Este multipremiado documental, ganador del Óscar de la categoría en su año, sigue la estela de El combate, el magnífico libro en el que Norman Mailer relata todo lo acontecido alrededor de la pelea por el título mundial de los pesos pesados que enfrentó en Zaire el 20 de mayo de 1974 a Muhammad Ali, leyenda del boxeo en horas bajas que entonces aspiraba al campoenato, y a George Foreman, vigente campeón, un auténtico martillo pilón. A través de los testimonios de algunos de los implicados y de testigos presenciales -entre ellos el propio Norman Mailer-, algunos recabados para la ocasión y muchos otros extraídos de los archivos, y de un rico surtido de grabaciones de la época, el documental hace un minucioso repaso de los hechos anteriores al combate y del desarrollo y de las consecuencias de este, además de un ejercicio de contextualización histórica y sociopolítica que ayuda a comprender la importancia simbólica de un personaje, Muhammad Ali, antes Cassius Clay, convertido ya entonces en un mito del siglo XX, en particular entre la población negra.
De este modo, el retrato de un personaje populachero y fanfarrón, excesivo y a ratos grotesco, al mismo tiempo lúcido y agudo y también dotado de un afiladísimo sentido del humor que alternaba una finísima y desarmante ironía y el recurso a la más descarada payasada, convive con la exposición de un convulso periodo de la historia norteamericana, de un país inmerso en la resaca del caso Watergate y en los estertores de la guerra de Vietnam, en el que retumban los ecos de la lucha por los derechos civiles y late el activismo afroamericano, la Guerra Fría y el mantenimiento del orden colonial en buena parte del continente africano. Todo ello acompañado de las canciones y las vivencias de aquellos grandes nombres de la música negra que el famoso promotor de combates de boxeo, Don King, hizo llevar a Zaire para convertir una pelea por el título mundial de los pesos pesados en una reivindicación de la lucha de los negros por la recuperación pública de su dignidad, en un alegato del orgullo racial negro, de su derecho a ocupar un lugar merecido y destacado en el plano mundial: James Brown, B. B. King o Miriam Makeba, entre otros. La virtud que redondea el conjunto: Leon Gast cuenta todas estas cosas en un metraje brevísimo, apenas noventa minutos.
Estructurado y construido a la mayor gloria de Ali, el documental, centrado en su figura, posee cierto tono de epopeya en la narración de su súbita gloria inicial, su posterior caída en desgracia a partir de sus declaraciones sobre la guerra de Vietnam, su negativa a ser alistado y su enjuiciamiento y condena, y su final retorno al centro del interés de la opinión pública, no solo como boxeador que busca recuperar su preeminencia perdida, sino como icono sociopolítico, como celebridad en vivo, como institución y símbolo ideológico de una minoría racial (mayoritaria) o incluso para un continente entero. Capaz de lo sublime y de lo ridículo, de ser caricatura y también hombre de estado, Ali/Clay se pasea por la mayor parte del metraje derrochando carisma y fuerza, una presencia animal, no desprovista de astucia y de ternura, en la que no extraña ese recubrimiento casi mitológico, al tiempo que contrasta con su postrero devenir vital y la enfermedad que padeció en sus últimos años. La película no descuida a Foreman, del que revela asimismo una naturaleza más reflexiva y humana que el mero cliché habitual del boxeador de éxito convertido en un cacho de carne sin inteligencia, inquietudes o preocupaciones vitales, humanas o incluso culturales, y salpica la narración con declaraciones de celebridades (el propio Mailer, James Brown, Spike Lee…) que ilustran el estudio de los personajes protagonistas, la repercusión del combate en aquel tiempo y la meticulosa narración del episodio del combate, incluido el retraso y la tediosa espera producida a raíz de un inesperado contratiempo de Ali. Igualmente, el documental muestra en él a un colosal actor que no diferencia personaje, persona, símbolo y estrategia mediática ni fuera ni dentro del ring, ni ante las cámaras ni sin ellas.
Conducido a un ritmo trepidante, mezclando tonos, temas, sonidos, formatos e incluso colores, el documental tampoco carece de suspense para el espectador no iniciado que desconozca los pormenores de la historia y el resultado del combate. Gast dosifica la información y cambia de foco de atención pensando, justamente, en mantener la incógnita sobre el desenlace, a pesar de que igualmente es consciente de que buena parte de su público conoce el episodio y/o que se ha asomado al libro de Mailer. La película alcanza aquí una dimensión mayor, casi de género. Porque la película, más que documental, es una película «de boxeo», controvertido deporte (para algunos no es un deporte en absoluto) que, sin embargo, en el cine se eleva para convertirse en algo que es mucho más que dos brutos (o brutas) en calzones soltándose sopapos. Metáfora inmejorable para los dramas de superación y redención, de la lucha contra las trampas y los avatares de la vida, el documental es, sobre todo, una galería de personajes del mundo del boxeo más allá de los protagonistas; retrata al público, a los seguidores, a los medios de comunicación y a la épica de un deporte, probablemente el más antiguo de la Humanidad, que hunde sus raíces en un periodo ancestral, anterior a la propia Historia. Este signo de continuidad, su ubicación en el continente en que los simios se bajaron del árbol, concede una naturaleza a la película que va más allá del simple documental, y al boxeo un carácter simbólico que excede la propia figura de Ali. El África conecta así su pasado con el periodo colonial y con su recién nacida, y también controvertida (ahí está la figura de Mobutu Sese Seko, que manejaba Zaire con mano de hierro), libertad. Una libertad por la que Ali decía luchar, y luchaba. En dos continentes, en dos realidades, de una misma piel.
Estupendo texto, amigo. Con lo que has escrito, una buena terraza y con unas buenas copas ya se puede pasar el día conversando plácidamente sobre el tema. Clay no solo cambió el boxeo, sino su tiempo. Clay, era el más puro exponente de los años sesenta, tanto como Camelot y la Nueva Frontera, Vietnam, Los Beatles o los Rolling; Malcom X o Martin Luther King. Con Clay nació la auténtica rebelión en la década prodigiosa. Cassius Clay era anterior a Berkeley y Mayo del 68. Clay era la contracabaña del tío Tom. Se negó a ir a la guerra. «No tengo nada en contra de esa gente. Nunca me han llamado nigger». Para muchos fue el verdadero profeta del cambio social. Y para las nuevas generaciones que van al curro en patinete eléctrico y comen yogures con bífidus activo, o cómo diablos se llame,
les falta perspectiva para conocer el verdadero alcance de sus golpes al sistema.
Yo con el tiempo, acabaría mirando la vida como una metáfora del boxeo. La vida es una lucha dura en donde la mayoría de las veces acabas besando la lona, pero por más golpes que te den, hay que ponerse siempre de pie.
Es muy curioso que el deporte nunca quedó bien ni en el cine ni en la literatura. Sin embargo, el boxeo y el póker (dos cosas totalmente opuestas), nos han dado estupendas pelis y novelas. Respecto a la literatura ahí tenemos The Proffesional, de Elmore Leonard y Wilfred Charles Heinz; en Cincuenta de los grandes, de Hemingway superior a El viejo y el mar; en Conan Doyle; en Jack London y Por un bistec; en Julio Cortázar, Réquiem por un peso pesado, de Rod Serling, etc., todos ellos tocaron con mano maestra el mundo del boxeo. Por otra parte, existen pelis del calibre de Gentleman Jim, de Raul Walsh, Más dura será la caída, de Mark Robson, El ídolo de barro, de Mark Robson, Marcado por el odio, de Robert Wise, Toro salvaje, de Scorsese; El luchador, de Walter Hill; The Set-Up, de Robert Wise; Fat City, de Huston; Rocky, de John G. Avildsen. Después vendrían The Boxer, de Jim Sheridan y Million Dollar Baby, de Eastwood. En fin, tema para rato y pa tó lo gusto.
Abrazos mil.
El boxeo es el único deporte cinematográfico, eso está claro, el único que ha ido acompañado de una sintaxis cinematográfica que ha permitido su correcta representación y su proyección más allá del simple deporte. Ningún otro ha logrado este nivel de confluencia con el medio, de ahí el fracaso continuado de cualquier otra representación deportiva. Su poder metafórico permite atesorar un buen catálogo de estas películas (y algunos bodrios), que siempre hablan de algo más que del boxeo.
En cuanto a Clay… Nadie como él simboliza el espíritu de su tiempo. Desde luego, nada que ver con el bruto con cerebro de ladrillo y cargado de testosterona que tanto se ha extendido en los últimos tiempos por parte de los detractores del boxeo. Yo, personalmente, no estoy ni a favor ni en contra; creo, sin embargo, que para que el cine siga tratando del boxeo hace falta que el boxeo exista, al menos en su vena «romántica», que ya sabemos que encaja mal con la sangre y las cejas y las narices rotas, pero es lo que hay.
Abrazos
No he visto ése documental, pero entre lo que tú escribes y lo que yo recuerdo, ya me dan ganas de verlo para refrescar una época que parece más lejana de lo que debiera o de lo que uno suponía iba a ser.
Coincido con vosotros dos en que probablemente sea el boxeo el deporte más cinematográfico -aunque no el más fotogénico, que es otro concepto- y desde luego el que nos ha proporcionado más horas de placer cinéfilo amén de algún otro bodrio olvidable.
El caso de Cassius Clay – Mohamed Alí seguramente pasará a la historia por su influencia y repercusión: de campeón olímpico//héroe nacional a apestado//cobarde hay una transición que desde este lado del charco se leía y se veía en la tele con asombro e indignación y su vuelta -efímera, potente,breve- al trono del pugilismo produjo un ruido mundial que ríete de esos pelagaltas de McConnor y compañía con media hostia, que dice un amigo mío aficionado al boxeo.
A todos nos sorprendió en aquel madrugón ver la estrategia de Cassius Clay, tanto quizás como la aceptación de ayudar a promocionar al sanguinolento Mobutu y si ése documental es tan fiable como lo presentas, sin duda debería ser objeto de revisión en las aulas porque forzosamente reflejará mucho más que el canto del cisne del boxeo provisto de algo más que mamporros, a pesar que la mariposa ya no apareciese y dejará ver pedazos de una sociedad que no ha conseguido avanzar lo esperable hace ya más de cuarenta años.
Un abrazo.
Creo que vale bastante la pena, Josep, y, guste o no el boxeo, la dimensión del personaje en su tiempo es ineludible y digna de atención.
El cine debería ser objeto de estudio y revisión en las aulas, por sí mismo y, como en este caso, por el reflejo de la época que trata. El valor de las películas como vehículo de aprendizaje es tal, que yo no usaría prácticamente otra cosa, para abrir boca al menos, en las asignaturas de Humanidades.
Un abrazo
Pues sí, coincido con todos vosotros. Si bien creo que no acudiría nunca a un combate de boxeo y tengo sentimientos encontrados, sin embargo, ¡adoro varias películas sobre boxeo! y como metáfora de la vida me seduce. Alguna vez os he comentado un ensayo sobre boxeo que me gusta bastante, escrito por Carol Joyce Oates, «Del boxeo», que precisamente escribe sobre estos temas y esta mirada.
El documental lo vi cuando se estrenó y recuerdo que lo disfruté mucho, lo que contaba, cómo lo contaba, los protagonistas… y recuerdo también la música.
Beso
Hildy
A mí, el boxeo, solo en la ficción. Aunque salpique… Tomo nota de ese libro. Entre unos y otros, vais a hacer que tenga que salirme de casa…
Besos
Qué interesante. Voy a tener que enmendar el error de no haber visto este documental y buscarlo. Desde luego, el boxeo es un deporte sumamente curioso en su simbiosis con el cine. Yo, de todas las películas con tema pugilístico de fondo, me quedo sin duda con Fat city, que me parece adorable.
Ahora mismo me viene a la cabeza una película española, relativamente reciente, que vi hace ya unos años y me pareció realmente interesante, titulada La distancia de un tal Iñaki Dorronsoro. La tengo un poco difusa en la memoria pero me pareció una propuesta estimulante, con una trama de corrupción, boxeo y perdedores. Eso sí, hay dos detalles de ella que no se me han olvidado: uno el plantel de actores de cierto nivel (salvo el protagonista) de los que despunta claramente Lluis Homar y Jose Coronado, y otro su final, que me recordó mucho al final de Juego de lágrimas de Neil Jordan.
Abrazos.
Correcto, la de Miguel Ángel Silvestre. No estaba mal. Con otro protagonista, y con menos ganas de hacer guiños a los clásicos del subgénero, hubiera quedado la mar de resultona. De entre todas, para mí, Nadie puede vencerme (The Set-up, 1949) es mi favorita. Robert Ryan es mucho Ryan.
Abrazos