Dieta (política) mediterránea: Suburra (Stefano Sollima, 2015)

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El thriller vinculado a las implicaciones de la corrupción política es casi un subgénero de la cinematografía italiana. La propia conformación del mapa político del país (en particular, la hegemonía de décadas de Democracia Cristiana y sus pactos con el Partido Comunista), el convulso funcionamiento de su plano institucional y de los mecanismos internos de los partidos (desde la Segunda Guerra Mundial el país sale a más de un Gobierno por año de promedio), la existencia del Estado Vaticano, eje de poder económico, político e incluso espiritual de primer orden con ilimitada capacidad de influencia dentro y fuera de Italia, en el centro de su capital, Roma, y la omnipresencia de las mafias (Camorra, Cosa Nostra, ‘Ndrangueta) y el crimen organizado proveniente de países del Este, alimentan un enfoque de su cine especialmente profuso en los años setenta y primeros ochenta, y que ocasionalmente sigue ofreciendo títulos a medida que el panorama va complicándose con la irrupción de sucesivos interlocutores políticos (Berlusconi, el Movimiento Cinco Estrellas, la ultraderecha…) y la constante aparición de nuevos factores de inestabilidad (crisis económica, inmigración, relaciones con la UE…). Suburra bebe tanto de las fuentes de aquel cine político italiano (de autores como Rosi, Petri, Bellochio, Pontecorvo, Zurlini, Damiani, Ferrara…) como de sus reelaboraciones más vinculadas a la actualidad del momento -en particular, de Il Divo (Paolo Sorrentino, 2008) y Gomorra (Matteo Garrone, 2008)-.

Partiendo de un caso tipo -las relaciones que, en torno a un gran proyecto inmobiliario en el puerto de Ostia, se establecen entre políticos, mafiosos, delincuencia local e incluso miembros de las altas esferas de la Santa Sede-, la película aspira a hacer un caleidoscopio de las distintas perspectivas y situaciones que genera un movimiento especulativo de estas características, alentado desde los intereses particulares de quienes emplean los partidos políticos y las instituciones como vehículos de negocio y con la ayuda y la participación activa del crimen organizado, que termina afectando de una u otra manera al elemento de base de cualquier sociedad, el ciudadano honrado que cumple con sus obligaciones y paga sus impuestos. En este contexto, la muerte de una prostituta en la orgía que un parlamentario celebra con su amante en un hotel de Roma, naturalmente a espaldas de su mujer, levanta una auténtica tormenta perfecta de extorsión, manipulación, violencia y crímenes encadenados en el que confluyen la necesaria ocultación del cadáver, el desarrollo de un proyecto de ley urbanístico cuya aprobación es ansiada por los cazadores de comisiones, las mafias del sur y los despachos vaticanos, y las luchas de poder entre clanes criminales. Venganzas sangrientas, sexo a raudales, negocios sucios, amenazas, política barriobajera, excursiones a los bajos fondos, chantajes, mucho plomo e incluso el secuestro de un niño son los ingredientes de un guiso cada vez más indigesto y peligroso para todos.

Sin las florituras formales y los alambiques visuales de Sorrentino, apostando por una mixtura de sobriedad y desbarre, la película parte de una estructura inicial de rompecabezas cuyas piezas, poco a poco (en ocasiones, demasiado), van encajándose, para constituir una intrincada combinación de relaciones y deseos incompatibles dirigida a un inevitable estallido violento. Irregular en cuanto a ritmo, algo morosa en su comienzo, tan vertiginosa como estática en distintas fases de su desarrollo, la narración, estructurada por capítulos titulados con la fecha y el número de días que faltan para el episodio de conclusión, que denomina como «Apocalipsis», Continuar leyendo «Dieta (política) mediterránea: Suburra (Stefano Sollima, 2015)»

Música para una banda sonora vital: Único testigo (Witness, Peter Weir, 1985)

En 1985, el reputado Maurice Jarre creó para esta película de Peter Weir una de las primeras partituras para el cine comercial compuestas íntegramente por música electrónica. La banda sonora, alejada de las míticas orquestaciones del músico francés, obtuvo el premio BAFTA en la edición de aquel año.

Mis escenas favoritas: Los sobornados (The Big Heat, Fritz Lang, 1953)

El célebre momento de la cafetera hirviente protagonizado por Gloria Grahame y Lee Marvin en este impagable clásico del film noir dirigido por Fritz Lang en 1953.

 

23 de abril: Día de Aragón y Día del Libro.

 

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«El misterio, elemento esencial de toda obra de arte, falta en general en las películas. Autores, realizadores y productores tienen mucho cuidado de no perturbar nuestra tranquilidad, cerrando la ventana de la pantalla al mundo de la poesía. Prefieren proponer argumentos que son una continuación de nuestra vida cotidiana, repetir mil veces el mismo drama, hacernos olvidar las penosas horas del diario trabajo. Todo eso sazonado por la moral habitual, por la censura gubernamental, la religión, el buen gusto y el humor blanco y otros prosaicos imperativos de la realidad. Al cine le falta misterio.»

Luis Buñuel

Introducción

Mil y una maneras de filmar (y no filmar) París.

[…]

No es hasta el final de su famoso libro-entrevista cuando Alfred Hitchcock y François Truffaut abordan, paradójicamente, el problema del principio, de la primera escena, el por dónde, cómo y con qué empezar una película. A la pregunta del francés, el británico responde a la gallega, con un “depende”, antes de citar de forma somera algunos de los trucos empleados a lo largo de su filmografía y de concluir con una de sus maravillosas ironías: “En realidad, no hay ningún problema en “vender” París con la torre Eiffel en el plano de fondo o Londres con el Big Ben en profundidad”.

Ni el verbo, “vender”, ni el entrecomillado que le adjudica Truffaut en la transcripción son en modo alguno inocentes. Escoger esos monumentos por delante de otras opciones, si bien no comporta un problema, sí importa, y no poco. Implica elección y descarte, la toma de una decisión que obedece a una postura ética y estética, a una intencionalidad que marca y condiciona el contenido íntegro de lo que siga después. Lo que en su respuesta hace Hitchcock, gran publicista de sí mismo, es avalar una práctica particular desde la autoridad de su posición de aclamado cineasta y empresario multimillonario, justificar una opción personal ante un director de la nouvelle vague poco proclive a hacer de su ciudad natal materia de postal visual para turistas del cinematógrafo. No en vano, la filmografía hitchcockiana está repleta de lugares señeros utilizados como elemento de fondo de sus tramas (pistas de esquí suizas, molinos de viento holandeses, el Corcovado de Río de Janeiro, el quebequés castillo de Frontenac, la plaza Yamaa el Fna de Marrakech, el Golden Gate, el Bridge Tower londinense…) o, a la manera de King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Shoedsack, 1933) y el Empire State, escenario determinante en su resolución (el Museo Británico, la Estatua de la Libertad, el Royal Albert Hall, el monte Rushmore…).

“Vender” París a través de un plano de la torre Eiffel puede suponer un problema si todo el mundo lo hace o aspira a hacerlo. Ahí están el culebrón para millonarios titulado Le divorce (James Ivory, 2003), presuntos musicales de qualité como Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001) o el comienzo de Midnight in Paris (Woody Allen, 2011), publirreportaje que refleja un día entero a la manera de Walter Ruttmann en Berlín, sinfonía de una ciudad (Berlin, Die Symphonie der Großstadt, 1927) o de Dziga Vertov en El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1929), concentrado en los tres minutos de Si tu vois ma mère de Sidney Bechet. Si del París hollywoodiense se habla es ineludible acudir al hermoso rostro de Audrey Hepburn, en solitario (Sabrina, Billy Wilder, 1954) o junto a Fred Astaire en Una cara con ángel (Funny Face, Stanley Donen, 1957), Gary Cooper en Ariane (Love in the afternoon, 1957), Cary Grant en Charada (Charade, Stanley Donen, 1963) o William Holden en Encuentro en París (Paris-When it sizzles, Richard Quine, 1964).

Hollywood toma conciencia de su entrega al estereotipo y contraataca con una respuesta no menos tópica: la caricatura. El cineasta, con permiso de George Cukor, más ligado al planeta glamour, Blake Edwards, se ríe del París de postal acumulando las torpezas de Peter Sellers en El nuevo caso del inspector Clouseau (A shot in the dark, 1964); Billy Wilder blanquea de romanticismo frívolo el tráfico de sexo llevándose a decorados de estudio los hotelitos y cafés del barrio de Les Halles (batería de clichés: Hotel Casanova de la calle Casanova, cerca del mercado central, seguramente, donde Marlon Brando compraba la mantequilla para sus juegos con Maria Schneider…); el 007 más paródico, Roger Moore, corre tras la asesina Grace Jones en los exteriores de la torre Eiffel al inicio de Panorama para matar (A view to a kill, John Glen, 1985), en una larga secuencia que lo mismo sirve para el videoclip de Duran Duran que como spot publicitario del modelo de Renault del taxi que Bond destroza en la persecución. La irreverencia con los símbolos puede surgir de la comedia involuntaria: los extraterrestres invasores, pésimos estrategas, revelan una absurda preferencia por desintegrar monumentos inofensivos y carentes de valor táctico como la torre Eiffel o el Big Ben antes que las instalaciones militares terrícolas.

En su huida del lugar común, otros se fijan en cómo ruedan los autóctonos. París se ennegrece cuando Louis Malle encierra los pecados de Francia (la codicia, la traición, la lujuria, el adulterio, el asesinato, su desastrosa política colonial) en un ascensor en blanco y negro con hilo musical de Miles Davis. Ese jazz de tugurios, cuevas y garitos nocturnos que, en versión Duke Ellington y Louis Armstrong, alimenta a Paul Newman y Sidney Poitier en Un día volveré (Paris blues, Martin Ritt, 1961). Jean-Pierre Melville traslada a El silencio de un hombre (Le samouraï, 1967) la estética del noir clásico americano de los años cuarenta. En Frenético (Frantic, Roman Polanksi, 1988), dos réplicas de la Estatua de la Libertad roban el protagonismo a la omnipresente torre Eiffel: mientras esta aparece fragmentada en algunas tomas de fondo, la reproducción a escala de Liberty erigida en la angosta Isla de los Cisnes preside el desenlace, y otra mucho más pequeña, el típico souvenir para turistas, esconde el MacGuffin que desencadena la trama (alegoría pobretona, tratando la cosa de un secuestro). Más sombría y hermética es la fantasía de El sueño del mono loco (Fernando Trueba, 1989). El guionista Dan Gillis –heredero por línea divina del Joe Gillis (William Holden) de Billy Wilder– queda atrapado en una tenebrosa trampa durante el rodaje de la película maldita que él mismo ha escrito: París como escenario de un siniestro cuento infantil que desemboca en delirante pesadilla gótica.

De la filmografía mundial se extrae la ridícula conclusión de que la torre Eiffel es visible desde cualquier ventana, tras cualquier esquina, al fondo de cualquier calle, sobresaliendo de los tejados de todo edificio o entre los árboles de cualquier parque. En un tiempo en que las comunicaciones y la sociedad de la información han generado cambios sustanciales en la percepción del público, lo que antaño podía tomarse por un ingenioso y elocuente recurso narrativo hoy nos parece pobre, manido y facilón, pero ante todo innecesario. Así lo acredita Paris Je t’aime (2006), macedonia de cortometrajes rodados por directores de todo el mundo en distintos barrios de París, surgida en parte como reacción a ese cine de comienzos del siglo XXI que, en busca del abaratamiento de costes, se mudó a ciudades del Este de Europa como Belgrado, Budapest o Bucarest (en su día, “la París de los Balcanes”), donde se filmaron localizaciones que en pantalla pasaron sin apuros por auténticos exteriores de la ciudad del Sena.

En otras palabras, colocar un plano de la torre Eiffel en una película que transcurra en París ha terminado por convertirse en un cliché. En un “lugar común, idea o expresión demasiado repetida o formularia”, tal como define el término, en su segunda acepción, el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua.

François Truffaut resume hermosamente su idea de lo que es el cine: “mitad verdad, mitad espectáculo”. Para el poeta John Keats “la belleza es verdad; la verdad, belleza”. En sus filmes españoles, Alice Guy no solo rodó danzas gitanas y vistas de Sevilla que el espectador pudiera identificar con las guías de viajes y las revistas ilustradas, con los dibujos, las pinturas y los grabados, con las novelas por entregas o con el vodevil y las operetas populares. Su cámara retrató fábricas, almacenes y depósitos del puerto del Guadalquivir, igual que en Madrid no se limitó a registrar las multitudes agolpadas en el centro de la ciudad, los altos edificios, los transeúntes, los tranvías y los monumentos; también los humildes conglomerados de las afueras, el desorden urbano de casuchas insalubres y calles embarradas por las que transita un esforzado coche fúnebre.

Esta verdad de la que hablan Keats y Truffaut y que filmó Alice Guy no encaja en la vulgar subjetividad de las convicciones irrefutables, de las ideologías excluyentes, de las declaraciones de fe, los discursos partidistas o las soflamas interesadas. Su verdad es una realidad idealizada, la belleza entendida como el espectáculo de la vida. “Es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea como el ojo en el corazón de un poeta”, dice Orson Welles. El ser humano, sin embargo, necesita certezas. Ansía saber que sus sentimientos son algo más que el producto de ciertas reacciones químicas en el interior de su cerebro. Que sus principios, valores y creencias son legítimos e indispensables, dignos de ser respetados y adoptados por el resto del mundo. Que su comunidad es diferente, que está tocada por la gracia superior de la razón y la justicia, que merece la posteridad, alcanzar la trascendencia. El ser humano ama proclamar verdades, son el cimiento de su construcción como civilización. En caso de que no las haya o no las encuentre, de que lo hallado no le guste o no le convenga, las inventa, porque el ser humano, ante todo, quiere creer lo que le aprovecha, lo que aumenta su autoestima y aquieta su conciencia. “Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprime la leyenda”, dice el periodista de El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962).

Este libro trata de cómo, de las dos mitades que para Truffaut constituyen la esencia del cine (y de la vida), una de ellas, el espectáculo, ha sido y es utilizada contra la otra, la verdad, para conformarla, simplificarla, elevarla, confundirla, transgredirla, deformarla o reinventarla. Para reducirla, sobre la base de intereses concretos y cambiantes, a una de esas falsas verdades espurias ajenas al sentido de la belleza del que hablan Keats y Truffaut.

El cliché ha sido y sigue siendo hoy, en la era de la cultura del sucedáneo disfrazada de espectáculo, la herramienta más preciada de esa maniobra de transformación de la realidad idealizada en una verdad manipulada, de reconstrucción deliberada de una verdad a la medida. Este libro trata de por qué el París del glamour, el amor y la luz simbolizado en la torre Eiffel se ha impuesto en el imaginario popular al realismo poético de los cineastas franceses de los años treinta, ha desplazado la realidad incendiaria de los suburbios donde viven confinados y sin futuro los hijos de la inmigración que protagonizan El odio (La haine, Mathieu Kassovitz, 1995) o de los guetos de ilegales que aparecen en Deephan (Jacques Audiard, 2015). En suma, este libro se propone analizar por qué Hitchcock emplea precisamente la palabra “vender” en su respuesta a Truffaut, y por qué este le coloca las comillas al transcribir sus palabras. Intenta reflexionar acerca del papel que los tópicos, los estereotipos, los lugares comunes han desempeñado tanto en las diversas interpretaciones de la realidad manipulada que el espectáculo ha impuesto sobre la verdad, en su objetivo de sustituir la belleza auténtica por la belleza fabricada, como en la defensa que la verdad ha emprendido en contra de esa manipulación. A fin de cuentas, tanto los realistas poéticos como Kassovitz y Audiard han empleado personajes y entornos marginales parecidos, recurriendo asimismo al cliché, para defender su cruda interpretación de la verdad.

El cliché, la lucha entre clichés de distinto signo, parecen componer, por tanto, la naturaleza esencial del arte cinematográfico. Una identidad sancionada por el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española que, si en su segunda acepción define el cliché como lugar común demasiado repetido, en la primera señala que es la “tira de película fotográfica revelada, con imágenes negativas”. El cine y el cliché quedan así fusionados como unidad indisoluble, plenamente identificados para comodidad de productores, directores e intérpretes, y también del público, que puede recrearse en su zona de confort usando el argumento de la evasión para maquillar lo que no es otra cosa que sumisa aceptación, obediencia irreflexiva. Dice el maestro Luis Buñuel: «si se le permitiera, el cine sería el ojo de la libertad. Por el momento, podemos dormir tranquilos. La mirada libre del cine está bien dosificada por el conformismo del público y por los intereses comerciales de los productores. El día que el ojo del cine realmente vea y nos permita ver, el mundo estallará en llamas». Tal vez por eso la sociedad entiende el cliché como un puerto seguro, a salvo de tormentas y convulsiones, de cambios traumáticos que obliguen a replantear y repensar, a quitarse la venda de los ojos, a renombrar las cosas, a correr riesgos, a esforzarse, a remover el statu quo. Tal vez por eso los sectores inmovilistas de la sociedad siempre consideran aberrante y peligroso cualquier atisbo de originalidad. Como expresó el genio de la ciencia ficción Stanislav Lem: «muchos que quisieron traer luz fueron colgados de un farol».

 

Pocas novelas hay en castellano que hablen del cine. Las hay, y muchas, que lo usan como escenario para la acción y que apelan a su memoria sentimental o que lo emplean como marco referencial o evocador mecanismo de evasión. Pero no hay grandes novelas en castellano, salvo Cinelandia de Ramón Gómez de la Serna y tal vez la reciente Londres después de medianoche de Augusto Cruz, que al estilo de Garson Kanin en Moviola, de Gore Vidal en Hollywood, de Scott Fitzgerald en El último magnate, de Norman Mailer en El parque de los ciervos, de Nathanael West en El día de la langosta o de Steve Tesich en Karoo hablen de las peripecias de quienes hacen el cine, de productores, directores, guionistas, actores y técnicos, es decir, una traslación literaria de ese espléndido género cinematográfico que es el cine dentro del cine.

Cartago Cinema intenta ir un paso más allá, conectar el ambiente del Hollywood clásico y la profunda renovación que vivió a finales de los años sesenta con uno de sus platós naturales predilectos, España, y en particular con uno del que los grandes estudios deberían haber sacado mayor partido a poco que hubieran buscado mejor, Aragón.

¿Qué es Cartago Cinema? La respuesta está esbozada en la cita de François Truffaut que abre la novela: ¿es el cine –esto es, la ficción, el acto creativo, la fabricación de emociones, de sentimientos, la poesía…– más importante que la vida? ¿Es el cine, la ficción, algo más que, como decía John Lennon, la vida despojada de los momentos aburridos? En conclusión, ¿no será el cine –la ficción en general– una vida mejorada, corregida y aumentada en tiempo, experiencias e intensidad, como soñamos que debiera ser la única vida que poseemos? ¿No son los guionistas y los directores una especie de dioses de andar por casa con un universo hecho a la medida de los deseos, las pasiones y los temores humanos? A ello alude el primer párrafo de la novela: La diferencia entre el cine y la vida, entre ilusión y realidad, está en que la fantasía siempre ha tenido mejores guionistas, escritores que han aprendido que tanto o más importante que saber contar es conocer el secreto de cuándo deben dejar de hacerlo.

Y, a la inversa, ¿no terminamos por incorporar a la vida real las reglas que utilizamos para construir nuestras vidas de ficción? ¿No aplicamos a nuestra memoria, personal y colectiva, las estructuras y los mecanismos de la creación en una constante reescritura de nuestras vidas y de la historia de nuestras sociedades, a menudo con la única intención de ofrecer continuas versiones mejoradas a nuestro público, que es además personaje? En suma, ¿no es la memoria, la íntima y la histórica, una mesa de montaje en la que constantemente vamos mezclando secuencias y tomas, músicas, sonidos y diálogos, para adecuarla a lo que nosotros queremos que sea, y sobre todo a lo que queremos que los demás vean que es?

Cartago Cinema es Aragón. Zaragoza y su desierto circundante son el escenario predominante de una historia que, de manera desordenada pero siguiendo de algún modo los pasos de Luis Buñuel, también transita por Nueva York, Los Ángeles, las cercanías de París, el sur de Francia y Ciudad de México.

Cartago Cinema es memoria histórica. A través del cine se habla de cómo la historia general, la que se cuenta en los libros, influye en las historias particulares, condiciona las pequeñas historias de la gente corriente. Además de algunas alusiones cinematográficas y extracinematográficas a fenómenos históricos concretos (la época napoleónica, la invasión francesa de Argelia, las dictaduras del Cono Sur americano o el salvaje Oeste), la novela se concentra en el caso español. En particular, se fija en un pueblo aragonés destruido en la Guerra Civil y reconstruido por el régimen franquista, destinado en principio a ser plató para el rodaje de un western en los años setenta, y en el que se abrió un autocine que en el tiempo narrativo principal de la novela ya está abandonado y se pretende reabrir. La fundación, destrucción y refundación del pueblo, la apertura, el cierre y la reapertura del autocine y su posterior reconversión, en el desenlace, en otra clase de edificio dedicado a una utilidad diametralmente opuesta corren en paralelo y se erigen en metáfora de los acontecimientos vividos en España, y en particular en Aragón, entre 1936, 1978 y la actualidad.

Cartago Cinema es una historia policíaca. Un misterio, el enigma de un suicidio, de una muerte desesperada por la propia mano, reabre un viejo enigma sin resolver: ¿por qué un cineasta de éxito, con dos buenas películas aclamadas por la crítica y el público, comunica que deja el cine de repente, se casa con una mujer rica y se autoexilia en un château de las afueras de París? ¿Por qué treinta años más tarde anuncia que pretende volver a hacer películas, retomar las cosas donde las dejó? El productor que financió sus éxitos y que recibe su oferta de vuelta al trabajo comisiona a un guionista para que averigüe ambos misterios. Sin embargo, cuando llega a su destino, Ferris Ballard, el director díscolo, ha desaparecido sin dejar rastro, acompañado de una misteriosa mujer y llevándose únicamente material para filmar. ¿Qué pretende rodar? ¿Dónde? ¿Por qué esa huida cuando él mismo, sin que nadie se lo pidiera, había decidido volver al mundo? El narrador de la historia cuenta su periplo, acompañado de un detective profesional y de un amigo del fugado, también guionista, tras los pasos de Ballard, a su caza y captura con la imperiosa necesidad de hallarlo con tiempo suficiente para poner en pie la nueva película que debe suponer su regreso por la puerta grande y unos grandes beneficios económicos para el estudio.

Cartago Cinema es un romance desesperado. Martina y Ferris, dos perdedores sin tiempo ni sitio, son como Los amantes de la noche (1948) o el Humphrey Bogart y la Gloria Grahame de En un lugar solitario (1950) de Nicholas Ray, un hombre y una mujer en cuya relación no se llega a discernir si priman más los sentimientos o la búsqueda de un clavo ardiendo al que agarrar su desesperada supervivencia. Una vertiginosa carrera en un coche sin frenos por un callejón sin salida que emula, aunque de manera incruenta, a grandes parejas criminales del cine como Peggy Cummins y John Dall en El demonio de las armas (Joseph H. Lewis, 1950), Warren Beatty y Faye Dunaway en Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967), Steve McQueen y Ali MacGraw en La huida (Sam Peckinpah, 1972), Martin Sheen y Sissy Spacek en Malas tierras (Terrence Malick, 1973) o Goldie Hawn y William Atherton en Loca evasión (Steven Spielberg, 1974).

Cartago Cinema es Hollywood clásico. A través de unos grandes estudios, Gold Masks, y de su productor a la antigua usanza (inspirado en figuras reales como Irving Thalberg, Samuel Goldwyn, Harry Cohn, David O. Selznick o Darryl F. Zanuck), Bufford Sheldrake (el apellido es una referencia encubierta a Billy Wilder, que lo utiliza para dos personajes de dos de sus obras maestras: un productor de cine en El crepúsculo de los dioses y el villano de El apartamento) se presenta el surgimiento de Hollywood y la época dorada del cine, el antiguo sistema de producción, lo que significaba vivir en un lugar ficticio que todo viajero busca en Los Ángeles pero que jamás encuentra porque no es más que una entelequia.

Cartago Cinema es el Nuevo Hollywood. Más o menos entre 1967 (estreno de Bonnie & Clyde, de Arthur Penn, un proyecto escrito por David Newman y Robert Benton pensando en François Truffaut como director) y 1980 (estreno de Toro salvaje, de Martin Scorsese), algo ocurre en Hollywood. El cine americano cambia, los viejos directores, guionistas, productores y actores son sustituidos por una nueva generación que quiere hacer películas de otro modo, más maduras, más pegadas a la realidad de la gente, alejadas de las falsas promesas del sueño americano. A través del personaje del director, Ferris Ballard, inspirado en cineastas reales como Arthur Penn, Michael Cimino, Coppola o William Friedkin, se introduce toda esta experiencia de cambio y renovación, ese intento por hacer al cine mayor de edad, y que sucumbió con el surgimiento del blockbuster a raíz del fenómeno Star Wars. El personaje, como los modelos reales en que se inspira, resume en sí mismo el enigma de lo que pudo ser y no fue, de todo el cine que se ha perdido con el triunfo de la comercialidad. Un catálogo de grandes directores que, generadores del mejor cine de los años setenta, en la década siguiente fueron devorados por el cine palomitero.

Cartago Cinema es surrealismo. En una doble vertiente: por un lado, en homenaje a Luis Buñuel, él mismo personaje en dos momentos diferentes, ambos oníricos, el segundo de ellos humorístico pero con una referencia directa al relato filosófico Micromegas de Voltaire y al Gran Guion que está todavía por escribir, el misterio que encierra la pregunta inicial de Truffaut; por otra parte, el gusto del narrador de la novela por Groucho Marx y sus deseos por imitar al que para él es el filósofo más importante del siglo XX le llevan a provocar escenas descacharrantes con las que lo único que pretende, como Groucho, es volver locos a sus semejantes sublimando los absurdos de nuestra existencia cotidiana.

Cartago Cinema es humor. La historia principal, rodeada por todas partes de acontecimientos dramáticos, busca no obstante la ligereza y la sencillez, y desengrasar a través del humor. Las emulaciones que el narrador hace del comportamiento de Groucho Marx en la pantalla o la ambigua relación de admiración, subordinación y cordial odio que mantiene con su jefe, el productor Sheldrake, y que se traduce en diálogos hilarantes entre ambos, ejercen de contrapunto a los dramas principales.

Cartago Cinema es nouvelle vague. En el sentido de que, como Truffaut, explora continuamente las relaciones de retroalimentación entre vida real y fantasía cinematográfica, de cine real y fantasía vital creada a partir de él.

Cartago Cinema es Orson Welles. No sólo, como se ha dicho, por asumir su concepción de la vida como una enorme mesa de montaje en la que constantemente montamos y remontamos nuestra existencia hasta quedar a nuestro gusto, de la memoria como bobina de película de la que a capricho vamos suprimiendo o incorporando escenas según nuestro interés; también por la premisa inicial de la historia, la idea de búsqueda y de averiguación de circunstancias ocultas de una biografía secreta, al hilo de su novelesco y cinematográfico personaje de Mr. Arkadin, cuyo esclarecimiento puede condicionar el presente y el futuro de aquellos que se encuentran a su alrededor.

Cartago Cinema es cine. Todavía contiene más cine. Alusiones directas (Scaramouche, de George Sidney o El Dorado, de Howard Hawks, la nota de suicidio dejada por George Sanders o la cita continua de títulos que hace el narrador cuando encuentra situaciones que le recuerdan cosas ya vistas en la pantalla), pero también como una mirada puramente cinematográfica, propia del guionista que cuenta la historia. Un narrador que padece acromatopsia, es decir, que no distingue los colores, que ve la vida en blanco, negro y toda su gama intermedia de grises como en una producción de la RKO de los años cuarenta, y que por tanto remite constantemente a la percepción de la vida real en una textura similar, para él, a la realidad ideal que ofrece el cine. Ese mundo ideal en el que no hay errores ni incoherencias, en el que todo conduce a un THE END que salva a tiempo a sus personajes, el mundo al que todos los protagonistas de la historia, Ferris Ballard, Elliott Gray, Martina Bearn, Bufford Sheldrake, desearían pertenecer para poder dejar así de huir de la versión de sí mismos que rechazan.

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39estaciones, de viaje entre el cine y la vida, es un intento de recuperación de cierta memoria sentimental del cine que pretende, aun modestamente, seguir la estela de los grandes libros de textos cinematográficos de excelentes narradores y cineastas como Guillermo Cabrera Infante, José Luis Garci, Javier Marías o Fernando Trueba. En un tiempo como el actual, en que la crítica cinematográfica se confunde demasiado a menudo con la publicidad y la mercadotecnia, en el que las salas de cine ligadas a los centros comerciales de la periferia de las ciudades, la implantación de las nuevas tecnologías y el vértigo impuesto a la sociedad por la liturgia del consumo rápido y el olvido meteórico han convertido las películas en un objeto fungible más, resulta adecuado detenerse y mirar atrás para recordar dónde se asientan los pilares del arte cinematográfico y recuperar el espíritu en el que reside su poder de fascinación: su condición de teatro de sueños, de propagador de hermosas mentiras, y su contraste con las grandezas y miserias de nuestra vida diaria. Así, cada una de las treinta y nueve estaciones, a través de diferentes autores e intérpretes, géneros y títulos, geografías y tiempos cinematográficos, trata de rememorar la ilusión que las películas son –o más bien eran- capaces de generar, sin olvidar al mismo tiempo la vieja afirmación de un maestro como Orson Welles de que el cine constituye el mayor y más importante medio de transmisión de información y de cultura desde la invención de la imprenta. Todo ello como ejercicio que se entiende imprescindible para, superado ya con creces el primer centenario de este arte y enfrentados a las nuevas formas de producir, filmar, distribuir y disfrutar el cine, tener presente dónde reside la esencia y la capacidad de seducción del arte más importante del siglo XX, cuya supervivencia depende en buena parte de su suficiencia para abstraerse y resistirse al actual culto a la velocidad y la desmemoria.

Mis escenas favoritas: La vida de Brian (Monty Python’s Life of Brian, Terry Jones, 1979)

Las grandes comedias suelen ser bastante más que simples comedias. Es el caso de esta joya que casi siempre recuperamos por estas fechas, tan irreverente hacia el concepto de religión (no solo, ni siquiera en primer lugar, la católica) como hacia el modus operandi de cualquier corriente política. De lo más apropiada para estas fechas, tanto por lo que marca el calendario como por las coyunturas públicas.

Música para una banda sonora vital: Un puente lejano (A Bridge Too Far, Richard Attenborough, 1977)

Este clásico del cine bélico narra el estrepitoso fracaso de la operación Market Garden, diseñada por el mariscal Montgomery (cuyo genio militar era bastante inferior a lo que vendía la propaganda británica) y ejecutada por los aliados en 1944, que pretendía situar un gran contingente de tropas aerotransportadas tras las líneas alemanas en Holanda, tomando los puentes sobre el Rhin que desde Eindhoven, Nimega y Arnhem abrían el camino hacia el corazón de Alemania, y acelerar con ello el final de la guerra. Los nazis estaban todavía lejos de doblegarse, y su contraataque no solo detuvo la acción e hizo perder a los aliados la iniciativa, gran cantidad de material y un importante número de bajas, sino que retrasó un año el fin de la contienda en Europa.

Con un reparto difícil de igualar (Sean Connery, Edward Fox, James Caan, Dirk Bogarde, Michael Caine, Robert Redford, Anthony Hopkins, Liv Ullmann, Maximilian Schell, Gene Hackman, Ryan O’Neal, Laurence Olivier, Elliott Gould y Hardy Krüger, entre otros), la película es asimismo recordada por la vibrante música compuesta por John Addison.

 

Mis escenas favoritas: El corazón del ángel (Angel Heart, Alan Parker, 1987)

Robert De Niro se lo pasa pipa, y nosotros con él, con su encarnación de Louis Cyphre, enigmático y diabólico cliente del detective Harry Angel (Mickey Rourke) en este clásico de los ochenta a medio camino entre la intriga de detectives y el cine de terror. Todo un ejercicio de estilo, en particular en cuanto a ambientación, fotografía y música (compuesta por Trevor Jones) que flaquea donde menos debería, en el guión. Con una exposición de la trama que añadiera o cambiara menos (el traslado de parte de la historia Nueva Orleans) del original literario de William Hjortsberg, que respetara más el orden y el sentido en que se suceden en la novela los distintos pasos en la investigación del paradero del desaparecido cantante Johnny Favourite, estaríamos hablando de una obra mayor. Queda, eso sí, un gran De Niro, que se divierte de lo lindo.

Música para una banda sonora vital: Murieron por encima de sus posibilidades (Isaki Lacuesta, 2014)

El reputado Isaki Lacuesta se marcó en 2014 este espantoso filme, intento de comedia enloquecida, con tan poca gracia como gratuidad en su discursiva verborrea pseudopolíticamente reivindicativa, que pretendía retratar, desde la declarada bufonada, la crueldad de nuestro sistema socioeconómico y la forma en que la crisis de 2008 se cebó con los estratos sociales más débiles. Cuesta creer que con un reparto tan abundante en nombres mediáticos (Raúl Arévalo, Julián Villagrán, Imanol Arias, Àlex Brendemühl, José Coronado, Eduard Fernández, Ariadna Gil, Bárbara Lennie, Sergi López, Carmen Machi, Ángela Molina, Albert Pla, Josep Maria Pou, Pau Riba, José Sacristán, Jaume Sisa, Emma Suárez, Luis Tosar, Jordi Vilches…), algunos de ellos ojitos derechos de la crítica y del cine español «oficial, pueda hacerse un bodrio de semejantes proporciones.

Lo mejor -lo único soportable, de hecho, además de algún cameo con cierta inspiración-, son los créditos iniciales animados, y la música que los acompaña, este clásico moderno de Astrud, Hay un hombre en España.

Mis escenas favoritas: El gran Lebowski (The Big Lebowski, Joel & Ethan Coen, 1998)

Uno de los grandes momentos de esta negrísima comedia de culto dirigida por los hermanos Coen. El Nota (Jeff Bridges), uno de los grandes personajes del cine de fin de siglo, impregnado, literalmente, de amistad.

Fábula de alta velocidad: Trenes rigurosamente vigilados (Ostre sledované vlaky, Jirí Menzel, 1966)

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Recordada como uno de los máximos exponentes del prolífico cine checoslovaco anterior a la Primavera de Praga, esta obra de Jirí Menzel conserva más de medio siglo después todo su dinamismo y su frescura, al tiempo que su subtexto ha cobrado mayor peso y dimensión a la luz de los acontecimientos políticos acumulados desde entonces en el este de Europa. La película se construye sobre una doble trama paralela, el difícil y traumático despertar sexual del joven Milos (Václav Neckár), y, en segundo término, la vida de un grupo de empleados de una estación de la red ferroviaria checa bajo la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial. Ambas líneas argumentales se fusionan de una manera un tanto particular, dotada de ese componente fabulístico, entre la comedia costumbrista y la evocación fantástica de la realidad, que recorre la algo más de hora y media de metraje: el gran deseo de Milos es hacerse un hombre, ya que en su familia ni su abuelo ni su padre hicieron otra cosa que vivir de sus pensiones y sus rentas sin pegar un palo al agua; la misión encomendada por sus superiores nazis, la supervisión y protección de determinados convoyes de especial importancia para los movimientos de tropas alemanes (ya en retirada progresiva tras los sucesivos reveses en el frente oriental, pero que son vendidos cínicamente como inteligentísimas maniobras tácticas de carácter envolvente destinadas a tender una trampa a los aliados en el centro del continente), encaja como un guante en sus aspiraciones de realización personal. No obstante, el súbito descubrimiento de su incapacidad para satisfacer sexualmente a Masa (Jitka Bendová), la guapa revisora con la que tontea, llena a Milos de dudas y de insatisfacción, hasta el punto de que la crisis vital en la que se sume pone en riesgo el cumplimiento de sus tareas profesionales y supone un terremoto que sacude el proceso de búsqueda de su ansiada hombría. La admiración que siente por su compañero Hubicka (Josef Somr), un mujeriego de tomo y lomo que, a pesar de sus discretos atractivos, goza de un enorme éxito entre las mujeres, acrecienta su frustración, pero el mismo Hubicka abre una puerta inesperada hacia el crecimiento personal de Milos: colaborar en la voladura de uno de esos trenes especiales de los nazis que, sobre el papel, deberían ayudar a proteger.

Desde el comienzo del metraje, cuando Milos hace un breve repaso de los «méritos» de su abuelo y de su padre (y de sus rocambolescas formas de morir), la película se mueve en un finísimo tono irónico próximo a la comedia negra y al realismo mágico, en la que, poco a poco, lo puramente negro va invadiendo un terreno cada vez mayor. El espectador acompaña así a Milos en su periplo de apertura al mundo, asiste perplejo con él a las conquistas amorosas de Hubicka (en particular, a aquel pasaje en que la consumación del acto sexual se reduce a la perversión de cubrir el trasero de su joven amante con los distintos sellos y timbres oficiales que los empleados de la estación manejan en la oficina), observa a un pelotón de soldados alemanes que, camino del frente, hacen una parada «técnica» en el tren de enfermeras que se encuentra detenido en el andén, o le sigue en sus empeños por lograr acostarse con una mujer madura, receta que ha recibido como método de adquisición de experiencia que le ayude a paliar sus problema de eyaculación precoz. Todo esto con la guerra como telón de fondo, y con una nueva misión que, de manera inesperada, va a encontrar a un nuevo Milos, provisto de nuevos ánimos y nuevas miras que, sin embargo, se dirige camino de una tragedia. La conclusión del filme, brillantemente concebida y, en su dramatismo, bellamente filmada, es uno de los muchos momentos de disfrute puramente visual que atesora la película, algunos de ellos puramente cómicos (el descubrimiento por parte del jefe de estación de los rotos y rajas que presenta el tejido de cuero del sofá del despacho, señal inequívoca de encuentro carnal no permitido sobre su superficie; la visita al tribunal de la madre que quiere denunciar el abuso «administrativo» cometido sobre su hija; el momento en que Milos viste su uniforme ferroviario por vez primera; su expedición al tren de enfermeras para espiar las evoluciones de estas con el recién llegado pelotón de soldados; la mujer de edad que prepara una oca para comer…), pero otros poseedores de un fuerte dramatismo que tiene más que ver con el subtexto de la película, la vida frente a la muerte, la libertad frente al totalitarismo, el amor frente al odio (en particular, el desenlace de la historia de la voladura, con el cuerpo tendido sobre el duro lecho de un vagón de un tren que camina recto al infinito…).

Esa poesía de la cotidianidad bañada de magia alcanza todo el metraje de la película, pero en especial los fragmentos que transcurren en el estudio de fotografía del tío de Masa, donde, igualmente desde el punto de vista de la picardía sexual, se retrata la vida desde el punto de vista de la juventud que lo tiene todo por delante, pero también le desencanto y la frustración de las ocasiones perdidas o de la felicidad olvidada. Ese milagro de vivir conecta el comienzo de la película, cuando el vehículo motorizado que transporta a los jefes nazis sucede en imágenes a la deseable condesa (Kveta Fialová) que visita la estación en su diaria salida a montar a caballo. Menzel, con su precisa y limpia dirección y su capacidad de evocación, resume así, de un plumazo, en una única secuencia, décadas de historia checa, el paso del imperio y la estructura social aristocrática a las nuevas exigencias de los ocupantes nazis en las que, tanto en su tiempo como en la actualidad, podemos leer las correspondientes equivalencias a lo que suponía vivir bajo el paraguas del comunismo, que no iba a tardar en volverse todavía más estrechas y acuciantes. El canto a la vida que impregna la película choca, por tanto, con la realidad de su rodaje, y avala aquella actitud del también checo Milos Forman que, en los primeros tiempos de su éxito internacional, cuando se paseaba por las universidades de París o tomaba cócteles en las fiestas de la contracultura de Nueva York, cuando el mundo occidental de los progres y los descontentos, en plena resaca del revolucionario 1968, aplaudía y guiñaba el ojo a las repúblicas soviéticas del este de Europa, mostraba su perplejidad a quienes hablaban del paraíso comunista y, al tiempo que declaraba su deseo de abandonar ese supuesto paraíso, acusaba a sus interlocutores de no tener la más mínima idea de lo que hablaban, de ser meros revolucionarios de salón. La película de Menzel presenta los escasos claros abiertos en un horizonte de nubarrones oscuros. Unos nubarrones que, tarde o temprano, traen tormenta.