal de una bacteria que hará sus efectos pasado ese tiempo y cuyo antídoto solo le facilitarán a su regreso, de modo que si intenta evadirse o abstraerse de su cometido, morirá. Por otro lado, Hauk (Lee Van Cleef) es un jefe de policía que vulnera la ley sin vacilar, saltándose los derechos de un detenido, para conseguir un fin que él entiende superior,  y para el que se pone en las manos de un delincuente condenado que, precisamente, tenía como destino esa prisión. Continuar leyendo «¿Distopía o premonición?: 1997: Rescate en Nueva York (Escape from New York, John Carpenter, 1981)»

Música para una banda sonora vital: Billy Elliot (Stephen Daldry, 2000)

London calling, de The Clash, ilustra uno de los momentos de crítica social en el contexto de los años ochenta británicos de esta película de Stephen Daldry, todo un bombazo en su momento, que en el fondo no supone mucho más allá de una manida y plana historia de superación personal en un entorno hostil, aderezado en este caso con el complicado contexto político y social de la era Thatcher, lo cual es casi ya un subgénero en la cinematografía británica reciente. Lo mejor es que supuso el reconocimiento instantáneo del director de las más estimables Las horas (The hours, 2002) o El lector (The reader, 2008).

 

Mis escenas favoritas: Sospechosos habituales (The usual suspects, Bryan Singer, 1995)

(si no has visto la película, no le des al play)

1995 fue el año del descubrimiento para el gran público de Kevin Spacey, uno de los mejores y más carismáticos actores de Hollywood desde entonces. Aunque ya había interpretado unos cuantos papeles algo más que reseñables (como en Glenngarry Glen Ross de James Foley, 1992), sería por su espectacular aparición en Seven (David Fincher, 1995) y, sobre todo, por su magistral caracterización como Verbal Kint en esta película de Bryan Singer, por lo que se ganaría un lugar personal e intransferible entre lo mejor del cine americano actual.

En cuanto a la película, lo mejor sin duda de la carrera de Singer (perdida en la irrelevancia de las secuelas superheroicas, el cine juvenil y las películas de acción), en la línea de clásicos como Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941), los desajustes de guión, el problema de base que hace que todo el edificio construido para la trama se caiga como un castillo de naipes, no impiden que se trate de una obra mayor, de un auténtico y merecido filme de culto.

 

Buffalo Bill y los indios (Buffalo Bill and the Indians, or Sitting Bull’s History lesson, Robert Altman, 1976)

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Nada mejor para desmitificar el western que convertirlo en un circo. Dentro del Nuevo Hollywood del periodo 1967-1980, durante el que parecía que el cine americano podría ir por otros derroteros, el western crepuscular, la senda abierta por John Ford y Sam Peckinpah en 1962 y continuada, además de por el propio Peckinpah, por cineastas como Blake Edwards, Robert Altman, Arthur Penn, Richard Brooks, Ralph Nelson, Don Siegel, Walter Hill, Michael Cimino, Clint Eastwood o incluso los hermanos Coen, ocupa un capítulo central. El género puramente norteamericano por antonomasia, aquel que provocó que la industria del cine se instalara en Hollywood, la esencia misma del alma de América y de la expresión artística más popular del siglo XX, abiertamente en crisis desde finales de los años cincuenta, se miraba en el espejo para deconstruirse a la vista de un público que ya no se reconocía en el Oeste de dentaduras limpias y camisas planchadas de los tiempos clásicos, que después de Leone quería pelos largos, botas sucias, guardapolvos mugrientos, salpicaduras de sangre y, cosa no menor, una historia más respetuosa con los auténticos acontecimientos que significaron la conquista del Oeste, el Destino Manifiesto de los Estados Unidos en la construcción de su imperio hasta el Pacífico y más allá, en especial en lo que respecta a los indios. A esta circunstancia se añadía otra de tanta o mayor importancia: en tiempos de convulsión política (los asesinatos de los Kennedy y de Martin Luther King, la lucha por los derechos civiles, el terremoto del 68, la Guerra Fría, Cuba, Vietnam, el Watergate, la caída de Nixon…), los cineastas críticos, aquellos que deseaban cuestionar el modo de vida americano, mostrar las vergüenzas de un sistema injusto e hipócrita, encontraron en el western el vehículo a través del que hacer mofa del presunto ideal de América vendido por la mitología nacional, el supuesto sueño americano, un American way of life que era tan falso como las películas de pueblos y ciudades de cartón piedra de los primigenios tiempos del cine. Muchos cineastas utilizaron el género más americano de todos precisamente para, desmontándolo, reubicándolo, reinventándolo, dotándolo de nuevas estéticas, perspectivas y puntos de vista, revelar las falacias de una sociedad complaciente, pagada de sí misma, súbitamente traumatizada por su derrota en Asia y por el descubrimiento de la inmundicia política en la que se hallaba inmersa (y en la que sigue).

Nada mejor para desmitificar el western, y con él América, que acudir a un auténtico circo del western y a uno de sus héroes más célebres y al tiempo el más autoparódico, Buffalo Bill, el legendario explorador del ejército, cazador de búfalos, jinete del Pony Express, asesino de indios y empresario del espectáculo que en torno a 1885 fundó un circo con números basados en episodios más o menos inventados, supuestos sucesos ocurridos en el viejo Oeste y toda la esperada ristra de tópicos (asaltos a diligencias, estampidas de búfalos, combates con los indios, pruebas de puntería, habilidades en la monta o con el lazo, guía y captura de ganado, doma de caballos, etc.) y recorrer con él los Estados Unidos y algunas ciudades europeas (hermosísima la historia del guerrero indio fallecido repentinamente y enterrado en París). Precisamente el año del bicentenario de la Declaración de Independencia, Robert Altman, que ya había sorprendido un lustro antes con un western nevado y hermosamente fotografiado por Vilmos Zsigmond, Los vividores (McCabe & Mrs. Miller, 1971), regresa al género para acercarse a la figura de William F. Cody y reescribir la iconografía del Oeste caricaturizando a uno de sus mitos.

Basada en una obra de teatro de Arthur Kopit, y situada en un único escenario (el circo y sus instalaciones, públicas y privadas, durante los ensayos y las funciones), la película muestra en tono sarcástico el negocio del espectáculo erigido en torno a Buffalo Bill Cody (Paul Newman), y el proceso de negociación y diseño del que planea que sea su número estrella, la participación de Toro Sentado (Frank Kaquitts), en lo que sin duda pretende ser una puesta en evidencia del sometimiento del fiero guerrero sioux a la autoridad, primero del gran héroe del Oeste, y después a la raza blanca y al gobierno de los Estados Unidos. El Cody que nos presenta Altman y que Paul Newman interpreta a la perfección, no es ni mucho menos el hombre de acción valiente y resolutivo de los relatos por entregas, sino un fanfarrón con bastantes pocas luces, chabacano, mujeriego, borrachín y ególatra, que se reserva para sí, la única estrella, la gloria de los mejores momentos de los números de su circo. Al pretender hacer lo mismo con Toro Sentado, convertirlo en mera comparsa para su egocéntrico teatro de sí mismo, y dar por hecho, con toda su soberbia, que su «superior» inteligencia blanca hará lo que quiera con el palurdo aunque valiente viejo guerrero, Cody se enfrenta sin embargo a un adversario formidable, cauto, astuto, sagaz y lúcido, que una vez tras otra le lleva la contraria con éxito y burla los intentos de Cody para ridiculizarle o concederle un mero lugar subsidiario, residual. Buffalo Bill se ve así vencido una y otra vez por un hombre mucho más inteligente y auténtico, que no hace propaganda de su propia fachada, que acepta el circo como forma de supervivencia, que comprende que sus antiguas batallas están perdidas, pero que se niega a perder la dignidad ante sus vencedores, que sin embargo carecen de todo atisbo de vergüenza. Continuar leyendo «Buffalo Bill y los indios (Buffalo Bill and the Indians, or Sitting Bull’s History lesson, Robert Altman, 1976)»

Música para una banda sonora vital: La gran belleza (La grande bellezza, Paolo Sorrentino, 2013)

El hecho de que esta aclamada película de Paolo Sorrentino pueda ascribirse sin rubor y en todos sus términos a la llamada cultura del sucedáneo (que consiste, según definición improvisada, en ofrecer con descaro y pretenciosidad como novedad algo que otro ya ha hecho antes, más y mejor, en este caso la simple emulación del Federico Fellini de La dolce vita, 1960, Satyricon, 1969, y Roma, 1972, de las que Sorrentino toma estéticas, temas, motivos, personajes, imágenes e incluso gags concretos -la fugaz aparición en Roma de Anna Magnani que en La gran belleza imita la actriz francesa Fanny Ardant- bañados en fotografía digital), no le resta un ápice de encanto, aunque le priva de atributos propios de Fellini que Sorrentino solo revisita y envasa en imágenes estilizadas, cautivadoras, hipnóticas, hermosísimas. Si bien es cierto que, según dijo algún sabio, las citas «no pertenecen al primero que las dice, sino al que las dice mejor» (o también al más famoso que llegue a decirlas), todas las citas de esta película siguen perteneciendo al gran Federico.

Ejemplo de esta apreciación es el tema final, con las imágenes de Roma tomadas desde el mismo lecho del Tíber, que acompaña los créditos, las Beatitudes de Vladimir Martynov, que al fin y al cabo subrayan lo enunciado en el párrafo anterior: sin duda una partitura bellísima, cuyo sentido único es la repetición.