Aquí tenemos al bueno de Peter Cushing dirigiendo el tráfico vampírico en la Transilvania de Las novias de Drácula (The brides of Dracula, 1960), secuela de la celebrada aproximación de Terence Fisher y la factoría Hammer a la obra de Bram Stoker que encumbró casi instantáneamente a Christopher Lee, quien abandonó la serie antes de regresar a ella en Drácula, príncipe de las tinieblas (Dracula: prince of darkness, 1966). En este caso, una vez derrotado y destruido el malvado conde, son sus «hijos» (y no sus novias, que no vienen a cuento), resultado de su espiral de horror y sangre, el objeto de temor de transilvanos y visitantes incautos.
El guión de Jimmy Sangster, Peter Bryan y Edward Percy es un desbarre total para quien aguarde algún tipo de rigor en la conservación del tono y los temas de la obra original de Stoker. Muy al contrario, productora y director, sabedores de los puntos fuertes de su éxito precedente, persisten en las virtudes que llevaron al público a las salas en el intento de repetir fórmula y réditos: espléndida ambientación, morbo sexual y amplias dosis de violencia macabra allí donde el cine de Hollywood tenía acostumbrado al espectador a muertes limpias y asépticas. Pero la película introduce un elemento novedoso, distintivo y muy estimable, que permite contemplarla como algo más que una simple película de vampiros al servicio de la explotación de un fenómeno comercial: la relación entre el barón Meinster (David Peel) y su madre, la baronesa (Martita Hunt; qué hermosos, por cierto, los cariñosos fragmentos que Alec Guinness dedica a esta actriz en sus memorias). El barón, el más distinguido de entre las víctimas de Drácula, está al mismo tiempo retenido y mantenido por su madre, consciente del horror en que su hijo se ha convertido pero incapaz de renunciar a su maternal instinto protector.
El comienzo de la película, todo el preludio que antecede al desencadenamiento del terror y a la aparición de Peter Cushing-Van Helsing hacia la primera media hora de un metraje de apenas 80 minutos, es brillante. La narración nos introduce en la llegada a Transilvania de la joven Marianne Danielle (Yvonne Monlaur), que va a ejercer como profesora en una residencia de señoritas, y a la serie de extraños y amenazantes personajes que la rodean a su llegada, así como a los lugareños que comprenden los impensables peligros que acechan a una joven apetitosa en unos parajes como aquellos. El terror mudo, los cruces de miradas, las insinuaciones, las formas de hablar del mal sin invocarlo directamente, constituyen lo más acertado de este inicio: los dueños de la posada donde Marianne se ve obligada a hacer noche, su manera de intentar protegerla de los depredadores que maniobran para hacerse con ella (como con tantas otras antes), primero intentando que siga viaje y luego ofreciéndole refugio seguro en su casa, sus caras de horror e inmensa compasión cuando la ven aproximarse lentamente hacia una trampa mortal, la alegría sincera al comprobar que sobrevive a su primera noche en ese castillo diabólico… La película continúa en ascenso hasta que Marianne descubre la realidad del barón Meinster, encerrado en su casa, encadenado en un ala cerrada del edificio, tachado de loco (aunque la verdad última sea otra mucho más lúgubre y sangrienta). La madre, casi de tintes hitchcockianos, que protege a su hijo demoníaco de quienes por ello pueden querer matarle, al mismo tiempo que se ve obligada a emular sus crímenes para seguir alimentándole, lo cual a su vez supone el menor mal posible ante la indiscriminada multiplicación de víctimas potenciales en caso de que pudiera deambular libremente en las noches de invierno por los bosques y montañas transilvanos… Una vez establecido el drama y liberada la bestia, la película se convierte en una convencional historia de vampiros, con el barón a la caza y captura de la heroína, dejando un puñado de víctimas de muy buen ver a su paso, y los esfuerzos de Van Helsing y el párroco y el cura del pueblo por atajar la maldición sanguinolenta que acaba con las vidas de las jóvenes de la zona. En este punto destaca el personaje de Greta (Freda Jackson). Como el propio Van Helsing proclama, ningún vampiro puede sobrevivir sin un guardián humano, alguien que custodie y vigile su sueño. En el caso del barón, esta es Greta, la sirvienta de la baronesa Meinster, que lo crió y cuidó desde niño y que siente la necesidad de seguir velando por él incluso en su actual realidad de monstruo. La baronesa no es ajena a este sentimiento ni siquiera cuando el barón escapa de su cárcel y la somete a su trágica maldición. Cuando se topa con Van Helsing, la baronesa no hace nada por hacer proselitismo del vampirismo; muy al contrario, ententiendo muy bien que es una víctima de la tragedia, se resigna a su final, renuncia a enfrentarse al doctor, se compadece del punto al que ha llegado su vida (o su no vida), y encuentra en la conclusión que le ofrece Van Helsing una salida digna a su callejón sin salida.
Así pues, la segunda mitad de la película transita por las demarcaciones comunes al cine clásico de vampiros, el intento del vampiro por seguir acumulando víctimas y siervos (siervas en este caso, que no novias -novia pretendida solo hay una-, y menos de Drácula, que ni aparece), y los esfuerzos de Van Helsing, la joven engañada y los lugareños por acabar con el maldito ser que los amenaza. Por el camino, lo habitual: crucifijos, collares confeccionados con ajos, ataúdes, criptas, cementerios, tumbas removidas, colmillos al viento, ojos enrojecidos, hipnotismo sexual y chicas de abundante pecho y ancho escote que buscan saciar sus diversos apetitos. La pericia de Fisher en estos ardides proporciona, no obstante, puntos adicionales de interés y ciertas tomas de mérito. En primer lugar, el combate entre el barón y el doctor, del que el primero sale victorioso, lo cual obliga al guión a introducir una imaginativa salida para que Van Helsing eluda la maldición vampírica en sus propias carnes; entre las segundas, la secuencia en la cual Van Helsing consigue, alterando la posición de las gigantescas aspas del molino, confeccionar una cruz cristiana que le permita acabar con su enemigo mortal. El fuego purificador, como casi siempre, hará el resto.
Estimable cinta que, aun sin la presencia carismática de Christopher Lee, se sostiene como digno entretenimiento del género de terror, sección vampiros, con magnífico trabajo de iluminación de Jack Asher y un medido guión que suma nuevos elementos a la leyenda sin sobrepasarse en los tintes grotescos. Ideal para compañar solitarias noches de invierno.
Gran texto, amigo mío. Me encantaban las películas de la Hammer, tanto como el grandísimo Peter Cushing el mejor actor que ha sabido moverse delante de una cámara. Fíjate bien en sus películas y en sus movimientos; ¡qué elegancia, tío! Ahora, por ejemplo, un Brad Pitt, parece un simio junto a DiCaprio.
Es raro, a mí me ha dado por escribir sobre el samurai y a ti el vampiro. Me temo que no hemos crecido del todo, y eso está bien.
¿Sabes que preparo una serie sobre productoras de cine? De momento tengo acabada la de los estudios Ealing y Hammer.
Un abrazo.
Pues aguardo esos seriales con gusto. Hace poco vi también La maldición de la calavera, y tengo tres o cuatro más de la Hammer en la recámara. Cushing es elegante incluso de general galático con zapatillas de andar por casa…
Qué bien que sigamos siendo niños. Al menos para esto. ¿Has visto ya La La Land? Ay madre…
Abrazos
Pero ¡qué juego dan siempre los vampiros! y ellos siguen vivos en el mundo del cine. Cómo son. No nos dejan ya solitos. En literatura, series de televisión, cine, teatro… vivitos y coleando con mil y una historias.
Mira, de esta película tengo recuerdos vagos, pero tu texto me ha hecho querer de nuevo visionarla. Y claro es que la Hammer supo del encanto de los vampiros y lo bien que caen al público.
Beso
Hildy
Pues mira, en un libro del que voy a hablar aquí en un par de días, hablan de cómo es imposible, matemáticamente, que los vampiros se propaguen como en las películas. En fin, que hay gente para todo…
A mí estas pelis me encantaban de chaval por el morbo y el terror, por lo tétrico, por lo prohibido, lo tenebroso… Me las tomaba en serio. De más mayor me interesan otras cosas, a veces incluso las claves autoparódicas de estas películas. Son diversión pura. Me lo paso en grande.
Besos
Me cago en La La Land y en Ryan Gosling y Emma Stone, así de clarito. Dos actores que admiro, pero en el musical ni de coña. También son buenos actores la Catherine Deneuve y mira cómo está en Bailando en la oscuridad, o Ewan McGregor y Nicole Kidman en el insulto Moulin Rouge al cine musical. Veamos, amigo Alfredo, nos gusta el cine, y mucho, por eso podemos hablar honestamente y me voy a repetir aquí de nuevo con lo mismo de siempre. El musical es un género extinguido, pero no porque esté anticuado, sino porque es el género más difícil que ha dado la Historia del Cine. El cine negro, el western, la ciencia ficción, la comedia de la vida, el humor y bla bla bla, todavía nos puede dejar con la boca abierta (pero no porque nos hayamos dormido en el cine por una indigestión de palomitas en mal estado) sino porque es ansí, como diría don Pío Baroja. Lo que más de jode es que cada vez que realizan un musical siempre contratan a los más pánfilos en careto y movimiento. Ryan Gosling parece que siempre tiene sueño. Emma Stone parece que todavía no ha salido de la habitación adolescente. Deneuve parece que no acaba de creerse que está trabajando en un fábrica, ella, tan burguesa en ese discreto encanto de los burdeles parisinos de las bellas de día. No y no, joder, que el musical requiere una inteligencia que hoy no se tiene. West Side Story, sus calles, su coreografía, su música, sus actores, todo a flor de piel. Gene Kelly, Stanley Donen, Fred Astaire, Vicente Minnelli, incluso Ellos y ellas del enorme Joseph L. Mankiewicz, fíjate tú. Pal Joey de George Sidney y protagonizada por Frank Sinatra, Kim Novak y Rita Hayworth. ¡Me cago en todo lo que se menea! ¡Me cago en la leche! Y que ahora tenga uno que escuchar que Mamma Mia! con la rancia Meryl Streep y el maniquí estirado de Pierce Brosnan es una «peli guay», manda cojones. ¡Qué solo que estamos, hostia! Toda la puta vida mirando cine y ahora vienen los chachis guays a imponer lo que es un musical. Noche y día, volver a empezar (Cole Porter) con la misma mierda. Irving Berlin para los borrachos (como yo) a altas horas de la noche. Cantando bajo una lluvia ácida y el gran Astaire bailando en aquella habitación giratoria que anticipa 2001: una odisea del espacio. No. No iré a ver La La Land, sería como traicionar lo único que me mantiene en vida: el cine.
Más abrazos.
PD: Ni se te ocurra publicar este comentario en ninguna parte, amigo mío. Tengo más que suficiente con esquivar a diario los ladrones de mentes que salen de una vainas de guisantes. Por cierto, que sabor más repugnante tiene los guisante, ya sean enlatados o congelados, como nuestros corazones.
Pues mira, amigo, esta te la robo para subirla aquí un día como si se me hubiera ocurrido a mí, hala.
Solo tú puedes pasar de 2001 al sabor de los guisantes en un único comentario. En fin. Te diré que tienes muchísima razón en todo lo que dices. Ese tipo de ideas se me pasaron por la cabeza nada más ver La La Land, que es un pastelón cursi y azucarado con forma de musical, pero solo la forma. Excepto algunos tributos al jazz, el resto de la música es completamente irrelevante, y a nivel coreográfico, la película es una nulidad. Ella canta bien, pero baila mal; él ni canta ni baila bien. No hay grandes números de grupo, no hay coreografías de mérito, no hay música memorable excepto un fragmento breve. No hay personajes, solo una historia que hemos visto ya contada mil veces. En fin, como sé que al final caerás y la verás, ya me contarás, jeje…
Cuídate, amigo. Abrazos
Ja, ja, ja… Ahora acabo de leer tu respuesta , amigo mío. Es que todo está relacionado, conectado a través de un hilo subterráneo desde el mismísimo Big Bang del universo hasta el esfínter de Carles Puigdemont cuando apreta encerrado en su lavabo. Sin quererlo ni beberlo, aquí me dices que voy de la película 2001: una odisea del espacio al horrible sabor de los guisantes (enlatados o congelados), y precisamente tiene más relación de lo que parece. Verás; cuando era niño quería ser pirata o astronauta. Lo segundo me desilusionó al ver 2001: una odisea del espacio. Me quedé con aquella escena donde Keir Dullea está comiendo en aquella bandeja (como en los hospitales después de los recortes sanitarios), y me dije: «¡Qué asco!» En uno de esos compartimentos vi un puré de color verde y supe de inmediato que era de guisantes. A los americanos les encanta los guisantes. Lo hemos visto tú y yo en muchas películas, junto al maldito puré de patatas. ¿Recuerdas a Richard Dreyfuss en Encuentros en la tercera fase? A partir de la visión de la película odié el puré de patatas. ¡Qué asco! Dreyfuss con las manos embadurnadas de patata construyendo La Torre del Diablo, el monumento americano, allá en Wyoming. ¡Qué lejos de aquellos manjares que ofrecía el capitán Nemo dentro de su Nautilus! Por cierto, allí te abre el apetito y te dan ganas de fumar aquellos puros elaborados de ciertas algas marinas. ¡Me cago en la leche! ¡Y no hay libro que cine que hable de todo esto! ¿Por dónde iba? Ah, sí, cuando vimos La invasión de ladrones de cuerpos y vimos aquellas vainas eran las mismas que de los guisantes de nuestro mundo… y hoy, en la entrevista que he tenido, que siempre cobra tintes de interrogatorio, un tipo exánime me ha dicho, antes de empezar, que debería dormir. Lo sé, sufro de insomnio y las ojeras de delatan, pero me ha acojonado. De inmediato he detectado que es uno de ellos. «Deber dormir», me ha repetido. «Todo será más fácil». En fin, que este comentario se podría alargar hasta el infinito con referencias reales, cinematográficas y literarias que abarcan todo un infinito. Al final he salido por patas de aquel lugar. «Recursos humanos» se hacen llamar. Rod Serling y Richard Matheson me entenderían la mar de bien.
Un fuerte abrazo, amigo mió.
Estaría bien que borraras este comentario una vez leído. Están por todas partes. Y van en serio.
Jajaja… No te olvides de la manteca de cacahuete, que también se las trae…
Ay, el cine y la comida… Cuántas buenas escenas, o incluso películas completas, provocan hambre, remueven los jugos estomacales, hacen salivar. Todo encaja como un puzle sideral, amigo.
En fin, hay películas, historias, que nunca pasan de moda; al contrario, nos empeñamos en que sigan vigentes, en que se conviertan en el más absoluto, y terrible, realismo.
Abrazos
Por cierto, la vomitona que suelta Linda Blair en El exorcista es puré de guisantes.
Más abrazos y ahora sí que me voy.
Lo sé, hijo, lo sé. Una de las cosas más repelentes que han podido verse en el cine. Pero incluso más sabiendo lo que es.
Abrazos
Peter Cushing siempre me pareció un actor sobrio y solvente. Felicidades por el artículo.
Muchas gracias. Una de las notas distintivas de Cushing (como de Lee, o de Karloff, o de Price, incluso de Lugosi) era su delicioso sentido del humor. Los rodajes eran una fiesta, aunque muy al estilo del humor inglés. Curiosamente, con la gente del terror suele ocurrir a la inversa que con la gente del humor, son divertidos, ocurrentes, un dechado de risas. La gente de la comedia suele ser lo contrario, fría, solitaria, seria… Un fenómeno a estudiar.
Creo que es en esta peli…hay una cosita que me indignó: se trata de la resurrección de una de las vampiras en el cementerio; a todas luces se ve que el sepulcro tiene apenas 30 cm de profundidad y la tía se levanta como si lo hiciera de la toalla en la playa…O esas otras pelis en las que los vampiros se levantan rígidos como escobas…¡por favor, esos detalles!
Pues mira, Carlos, no se nos había ocurrido analizar el levantamiento vampírico como una de las bellas artes… También te digo que cotejarlo con un vampiro de verdad, a ver cómo lo hacen, está chungo. Por otro lado, pues hombre, 30 cm… Es poco, sí. Pero ya sabes que el vampirismo estiliza mucho.
Ja,ja,ja Pues desde Solchaga a Montoro, eran bastante chaparros…
Ya sabes lo que pasa con las dietas pobres en calcio…