Australia tiene su propia tradición western, erigida en torno a figuras como Ned Kelly, ampliamente recogida en su cine y su televisión. Más extraordinario resulta encontrar westerns coproducidos por Gran Bretaña y Nueva Zelanda, en los que los maravillosos paisajes de este último país simulen representar las inacabables praderas y las espesuras boscosas del estado de Colorado. Slow west deviene, por tanto, en proyecto insólito ya desde su concepción; también por la condición de quien lo dirige, John Maclean, músico recovertido en director de cine que debuta nada menos que con una del Oeste que no está filmada en el genuino Oeste. Finalmente, porque la película apela al universo clásico del género dotándolo de un generoso toque escocés, de referencias a los hermanos Coen en determinados aspectos humorísticos y en la conformación de ciertas situaciones, en particular, en la definición entre pintoresca y estrambótica de algunos personajes secundarios, y porque consigue elevar la originalidad del conjunto sobre la, a priori, planicie inicial del guion. Un western brevísimo (escasos ochenta minutos) que, como el buen cine, cuenta muchísimo con muy poco.
El joven e imberbe Jay (Kodi Smit-McPhee), vástago de la aristocracia escocesa, viaja desde Escocia al territorio de Colorado tras los pasos de su amada Rose Ross (Caren Pistorius), una plebeya, hija de granjeros, es decir, de clase inferior, que no responde exactamente a sus anhelos con sentimientos de la misma naturaleza e intensidad. El idealismo romántico tira de él, y se reconvierte en entusiasta exploración a la busca de la amada que conlleva la ignorancia de todos los peligros y la minimización de los riesgos. Jay se libra de una situación peliaguda gracias a la intervención del dudoso Silas (Michael Fassbender), especie de cuatrero, bandido, cazador de recompensas y antiguo atracador de bancos, todo en uno, que por cincuenta pavos se ofrece a llevarlo donde reside su querida Rose. Lo que Jay no sabe es que Rose y su padre están en busca y captura por un hecho criminal (fortuito, eso sí; de eso sabe mucho el propio Jay, ya que tiene que ver con su misma familia…), que andan tras ellos todos los cazadores de hombres del país, incluidos un pintoresco matón disfrazado de predicador y toda la vieja banda criminal a la que Silas perteneció, compuesta por tipos de lo más verborreicos y particulares. En el tránsito hacia su destino, Jay y Silas sortean peligros derivados de la presencia de estos competidores, de los ataques indios, de los pequeños buscavidas que pueblan la región y de los rigores climáticos (fríos vientos y lluvias torrenciales), mientras van a acercándose a un desenlace que, en una película construida sobre la suma de pequeños minimalismos que constrastan con la majestuosidad de los exteriores, alcanza cotas de épica y lírica de la violencia que aluden directamente a Sam Peckinpah.
Breves flashbacks que narran lo acontecido en el pasado escocés de Rose y Jay puntean una narración lineal muy sostenida, incluso morosa, que conduce pausadamente al turbulento tiroteo final. Un buen puñado de hallazgos visuales y un desenlace absolutamente inesperado pero perfectamente contado, en lo explícito y en lo implícito, subrayan la extraordinaria madurez formal de un conjunto más cerebral que apasionado, que bebe sobre todo del western de los setenta (Arthur Penn, Michael Cimino, Richard Brooks o Monte Hellman), aunque no se olvida de los Coen ni de Jim Jarmusch, pero que despunta por su originalidad dentro de un género demasiado tendente al lugar común. Tan inteligente y sombrío como salvaje e inquietante, el guion, firmado por el propio Maclean combina con destreza elementos o incluso tonos tan dispares como inesperadamente complementarios, dentro de un formato hermosamente fotografiado y adornado con una sutil carga de humor negro, no exento de crítica, en particular en lo referido al genocidio cometido contra la población nativa, y unos infrecuentes referentes culturales en un western, máxime en un western actual. Una mezcla que llega a acariciar la solemnidad de una parábola bíblica, en la que no falta uno de los tópicos esenciales del western, la fundación de una nueva comunidad humana en plena naturaleza virgen, que es tratado a la manera tradicional, la del renacimiento de las cenizas, la de un nuevo mundo levantado sobre la sangre y los huesos del viejo.
La película encuentra así, en su sencillez y su modestia, los mejores cimientos para levantarse y superarse a sí misma, y convertirse en una breve y muy estimable revisitación al género cinematográfico por excelencia, al tiempo respetuosa con su larga y rica herencia, en tanto que profundamente renovadora, joven y fresca. Nunca un héroe del western tuvo una vida tan corta e intrascendente, vivió un final tan amargo y se convirtió en algo tan grande. Una pequeña cabaña de Colorado en la que vale mucho la pena detenerse.
La vi hace ya un tiempo, atraído por el gancho Fassbender que no rechaza intervenir en películas a priori de lo que podríamos llamar clase B (porque Serie B ya está definida) y la sorpresa fue hallarme ante un elenco que cumple con creces la propuesta exprimiendo los caracteres de forma visual ante la cortedad de los diálogos.
Desde luego, hay un buen oficio en contar la trama en menos de hora y media y eso ya es algo a favor no por la brevedad sino por aprovechar el tiempo a disposición en algo útil y curiosamente lo realizan con un tempo moderado, lo que también se agradece en una época en la que los montajes sincopados parecen requisito sine qua non.
Sin embargo, pongo en el otro lado de la balanza una estética que me deja frío, alejado del relato que nos cuentan: los paisajes son demasiado bonitos, las habitaciones son demasiado pulcras, el mobiliario parece acabado de comprar e incluso las telas de los ropajes parecen recién sacadas de la lavadora: puede ser error de novatos, supongo, y si bien es cierto que no afecta a un guión que me parece bueno en su trama y en la forma que presenta los personajes, sí que me hace un pelín artificioso el resultado.
¿Quién dijo que el western había muerto? Quizás debamos buscarlo al otro lado del Pacífico, lo mismo que el cine que cuenta historias de gente más o menos normal…..
Un abrazo.
Ciertamente, Josep. No obstante, en cuanto al «otro lado de la balanza», yo haría un matiz. Esa belleza, esa pulcritud, ese olor a nuevo tienen que ver, creo yo, con las partes del argumento que tienen que ver con el joven protagonista, preso de un amor idealizado, en particular, con sus evocaciones personales; en todo lo que no tiene que ver con Rose, esa estética (paisajes aparte) no es así, por ejemplo en las cabañas y los locales que se encuentran por el camino, así como la gente con la que se tropiezan. Creo que es una forma estética de plasmar el carácter iluso del muchachuelo en cuestión. Por eso la casa, por ejemplo, acaba como acaba…
Un abrazo
No lo sé, Alfredo, quizás tengas razón en adjudicar esos detalles «limpios» al ideal del joven, pero consulto mis notas (estuve a punto de dedicarle una entrada) y veo que incluso las armas en el tiroteo parecen recién pulidas. En ocasiones el hiperrealismo (aquellas balas entrando lentamente en los cuerpos gracias a la cámara rápida) en situaciones estresantes tampoco me gusta, pero, como me enseñó mi padre yendo al teatro, cuando un actor (aunque sea aficionado) hace de vagabundo pobre, mejor que sus manos y sus pies descalzos ¡estén sucios!.
Advierto que a veces, los detalles me hacen perder el bosque….
Un abrazo.
Jajajaja. Tienes toda la razón.
Un abrazo
John Maclean es un tipo poco conocido por estos albores, amigo mío. Su físico es muy similar al presentador catalán Òscar Almaud. Si no te lo creer, busca por internet, ya verás. He seguido cosas de John y creo que lo único que vale la pena es, precisamente, esta película, con tintes del cine de los Coen, con un guion, quizá algo plano, pero interesante. También veo algo de Peckinpah, y si me apuras, un pelín de Monte Hellman, ese director totalmente olvidado, pero interesante. Todos los olvidos lo son, amigo mío, y, tocando lo más contemporáneo podría decir que hay algo de Jarmusch. Buen debut para un tipo, que ya te digo, se parece mucho físicamente a ese presentador catalán de TV3 llamado Òscar Almaud, y es lo que le lleva a mal traer por estos lares. Por cierto, el hijo de Stephen King, Joe Hill, también va de ese rollo estético y estático. Pues nada, que es un western que me gusta, con esos toques de humor, esa fotografía, esos paisajes, esos forajidos, esos aventureros. Lo dijo Borges: que el western volvió a activar de nuevo la vieja y perdida épica del hombre.
Ay, el amigo Josep y sus bosques. Es cierto. Cuando yo era niño veía a mi padre afeitarse todos los días porque tenía una barba muy espesa. Luego veía las películas de Tarzán y me decía: «Joder, si que va bien afeitado este tipo. Cuando lo veía en esa casa tan cutre sobre un árbol se me iban los ojos buscando el enchufe para la máquina de afeitar. Cosas de críos. Por cierto, busca el careto de Òscar Almaud y luego el de John Maclean y Joe Hill.
Abrazos mil.
¡Caramba! Pero Almaud tiene el cabello claro y la barba oscura, y Maclean tiene el cabello oscuro y la barba clara… ¿Y si a Joe Hill no le afeitas las barbas no se parece a Puigdemont? Además, comparten lo de la fantasía y la ciencia ficción…
A mí me sorprendió esta película, tanto o más que te cuestiones cómo se afeitaba Tarzán y no cómo se depilaba Jane… En fin, el mundo está para que resucite Peckinpah y nos monte otro grupo salvaje.
Abrazos
Que tal Ernesto!
La vi en su momento y no la tengo muy fresca (leyendo la reseña que escribi compruebo que me gusto, aunque tampoco fue para tirar cohetes), coincido con lo que comenta Josep. Tengo la mania (no se si considerarla algo enfermiza) de fijarme demasiado en esos pequeños detalles que a veces logran sacarme de la pelicula, diria que a veces hay peliculas que cojean en exceso de esa falta de puesta en escena creible, ya se que siempre se puede rebatir con que el Robin Hood de Errol Flynn puede resultar grotesco con aquellos leotardos pero bueno…
Saludos!
Bueno, Juan 🙂 , eso es que no la viste bien 🙂
Piensa en que, más allá de ciertos límites mínimos relacionados con la coherencia interna de las historias, lo que es creíble o no depende de la persona. El cine, a mi entender, no tiene la obligación de ser creíble (entendido el concepto como verosímil; más bien, si el cine tiene una obligación, es la contraria). La cuestión es si los distintos elementos poseen un valor por sí mismo que complementen, que completen, el conjunto hacia allí donde la película transita, bien de acuerdo con la idea de base, ya como constraste que refuerce esa idea general. No se trata de credibilidad, creo yo, ni mucho menos de verosimilitud, sino de coherencia. Aquí tenemos un personaje (al menos uno) que idealiza la realidad; la película hace bien en introducir belleza idealizada donde no la hay, donde vemos cómo es imposible que la haya. Tal vez una metáfora del amor.
¡Saludos!