El pasado 1 de enero, Frankenstein, de Mary Shelley, cumplió 200 años.
Monstruos y dioses en Villa Diodati
Cada vez sentía mayor desprecio por las tesis de la moderna filosofía natural. Qué distinto sería si los científicos se dedicaran a la búsqueda de los secretos de la inmortalidad y del poder; aquellas metas, aunque sin valor real, estaban llenas de grandeza.
(Mary Shelley)
Gonzalo Suárez, rara avis del cine español, cineasta, narrador, dramaturgo, periodista, poeta y antiguo ojeador de fichajes del club de fútbol Internazionale de Milán se aproxima en Remando al viento (1988) a la realidad histórica de personajes como Lord Byron, John Polidori, la pareja formada por Percy Bhysse Shelley y su esposa Mary o el filósofo William Godwin para narrar con grandes dosis de lirismo e imaginación literaria la génesis de una de las grandes novelas góticas, una de las más populares e icónicas creaciones literarias de todos los tiempos, Frankenstein. Con enfoque realmente fantasioso examina el proceso creativo desde la mágica perspectiva de una obra literaria que cobra vida hasta el punto de influir decisivamente en los destinos de quienes han asistido a su nacimiento o colaborado en él. De este modo la historia, surgida del reto lanzado por Byron a la luz de las velas durante una veraniega noche de tormenta en Villa Diodati, la casa cerca de Ginebra donde el poeta se encontraba en 1816, de escribir el más estremecedor cuento de terror, se toma como punto de unión del trágico destino de todos los personajes involucrados en la forja de la narración en la que un moderno Prometeo debía desafiar nuevamente a los dioses.
Después de Waterloo y el confinamiento de Bonaparte en Santa Elena, finalizado el Congreso de Viena que reordenó las fronteras del continente y perdonó la vida a Francia, Europa se ve inmersa en una turbulenta época de cambios sociales y políticos. Se intenta profundizar en los conceptos democráticos insinuados en la Revolución, comienzan a sentarse las bases de las reivindicaciones obreras que marcarán las revoluciones que salpicarán el siglo y empiezan a despertar las conciencias nacionales que, a través de un romanticismo exacerbado y dogmático, tantos desastres traerán en un futuro no muy lejano. Al mismo tiempo Schiller, Byron, Goethe y algunos otros destronan a Goldoni como mejor autor de su tiempo y el Romanticismo se encuentra en pleno apogeo. Las estampas de castillos abandonados, de ruinas, de cementerios desolados y sombríos, los ideales y los amores que pueden llevar a un suicidio temprano, a la muerte como ascenso hacia la ansiada libertad total, la crítica a los privilegiados, especialmente a la Iglesia, la ruptura de las convenciones sociales y, sobre todo, el teatro y la poesía que sirven de vehículo a estos pensamientos se alternan con la preocupación por los acontecimientos políticos europeos, como la forja por parte de Inglaterra de un inmenso imperio colonial, los levantamientos liberales en España contra el absolutismo de Fernando VII o los primeros conatos independentistas de Grecia frente al poder otomano.
En este marco se desarrolla la historia, inspirada en hechos reales pero con gran derroche de imaginación, que relata las jornadas que estos personajes compartieron en Villa Diodati durante la visita que Percy Bysshe Shelley (Valentine Pelka), Mary (Lizzy McInnerny) y su hermana Clara (Elizabeth Hurley, antes de recauchutarse) realizaron a Lord Byron (Hugh Grant) en su retiro suizo. El estupendo vestuario (incluso en cuanto a las rarezas estéticas de Byron), la escenografía, las magníficas localizaciones naturales y los exteriores escogidos dotan a esta película de un magnetismo misterioso, repleto de poesía y al mismo tiempo cercano a la puesta en escena teatral. Las secuencias rodadas en exteriores profundizan en la estética romántica como forma de mostrar las firmes convicciones ideales de quienes pertenecían a esta corriente: los planos de la barca bogando en el lago a la luz de la luna, el mágico jardín de la casa, iluminado o en penumbra, el castillo al que se dirigen Byron y Shelley cuando sufren la tempestad, las anchas playas de fina arena y los mares embravecidos, los acantilados sometidos a fuertes vientos, la campiña italiana de prados verdes bajo la lluvia, ese clérigo vestido de ricas ropas, apoltronado en una góndola que surca los canales venecianos sobre aguas grises, entre edificios sucios y bajo puentes comidos por la humedad, que se deja llevar hacia el palacio de inmenso patio enlosado para oficiar de correo entre Byron, que retoza en ese instante con una dama casada, y el marido de ésta, que aguarda el dinero que el poeta está dispuesto a pagar como indulgencia por el disfrute obtenido de su esposa, labor diplomática para la que tan ilustre mensajero resulta de lo más apropiado.
En el frío verano de 1816 (conocido como el año sin verano), una noche de tormenta, de esas que en Villa Diodati transcurren leyendo poesía a la luz de una vela o jugando una partida de billar, Shelley, Byron, Polidori (José Luis Gómez), Mary y Clara se entretienen leyendo y contando historias de fantasmas en un entorno lúgubre, de viento, lluvia, truenos, relámpagos y sombras de perfiles sinuosos que se proyectan en las paredes débilmente iluminadas. De esta reunión histórica nació El vampiro, de John Polidori y por supuesto, Frankenstein o el moderno Prometeo, cuyo título hace referencia al Prometeo liberado de Shelley, y a su vez al clásico Prometeo encadenado atribuido a Esquilo.
Contada a modo de flashback por una solitaria Mary, pasajera de un barco que surca aguas árticas en busca de la Criatura que ella misma ha creado (remedando así el principio y final de la obra literaria, que Mary Shelley situaba en las heladas superficies polares), la película realiza el seguimiento de las vidas de estos personajes que coincidieron aquella mágica noche y los desgraciados avatares que les sucedieron a ellos y a quienes los rodearon. Para ello utiliza como vehículo al monstruo, la Criatura (José Carlos Rivas) ideada por Mary Shelley, el Prometeo (al que erróneamente suele identificarse como Frankenstein, olvidando que éste es el nombre de su creador, con toda probabilidad el verdadero monstruo) cuyas espectrales apariciones tienen lugar siempre como anuncio de la catástrofe que está a punto de sobrevenir. Polidori contempla a la horrible Criatura antes de poner fin a su vida. Más tarde, tras la muerte en Londres de Godwin y de la hermana menor de Mary y Clara, la Criatura visita al hijo de los Shelley (en una escena inspiradísima que rememora la famosa secuencia de la película de James Whale de 1931) y a la hija de Byron y Clara, internada en una escuela religiosa, justo antes de morir prematuramente. Igualmente, aparecerá en la playa antes de que Shelley se haga a la mar en la travesía que le costará la vida, y su presencia amenaza a Byron, que tras la sugerente escena de la incineración del cadáver de Shelley en la playa mientras se recita La serpiente, formula propósito de ir a luchar por la libertad de Grecia, donde encontrará la muerte en Missolonghi. Las apariciones de la Criatura se rubrican además con frases de diálogo apenas susurradas que recuperan palabras dichas por los propios personajes en momentos anteriores del guión con las que parecían estar presagiando sin darse cuenta su propio desgraciado final. De este modo se nos muestra la Criatura no como un espectro o una presencia ajena a los personajes sino como proyección de su propia alma que cobra vida, como un reflejo del lado oscuro de cada uno de ellos en el espejo de un futuro fatal resumido en la frase “Tu respiración es mi respiración”.
Una banda sonora maravillosamente escogida en la que la música de Mozart o la magnífica Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis de Ralph Vaughan Williams es puerta de entrada al inquietante mundo de sueños, ilusiones, amores y pesadillas de los personajes acompaña unas imágenes emocionantes, lúgubres, majestuosas y de admirable factura filmadas en espléndidas localizaciones fotografiadas con gran belleza formal y sutil sensibilidad. El guión, impregnado de influencias literarias, que ensambla con gran pulso narrativo historia y literatura, realidad, ficción e imaginación, intenta acercarse al mito literario a través de una interpretación fantasiosa del contexto real en que fue concebida la obra más que al monstruo de cicatrices y tornillos que encarnara Boris Karloff en el clásico cinematográfico de 1931 que homenajea Bill Condon en su estupenda Dioses y monstruos (Gods and monsters, 1998).
Con un estupendo título difícil de igualar, recrea de forma libre los últimos días del olvidado cineasta James Whale, autor de grandes hitos del género de terror como El Doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931), El hombre invisible (The invisible man, 1933) o La novia de Frankenstein (The bride of Frankenstein, 1935), y también de clásicos más convencionales como Magnolia (Show boat, 1936). Según la película, Whale, acosado por una enfermedad cerebral degenerativa, habría sufrido un deterioro progresivo de sus facultades mentales hasta el punto de creerse rodeado de las criaturas de ficción que creó en el pasado, en una especie de delirio relativamente común entre actores y cineastas por el cual en sus postreros momentos se sentirían poseídos, acosados o acompañados por los personajes que interpretaron o crearon, al estilo de Bela Lugosi, que cerca de su muerte sólo vivía de noche, vestía su traje de vampiro, dormía en un ataúd e incluso ordenó que se le amortajase con su famosa capa, o Johnny Weissmüller, que ya anciano insistía en vestir el taparrabos de Tarzán y emitir su famoso grito, el mismo fenómeno del que Billy Wilder echó mano a la hora de retratar la extravagante personalidad de Norma Desmond en Sunset Boulevard (El crepúsculo de los dioses, 1950).
El vehículo de Bill Condon para presentar los problemas de Whale es Clayton, interpretado de manera bastante más efectiva de lo que cabía esperar por el insípido Brendan Fraser, muy solvente en la piel del joven viril, impulsivo y un tanto simplón que se contrata como jardinero en casa del anciano cineasta. Whale (magistral Ian McKellen), conocido homosexual de la época dorada de Hollywood, abandonado por su amante y aburrido de aprovecharse de insustanciales y bobos jovencitos que sólo buscan historias morbosas sobre el pasado, se siente atraído por el joven Clayton, al que convence para que pose como modelo de sus eróticos retratos masculinos. Pero la atracción, al principio física, es también de otra índole. En Clayton, aunque no se hace patente para el espectador hasta bien entrada la película, Whale ve la encarnación de su monstruo, inventado ciertamente por Mary Shelley, pero al que él dio la estética, la personalidad, el marchamo mítico definitivo.
Clayton, desconocedor al principio de las tendencias sexuales de su patrono, acepta actuar como modelo para sus dibujos y tras el tiempo y las charlas compartidos empieza a sentir respeto y admiración hacia ese viejo encogido en su sillón de mimbre cuyo humor destila cierta amargura. Se abre aquí una doble vía en sus relaciones. En sus encuentros flota una atmósfera de atracción-repulsión sexual: Whale es para Clayton todo lo que rechaza, un monstruo que desempeña un papel opuesto en su concepción de lo correcto en las relaciones íntimas, la más estricta heterosexualidad, a poder ser, a rienda suelta y sin ataduras, de ahí que busque desfogarse con la primera desconocida que encuentra cuando la camarera del bar y amante ocasional (Lolita Davidovich) le da plantón, una forma radical de afirmar su condición sexual frente a los continuos devaneos e insinuaciones de Whale. Por el contrario, para el director Clayton es todo lo que él deseó en su pasado, inalcanzable ya cuando está a punto de dejar el mundo. Este callado lenguaje da pie a una segunda clave en su relación, un extraño juego de confesiones, de verdades a medias y de antiguos complejos que salen a la luz fruto de la confianza algo recelosa que surge entre ambos. En ese intercambio, cada vez más profundo e inquietante, la vida de Whale irá siendo objeto principal de las charlas y su realidad, su historia repleta de dioses y monstruos se mostrará a Clayton como mucho más compleja de lo que hubiera imaginado. Este nivel de su relación converge con la verdadera historia de Whale, el adaptador a la pantalla de la famosa novela de Mary Shelley, el creador de la criatura. Un hombre que juega a ser Dios, que inventa a un monstruo a su imagen y semejanza, que es él mismo y que por tanto niega su condición de Dios, una reinterpretación del moderno Prometeo, el hombre que quiso desafiar a los dioses, imitarlos, sentarse entre ellos, y que como castigo a su soberbia fue reducido a la categoría de monstruo, condenado a ser eternamente devorado por un águila hasta que Zeus se apiadó de él y envió a Heracles, el musculado Clayton, para liberarle.
La película trata también de la estéril y eterna discusión entre lo bueno y lo malo, de su asimilación con lo aceptado o no aceptado, de la duda ante si una objetividad es posible. Clayton, avanzando en el conocimiento del anciano director, se encontrará con que es una criatura frágil, física y anímicamente (“ojalá fuera el hombre invisible”, se lamenta) que sólo merece su compasión y su piedad. Sabrá que en su pasado hay muchas experiencias negativas que acabaron por hundirle en la desesperación y que su anonimato fue una opción que él mismo escogió a raíz de un desengaño amoroso con un actor. La evolución de Clayton con respecto a Whale queda plasmada en la escena en que, muy cambiado (su efigie no recuerda ya aquí al monstruo), acompañado de su mujer y su hijo, emulará al monstruo bajo la lluvia. Así da vida nuevamente a la creación de Whale, que no es otra cosa que un reflejo de la intolerancia, la incomprensión.
La relación de ambos llega finalmente al extremo más íntimo posible, el juego de la vida y la muerte. Al igual que en la novela y la cinta clásica, una tormenta nocturna desencadena una tempestad interior y se suceden las tomas en las que se alternan paralelamente imágenes de Clayton, con una apariencia casi monstruosa, y de la Criatura, creando así un híbrido de realidad y ficción que no es más que la angustia interior que amenaza a Whale desde su reprimida infancia, y que volcó en el esbozo a lápiz que hizo del verdadero monstruo, el rechazo, la marginación, el odio, allá por los años treinta, en el trozo de papel que, enmarcado, sigue presidiendo su escritorio como, en recuerdo del maestro Goya, monstruo nacido del sueño de su razón.
Condon ofrece una espléndida recreación de los últimos días de vida de James Whale, una obra maestra acerca del dolor, una epopeya sobre la implacable e invencible soledad, sobre el fracaso en la búsqueda del amor, donde Ian McKellen obsequia un verdadero recital interpretativo y en la que Brendan Fraser logra su mejor actuación hasta la fecha como joven inmaduro y dubitativo. El mayor mérito no obstante lo adquiere un fantástico guión, premio de la Academia, en el que se logra atrapar y combinar perfectamente la profundidad y las dudas de la novela de Mary Shelley con la cinta clásica de James Whale y las propias vivencias de éste para crear un potente drama que no deja indiferente, un clásico imperecedero.
(de mi libro 39estaciones. De viaje entre el cine y la vida. Zaragoza, Eclipsados, 2011)
¡Joder! Nada más entrar pensaba que se trataba del aniversario del blog y me he dicho: «¡Ya han pasado doscientos años! Qué susto.
Gran texto, amigo Alfredo. El año del verano que nunca llegó, de William Ospina, Bravura, de Emmanuel Carrère y una colección de relatos sobre la famosa villa Diodati donde colaboran un puñado de escritores fascinados por este caserón y todo lo que ocurrió allí, me han acompañado recientemente. Debo confesar que las películas de Frankenstein no me sedujeron nunca. Hay que verlas como un aparte de la obra de Shelley, porque no tienen nada que ver con el original, sin embargo, todo lo que ha dado de sí esta maravillosa obra, tanto en el terror moderno como en la ciencia ficción. Ay, pobre Mary Shelley, que se le fueron muriendo familia, hijos y marido y no pudo soportarlo.
Hay un momento de la novela que me fascina, y es cundo en una noche el doctor duerme en su cama un sueño inquieto; de pronto se despierta, abre los ojos a la vaga luz de la luna y ahí mismo, junto a la cabecera, está la criatura: mirándole con mala cara, porque no tiene otra. ¿Cómo se sentiría usted, amigo lector? ¿Acaso habrá algo más espantoso que tener conciencia de que no es usted más que un experimento brotado de un cementerio y cosido con pedazos de cadáveres, que no tiene padres ni familia, que los demás seres humanos se horrorizan de su aspecto y que nunca logrará encontrar un semejante, un hermano? Por eso la criatura dice: «Soy malo porque soy desgraciado.»
Por otro lado, Bruno Latour, sociólogo francés arguye que la humanidad no ha aprendido bien las lecciones del cuento moral prototípico sobre los peligros de jugar a ser dios: el Frankenstein de la Shelley. Según Latour, la verdadera lección de la obra de la autora no es, como se entiende habitualmente, que “no debemos importunar a la madre naturaleza”, sino, más bien, que no debemos huir de los embrollos tecnológicos que vamos dejando a nuestro paso como hizo el joven doctor Frankenstein cuando abandonó al monstruo al que había dado vida.
Qué gran obra, coño. Qué grandes historias mientras el mundo espera las nuevas aventuras de Robert Dwney Jr., revestido de hierro color chillón.
Abrazos mil.
Jajajaja… Qué cierre…
El monstruo de Frankenstein es mi personaje favorito de ficción, obviamente, por todas las razones que apuntas y algunas más. No hago ascos al monstruo cinematográfico aunque, eso sí, poniéndolo en su contexto y pensándolo en términos estrictamente cinematográficos, huyendo de la novela. El libro de Ospina lo disfruté mucho; el de Carrère aún no lo he leído, está en la pila de pendientes, brrr…
Me quedo con el comentario sobre Latour, no lo conocía y me parece de lo más interesante.
Abrazos, monstruo.
… Es un bonito aniversario. Ahora en un canal están poniendo un montón de películas bajo el imaginario de Frankenstein, que muchos se alejan del imaginario literario. Pues el cine creo una imagen propia del monstruo.
Pero las dos películas que eliges no son solo buenas y hermosas, sino que se acercan al mito literario y cinematográfico de una manera preciosa.
Y además vuelvo a recordar aquel otro libro que escribiste, el de 39 estaciones.
Beso
Hildy
Alguien debería hacer un buen documental sobre este fenómeno, que recogiera la herencia literaria y su traslado al cine. Sería fantástico. Una lanza, desde aquí, por Kenneth Branagh, al que machacaron, para mí, excesivamente.
Besos
Una de las cosas que no me gusta del Frankenstein cinematográfico es que no habla. En la obra literaria, incluso tiene una voz sensual, que contrasta con el adefesio que es físicamente. Lo hace como un poco discapacitado en el cine. Ya se sabe que con esos zapatones el caminar es algo patizambo, además de los tornillos a ambos lados del cuello, más el añadido que no habla… Pero te entiendo sobre la devoción del personaje creado por el gran Boris (no el Aguirre, claro). Incluso me parece maravillosa la escena mítica de la niña en el lago, que Víctor Erice añade en su El espíritu de la colmena. Ahora bien, Erice cuando añade a su monstruo de Frankenstein particular e ibérico me parece algo ridículo (estaría bien hablar un día sobre el motivo de esta decisión por parte de Erice). Luego está la iconografía que se establece como un credo, al igual que Sherlock Holmes, que nunca llevó una gorra de cazador ni esa pipa curvada. Se establece en el cine y ahí se queda para siempre, incluso en las portadas de la obra de Conan Doyle. Luego están las parodias, que tanto nos hicieron reír, pero también ocasionaron estropicios. El jovencito Frankenstein, La familia Munster, y, a modo más personal; El monstruo de Sanchezstein, interpretado por Luis Ricardo, canti dubi dubi dubi, canti dubi dubi da… ¡Oh, yeah! Solo nos falta que en una nueva edición del Frankenstein de la Shelley nos ponga en la portada a Luis Ricardo. Y sí, la película del viejo Sir Kenneth Branagh no es tan mala como dicen, pero sí algo exagerada. Muy rápida, con un ritmo trepidante al más puro estilo pulp que no la favorece en nada. Luego está la insoportable actriz Helena Bonham Carter (que se parece físicamente a la Isabel Gemio). Es una actriz que cansa mucho porque siempre está haciendo el mismo papel. No la aguanta ni su marido Tim Burton, y eso que este hombre es friki de cojones. A mí me pasa con Helena lo mismo que a la Keira Knightley. Me confunde cuando veo una película de la Keira, medio dormido en el sofá. A medida que me voy despertando, con baba en la comisura de los labios, no sé si estoy viendo Orgullo y prejuicio, La duquesa, Ana Karenina, El rey Arturo, o Un método peligroso haciendo aquellas horribles muecas extrayendo los dientes como el viejo Alien.
Y ya acabo, creo que al viejo irlandés Branagh no se le da muy bien adaptar a los clásicos ingleses. Sus shakespeares son muy soporíferos, y ya ni hablo con lo que ha hecho con Hercules Poirot, donde, por otra parte, amenaza con más películas de este pequeño, feo, repelente, sesudo y genial belga. Agatha Christie está en peligro con sus nuevas ediciones y ¡PORTADAS!
Abrazos mil
¡Y no te olvides de Kiko Veneno cantando en La Bola de cristal…!
Creo que a Keira le pasa lo mismo que a Jennifer Jones, que era muy mona pero deformaba su cara continuamente para poner muecas, generalmente de asco, pensando que ahí radicaba la expresividad de una actriz. A Keira le pasa lo mismo cuando ríe, por ejemplo. Si te pega un bocado te amputa medio cuerpo, como Tiburón…
Creo que a Branagh le perdieron los mismos aires de ópera rock que a Coppola con su Drácula. Sin embargo, a mí la película, en general, me gusta, aunque coincido contigo en lo de la Bonham Carter. Qué cruz de tipa…
A mí el Shakespeare que más me gusta de Branagh es Mucho ruido y pocas nueces. Y esa peliculita de Woody Allen sin Woody Allen que se marcó sobre una representación cutre de Hamlet, En lo más crudo del crudo invierno, aunque sea una comedieta intrascendente con un final feliz escrito desde el principio. No sé, tiene encanto. Su Poirot me da pampurrias; para mí siempre será Ustinov (que por cierto, hoy cumpliría 97 tacos).
Abrazos
Me quito el sombrero ante tu comentario sobre la película «Dioses y monstruos». La española, «Remando al viento» tendría que volver a revisarla pues hace años que no la veo – en su momento no me llamó demasiado la atención, la verdad, pero será cuestión de refrescarla.
Con lo bonito que te ha quedado el comentario sobre la película de Bill Condon no me atrevo a decir nada más, pues la película de por sí es de lo mejorcito que se ha hecho en las últimas décadas en EEUU, y ya es decir mucho, muchísimo. Me parece una obra de arte. Qué decir de Mckellen, se sale literalmente de la pantalla y hasta el Fraser lo hace bien, supongo que era consciente de la clase de película que era y del pedazo compañero que tenía de reparto. A mí esta película me produce un verdadero encogimiento, me parece verme a mí misma – si llego – a la edad del protagonista, con su doliente soledad, sus angustias y lo más terrible de todo, que es lo que suele acompañar de manera recurrente en esas edades: los recuerdos. Si tuviera que resumir esta película en una frase sería: «Las cicatrices del alma».
Saludos!!
Una película magnífica, de los mejores guiones escritos en Hollywood en el último cuarto de siglo (nada de Aaron Sorkin y sus chorradas). He combinado ambas películas (de hecho, lo hice en el libro que se cita al final) porque las une un parentesco adicional al que resulta más aparente. Además de girar en torno a Frankenstein, abordan el maravilloso tema de las relaciones entre vida y ficción, la naturaleza a menudo intercambiable de una y otra. Un aspecto que me interesa mucho, y en el que, como bien dices, los recuerdos y las huellas del pasado desempeñan un papel fundamental. Acaso el cine, el gran cine, siempre trate este mismo tema.
Saludos, y gracias, como siempre.