Este clásico lleno de nostalgia interpretado por Vera Lynn, We’ll meet again, muy famoso en Gran Bretaña en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, alcanza un inesperado sentido irónico al acompañar a las imágenes de destrucción atómica con que concluye esta comedia de Stanley Kubrick. Un filme brillante que con el tiempo, lejos de perder vigencia, vuelve una y otra vez a medida que asistimos al patético espectáculo de la irresponsabilidad de los dirigentes políticos, nacionales e internacionales.
Mes: noviembre 2018
Cartago Cinema en la revista Turia
Amor al cine
por
Pedro Moreno Pérez
Desde hace más de diez años, la bitácora 39escalones. Reflexiones desde un rollo de celuloide se ha convertido en una referencia para cuantos estamos interesados en el cine y buscamos un lugar en el que las películas de las que se da noticia son analizadas o revisitadas y lo son con un rigor y precisión sobresalientes, amén de estar trufadas con un toque de humor que convierte en una delicia la lectura de cada una de las entradas que se van publicando. Con posterioridad al inicio del blog, allá por 2011 apareció el libro 39 estaciones. De viaje entre el cine y la vida, editado por la zaragozana Eclipsados, en el que se recogían textos de índole cinematográfica, variados y siempre acertados, que suponían la plasmación en papel de lo que aparecía en la pantalla. Detrás del blog y de ese primer acercamiento literario que decíamos está el crítico de cine Alfredo Moreno Agudo, quien acaba de publicar, a finales de 2017, su primera novela, titulada Cartago Cinema, una obra en la que confluyen casi todos los géneros cinematográficos y que es una velada declaración de amor al cine, que no anda a la zaga de otras obras tan recordadas como Cineclub (David Gilmour), El cinéfilo (Walker Percy) o Triste, solitario y final (Oswaldo Soriano), por citar algunos clásicos.
La novela se sitúa en diversos planos temporales y espaciales, juega con la sorpresa, la alusión y los guiños y homenajes cinematográficos (cada lector pondrá rostro a los personajes según lo que estos le sugieran o recuerden o asociará algunos pasajes con secuencias cinematográficas), pero sobre todo es una novela sobre el cine, de un cinéfilo que ha visto, estudiado y conoce con exhaustividad y rigor la historia del cine y sabe narrar con amenidad no exenta de humor (los impagables diálogos telefónicos entre el personaje del guionista Elliott Gray y el productor Bufford Sheldrake dan buena muestra de ello). Cada capítulo tiene el título de una película que trata sobre el propio cine e incluye desde clásicos (Cautivos del mal, El crepúsculo de los dioses…) a producciones más recientes (State and Main o Un final made in Hollywood, por ejemplo), además de un fragmento dialogado de otra película. Al final del libro, se añaden unas notas en las que figura una breve sinopsis de cada una de las películas cuyo título ha aparecido al comienzo de cada capítulo.
La trama narrada es compleja y gravita en torno a varios personajes ligados al cine que se encuentran en una situación límite, al margen del sistema y de la forma de hacer cine hodiernos que fueron sustituyendo al Hollywood clásico desde los finales de los sesenta, ese cine que vio la eclosión de una nueva generación, la de los Scorsese, Coppola, Pollack, Bogdanovich, Cimino o Altman, y de la que el protagonista de la novela, John Ferris Ballard, un director de culto con una breve pero exitosa carrera, sería uno de ellos. Curiosamente, algunos de los directores antes citados vuelven a la primera plana en estos últimos tiempos por algún premio (caso de Scorsese con el Princesa de Asturias) o de alguna reedición de algún libro (por ejemplo, el John Ford de Bogdanovich). Estos y otros directores coetáneos tuvieron dificultades para hacer cine en años venideros –algo parecido le sucedió a Hitchcock o a Wilder- y John Ferris Ballard no sería una excepción, pues es un director de escueta obra, convertido en autor enigmático y misterioso, que vive retirado y recluido en Francia, ajeno al mundo del celuloide y sin opciones de volver a rodar de nuevo.
El inicio de la novela, con la noticia de su muerte, nos lleva ya hacia el pasado, pues a partir de ahí se narran sus últimos días y su última aventura, cuando accede a rodar una película para un productor de los viejos tiempos (Bufford Sheldrake, de la Golden Masks) siempre y cuando más adelante se le permita a él retomar un antiguo proyecto que anda varado, en compañía de su fiel guionista y amigo, Monty Grahame, que también vive con él en su retiro francés. Lo que se halla detrás de ese encargo no es sino un intento del productor de volver a conseguir un éxito de taquilla recuperando para ello a Ferris Ballard, aunque este no sabemos si está muy de acuerdo con ese propósito o si tiene otros intereses. Para ello, el guionista Elliott Gray será el mediador y encargado de aliviar tensiones y evitar malentendidos, a cambio, claro está, de una recompensa, que será poder rodar también otro viejo proyecto. Como vemos, todo está entrelazado y todo depende de la voluntad de Ferris Ballard para llegar a buen puerto. Lo que no está tan claro es que este quiera o tenga esa idea en la cabeza, que vea en esta ocasión la última oportunidad para otro proyecto o para ajustar cuentas con el pasado.
Y es aquí, en ese motivo que mueve la novela, en donde irán apareciendo las diversas tramas y los muy variados a la vez que bien definidos personajes que acompañarán al protagonista, convirtiéndose ellos mismos en actores principales, pues la narración está enfocada desde el punto de vista de Gray (que curiosamente sufre acromatopsia, es decir, que ve la vida en blanco y negro) y convierte a Martina Bearn, la enigmática secretaria asignada a Ferris Ballard, en pieza clave de toda la historia, confiriendo así a este personaje un estatus primordial, por encima del misterioso y escurridizo director, presente y ausente a partes iguales, desde el inicio con un flashback. A lo largo de las páginas siguientes iremos viendo cómo se ha ido forjando la personalidad de Ferris Ballard, qué importancia tiene España y más en concreto un pueblecito de Zaragoza (Sabina de San Jorge) o por qué para todos ellos –los guionistas Gray y Grahame, la ínclita Martina Bearn, el mentado Ferris Ballard o el propio Sheldrake- es esta una última aventura, romántica y casi atemporal, en unos tiempos estos que ya no son los de entonces y que no admiten actitudes y personajes como ellos, salvo que se adapten y cambien (que es lo que hace el hábil Bufford Sheldrake, tratando de sacar réditos del aura de director maldito de Ferris Ballard). Son pues, personajes muy en la línea de los de Peckinpah (Grupo salvaje) o John Huston (Vidas rebeldes me viene a la cabeza, pero también y desde luego Cazador blanco, corazón negro, de Eastwood sobre un libro de Peter Viertel a cuenta del rodaje de La reina de África), en las últimas, pero contumaces y decididos en su forma de pensar y actuar.
Cartago cinema es una novela asombrosa, que es en sí un homenaje y una declaración de intenciones sobre qué es el cine, por qué este es tan importante en la vida de tantas personas y, sobre todo, es una obra magníficamente escrita y documentada, que permite al lector ir recordando pasajes, escenas o rostros conforme va avanzando la narración y en la que al final uno termina volviendo a esa vieja idea que dice que el cine es la vida que no hemos podido vivir o la que nos hubiera gustado, al menos, haber intentado.
Alfredo Moreno Agudo. Cartago Cinema. Zaragoza, Mira Editores, 2017.
http://www.ieturolenses.org/revista_turia/index.php/actualidad_turia/amor-al-cine
Picaresca en el infierno: El capitán (Der Hauptmann, Robert Schwentke, 2017)
De vuelta a Alemania, tras años de perder el tiempo filmando casquería comercial en Hollywood, Robert Schwentke ha filmado su mejor película, a decir verdad, su única película relevante. Coproducida con Francia y Polonia, El capitán se basa en un hecho real para narrar la odisea personal de Herold, un joven soldado alemán de 19 años (Max Hubacher), desertor en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, en cuya historia en persecución de la supervivencia se filtra una de las más devastadoras paradojas del ser humano: convertirse en aquello de lo que, en teoría, se está huyendo. Perseguido por sus antiguos camaradas de armas para, como dicen las ordenanzas, pagar su deserción con la muerte (aunque en una forma que recuerda más a la caza del hombre que a un prodecimiento disciplinario militar), el azar quiere que en un vehículo militar abandonado encuentre el equipaje y los pertrechos de un capitán de la Luftwaffe, la fuerza aérea alemana. Las ropas que en un principio le sirven únicamente para protegerse del frío de las últimas semanas de invierno, sin embargo, producen un resultado muy distinto. Descubierto con su nueva indumentaria por un soldado extraviado (Milan Peschel), este solicita ponerse a sus órdenes, reparar el vehículo y acompañarle en su misión, sea cual sea esta. El uniforme proyecta un doble efecto: hacia el exterior, y a pesar de la juventud y la naturaleza aparentemente frágil de Herold, constituye uno de los últimos destellos de un régimen, el III Reich, que en aquel momento ha adquirido la forma de un puñado de soldados andrajosos, de abrigos deshilachados y botas destrozadas, faltos de víveres y de munición, que campan por los bosques alemanes, hambrientos y sucios. Algunos de ellos, faltos de iniciativa, perdidos, desmoralizados, hartos de deambular sin objeto ni sentido, impacientes de que la pesadilla acabe de una vez, no vacilarán en cobijarse bajo su autoridad para dotar a sus días de cierto orden. Hacia el interior, el uniforme impregna al joven desertor de una personalidad nueva: acostumbrado a obedecer, al maltrato de los oficiales, a ser carne de cañón, a la barbarie y la violencia que ha sufrido como tropa de a pie, Herold descubre la guerra vista desde el otro lado, desde el mando, desde el poder que se ejerce sobre los demás, desde la administración de la vida y la muerte. El uniforme se convierte en una droga, en un poder más fuerte que la voluntad, en un generador de horror por sí mismo más avasallador que sus peores fantasías previas. La lucha por la supervivencia, la picaresca de quien hasta entonces subsistía robando en granjas, comiendo hojas y matando pequeños animales, deriva en infierno particular, en apoteosis del horror, en venganza personal y en fábrica de muerte. La preservación de su nueva identidad y de sus privilegios (camas con sábanas limpias, comida caliente, atención, obediencia y sumisión) le obliga a una huida hacia adelante que convierte al joven soldado en la misma bestia que pocos días antes intentaba acabar con él, mientras el país está a punto de derrumbarse ante los aliados. Nada hay, ningún valor, ideal o principio, mayor ni más importante que la propia supervivencia, aunque eso implique asesinar a pobres desgraciados, a muertos en vida, a aquellos que no cuentan.
El pícaro del inicio, el impostor, el suplantador de personalidad que difícilmente engaña a unos soldados que le siguen por conveniencia (se protegen bajo la autoridad de un falso oficial que sería quien pagara los platos rotos en caso de ser descubiertos por la policía militar), da paso a la bestia. Herold ejerce así de metáfora del devenir de la sociedad alemana del periodo 1933-1945, de los consentidores del horror y de quienes militaron fervientemente en él, por convencimiento o por perturbación. La conclusión de la película, el desenlace del personaje una vez que es descubierto por el ejército, resulta en este punto tan brillante como pesimista, de un pragmatismo tan lúcido como desgarrador. La guerra, la barbarie, el horror, tienen su propia escala de valores, sus propios principios, y el primero de todos ellos es vivir. Como sea, a costa de lo que sea. Cada situación en la que Herold teme ser descubierto precisa de una demostración de su compromiso con el régimen y con la muerte, con el terror y con la violencia. De cada encrucijada de miedos propios emerge Herold mutado en carnicero, en un ser brutal sin escrúpulos ni sentimientos. Herold es la Alemania de la Depresión, la del Reich, la de la guerra y la de la derrota, pero también la de la reconstrucción y la del futuro. A este respecto, los créditos finales, con la unidad de desarrapados que dirige Herold circulando por una ciudad moderna, entre vehículos actuales, con sus uniformes nazis y sus armas, parando a la gente en la calle y pidiéndoles su documentación, resulta de lo más ilustrativa. El horror no se crea ni se destruye, solo se transforma. Continuar leyendo «Picaresca en el infierno: El capitán (Der Hauptmann, Robert Schwentke, 2017)»
Música para una banda sonora vital: La mejor oferta (La migliore offerta, Giuseppe Tornatore, 2013)
A los 85 años, el compositor italiano Ennio Morricone creó una de sus mejores partituras para este controvertido thriller de Giuseppe Tornatore, calificado de genial por algunos y de estúpida mamarrachada por otros. Lo innegable es el talento que Morricone despliega en su composición, que atesora pequeñas joyas como este Ritratti d’autore.
Mis escenas favoritas: Jules et Jim (François Truffaut, 1962)
Inolvidable momento de esta película de Truffaut, una de las más representativas de la nouvelle vague francesa, adaptación de una novela de Henri Pierre Roché. Jeanne Moreau interpreta Le tourbillon, referente musical de la película por encima de la estupenda banda sonora compuesta por Georges Delerue.
Crónica de sucesos: El crimen del cine Oriente (Pedro Costa, 1997)
(Artículo publicado en el libro colectivo La obra narrativa de Javier Tomeo (1932-2013): nuevos acercamientos críticos (IFC, 2015).
Desmontando el género negro: del “glamour del mal” a las portadas de El caso en El crimen del cine Oriente.
Dice el personaje de María en el colofón de la novela de Javier Tomeo: “Ya sé que todo aquello estuvo mal hecho, pero en cierto modo, no me dieron a elegir otra cosa. Mi única salida fue imitar a la chica de la película, es decir, partir en trozos al hombre que hubiera podido cambiar mi vida”[1].
Esta declaración resume una de las notas fundamentales del género negro, al menos en su vertiente cinematográfica, desde su introducción por el cineasta francés Julien Duvivier en los años treinta del pasado siglo: el fatum, el destino implacable, casi siempre en forma de desenlace violento, que se cierne letal sobre los personajes, a menudo camuflado bajo el espejismo de un amor ilusoriamente entendido como única vía de acceso a la felicidad por parte de unos seres marginales y víctimas de sí mismos, pero que, lejos de ayudarles a huir de su autodestrucción, termina por convertirse en su detonante y razón principal[2]. Si bien puede decirse que en la novela no es precisamente el amor, sino la pura conveniencia material, lo que mueve a María a aceptar la convivencia con Juan, y que es en la versión cinematográfica dirigida por Pedro Costa en 1997[3] donde esta idea de interés egoísta cede ante la aparición de unos sentimientos mutuos, tal vez surgidos del reconocimiento en el otro, de una sensación compartida de frustración por un pasado fracasado y de la creencia común en una última oportunidad de alcanzar la felicidad o al menos la satisfacción de la tranquilidad, son numerosos los rasgos propios del género negro, muchos de ellos específicamente cinematográficos, que impregnan tanto la novela de Tomeo como la película de Costa y que abarcan distintos aspectos temáticos y estilísticos de ambos relatos, llegando incluso a marcar la concepción del proyecto, a un tiempo literario y cinematográfico, desde su origen.
- La crónica de sucesos como fuente de inspiración.
A finales de junio de 1950 un macabro crimen conmocionó a la ciudad de Valencia. La empleada de la limpieza del cine Oriente, María López Ducós, fue detenida por la policía, acusada del asesinato y descuartizamiento de Salvador Rovira Pérez, conserje en el mismo cine, con el que convivía desde el fracaso de sus respectivos matrimonios, nueve años atrás, en un piso contiguo a la sala de proyección que les había prestado el propietario del negocio. La noche del 27 de junio, Salvador, que había regresado a casa muy tarde y bajo los efectos del alcohol, mantuvo una fuerte discusión con María motivada por el hecho de que ésta había empeñado algunos objetos de valor y otros enseres domésticos en el Monte de Piedad para obtener un dinero con el que llegar a fin de mes. La escalada verbal derivó en gritos, amenazas y, finalmente, lucha. María, intentando zafarse de Salvador, que pretendía estrangularla, lo rechazó de un fuerte empujón con la mala suerte de que su cabeza golpeó contra un pesado adorno de hierro colgado en la pared. Creyéndolo simplemente inconsciente, lo arrastró hasta la cama y durmió junto a él, cuando en realidad ya estaba muerto.
Lo verdaderamente escabroso vino a continuación: al percatarse María de la muerte de Salvador, temerosa de ser arrestada y condenada a pesar de tratarse de un accidente, decidió desmembrar el cadáver y deshacerse de él poco a poco. En apenas cinco horas, valiéndose de un serrucho y una sierra de arco, María troceó el cuerpo de Salvador, trituró las partes de piel que contenían tatuajes reconocibles, depiló brazos y piernas y pintó las uñas con esmalte en un intento de hacer pasar los restos por los de una mujer y despistar así a la policía. Unos días después, un guardagujas encontró las extremidades tiradas en la calle Centelles, mientras que el tronco fue hallado en un quiosco en el cruce de las calles Denia y Sueca. Sin embargo, comprobadas las huellas dactilares de los miembros recuperados, la policía estrechó el cerco y encontró evidencias acusatorias contra María. La principal, la cabeza de Salvador en una caja de galletas oculta tras la pantalla del cine. El público llevaba varios días quejándose de la fetidez que inundaba la sala. María había intentado explicar la ausencia de Salvador inventándose un viaje suyo a Barcelona[4]. El cine proyectaba en esos días La muralla invisible[5].
El director Pedro Costa, antiguo cronista de sucesos de medios escritos como El Caso, Cambio 16 o Interviú, ha desarrollado una carrera cinematográfica y televisiva muy ligada a los productos basados en hechos reales y elaborados a partir de investigaciones de corte periodístico. Tanto sus primeras películas, El caso Almería (1983), Redondela (1987) y Una casa en las afueras (1995), como sus trabajos para televisión, El caso Wanninkhof (2008) o las entregas de la serie La huella del crimen que ha dirigido en solitario, El caso del procurador enamorado (1985) y El caso de Carmen Broto (1991), o en codirección junto a Fernando Cámara, El crimen de los marqueses de Urquijo (2009), El asesino dentro del círculo (2010) y El secuestro de Anabel (2010), provienen en origen de delitos y crímenes de gran relevancia mediática, objeto de múltiples reportajes y crónicas tanto en la prensa escrita como en la televisión. Costa, fascinado desde siempre por el crimen de María López Ducós y muy interesado en llevar la historia a la pantalla, pidió a su amigo Javier Tomeo que trabajara en un guión para una posible película. Tomeo, entusiasmado con la relación destructiva establecida entre María y Salvador, pidió permiso al cineasta para utilizar el mismo material en la escritura de una novela. Finalmente, la novela vio la luz dos años antes que la película[6].
De este modo, pretendiéndolo o no, y pese a las abundantes y profundas diferencias de argumento entre película y novela, y a su vez de ambas respecto a los hechos reales que las inspiraron, las obras de Costa y Tomeo vienen a engrosar la larga relación de proyectos cinematográficos y literarios vinculados a la crónica negra nacidos del tratamiento periodístico de sucesos criminales[7]. De entre esta tradición sobresalen dos precedentes llamativos por la proximidad de sus procesos creativos al caso de El crimen del cine Oriente. En primer lugar, el cuento de Hemingway Los asesinos (1927), en el que se basan dos películas, Forajidos (The killers, Robert Siodmak, 1946) y Código del hampa (The killers, Don Siegel, 1964), que, utilizando como punto de partida narrativo y núcleo central de la historia el contenido del relato, la muerte de un perseguido del crimen organizado a manos de dos esbirros enviados por un mafioso, desarrollan argumentos absolutamente divergentes. Por otra parte, dos obras del célebre escritor James M. Cain, El cartero siempre llama dos veces, de 1934, y Pacto de sangre, publicada originalmente por entregas en la revista Liberty entre 1935 y 1936, versiones distintas de un mismo hecho, el asesinato cometido por Ruth Snyder y Judd Grey, aspirantes al crimen perfecto que se traicionaron mutuamente y terminaron ejecutados en la silla eléctrica[8], cuyo juicio Cain cubrió como periodista para The New York World[9].
- Personajes y temas: refundiendo arquetipos.
María y Juan (o Salvador, como se llamaba en la vida real y en la película de Pedro Costa) son dos perdedores, dos marginados, dos seres enfrentados a un entorno gobernado por un azar absurda y permanentemente hostil hacia ellos.
Juan es un hombre varado. Al igual que el “Sueco” de Forajidos y el Jeff Costello de Retorno al pasado (Out of the Past, Jacques Tourneur, 1947), “escondidos” como mozos de gasolinera, o el camillero de Cara de ángel (Angel Face, Otto Preminger, 1952), espera eternamente en su rincón del cine Oriente a que llegue su momento, su resurrección, una nueva etapa de esplendor y felicidad lejos de sus amigotes del bar y de las partidas de cartas y las borracheras, de su mujer, de la que está separado y a la que debe meses de pensión, y de las parejas retozonas y las pajilleras que se ocultan de las miradas indiscretas en cada sesión y que constituyen el único aliciente de un empleo que aborrece[10]. Pero estéticamente nada tiene que ver con los antihéroes apuestos y fuertes de Burt Lancaster o Robert Mitchum: Juan es en la novela un tipo bajito, cojo, que se peina con cortinilla y luce un bigotillo ridículo, y que además tiene demasiada tendencia a empinar el codo[11].
Desde el punto de vista del ciclo negro clásico, María, antigua peluquera reconvertida en prostituta, expulsada del burdel por el dueño, Gustavo, que es también su chulo y amante[12], y que se refugia de la lluvia en la sesión de noche del cine Oriente, es el personaje capital, ya que concentra y, en cierto modo, también desmonta, sus principales estereotipos. Éstos obedecen con carácter general a tres tipologías: el investigador, el perseguido y la mujer fatal.
A diferencia de lo que suele ser lugar común, en el género negro no es tan frecuente que el investigador sea un detective privado o un policía. Sin duda son la inexacta identificación entre cine negro y cine policiaco, y la popularidad de personajes como Marlowe, Archer, Hammer o Sam Spade, los factores que han contribuido a conformar esa percepción, pero es mucho más habitual que quien se introduzca en la maraña de pasiones y violencia sea un criminal o un ser corrupto[13]; incluso en ocasiones este papel le corresponde a una mujer[14]. En El crimen del cine Oriente, María es el vehículo elegido como vía de entrada al drama, y para ello Tomeo utiliza un recurso propio de la novela negra muy presente en su traslación al cine a través del uso de la voz en off: la narración en primera persona y en tiempo pasado. Aunque la protagonista no se ocupa aquí en desentrañar un enigma criminal sino más bien una verdad vital a la que agarrarse, Tomeo nos introduce en el misterio de Juan y en el escenario a través de los ojos de María, y, lo mismo que los detectives clásicos o quienes ocupan su lugar como investigadores, se erige en catalizador indispensable para que la tragedia se desencadene[15].
María encarna igualmente el arquetipo del perseguido, ese personaje acorralado, empujado por los hechos, atrapado por una suma de circunstancias, que únicamente puede aspirar a breves recesos, a refugios temporales, en su irrefrenable cuesta abajo. Enfrentado a su destino y sin otro anclaje sobre el que sostenerse que la vana ilusión de un futuro mejor, en no pocas ocasiones radica ahí precisamente el germen de su caída en el crimen, entendida como una especie de acto de protesta, una forma de rebelión contra el absurdo que aplasta su existencia. Paradójicamente, como se ha dicho, este acto de negación de un final del cual el personaje, más allá de sus ensoñaciones esporádicas[16], siempre ha sido consciente, es lo que ayuda a que esa conclusión esperada se consume de manera más rápida, cruel y cruenta.
María compone asimismo un tipo muy particular de mujer fatal. Alejada de la estética sofisticada de las grandes divas del cine negro, su aparición con el pelo mojado, el abrigo empapado y los zapatos cubiertos de barro, además del hecho de, en la novela, tener cumplidos ya los cuarenta, nada tienen que ver son las espectaculares y sugerentes irrupciones de mitos como Barbara Stanwyck en Perdición (1944), Gene Tierney en Laura (Otto Preminger, 1944), Rita Hayworth en Gilda[17] (Charles Vidor, 1946), Lana Turner en El cartero siempre llama dos veces (1946), Ava Gardner en Forajidos (1946) o Gloria Grahame en cualquiera de sus películas. Sin embargo, sus personalidades no difieren tanto: lejos de tratarse de símbolos del mal en estado puro, de demoníacas criaturas que con su atractivo y su glamour enloquecen al protagonista masculino hasta obligarle a caer en sus redes y cometer actos criminales por mero capricho o satisfacción de sus ambiciones dominantes, María, como sus parientes cinematográficas, es una mujer fuerte y poseedora de una gran determinación[18] que, una vez disfrutadas las ventajas de su autonomía y emancipación, ya no se contenta con someterse al patriarcado impuesto por el hombre, que se revuelve y lucha con todas las armas a su alcance, incluido el sexo, con tal de sacudirse la tiranía de una sociedad que la limita y la aparta. Ello, no obstante, no hace sino alimentar ese carácter rebelde del perseguido que acelera decisivamente su tropiezo definitivo, el desenlace fatal e inevitable.
Esta idea de fatalidad, de pesadilla existencial ineludiblemente abocada al fracaso, es, como sentencia María al final de la novela, la piedra angular de la narración. Ese fallo inapelable se moldea a través de la conjunción de una serie de fuerzas imbatibles: la angustia de un pasado de frustración y dolor, la psicología contradictoria y la ambición de los personajes por salir a toda costa de su reducto de marginalidad, los efectos del azar, que casi nunca juega a favor, y, finalmente, con presencia más determinante en el caso de María, unas estructuras sociales opresivas, más aún teniendo en cuenta el momento temporal de la acción, los duros años de la dictadura franquista[19].
El latido de ese último paso hacia la autodestrucción palpita a lo largo de la novela como la advertencia de un destino trágico o la constatación de la imposibilidad de sustraerse a él. Tomeo construye ese tobogán hacia el desastre sobre una base en la que predominan las herramientas cinematográficas. En particular, las alusiones aparentemente casuales o azarosas que, al modo de los planos de detalle en una secuencia compleja, detienen o fijan la atención del espectador en palabras en principio intrascendentes y en objetos o situaciones sin importancia que sólo cobran verdadera dimensión cuando se conoce el final, se colocan todas las piezas y pueden juzgarse como recordatorios encadenados o avisos premonitorios de lo que no puede dejar de acontecer a los personajes, de su desgraciado final. Determinados diálogos[20], objetos[21] o incluso escenarios[22] salpican de manera esporádica pero continua el relato para, además de ayudar a conformar la atmósfera sórdida y turbia que tiñe toda la historia, dibujar ese panorama de futuro truncado. Entre todos ellos destaca por su explicitud el encuentro de María con la adivina (capítulo 9), en el que no sólo aparecen simbólicamente reflejados en los naipes[23] los personajes del drama en el rol que les corresponderá desempeñar en su conclusión, sino que además, reflejado en un espejito como en una película mágica a lo Méliès, la adivina le anuncia a María un futuro inmediato en la cárcel.
De esta forma, los distintos recursos convergen en una única dirección, el destino fatal de María como condena impuesta por anticipado y su convicción de la ausencia de una alternativa.
- Atmósfera, ambiente y estética.
Además de una amplia y variopinta acumulación de referentes literarios[24] y periodísticos, incluidos los reportajes fotográficos de Arthur H. Fellig “WeeGee” en la prensa americana, el ciclo negro clásico, a lo largo del cual literatura y cine se retroalimentan, se nutre de tres corrientes en las que lo estético y lo temático van indisolublemente unidos: el realismo poético francés[25], el expresionismo alemán[26] y el cine de gángsteres del Hollywood de los años 30. A estos factores cabe añadir otros de carácter sociológico: el impacto colectivo de los horrores conocidos en la II Guerra Mundial, la problemática social derivada de la situación personal de muchos combatientes retornados y, este más amable, el protagonismo adquirido por la mujer en la vida pública de la retaguardia y su consiguiente deseo de liberarse del patriarcado anterior a la guerra.
Estos elementos, convenientemente adaptados a la realidad española, están presentes tanto en la novela de Tomeo como en la película de Costa, aunque con radicales diferencias en cuanto a argumento y escenario. La cinta combina esa estética oscura del cine negro (la llegada de María al Oriente en plena noche de tormenta, su recorrido nocturno entre luces y sombras para deshacerse del cadáver troceado, las secuencias del descuartizamiento o el epílogo carcelario), con luminosos momentos costumbristas (la taberna de Amparito, la paella en la playa, el paseo por la feria, el brindis navideño o el estreno de Lo que el viento se llevó). Por otro lado, a la mujer con ansias de libertad y felicidad que representa María se opone un Salvador cuyas amarguras provienen de la herida de guerra que truncó su carrera taurina, un episodio bélico al que sobrevivió gracias a la intervención del capitán de su unidad, Sendra, un falangista que es ahora dueño del cine y a cuya generosidad debe Salvador su empleo y su vivienda, su existencia ligada a la decepción y la beneficencia[27].
La novela se recrea más abiertamente en la sordidez. En las localizaciones (incluso el cine Oriente no es la modesta pero más que digna sala de programa doble, letrero de neón incluido, que retrata Pedro Costa en la película, sino un local obsoleto y oscuro, apartado en un lateral de una plaza de barrio sin apenas tránsito, en el que se proyectan películas de serie B –del Hombre Lobo[28], por ejemplo- o que ya han agotado el circuito comercial de estreno; el piso contiguo sale perdiendo asimismo en el relato literario, destartalado, sucio, con carencias de mobiliario, problemas de humedad, desconchones y necesidad de un buen pintado), pero también en cuanto a la relación de María y Juan que, desprovista de cualquier atisbo de sentimiento, basada únicamente en la conveniencia mutua, resulta desde el principio insatisfactoria para los dos. Si en la película encontramos la construcción de una afectividad creciente y estable que se derrumba de repente, en la novela se trata de una confrontación permanente, de un estallido de frustración y rencor acumulado el que cada uno ve en el otro la encarnación de aquello que más odia, lo que en su opinión ha dado origen a su fracaso. Ante la imposibilidad de consumar el acto sexual en todos y cada uno de sus intentos[29], la relación se convierte en una sucesión de provocaciones, desencuentros, desafíos, retos, insultos, lenguaje soez y continuos intentos de degradación apenas exceptuados por los puntuales arranques de piedad que el desvalido Juan despierta en María. Como contraste, la resolución más sangrienta y vehemente tiene lugar en la película, en la que, en plena discusión, María apuñala repetidamente a Salvador con un cuchillo de cocina, mientras que la novela respeta los hechos reales y sitúa en el golpe accidental la causa de la muerte de Juan.
Este “realismo en bruto” de Tomeo, al cual el cine negro clásico no podía entregarse[30], sirve además como mecanismo visual que permite al escritor comparar el mundo marginal y deprimente del que proceden María y Juan con la ilusión de una nueva vida compartida en el ideal de la felicidad. Así, son frecuentes las situaciones en las que María se enfrenta a labores de limpieza doméstica, de cocina casera o de adecuación de la vivienda a la mínima habitabilidad en lo que es una muestra de su intención de abandonar su existencia anterior, la atmósfera de desamparo, lobreguez y miseria, y nacer a una nueva forma de encarar la vida. Sin embargo, estas sinceras tentativas de María por alcanzar una existencia “normal” son cortadas de raíz por un Juan que, poseído por el alcohol y el resentimiento, termina siempre por hundir sus expectativas en situaciones descritas asimismo de manera muy gráfica, como cuando Juan arroja a la basura el estofado que María ha preparado para él o el momento en que se come las flores con las que María ha decorado el recibidor.
- El cine del cine Oriente.
Además de constituirse en escenario donde transcurre la mayor parte de la historia, el cine simboliza ese ideal de felicidad al que aspiran Juan y, sobre todo, María[31]. No se trata tanto de una forma de entretenimiento y evasión propia de una sociedad que vive las estrecheces de la represión y del hambre de la posguerra[32] como de la sugerencia de la continua presencia de ese íntimo deseo de huir a un mundo ajeno e irreal en el que no resulten aplicables las reglas del presente. El drama sofisticado cuyas secuencias María contempla en la pantalla, la mujer rubia de ricos ropajes reclinada en el diván mientras un galán toca el piano, marca la diferencia con el entorno oscuro, maloliente, deprimido y ruinoso de la sala del cine, disparidad que se proyecta en las noches de soledad en las que, acostada en la cama sin poder dormir, escucha de fondo la melodía mientras deja volar sus pensamientos hacia fantasías más gratificantes.
Pero ese choque entre las penurias de la realidad y el ensueño de la imaginación, de universos opuestos, incompatibles, se produce durante toda la novela y sin que el cine se atribuya en exclusiva ese carácter de línea fronteriza. Esa naturaleza separadora de realidades, de invención de mundos paralelos, le corresponde igualmente, por ejemplo, a la estampa del calendario que cuelga en la casa (capítulo 5)[33], a las fotografías que María contempla en su álbum (capítulo 15), a las conversaciones que ella inventa como significado del intercambio de silbidos que mantiene con el portero de la fábrica (capítulos 15, 17 y 19), o al único encuentro sexual con Juan medianamente logrado, durante el que él luce la careta de Hombre-Lobo (capítulo 16).
En la película de Costa, el cine tiene, obviamente, una presencia más directa. No sólo cuando la cámara fija su atención en la pantalla del Oriente, con pasajes de distintas películas que contienen en mayor o menor medida un valor narrativo o metafórico en relación a la historia principal[34], sino que, además de utilizar los cambios en la cartelera como marcas del paso del tiempo o de señalar a través de algunos de ellos la constante presencia del infortunio[35], refleja igualmente, con la secuencia imaginada en la que María y Salvador son a un tiempo Vivien Leigh y Rita Hayworth, Clark Gable y Glenn Ford, ese deseo compartido de ser otros, de vivir otras vidas, de salir de la miseria.
El cine Oriente es así para María un refugio y un incentivo para convertir su vida en algo más convencional. Para Juan-Salvador es, sin embargo, una prisión. Ninguno, no obstante, encuentra en las películas un vehículo de evasión, de entretenimiento, de satisfacción, de paréntesis a su fracaso: María no termina de ver ninguna película completa y se conforma con el acompañamiento musical a sus propias quimeras; Juan se pasa las proyecciones intentando sorprender a parejas besuconas y a pajilleras en plena faena. El combate entre la odiosa realidad y la ilusión por la consecución del cambio no es que sea desigual sino que, en el fondo, ni siquiera llega a plantearse como tal fuera de sus respectivos autoengaños. Vía libre, por tanto, para la fatalidad: será el cine, precisamente, el que inspire a María los medios para la ocultación de su crimen.
- Conclusión
El crimen del cine Oriente surge de la crónica negra como dos proyectos paralelos, cinematográfico y literario, muy distintos en cuanto a argumento pero con profundas similitudes tanto en su concepción global como en lo que se refiere al empleo de recursos específicamente cinematográficos, a menudo desvirtuados.
Tomeo en particular apuesta por un realismo, podría decirse que hispánico, del que excluye cualquier noción de poesía, abundante en imágenes expresionistas, pesimistas y deprimentes pero nada estilizadas ni sofisticadas, marcadas por la recreación en lo soez, lo truculento y lo excesivo, límites a los que el ciclo negro clásico tenía impedido llegar, y en el que los tres arquetipos principales del género, aunque presentes, aparecen fundidos en un único personaje, María, narradora en off que vuelve la vista al pasado desde la consumación de su destino. No obstante, a pesar de este desmantelamiento parcial de las notas características del género negro, sobre el conjunto planea su elemento esencial, el fatum, la fatalidad que arrastra a los personajes hacia la autodestrucción a través de unos impulsos a los que resulta imposible resistirse.
Este tono general de la obra de Tomeo encuentra sin embargo su plasmación efectiva, a modo de resumen, en un fotograma de la película: la portada del famoso diario de sucesos El Caso, homenaje de Pedro Costa a su antiguo empleo, que recoge con su habitual despliegue de imágenes morbosas y sanguinolentas la crónica de lo sucedido en el cine Oriente una noche de junio de 1950.
- Bibliografía.
ARESTÉ, José M.: Escritores de cine, Madrid, Espasa Calpe, 2006.
ARRIBAS, Víctor: El cine negro, Madrid, Notorious Ediciones, 2010.
DUCAN, P., SILVER. A., y URSINI, J. (eds.): Cine negro, Madrid, Taschen, 2012.
FARO FORTEZA, Agustín: Javier Tomeo y el cine: El crimen del cine Oriente. Alazet. Revista de Filología. Nº 15. Huesca, 2003.
FERNÁNDEZ HOYA, Alberto: “El crimen del cine Oriente” de Javier Tomeo: el cine como espacio literario en la estructura narrativa. Área abierta. Nº 10. Abril de 2005.
SIMSOLO, Noël: El cine negro, Madrid, Alianza Editorial, 2007.
TOMEO, Javier: El crimen del cine Oriente, Barcelona, Ediciones B, 2009.
[1] Edición revisada por el autor para Ediciones B y publicada en la colección Zeta Bolsillo, nº 51 (2009).
[2] SIMSOLO, Noël: El cine negro, Madrid, Alianza Editorial, 2007, pp. 79-80.
[3] El crimen del cine Oriente. Director: Pedro Costa. Guión: Pedro Costa, Manolo Marinero y Javier Tomeo. Música: Juan Carlos Cuello. Fotografía: Jaume Peracaula. Intérpretes: Anabel Alonso, Pepe Rubianes, Marta Fernández-Muro, Josep Mª Pou, Pep Molina, Enrique Villén, Joan Dalmau.
[4] Edición digital del diario Las Provincias (http://www.lasprovincias.es), Valenpedia, la hemeroteca valenciana. Valencia siglo XX (Beta): http://valenpedia.lasprovincias.es.
[5] Den osynliga muren, producción sueca dirigida por Gustaf Molander en 1944 y protagonizada por Inga Tidblad, Irma Christenson, Karl-Anne Holmsten y Erik Hell, que, en el marco de un imaginario país invadido, trata del asesinato de un oficial del ejército ocupante por parte de un miembro de la resistencia.
[6] FERNÁNDEZ HOYA, Alberto: “El crimen del cine Oriente” de Javier Tomeo: el cine como espacio literario en la estructura narrativa. Área abierta. Nº 10. Abril de 2005.
[7] Obras precursoras del film noir como Hampa dorada (Little Caesar, Mervyn LeRoy, 1931) y clásicos del género como Furia (Fury, Fritz Lang, 1936), Sólo se vive una vez (You only live once, Fritz Lang, 1937), Al rojo vivo (White heat, Raoul Walsh, 1949), El demonio de las armas (Gun crazy, Joseph H. Lewis, 1950) o Los sobornados (The big heat, Fritz Lang, 1953), entre otras muchas, nacen de investigaciones periodísticas, convertidas en novelas o seriales novelados para la prensa, llevadas a cabo por autores como W. R. Burnett, Bartlett Cormack, Virginia Kellogg o William P. McGivern, a menudo guionistas de las versiones cinematográficas o contratados como tales para películas de temática similar.
[8] DUCAN, P., SILVER. A., y URSINI, J. (eds.): Cine negro, Madrid, Taschen, 2012, p. 25.
[9] El cartero siempre llama dos veces fue llevada al cine por Tay Garnett en 1946 (y por Bob Rafelson en 1981); Pacto de sangre fue adaptada por Billy Wilder y Raymond Chandler como Perdición (Double indemnity, 1944).
[10] Este extremo aparece menos desarrollado en la novela de Tomeo que en la película de Costa. En esta, Salvador se engaña a sí mismo con la falsa esperanza de un futuro empleo como apoderado de una de las más firmes promesas del toreo, Silverio, afincado en Venezuela. En la novela, esta faceta de Juan se proyecta necesariamente en un pasado reinventado: la historia que explica su cojera, la cogida que le provocó lesiones irreversibles en la pierna y que le impidieron triunfar como torero.
[11] Su apariencia en la película es mucho más amable. No se trata de un simple conserje o acomodador, sino del encargado del cine, y aunque conserva el detalle de la leve cojera y sus aficiones etílicas, su aspecto exterior encaja más con una imitación hispánica de la figura del galán cinematográfico clásico, tipo Clark Gable.
[12] En la película, María es una joven descarriada, expulsada tiempo atrás del hogar familiar por el padre al quedarse embarazada, y que llega al cine Oriente despedida de su último trabajo, después de que la señora de la casa en la que sirve descubre que María mantiene relaciones sexuales con el hijo mayor y también, no es difícil deducirlo a la vista de las imágenes, con el padre.
[13] Así ocurre en producciones imprescindibles como Perdición, Detour (Edgar G. Ulmer, 1945), El abrazo de la muerte (Criss cross, Robert Siodmak, 1948) o Sed de mal (Touch of evil, Orson Welles, 1958).
[14] Almas desnudas (The reckless moment, Max Ophüls, 1949), en la que una mujer, tras descubrir el cadáver del amante de su hija, creyéndola culpable de su muerte, decide esconder el cuerpo.
[15] Pedro Costa, sin embargo, evita que María sea la narradora subjetiva. Aunque es su personaje el que abre y cierra la historia, la abundancia de secundarios y de subtramas y el coprotagonismo de Salvador hacen que el marco narrativo y los puntos de vista se abran más ampliamente que en la novela.
[16] En la novela, María se consuela de su triste presente con los recuerdos que despierta en ella la contemplación de su álbum de fotografías familiares. En la película, en cambio, esta función la cumplen las cartas que María escribe a su hija, a la que, según dice, hace más de nueve años que no ve. Sin embargo, la clave patológica que el guión de la cinta esconde tras este hecho está ausente de la novela.
[17] Costa incluye en la película una secuencia onírica que retrata a María y Salvador interpretando una escena ficticia construida como cruce de dos instantes dramáticos: el momento de la escalera en Lo que el viento se llevó (Gone with the wind, Victor Fleming, 1939), y la famosa bofetada de Gilda.
[18] Por ejemplo, en sus encuentros con Gustavo en la novela: su orgullo y su fuerza interior le impiden aceptar sus súplicas para que regrese con él, hasta el punto de que, en la pelea entre Juan y Gustavo a la puerta del cine, ella golpea duramente en la cabeza a su ex amante para defender a Juan.
[19] En cuanto al momento histórico en que transcurren novela y película, ciertos elementos de la primera (en especial el precio de las entradas del cine -cincuenta pesetas-, así como el estreno en el Oriente de El príncipe y la corista –The prince and the showgirl-, dirigida por Laurence Olivier en 1957) parecen indicar que Tomeo ha desplazado la acción desde el año 1950 del crimen real hasta los años sesenta; en cambio, la mención expresa en la película al Campeonato del Mundo de fútbol de 1950, así como las negociaciones conducentes al estreno de Lo que el viento se llevó en el cine Oriente (la película llegó a España en 1951), señalan que Pedro Costa conserva la fecha de referencia del asesinato de María López Ducós. No obstante, en este punto, uno de los recursos utilizados por Costa para señalar el paso del tiempo, la renovación semanal de la cartelera de programa doble del cine, genera cierta incoherencia temporal al incluir películas que no se filmarían hasta algunos años más tarde.
[20] Dice María tras su primer despertar junto a Juan: “como te hayas olvidado de mí, te mato” (capítulo 2). Más tarde, en una conversación sobre su mujer, Juan dice: “No tendremos más remedio que cortarle el cuello”. A lo que María responde: “Pues no te preocupes, que yo se lo cortaré” (capítulo 6). Igualmente, el anuncio de Juan de que la próxima película que se proyecte en el cine será de terror: “te estrenarás con una película de miedo” (capítulo 12) o el aviso de María “tú verás lo que haces, pero te estás matando” (capítulo 13). Por último, la declaración de Juan sobre cómo siente a veces la presencia de un diablo dentro de él (capítulo 16).
[21] Por ejemplo, la toalla negra en el baño de Juan (capítulo 2), el cuadro que cae y se rompe tras el portazo de Juan (capítulo 5), la bombilla como “un hombre colgado con las tripas ardiendo” o el trozo de bacalao seco escondido tras los enseres para el afeitado (capítulo 7), las saetas del reloj destinadas a reencontrarse (capítulo 8) o la luna roja “de sangre” (capítulo 11).
[22] Así, las vistas que ofrece la ventana de la casa: muros de ladrillo, callejones, la chimenea, las fábricas, los cipreses del cementerio, un campo de naranjos y, a lo lejos, el mar. También el puente sobre la acequia y los malos olores de las aguas infectas. Pero, sobre todo, los entornos lúgubres, sucios y cerrados: la sala de cine y el piso de Juan, pero también la casa de Gustavo o la descripción del gabinete de la adivina. Por el contrario, son innumerables las ocasiones en las que, como contraposición, María aparece lavando, limpiando, fregando, desinfectando, tanto en el cine como en el piso, tanto su ropa como la de Juan. Su trabajo como taquillera y limpiadora y su asunción del papel de ama de casa es una forma simbólica de oponerse a su vida anterior y, al mismo tiempo, su búsqueda de una existencia común y corriente conforme al papel social correspondiente para la época.
[23] La sota de espadas que, precisamente, representa a María; el caballo de bastos, que María interpreta como una alusión a Juan; el rey de espadas, un hombre de mando, relacionado con la justicia, que va a causarle problemas a María.
[24] En su libro sobre el cine negro, Noël Simsolo señala la tragedia griega, el teatro de Shakespeare, Corneille y Racine, las novelas de Alejandro Dumas, los cuentos de Edgar Allan Poe, la obra de Zola y Dostoievsky, los relatos de bandidos de Robin Hood, Fra Diavolo o Cartouche, las memorias de Vidocq, los escritos de Balzac y Victor Hugo, los ensayos de Thomas de Quincey, el Rocambole de Ponson du Terrail, el Jekyll y Hyde de Stevenson, las historias de detectives y misterio de Conan Doyle, Maurice Leblanc, Gaston Leroux, Chesterton o incluso Agatha Christie, la mirada a los bajos fondos de Dickens y Oscar Wilde, de Cocteau y Faulkner, El proceso de Kafka, La náusea de Sartre y El extranjero de Camus, como precursores de los Hammett, Chandler, Cain, Burnett, Tracy, MacDonald o Whitfield.
[25] Las películas de Clair, Vigo, Renoir, Duvivier, Feyder o Carné, entornos urbanos lúgubres y deprimidos, protagonizadas por la clase obrera, que combinan el tratamiento realista con una cierta visión lírica de la vida cotidiana, una poética que nace de la propia realidad y no de su alteración.
[26] El cine de Wiene, Murnau, Lang o Pabst, entre muchos otros, en el que los escenarios opresivos, los grandes contrastes lumínicos, el juego de luces y sombras, los decorados rectilíneos y deformados, las perspectivas oblicuas, las interpretaciones exageradas y las atmósferas a menudo oníricas, irreales, de pesadilla o fantásticas, reflejan la crisis interior de los personajes.
[27] En este punto contrasta con Asensi, el proyeccionista, en cuyo discurso se lee un pasado como soldado republicano, un exilio temporal en Francia y unos ideales a los que no ha renunciado a pesar de la derrota.
[28] Puede tratarse de Cry of the werewolf, dirigida por Henry Levin en 1944.
[29] La incompatibilidad entre ambos alcanza todos los ámbitos: incapaces de jugar juntos a las cartas, María se conforma con hacer un solitario mientras Juan mira (capítulo 7).
[30] El Código de la Oficina de Producción, conocido como Código Hays por el apellido del senador norteamericano que propició su implantación, principal mecanismo de censura en el cine de Hollywood entre 1934 y 1967, recogía, entre otros preceptos, que “la simpatía del público nunca irá hacia el vicio, el pecado o la maldad, o “se mostrará un modo de vida decente, que sólo dependa de la intriga o la diversión”, y, en cuanto a la violencia, “no se mostrará la técnica del asesinato de modo que pueda suscitar su imitación” o “no se mostrarán detalladamente los asesinatos brutales”.
[31] Al situarse al otro lado de la pantalla por vez primera, María dice: “algún día entraré aquí y veré las películas al revés” (capítulo 14). Más tarde, sin embargo, será el lugar donde descuartice a Juan y guarde su cabeza en una caja de galletas.
[32] No obstante, la influencia del cine en la sociedad de la época también impregna el lenguaje coloquial de los personajes, sobre todo de María: ella se pregunta si lo suyo no será un flechazo “como en las películas” (capítulo 1) y le dice a Juan, cuando se afeita el bigote, “pareces un artista de cine” (capítulo 8). También se refiere a la policía como “la bofia” o “la pasma”, términos habituales en el cine de gángsteres (capítulo 20).
[33] La casita sobre la colina de flores y césped: “esas casas no existen”, dice María, incrédula.
[34] “Tú eres mi huella de luz”, por ejemplo, dice un personaje de Huella de luz (Rafael Gil, 1943) poco antes de que el sereno, al descubrir el letrero del cine todavía iluminado a pesar de encontrarse cerrado hace horas, sorprenda a María mientras intenta llevarse el saco con fragmentos del cuerpo de Salvador.
[35] Cintas negras como Luz que agoniza (Gaslight, George Cukor, 1944), El misterio de una desconocida (Chicago deadline, Lewis Allen, 1949), Apartado de correos 1001 (Julio Salvador, 1950), Los ojos dejan huellas (José Luis Sáenz de Heredia, 1952), Los peces rojos (José Antonio Nieves Conde, 1955) o la misma Gilda.
Música para una banda sonora vital: El apartamento (The Apartment, Billy Wilder, 1960)
Entre las múltiples virtudes de esta obra maestra de Billy Wilder se encuentra su partitura, compuesta por Adolph Deutsch, cuya suite es todo un clásico de la comedia «romántica».
Mis escenas favoritas: Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976)
Grande, grande de verdad Scorsese cuando se pone a hacer cine de muchos quilates…
Johnny Guitar, el western más romántico del cine y la literatura (Reino de Cordelia, 2018)
En los últimos años vivimos una recuperación de la literatura del Oeste, durante décadas confinada en las novelas baratas de quiosco y tras los míticos nombres de Zane Grey o de los españoles José Mallorquí, Marcial Lafuente Estefanía o Silver Kane (Francisco González Ledesma). En Norteamérica, como es lógico, la literatura del Oeste, con nombres como Oakley Hall, Dorothy M. Johnson, Elmore Leonard, James Warner Bellah o Charles Portis, entre muchos otros, es desde siempre mayor de edad, obtiene amplio reconocimiento entre los lectores e incluso ha sido candidata a todos los premios habidos y por haber, Pulitzer incluido. La obra de estos y otros escritores está llegando tardíamente a España, y Reino de Cordelia cubre ahora buena parte de ese déficit con su primorosa edición de Johnny Guitar, la obra de Roy Chanslor adaptada al cine por Nicholas Ray en 1954, película de la que hablamos aquí no hace mucho.
Publicada en gran formato de tapa dura, hermosamente ilustrada por Carmen García Iglesias y con una breve pero interesante introducción de Antonio Lafarque que contextualiza el trayecto entre novela y película, esta edición de la obra de Chanslor supone un festín para el aficionado al western, pero también, en general, para todo cinéfilo interesado en conocer y explocar los recovecos de los mecanismos de adaptación de un éxito popular de la literatura a lo más parecido al «cine de autor» que existió en Hollywood en los años cincuenta. La introducción aborda este aspecto desde una múltiple perspectiva; la de las relaciones de la carrera literaria de Chanslor con la escritura de películas, la del interés de una ya madura y veterana Joan Crawford por conseguir poner en pie proyectos que le permitieran mantener su protagonismo en pantalla, la de un director, Nicholas Ray, que, insatisfecho con los primeros borradores del guión, nada entre las dos aguas de las aspiraciones de la actriz y la de sus propios intereses como cineasta para tratar de llevar (con éxito) la historia a su terreno, el del gran cine de los desesperados, pese a partir del modesto presupuesto de un estudio de segundo nivel como Republic. La conformación del reparto, la explicación de algunos de los más llamativos cambios argumentales entre novela y película (algunos de ellos sorprendentes, como las vinculaciones del personaje de Vienna con la capital de Austria), la particular textura fotográfica de Harry Stradling y la inolvidable partitura compuesta por Victor Young, acompañada en su versión con letra por la voz de Peggy Lee, son otros de los asuntos que la introducción expone con amenidad y rigor, y que dejan en buena situación para abordar la historia de Johnny y Vienna, puede que los héroes más románticos del western.
Tal vez no se trate de una gran novela, o incluso puede que no podamos hablar siquiera de una gran novela del Oeste, pero se destapa como un singular documento literario, impagable para el estudio y la observación de las relaciones entre cine y literatura. De lectura cómoda y ágil (algo más de trescientas cincuenta páginas que se beben en un suspiro), el punto más interesante de la lectura reside en la constante comparación entre el tratamiento de personajes y situaciones de la novela y del guión definitivo de Ray, así como en la valoración de qué dan y qué quitan aquellos personajes (la pistolera Elsa, el pusilánime Mr. Small) y aquellas premisas y escenas presentes en el libro y ausentes de la película, o al contrario (en la novela Johnny y Vienna acaban de conocerse; en la película arrastran un turbulento pasado compartido; en la novela Johnny vive atormentado por un drama follestinesco que le cambió la vida y del que es responsable otra mujer; el cambio de edad del personaje de Vienna para poder ser interpretado por Crawford; las variantes en el desenlace…), y cómo estos aspectos cumplen su función en su respectivo soporte, sin que resulten intercambiables. A través de la lectura de la novela podemos atisbar asimismo la construcción de la película, comprender las distintas decisiones de conservación, reformulación y descarte tomadas por guionistas y director, asistir al proceso de reelaboración de un material que, de partida, encajaba con las querencias narrativas de Nicholas Ray, pero que debía ser tratado con mayor profundidad para llegar a convertirse en una cinta señera en la personalísima obra cinematográfica de un director tan reconocible. Continuar leyendo «Johnny Guitar, el western más romántico del cine y la literatura (Reino de Cordelia, 2018)»
Música para una banda sonora vital: La gran belleza (La grande bellezza, Paolo Sorrentino, 2013)
Originada en unos versos del poeta escocés Robert Burns, My Heart’s in the Highlands ejerce de tema central de la banda sonora de esta aproximación de Paolo Sorrentino a algunos de los temas e intereses de Federico Fellini, con más preciosismo visual gracias a la tecnología digital pero también con mayor pretenciosidad y autocomplacencia y menos imaginación, profundidad y elaboración propia. Espectáculo fascinante, en todo caso, que, como en su personaje principal, aspira a ocultar su inmenso vacío con una apoteosis de belleza formal.