Recursos inhumanos: El jefe de todo esto (Direktøren for det hele, Lars von Trier, 2006)

El presuntuoso y talentoso Lars von Trier, en su continua oscilación entre el genio y el mamarracho, sorprendió en 2006 con esta estupenda comedia que, sin poder encajarse dentro del tan cacareado como, salvo excepciones, infructuoso manifiesto Dogma 95, sí respeta el primer y no oficial mandato de esta inocua e innecesaria (porque no aporta nada que el cine, sin tanta pompa pseudorreflexiva y «gafapastil», no hubieran hecho ya antes, y por lo general bastante mejor) corriente cinematográfica danesa: no cumple, como la gran mayoría de los demás títulos adscritos a esta farsa intelectualoide, prácticamente ninguno de los demás mandamientos del movimiento fundado por Trier y Thomas Vinterberg, entre otros. En el fondo da igual porque la película vale la pena por sí misma aunque, salvo la eliminación de la música, el resto de reglas de esta tontería de manifiesto que abogaba por el retorno a cierta pureza formal sean vulneradas una tras otra. Convertida en filme de culto, la actualidad salpicada de noticias relativas a la evolución del mundo tecnológico, de continuos cambios en el sector empresarial, y la propaganda disfrazada de información sobre ferias y eventos, junto con, por otro lado, la irrefrenable imposición del capitalismo salvaje, dotan a la cinta de una vigencia que amenaza con convertirse en premonitoria de males mayores.

Ravn (Peter Glantzler) es el dueño y director de una empresa tecnológica dedicada a algún impreciso aspecto de Internet. Para evitarse conflictos sociales, laborales y de convivencia diaria, se inventó en su día un superior jerárquico ficticio, que supuestamente residía en Estados Unidos, lo que le permitía una doble vía para relacionarse con sus compañeros, que en realidad son sus empleados: tanto podía hacer piña con ellos para oponerse a las decisiones tomadas más arriba, fortalecer sus vínculos, conocerlos más y mejor, evaluar el entorno y prever sus reacciones, como le servía para responsabilizar a otras instancias, por demás falsas, de medidas tomadas únicamente por él mismo, y que a menudo les perjudicaban, de forma que pudiera mantener un adecuado clima de trabajo además de un óptimo nivel de estima de su persona. Sin embargo, cuando decide vender la empresa a una compañía islandesa, los empleados exigen conocer al mandamás, aludido tradicionalmente como «El jefe de todo esto», para que les informe de cómo los cambios van a afectar al objeto de negocio y a la situación de todos en la empresa. Ravn, atrapado en un laberinto que él mismo ha creado, no tiene más remedio que echar mano de su amigo Kristoffer (Jens Albinus), actor de profesión, y bastante malo, seguidor a ultranza, probablemente el único, de la escuela interpretativa del estrafalario teórico Gambini, para que finja ser El jefe de todo esto durante las veinticuatro horas que le va a costar cerrar el trato con los islandeses desplazados para las negociaciones. Por supuesto, es una comedia, todo se va a complicar, y Kristoffer, actor incompetente y ser humano patético, desconocedor de todo lo que rodea al negocio, se verá obligado a interpretar al jefe durante más tiempo del previsto, dando lugar a constantes equívocos y situaciones chuscas que hacen que todo vaya escapando poco a poco del control de Ravn y construyendo un gigantesco absurdo. Porque Kristoffer lo desconoce todo (el jefe inventado no tiene nombre, no se sabe por qué es tan rico y vive en Estados Unidos, no conoce a qué se dedica realmente la empresa, no sabe quiénes son sus empleados a pesar de que Ravn ha estado comunicándose falsamente con ellos por email, en nombre del jefe, durante años…), y Ravn no le prepara lo suficientemente bien para desempeñar su papel, razón por la cual acude a los postulados escénicos y dramáticos, a cual más delirante, del tal Gambini para construir su personaje. El desastre se complica porque la exmujer de Kristoffer, que, improvisadamente termina llamándose Svend E ante sus supuestos empleados, es la representante legal del empresario islandés, quien además odia todo lo que sea danés de una manera visceral. El deconocimiento por Kristoffer/Svend E de sus relaciones epistolares con sus subordinados (que van desde el odio personal, el sexo con una ninfómana, las promesas de amor y matrimonio, etc.) y, sobre todo, del objeto del negocio, sus condicionantes y recovecos, y la obligación de improvisar continuamente, provocan una sucesión de situaciones hilarantes que le obligan a recurrir a Ravn para saber qué hacer al tiempo que le descubren que su amigo es todo un jeta, un explotador sin sentimientos que engaña, manipula, estafa a sus empleados sin dar la cara, lo cual también le hace cambiar el punto de vista moral de su personaje, siempre siguiendo las enseñanzas del Gambini de marras…

Trier construye una película sobria y contenida, socarrona y mordaz, en la que no puede evitar meter las narices personalmente, con su propio acento. Así, la voz del director irrumpe en distintos pasajes del argumento, bien para plantearlo y contar claves de su desarrollo, bien para explicar las distintas elipsis, como un demiurgo (o más bien un creador endiosado, dada su nula humildad característica) que juega con el destino de sus personajes o varía la lógica de las cosas a su capricho pero simula presentarlo de manera objetiva. De un modo más subliminal, Trier introduce en la puesta en escena objetos descontextualizados, totalmente fuera de lugar (cuya localización y descubrimiento fue objeto de un exitoso concurso en los tiempos del estreno del filme), que de algún modo contribuyen a la, al principio, soterrada atmósfera de desquiciamiento que poco a poco va entrando en ebullición. Formalmente, la cinta adquiere puntualmente algunos modos del manifiesto Dogma (tomas con los personajes hablando fuera de cuadro, uso de sonido directo e iluminación natural), descansando en el tratamiento de los espacios y en la ubicación de los personajes en ellos y, sobre todo, de cara al encuadre. Resulta, por ejemplo, significativo que toda la acción transcurra en la sede de la empresa salvo las conversaciones y los acuerdos secretos entre Ravn y Kristoffer, que tienen lugar en la calle, ya sea en un puesto de bocadillos, un centro comercial, los aledaños de un tiovivo o un vivero. El humor surge, sin embargo, del choque de caracteres y de la desinformación: como Kristoffer/Svend E no conoce a sus empleados ni el extremo de intimidad que Ravn ha alcanzado con ellos en sus correos electrónicos falsos, sus reacciones son un continuo despropósito y derivan hacia catástrofes aún mayores. El complemento perfecto es la excentricidad de otros personajes: el empleado violento, que le zurra en cuanto tiene ocasión; el empresario islandés, todo un carácter, y su odio irracional hacia los daneses, antiguos colonizadores de su isla; el inglés pusilánime que nunca termina una frase ahogado en llanto… O la exmujer de Kristoffer, que resulta ser la única que le comprende, en la única que encuentra un punto de apoyo, un agarradero para intentar salir airoso, al tiempo que ella intenta llevar a buen fin el éxito de su cometido profesional.

De todo este puzle se extraen, no obstante, conclusiones muy ilustrativas sobre el mundo moderno en que nos desenvolvemos: una empresa que no solo funciona sin jefe oficial ni cabeza visible, sino que sus propios empleados parecen desconocer de qué va, a qué se dedica realmente (en ningún momento del metraje se alude explícitamente al objeto de negocio; todo son menciones veladas, vagas, ambiguas, a proyectos de nombres tecnológicamente rimbombantes de contenido silenciado, esto es, vacío), como si todo se decidiera sobre la marcha y funcionara por inercia; la forma en que se hacen negocios en determinados ámbitos de poder, de cómo los empleados no pintan absolutamente nada allí donde se produce la toma de decisiones; las dudosas relaciones con el mundo virtual de Internet, los juegos de identidad y la disolución de esta en el ente abstracto y sin asideros tangibles que supone la red; la forma en la que nos (re)presentamos ante los demás, cómo la identidad es un concepto que responde más al «cómo nos ven» que al «cómo somos realmente» (a este punto es tan aplicable el nudo central del enredo como las teorizaciones del puñetero Gambini a las que Kristoffer se refiere constantemente)… Todo ello refrendado por unas interpretaciones estupendas a caballo entre el desconcierto y el surrealismo, de rostros conocidos por otros títulos daneses de repercusión internacional (Gantzler, en Italiano para principiantes; Albinus en Los idiotas) o incluso de Hollywood (Hjejle, en Alta fidelidad de Stephen Frears, entre otras), que proporcionan a la película ese aire de perplejidad constante, de desubicación total, que los personajes experimentan y sobre los que se construye la puesta en escena, y el excéntrico reflejo de la realidad, de esta magnífica comedia de procedencia tan exótica para lo que tradicionalmente ha sido el cine de humor.

 

4 comentarios sobre “Recursos inhumanos: El jefe de todo esto (Direktøren for det hele, Lars von Trier, 2006)

  1. Con Trier tengo una relación amor-odio, lo que es cierto es que su cine y sus películas no pasan desapercibidas. A mí o me entusiasma o me deja planchada. No se puede negar que tiene una mirada especial. Conecto más con Thomas Vinterberg. Dicho esto ¡no he visto El jefe de todo esto y me apetece (y como siempre leyendo tu texto aún más).

    Beso
    Hildy

    1. A mí me pasa algo parecido, aunque en general no puedo con su pedantería y sus continuos subrayados de trazo gordo. Esta yo creo que te gustará, porque aunque no puede evitar ser él, trasluce cierta distancia y modestia, una humildad formal que le viene muy bien. A la película y sobre todo a él. Y además hay tres o cuatro momentos, si no alguno más, que te ríes bastante.

      Besos

  2. Como suele suceder, tras la lectura este artículo me interesa sobremanera ver la película. A ver si tengo ocasión. De momento el artículo ha sido más que ameno. Felicidades.

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