La destructiva pasión por hacer películas: Hard as Indie (Arturo M. Antolín, 2017)

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En 2008, tres amigos veinteañeros, entusiastas del cine pero carentes de cualquier experiencia en el medio, Carola Rodríguez, Bruno Teixidor y Nicolás Alcalá, decidieron embarcarse en un «visionario» proyecto titulado El cosmonauta. Presuntamente, la película, que había de llevar el modernísimo marchamo de «transmedia», quería crear una alternativa al modelo de producción usado actualmente en la industria cinematográfica, española y mundial, e iba a formar parte de un proyecto global consistente, además, en un libro y más de una treintena de piezas multimedia que deberían formar un conjunto más amplio y complejo. Financiado principalmente a través de crowdfunding y gracias a pequeños inversores, creado bajo licencia creative commons y con el objetivo de ser estrenado simultáneamente en televisión, cines y gratuitamente en Internet (menuda visión de negocio, por cierto), El cosmonauta (Nicolás Alcalá, 2o13), llevado adelante por el autoproclamado Riot Cinema Collective, su productora, aspiraba a ser conocido a nivel mundial como la nueva forma de producir cine. Tres años más tarde, con cuatro mil financiadores y tras haber recaudado un cuarto de millón de euros para la filmación, el grupo consiguió viajar a Letonia para hacer efectivo y tangible su sueño, para rodar la película. Una historia apasionante que transcurre entre la gloria y la chapuza, entre la aventura improvisada, el idealismo más insensato y el desbocado entusiasmo de los iluminados por la fe en el cine que ahora Arturo M. Antolín narra en su documental Hard as Indie (2017), estrenado el pasado 26 de enero, tanto en la plataforma Filmin como en su propia web.

La película hace un recorrido por el origen y los prolegómenos de la producción, por sus fases de crecimiento, tanto en España como en el extranjero, y por el propio rodaje en Letonia (oleadas de mosquitos, un director devorado por la megalomanía, una producción de aficionados, un alojamiento en un antiguo hotel de Brézhnev a la zona, actores en rebeldía y grandes fiestas alcohólicas), con especial interés en el continuo carrusel de dificultades que se le presentaron al equipo (empezando por la espantada de la primera coproductora, Alisa Green, la anulación de los permisos para rodar en la Ciudad de las Estrellas, en Moscú, donde se formaban los cosmonautas soviéticos, o el cambio de idioma de rodaje, de español a inglés, que forzó el despido del primer protagonista escogido), y a los juegos malabares de todo tipo (diplomáticos, económicos y logísticos) que este debió afrontar para superarlas. El documental pone particular énfasis en retratar cómo las relaciones entre sus miembros (tanto respecto a los intérpretes extranjeros, entre los propios miembros del equipo español e incluso dentro del terceto que concibió la película) se fueron deteriorando a medida que crecían los problemas y los resultados técnicos y artísticos no llegaban. Hard as Indie reúne material rodado durante seis años, testimonios directos de los implicados, extraídos de sus propias grabaciones durante el rodaje, entrevistas exclusivas concedidas a posteriori e imágenes de la trastienda de la filmación en Letonia para contar la extravagante historia que rodeó la experiencia de El cosmonauta. Contiene, igualmente, el epílogo de la aventura, el infierno del larguísimo periodo de montaje (las discusiones profesionales acerca del tono final de la película, más poético y existencial que tecnológico o de aventuras), los problemas derivados del estreno, las pésimas críticas recibidas, la deuda económica generada con el Estado (con proceso judicial incluido) y la devolución de la mayor parte de las subvenciones recibidas, y el eco, a favor y en contra, que el fenómeno de El cosmonauta tuvo en las redes sociales (y prácticamente en ningún sitio más), en particular a partir de unos desafortunados comentarios de Alcalá en Facebook.

Principalmente, en cambio, el documental constituye una reflexión sobre el cine en sí mismo. Implica un catálogo de todo aquello que hay que evitar cuando se pretende hacer cine, y, en contra de las pretensiones iniciales de los líderes del equipo, se convierte en un manual de todo aquello que resulta contraproducente a la hora de producir películas. El hambre por contar historias no es suficiente pero, pese a todo, la película capta magníficamente la brillante odisea de este grupo de indocumentados que logró poner en pie una película al margen de la minúscula industria española, tan solo con su empuje y su determinación, venciendo múltiples adversidades, con un rodaje en el extranjero, en inglés, de una historia de lo más atípica para el cine español, conjungando poesía, epopeya tecnológica y ciencia ficción desde lo artesanal, por momentos incluso desde lo cutre. El resultado, desde luego ni de lejos tan lamentable y bochornoso como ha sido catalogado en redes sociales, dista mucho de ser, incluso en algunas fases de parecer profesional, pero cuenta con el valor añadido del mérito. Con pulso vibrante y ritmo ágil, Hard as Indie hace un repaso trepidante por las vivencias y los conflictos que salpicaron el rodaje y ayuda a valorar en su justa medida una singladura tan insólita y descabellada como repleta de épica de andar por casa; logra, por sí mismo, erigirse en la magnífica crónica de un proyecto digno de respeto y de consideración, con un pequeño, poco visible y, seguramente, no muy memorable capítulo de la historia del cine español, pero, al fin y al cabo, historia del cine español que, además, supuso el fin de una gran amistad.

Una ruta biográfica: Roma (Federico Fellini, 1972)

Hermosísimas estampas romanas de palacios, fuentes, callejuelas y plazas, mientras suenan las campanas a la intensa luz del mediodía, o en silencio y en penumbra, en la plena soledad y quietud de la noche. Turistas que desembarcan de sus coloridos autocares y se apelotonan en los principales parques y monumentos romanos. Interminables fiestas y verbenas por las que desfila lo más elegante y lo más grotesco de la sociedad romana. Hippies que salpican las escalinatas de la Plaza de España o que se arremolinan alrededor de las fuentes para llenar las noches de música y calor humano. Conversaciones sobre el paso del tiempo, la vejez, el sentido de la vida… ¿Paolo Sorrentino y La gran belleza (La grande bellezza, 2013)? No: Federico Fellini. El maestro de Rímini inspiró a Sorrentino por partida triple –La gran belleza = La dolce vita (1961) + Satyricon (1969) + Roma (1972)-, en particular a través de este paseo personal y biográfico por la Ciudad Eterna a caballo entre la memoria, el documental, la nostalgia y el recuerdo, entre los sueños, la magia y la realidad desnuda, con un tema musical (excepcional, obra de Nino Rota) repetido con distintos arreglos como hilo conductor, y con la mirada tras la lente del director de fotografía Giuseppe Rotunno.

Fellini recorre para ello la historia de la ciudad desde una perspectiva personal. La Roma de los Césares, la de los Papas y la proclamada por Mussolini como Tercera Roma se dan la mano con la Roma de Fellini (que bautiza así la película), la que él conoció y en la que vivió desde su llegada para trabajar como viñetista, dibujante e ilustrador en plena Segunda Guerra Mundial. Desde la distancia de provincias (sus primeros recuerdos de la ciudad se remontan a una piedra de la carretera que marcaba la distancia hasta la capital y a las enseñanzas escolares, exaltadas por la propaganda fascista, sobre las glorias de la Roma imperial, en especial, el paso del Rubicón por César y su muerte a traición) al momento del rodaje, comienzos de los años setenta, Fellini presenta su particular guía de viajes romana, envuelta en la belleza de su condición de museo vivo al aire libre y en la espontaneidad anárquica e irritante de su diario caos vital. Un paseo personal en el que no faltan las cenas al aire libre, las visitas a los burdeles (la abundancia de soldados de permiso, el trabajo en cadena, las redadas y los locales reservados a las máximas autoridades civiles, militares y quién sabe qué más…), las verbenas populares y la observación subrepticia de las costumbres del pueblo llano y de la aristocracia arruinada. Construida sobre fragmentos que recrean escenas concretas, la mirada de Fellini se extiende sobre las autopistas que dan acceso a la ciudad, con esos flancos en los que se amontonan las áreas de servicio abandonadas o las fábricas desmanteladas, convertidas en amasijo de cemento y hierro, o por el interior de los ricos y decadentes palacios de las familias venidas a menos, de una opulencia ajada y trasnochada, en una síntesis de caricia amable y retrato crítico aunque sardónicamente benevolente.

La película atesora un puñado de momentos inolvidables y de imágenes cautivadoras: en lo más alto del podio, el episodio en el que, durante las obras de construcción de una nueva línea de metro, los obreros localizan una antigua casa romana decorada con hermosísimas pinturas perfectamente conservadas. El deambular de los periodistas y de los obreros por los anegados túneles subterráneos, observados por rostros y miradas de miles de años de edad y su súbita degradación al entrar en contacto con el oxígeno del exterior se cuentan entre los momentos más hermosos y sublimes del cine de los setenta, una manera eficaz y líricamente evocadora de sugerir la fugacidad de la vida y del peso de la huella de la historia. Otros frescos son más vitalistas y humanos, están dedicados a la observación de la fauna romana: así, las comidas populares, las verbenas y los festejos callejeros, con sus tipos humanos y el mosaico de sus relaciones, siempre con el amor y el sexo como protagonistas. Fellini, sin embargo, no los retrata siempre en su ecosistema propio, sino que recrea en estudio una barriada popular de Roma para situar en ella una representación de la vida colectiva tal cual él la recuerda o concibe, y combina estos montajes con otros en que sí utiliza escenarios reales, callejas, terrazas y plazas en cuyos escenarios y mesas suena la música, corre el vino y humean los colmados platos de pasta. La mujer romana es la presencia más habitual y agradecida en las distintas fases de metraje, así como la técnica, la tecnología, en particular, la de los medios de locomoción (desde el tren y el tranvía a los vehículos a motor de distintas épocas), que actúan de contraste entre el mundo viejo y el nuevo, de abrazo del tiempo en torno a la ciudad. Continuar leyendo «Una ruta biográfica: Roma (Federico Fellini, 1972)»

Música para una banda sonora vital: En los límites de la realidad (Twilight zone: the movie, John Landis, Steven Spielberg, Joe Dante y George Miller, 1983)

Tanto al principio como al final de la adaptación cinematográfica que John Landis, Steven Spielberg, Joe Dante y George Miller hicieron de la célebre serie televisiva, de género fantástico, concebida por Rod Serling, La dimensión desconocida (The twilight zone, 1959-1964), titulada en España En los límites de la realidad (Twilight zone: the movie, 1983), y precediendo a su famosa sintonía (Jerry Goldsmith es también el autor de la música de la película), irrumpe este clásico de la Credence Clearwater Revival, The midnight special (1969). La película, dividida en cuatro episodios, es recordada, sobre todo, por el primero y el último de ellos.

The show must go on: Noche de estreno (Opening night, John Cassavetes, 1977)

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Pedro Almodóvar utilizó al comienzo de Todo sobre mi madre (1999) la premisa inicial de esta obra mayor de John Cassavetes: a la salida de un teatro, una de las más fieles seguidoras de la gran actriz Myrtle Gordon (excepcional Gena Rowlands, premiada en Berlín por su interpretación), que se suma al grupo de decenas de personas agolpadas bajo la lluvia a la caza de autógrafos y fotos, es mortalmente atropellada. Este desgraciado hecho fortuito marca profundamente a la actriz, una mujer que vive intensamente la profesión, que se mete hasta la médula en la psicología de sus personajes, lo cual destapa una crisis personal en la que la vida privada y el presente y el futuro en el oficio se confunden en una encrucijada de difícil salida. El papel que interpreta en la obra que tiene en cartel, el de una mujer que se rebela ante las consecuencias del paso del tiempo, viene a agravar su delicado equilibrio emocional y el estado de sus relaciones con los responsables de la obra y sus compañeros de reparto. Este sobrevenido caos vital se traslada a su manera de entender la profesión, a su relación con el texto que interpreta y, finalmente, a su actitud, tanto sobre las tablas del teatro donde ensaya y representa su papel en la gira de provincias previa al desembarco en Broadway, como en su propia vida personal.

Noche de estreno es, además, tal vez ante todo, un sentido homenaje al teatro y al papel capital que la ficción ocupa en nuestras vidas. Magníficamente interpretada, la gran virtud de Cassavetes, que escribe, produce y dirige el filme, además de reservarse uno de los principales papeles, está en relatar una historia de trasfondo puramente teatral con mecanismos narrativos exclusivamente cinematográficos, en los que prima la mirada, la imagen, sobre el texto. Como es costumbre en su cine, su marca de fábrica, las secuencias transitan entre una elaborada construcción visual, aparentemente azarosa o casual, a menudo con cámara en mano y personajes fuera de cuadro, y un contenido que, delimitado en líneas generales en el argumento esbozado en el guion, es rellenado, construido, «escrito» sobre la marcha por los intérpretes sobre la base de la improvisación y de la interacción dramática entre ellos. Ben Gazzara y el propio Cassavetes son los contrapuntos masculinos al protagonismo central de Rowlands, mientras que dos viejas glorias del Hollywood en blanco y negro, Joan Blondell y Paul Stewart, en excelentes interpretaciones, completan con breves pero sustanciosos papeles las relaciones a varias bandas que se producen entre los distintos agentes que intervienen en la puesta en pie de una producción teatral con pretensiones (autora, productor, director y reparto). Con todo, es Gena Rowlands la que ofrece un auténtico recital, primero como célebre actriz de carácter que se convierte súbitamente en una criatura frágil y vulnerable, y más adelante, en el tramo final, en su magistral labor de reconstrucción, en especial, en la larga secuencia final, la del estreno, uno de los más importantes retratos del Ave Fénix que ha dado el cine, en el que Myrtle recupera, a través de su personaje, la integridad y la fuerza, el verdadero carácter que ha hecho de ella una de las más reconocidas actrices de las tablas estadounidenses. Por otro lado, las secuencias que comparte con su pareja, Cassavetes (o con otros miembros de su familia, como su hermano David o su suegra, Katherine), destilan una química especial, pero, en particular aquellas de gran tensión, denotan una capacidad interpretativa superior, conmueven al tiempo que sorprenden por el grado de tensión emocional que alcanzan y dan una idea de la complejidad y la gran labor de introspección personal o, en este caso, de pareja, que puede conllevar el trabajo del actor. Continuar leyendo «The show must go on: Noche de estreno (Opening night, John Cassavetes, 1977)»

Música para una banda sonora vital: Baby driver (Edgar Wright, 2017)

Coproducción en su mayoría británica pese a contar con financiación norteamericana y rodarse en Estados Unidos, Baby driver es uno de los mayores blufs del pasado 2017. Película de acción, persecuciones, música y atracos de precisión, está tan vacía y es tan insustancial bajo su carcasa de aparente refinamiento cinematográfico como tan aparatosa, ruidosa y llena de cacharrería audiovisual es su forma, tal y como ordena el primer mandamiento del cine comercial moderno, implantado por los grandes gurús de la nada audiovisual (Nolan, Fincher, Villeneuve, entre otros): «si no sabemos ser complejos, al menos, seamos confusos».

Cabe, no obstante, deleitarse unos segundos con algunas de las canciones que van salpicando la narración. Una de ellas es el tema de 1977 I’m easy, de The Commodores, grupo de la Motown liderado por Lionel Ritchie, versionada en los noventa por Faith no more.

 

Diálogos de celuloide: Un tranvía llamado Deseo (A streetcar named Desire, Elia Kazan, 1951)

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-¿Te importa que me ponga cómodo?

-Estar cómodo es el lema que tenemos en mi tierra.

-También es el mío. Pero es díficil parecer fresca cuando se siente calor.

-Hoy no me he lavado ni empolvado siquiera.

-Hay que tener cuidado. Andas con una prenda húmeda y pillas un catarro.

(guion de Elia Kazan a partir de la obra de Tennessee Williams)

Territorios humanos: Mesas separadas (Separate tables, Delbert Mann, 1958)

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Coescrita para el cine por el autor de la obra de teatro en que se inspira, Terence Rattigan, Mesas separadas, dirigida por Delbert Mann tres años después de la inolvidable Marty (1955), constituye, ante todo, un extraordinario recital interpretativo, un auténtico disfrute de lo que implica la profesión de actor. Lo consigue, además, contrastando dos escuelas a priori diametralmente opuestas, la británica, sostenida principalmente gracias a su excelsa tradición teatral, y la estadounidense en su versión ajena a Broadway, la edificada en torno a Hollywood.

En el coqueto y modesto hotelito de la costa británica que regenta la señorita Pat Cooper (Wendy Hiller), en el que transcurren los cien minutos de metraje, se da cita un curioso grupo de huéspedes residentes, cada uno con su propia historia, pero, a su vez, extrañamente envueltos en los avatares de sus compañeros de alojamiento. El primero, la relación que la dueña de la casa mantiene, más o menos secretamente, con el periodista John Malcolm (Burt Lancaster), un hombre que arrastra un pasado de desencanto y frustación que lo mantiene anclado a la bebida. Por otra parte, la joven Sibyl (una impresionante Deborah Kerr), una muchacha tímida y pusilánime, no logra sacudirse el dominio que sobre ella ejerce su madre, Mrs. Railton-Bell (Gladys Cooper), que pasa sus días en compañía de otra vieja chismosa, Lady Matheson (Cathleen Nesbitt). El gran animador del lugar es el comandante Pollock (grandioso David Niven, premiado con el Óscar por su personaje), militar retirado que no cesa de recordar sus experiencias en el norte de África durante la Segunda Guerra Mundial. Otros huéspedes más o menos circunstanciales son Fowler, veterano profesor de cultura griega (Felix Aylmer), Miss Meacham (May Hallatt), una solterona obsesionada con las apuestas, y dos jóvenes novios que, ante los demás, se hacen pasar por estudiantes que preparan sus exámenes de Medicina (Rod Taylor y Audrey Dalton). El pacífico equilibro del tranquilo aburrimiento del hotel se quiebra debido a una doble circunstancia: en primer lugar, la llegada de Ann Shankland (Rita Hayworth), famoso personaje del mundo de las revistas del corazón que es, además, la antigua esposa de Malcolm; en segundo término, la publicación de una noticia en la prensa que cubre de vergüenza a uno de los huéspedes, y que, además, revela la falsedad de su identidad.

Como buena adaptación teatral, no solo no rehúye, sino que aprovecha las limitaciones espaciales de la historia para hacer de la necesidad virtud. Mann fragmenta el espacio del hotel para conformar distintos escenarios paralelos y distribuir las presencias y ausencias de los personajes, sus encuentros y sus diálogos, con las zonas comunes como foco de atención principal, con puntuales excursiones a determinadas habitaciones, la cocina, la recepción, las dependencias privadas de Pat o la terraza exterior, poseedora esta de un valor narrativo crucial en la relación retomada entre Ann y Malcolm. Naturalmente, la gran fuerza de la historia radica en el texto y en el reparto, que administran magníficamente los distintos giros del argumento y la inversión de la carga moral y emocional de las sucesivas escenas, que alteran sus relaciones y sus estados de ánimo y en las que dominan la nobleza y el anhelo de romper con la soledad en la que viven todos estos territorios humanos, como islas próximas a la costa pero incomunicadas con ella. La narración funciona a distintos niveles, y si en un primer plano se exponen el juego de odios aparentes y ascuas ardiendo de la pareja Malcolm-Ann, la sumisión de Sybil para con su madre y las dudas y angustias de Pollock, el retrato colectivo de los distintos personajes y de sus relaciones ofrece un mosaico prácticamente completo del devenir de las relaciones amorosas entre un hombre y una mujer. De este modo, asistimos al cortejo (en los temerosos inicios, por ambas partes, de la relación entre Sibyl y Pollock), la pasión (los jóvenes estudiantes), el compromiso (Malcolm y Pat), el matrimonio, el abandono y el espejismo de la reconciliación (el triángulo que forman Malcolm, Pat y Ann) y la viudez y la soledad (Lady Matheson, Mrs. Railton-Bell, tal vez Fowler y Miss Meacham). Continuar leyendo «Territorios humanos: Mesas separadas (Separate tables, Delbert Mann, 1958)»

Música para una banda sonora vital: El cónsul de Sodoma (Sigfrid Monleón, 2009)

Always on my mind, titulada originalmente You were always on my mind, es un tema compuesto por Johnny Christopher, Mark James y Wayne Carson Thompson y grabado por Gwen McCrae, popularizado por Elvis Presley en 1972.

La versión discotequera de los Pet shop boys cierra la película de Sigfrid Monleón El cónsul de Sodoma, irregular pero no del todo desestimable recorrido por la vida del poeta Jaime Gil de Biedma.

El clip que se incluye a continuación cuenta con la participación del actor Joss Ackland.