Un extracto de Hermosas mentiras (Limbo Errante, 2018)

«El misterio, elemento esencial de toda obra de arte, falta en general en las películas. Autores, realizadores y productores tienen mucho cuidado de no perturbar nuestra tranquilidad, cerrando la ventana de la pantalla al mundo de la poesía. Prefieren proponer argumentos que son una continuación de nuestra vida cotidiana, repetir mil veces el mismo drama, hacernos olvidar las penosas horas del diario trabajo. Todo eso sazonado por la moral habitual, por la censura gubernamental, la religión, el buen gusto y el humor blanco y otros prosaicos imperativos de la realidad. Al cine le falta misterio.»

Luis Buñuel

(…) No es hasta el final de su famoso libro-entrevista cuando Alfred Hitchcock y François Truffaut abordan, paradójicamente, el problema del principio, de la primera escena, el por dónde, cómo y con qué empezar una película. A la pregunta del francés, el británico responde a la gallega, con un “depende”, antes de citar de forma somera algunos de los trucos empleados a lo largo de su filmografía y de concluir con una de sus maravillosas ironías: “En realidad, no hay ningún problema en “vender” París con la torre Eiffel en el plano de fondo o Londres con el Big Ben en profundidad”.

Ni el verbo, “vender”, ni el entrecomillado que le adjudica Truffaut en la transcripción son en modo alguno inocentes. Escoger esos monumentos por delante de otras opciones, si bien no comporta un problema, sí importa, y no poco. Implica elección y descarte, la toma de una decisión que obedece a una postura ética y estética, a una intencionalidad que marca y condiciona el contenido íntegro de lo que siga después. Lo que en su respuesta hace Hitchcock, gran publicista de sí mismo, es avalar una práctica particular desde la autoridad de su posición de aclamado cineasta y empresario multimillonario, justificar una opción personal ante un director de la nouvelle vague poco proclive a hacer de su ciudad natal materia de postal visual para turistas del cinematógrafo. No en vano, la filmografía hitchcockiana está repleta de lugares señeros utilizados como elemento de fondo de sus tramas (pistas de esquí suizas, molinos de viento holandeses, el Corcovado de Río de Janeiro, el quebequés castillo de Frontenac, la plaza Yamaa el Fna de Marrakech, el Golden Gate, el Bridge Tower londinense…) o, a la manera de King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Shoedsack, 1933) y el Empire State, escenario determinante en su resolución (el Museo Británico, la Estatua de la Libertad, el Royal Albert Hall, el monte Rushmore…).

“Vender” París a través de un plano de la torre Eiffel puede suponer un problema si todo el mundo lo hace o aspira a hacerlo. Ahí están el culebrón para millonarios titulado Le divorce (James Ivory, 2003), presuntos musicales de qualité como Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001) o el comienzo de Midnight in Paris (Woody Allen, 2011), publirreportaje que refleja un día entero a la manera de Walter Ruttmann en Berlín, sinfonía de una ciudad (Berlin, Die Symphonie der Großstadt, 1927) o de Dziga Vertov en El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1929), concentrado en los tres minutos de Si tu vois ma mère de Sidney Bechet. Si del París hollywoodiense se habla es ineludible acudir al hermoso rostro de Audrey Hepburn, en solitario (Sabrina, Billy Wilder, 1954) o junto a Fred Astaire en Una cara con ángel (Funny Face, Stanley Donen, 1957), Gary Cooper en Ariane (Love in the afternoon, 1957), Cary Grant en Charada (Charade, Stanley Donen, 1963) o William Holden en Encuentro en París (Paris-When it sizzles, Richard Quine, 1964).

Hollywood toma conciencia de su entrega al estereotipo y contraataca con una respuesta no menos tópica: la caricatura. El cineasta, con permiso de George Cukor, más ligado al planeta glamour, Blake Edwards, se ríe del París de postal acumulando las torpezas de Peter Sellers en El nuevo caso del inspector Clouseau (A shot in the dark, 1964); Billy Wilder blanquea de romanticismo frívolo el tráfico de sexo llevándose a decorados de estudio los hotelitos y cafés del barrio de Les Halles (batería de clichés: Hotel Casanova de la calle Casanova, cerca del mercado central, seguramente, donde Marlon Brando compraba la mantequilla para sus juegos con Maria Schneider…); el 007 más paródico, Roger Moore, corre tras la asesina Grace Jones en los exteriores de la torre Eiffel al inicio de Panorama para matar (A view to a kill, John Glen, 1985), en una larga secuencia que lo mismo sirve para el videoclip de Duran Duran que como spot publicitario del modelo de Renault del taxi que Bond destroza en la persecución. La irreverencia con los símbolos puede surgir de la comedia involuntaria: los extraterrestres invasores, pésimos estrategas, revelan una absurda preferencia por desintegrar monumentos inofensivos y carentes de valor táctico como la torre Eiffel o el Big Ben antes que las instalaciones militares terrícolas.

En su huida del lugar común, otros se fijan en cómo ruedan los autóctonos. París se ennegrece cuando Louis Malle encierra los pecados de Francia (la codicia, la traición, la lujuria, el adulterio, el asesinato, su desastrosa política colonial) en un ascensor en blanco y negro con hilo musical de Miles Davis. Ese jazz de tugurios, cuevas y garitos nocturnos que, en versión Duke Ellington y Louis Armstrong, alimenta a Paul Newman y Sidney Poitier en Un día volveré (Paris Blues, Martin Ritt, 1961). Jean-Pierre Melville traslada a El silencio de un hombre (Le samouraï, 1967) la estética del noir clásico americano de los años cuarenta. En Frenético (Frantic, Roman Polanksi, 1988), dos réplicas de la Estatua de la Libertad roban el protagonismo a la omnipresente torre Eiffel: mientras esta aparece fragmentada en algunas tomas de fondo, la reproducción a escala de Liberty erigida en la angosta Isla de los Cisnes preside el desenlace, y otra mucho más pequeña, el típico souvenir para turistas, esconde el MacGuffin que desencadena la trama (alegoría pobretona, tratando la cosa de un secuestro). Más sombría y hermética es la fantasía de El sueño del mono loco (Fernando Trueba, 1989). El guionista Dan Gillis –heredero por línea divina del Joe Gillis (William Holden) de Billy Wilder– queda atrapado en una tenebrosa trampa durante el rodaje de la película maldita que él mismo ha escrito: París como escenario de un siniestro cuento infantil que desemboca en delirante pesadilla gótica.

De la filmografía mundial se extrae la ridícula conclusión de que la torre Eiffel es visible desde cualquier ventana, tras cualquier esquina, al fondo de cualquier calle, sobresaliendo de los tejados de todo edificio o entre los árboles de cualquier parque. En un tiempo en que las comunicaciones y la sociedad de la información han generado cambios sustanciales en la percepción del público, lo que antaño podía tomarse por un ingenioso y elocuente recurso narrativo hoy nos parece pobre, manido y facilón, pero ante todo innecesario. Así lo acredita Paris Je t’aime (2006), macedonia de cortometrajes rodados por directores de todo el mundo en distintos barrios de París, surgida en parte como reacción a ese cine de comienzos del siglo XXI que, en busca del abaratamiento de costes, se mudó a ciudades del Este de Europa como Belgrado, Budapest o Bucarest (en su día, “la París de los Balcanes”), donde se filmaron localizaciones que en pantalla pasaron sin apuros por auténticos exteriores de la ciudad del Sena.

En otras palabras, colocar un plano de la torre Eiffel en una película que transcurra en París ha terminado por convertirse en un cliché. En un “lugar común, idea o expresión demasiado repetida o formularia”, tal como define el término, en su segunda acepción, el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua.

François Truffaut resume hermosamente su idea de lo que es el cine: “mitad verdad, mitad espectáculo”. Para el poeta John Keats “la belleza es verdad; la verdad, belleza”. En sus filmes españoles, Alice Guy no solo rodó danzas gitanas y vistas de Sevilla que el espectador pudiera identificar con las guías de viajes y las revistas ilustradas, con los dibujos, las pinturas y los grabados, con las novelas por entregas o con el vodevil y las operetas populares. Su cámara retrató fábricas, almacenes y depósitos del puerto del Guadalquivir, igual que en Madrid no se limitó a registrar las multitudes agolpadas en el centro de la ciudad, los altos edificios, los transeúntes, los tranvías y los monumentos; también los humildes conglomerados de las afueras, el desorden urbano de casuchas insalubres y calles embarradas por las que transita un esforzado coche fúnebre.

Esta verdad de la que hablan Keats y Truffaut y que filmó Alice Guy no encaja en la vulgar subjetividad de las convicciones irrefutables, de las ideologías excluyentes, de las declaraciones de fe, los discursos partidistas o las soflamas interesadas. Su verdad es una realidad idealizada, la belleza entendida como el espectáculo de la vida. “Es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea como el ojo en el corazón de un poeta”, dice Orson Welles. El ser humano, sin embargo, necesita certezas. Ansía saber que sus sentimientos son algo más que el producto de ciertas reacciones químicas en el interior de su cerebro. Que sus principios, valores y creencias son legítimos e indispensables, dignos de ser respetados y adoptados por el resto del mundo. Que su comunidad es diferente, que está tocada por la gracia superior de la razón y la justicia, que merece la posteridad, alcanzar la trascendencia. El ser humano ama proclamar verdades, son el cimiento de su construcción como civilización. En caso de que no las haya o no las encuentre, de que lo hallado no le guste o no le convenga, las inventa, porque el ser humano, ante todo, quiere creer lo que le aprovecha, lo que aumenta su autoestima y aquieta su conciencia. “Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprime la leyenda”, dice el periodista de El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962).

6 comentarios sobre “Un extracto de Hermosas mentiras (Limbo Errante, 2018)

  1. Esto que dices es muy, pero que muy interesante. Para nosotros, los amantes del cine y de la literatura sabemos muy bien a lo que se refiere, es decir, que un lugar muy conocido por las estampas y los turistas no es lo mismo si lo registra el cine. Por ejemplo, la torre Eifeel de París no es la misma torre que vemos en los títulos de crédito de “Los cuatrocientos golpes”. La Estatua de la Libertad no es la misma que la que vemos en “Sabotaje”, o el Monte Rushmore en “Con la muerte en los talones” o el Empire State Building de “Tú y yo”. La fontana di Trevi en “La dolce vita”. Y no me estoy refiriendo a que sean decorados o maquetas, en alguno de los casos, sino que el cine trasciende la vida, la historia, incluso monumentos más antiguos que el cine. Un loco del cine cuando está delante de La Fontana di Trevi, no ve la fuente más bella de Italia, sino a esa pareja que no llegan a tocarse. ¿Qué es Nueva York para alguien que no ha visto nunca una sola película y no ha leído una novela? Nada. Nunca llegaremos a conocernos a nosotros mismos de la forma en que conocemos a los personajes de los libros que hemos leído. Que el verdadero Mississippi no es el que atraviesa el Sus, sino el que escribió Mark Twain. O que todo cuanto sabemos proviene de la literatura y el cine. Nunca entraremos en el interior de las personas que más queremos como lo hacemos con los personajes de las novelas y las películas. Nunca nos conoceremos a nosotros mismos como somos capaces de conocer, por ejemplo, a Rick Blaine (Casablanca). A él lo conozco mucho mejor de lo que me conozco a mí. Eso es un valor extraordinario.

    Un fuerte abrazo, amigo mío.

    1. Totalmente cierto. El cine y los libros transforman estos lugares en memoria sentimental. O, mejor dicho, en memorias sentimentales, ese lugar impreciso de la imaginación o del recuerdo en el que colocamos aquellas cosas tan próximas a los sueños y los anhelos como a la realidad. En cuanto a las personas… Tal vez la diferencia sea que en el cine reconocemos y asimilamos que se trata de una representación, mientras que en la vida real pensamos, erróneamente, que se trata de algo diferente.

      Abrazos

  2. Me encantan estas conversaciones porque tocan la esencia del arte. Citas a Buñuel y hablas del misterio. Decía Alan Watts: “El misterio de la vida no es un problema a resolver sino una realidad a experimentar.” Yo no paro de decir que sigo siendo un agnóstico con sentido del misterio. La gente con la que me siento más a gusto son los escépticos con sentido del misterio. Pero, ¡joder, no los veo por ninguna parte! Thoreau decía que la necesidad que tenemos de misterio es mayor que la necesidad de una explicación. Ahí está don Luis Buñuel, posiblemente uno de los directores más importantes de la historia del cine. Él fue quien dijo que una persona no es solo lo que hace, sino también lo que piensa, imagina y sueña. Sí señor, un brindis para el genio de Calanda. ¿Alguien brinda hoy por el cine de Buñuel? Yo lo hago a solas constantemente con un dry Martini. ¿Qué coño es eso de la realidad? Don Luis dice: “La realidad no suele ser tan ‘concentrada’”. “La realidad sin la imaginación, es la mitad de la realidad. Ya saben ustedes que no soy neorrealista. Además, en la situación más terrible puede haber un respiro.” Un genio, ya lo digo. Y sigue diciendo: “En principio, el neorrealismo italiano no me gusta. Solo me satisface unas cuantas películas de esa escuela: Umberto D, Ladrón de bicicletas, algunas de Fellini. Yo creo que no debe haber una sola dimensión de lo real, sino todas las dimensiones posibles.” Su arte, el arte. Pero también la visión transformadora del espectador. En mis viajes he visto mucho más que lo que recomiendan las mierdas de las guías turísticas. Por ejemplo, cuando caminaba por la actual Via Veneto de Roma, sonreía de puro éxtasis. Los idiotas con los que me cruzaba me miraban con consternación. Esa calle era una puta mierda en la falsa realidad. Yo caminaba por la Via Veneto del decorado magistral realizado para la película “La dolce vita”. Y el que no esté conmigo que le den por el culo. Cuando estuve en Londres, que hoy en día es una ciudad de mierda como cualquier otra, yo estaba en estado de éxtasis. De Dickens, pasando por Sherlock Holmes hasta cruzar, simplemente, el paso de peatón de Abbey Road. Luego Venecia… Nantes… Toledo… los cines de mi infancia de sesión doble y novelas de aventuras compradas en los quioscos. Y quien no esté de acuerdo con esto, que le den por el culo.
    Y para ir terminando. Aquí tenemos una cita del gran David Foster Wallace: “Todas las historias de amor son historias de fantasmas”, Y es cierto. Todas las historias de amor son historias de fantasmas a medida que el enamorado o enamorada no se relaciona con la persona real, sino con la persona que imagina. Por eso el amor es un malentendido. Por eso es tan difícil pasar del enamoramiento al amor, porque el enamoramiento quieres a una persona por todo lo que imaginas de ella, y en el amor, la tienes que querer por aquello que carece. El cine, la literatura, la pintura, la música, en fin, el arte, no es más que eso.

    Abrazos mil.

    1. Ay, amigo…. El amor, historias de fantasmas… Desde luego, las mías, sí…

      En el fondo, Buñuel lo que hace es sintetizar una manera de pensar y de sentir (somardas, la llamamos) muy típica de aquí. Un escepticismo socarrón que va en el ADN. También eso se está perdiendo. Como en las grandes ciudades que nombras, todo es devorado por las tiendas de moda, las franquicias de comida rápida, las cadenas y macrocadenas de negocios que levantan locales exactamente iguales con independencia de la ciudad, el país o el continente en el que te encuentres. Lo mismo ocurre con las personas: la moda, la libertad, lejos de traer variedad y riqueza, conlleva uniformidad. Porque el sentimiento que prima es el tribal, el de grupo, el de ser aceptado o cobijarse en la mayoría. También las ciudades. Memoria sentimental, esa es siempre la clave. Solo que para Buñuel esta lo incluye todo, también esos parámetros a los que, según dicen, en la vida adulta debemos dar la espalda.

      Abrazos

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