Música para una banda sonora vital: Casino Royale (John Huston, Kenneth Hughes, Val Guest, Robert Parrish, Joseph McGrath y Richard Talmadge, 1967)

Burt Bacharach, que hace unas semanas cumplió 90 años, compone la banda sonora de esta simpática aunque irregular parodia de los filmes de James Bond, de superpoblado e interesantísimo reparto: Peter Sellers, Ursula Andress, David Niven, Woody Allen, Orson Welles, Deborah Kerr, William Holden, Charles Boyer, Daliah Lavi, Jean-Paul Belmondo, George Raft, John Huston, Barbara Bouchet, Jacqueline Bisset, Peter O’Toole, David Prowse, Anjelica Huston, Geraldine Chaplin, Mireille Darc… Una de las bandas sonoras que contribuyeron a que Bacharach sea considerado uno de los más importantes compositores para cine de la década de los sesenta.

(tema principal)

(partitura completa)

Doble o nada: Persona (Ingmar Bergman, 1966)

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La vida es una ininterrumpida e intermitente sucesión de problemas que sólo se agotan con la muerte (Ingmar Bergman).

Casi produce lástima que una palabra tan espléndida y prometedora como laberintitis posea un significado tan pobre y vulgar. Invitaría a relacionarla con alguna clase de trastorno u obsesión relativa a los laberintos, la aversión a ellos, por ejemplo. En el peor de los casos, podría ser el apellido de un rico armador mercante griego, de un modisto exótico o de un extremo zurdo del Olympiakos. Nada más lejos de la realidad: Laberintitis: “inflamación del laberinto”. Pues muy bien. Laberinto: “sistema de pasillos fluidos en el oído interno, incluyendo tanto el caracol, que es parte del sistema auditivo, como el sistema vestibular, que provee el sentido del equilibrio. Se denomina así por la analogía de su apariencia con el laberinto mítico en el que estaba encerrado el Minotauro”. Al final resulta tener que ver, aunque sea de lejos, con la mitología; estaba claro que los griegos andaban en el ajo. Bueno, algo es algo.

Ingmar Bergman padeció laberintitis en 1965, se desconoce si producto de una otitis o de una infección vírica. Aunque su origen puede encontrarse en el estrés, parece improbable que fuera efecto de las continuas comidas de tarro del cineasta, habituado a fundirse los plomos en interminables y profundas reflexiones de carácter existencial. La cuestión es que no fue un momento precisamente fácil. El principal síntoma de la laberintitis consiste en acusados vértigos que provocan la pérdida del equilibrio e insufribles mareos causados por el normal movimiento de los ojos; cada cambio de orientación de la mirada genera pérdida del sentido de la ubicación, vértigos y náuseas. El nivel de enfermedad padecido por Bergman debió de ser extremo. No sólo le afectaba durante el día sino que además de dificultarle la conciliación del sueño también podía manifestarse durante sus frecuentes excursiones oníricas. Por otro lado, los vértigos constantes le obligaban a permanecer postrado en una cama con la cabeza sostenida en un mecanismo metálico de sujeción anclado en el cuello y en la cabeza y con la obligación de mantener dentro de lo posible la vista fijada en un único punto marcado en el techo de la habitación. Sin embargo, con cada abrir y cerrar de ojos, ésta daba vueltas a su alrededor como un carrusel, y angustia pensar, por ejemplo, en cómo satisfaría sus necesidades fisiológicas en ese estado. Finalmente recuperado, uniendo su estancia hospitalaria durante este periodo de imágenes fragmentadas y distorsionadas, de sueños interrumpidos, de ilusiones y espejismos visuales a la idea de una enfermera y su paciente mezcladas indistintamente en su retina, nace su obra maestra de 1966, Persona.

La película supone un viaje fascinante a nuestro interior más desconocido, una prospección psicológica hacia la naturaleza íntima del ser humano, a la materia prima de la que está tejido su mecanismo más básico, el que lo aproxima más a su condición animal, a sus instintos, sus temores, sus sueños, en definitiva, al proceloso abismo de su subconsciente y al reflejo de cómo éste pervive y se queja bajo la impostada construcción racionalizada y compuesta a base de convenciones y apariencias que damos en llamar personalidad. Persona explora el auténtico ser.

Lejos de tratarse de otra caprichosa e incomprensible película europea de arte y ensayo, manifiesta expresamente desde el segundo uno su voluntad de ofrecer poco material al entendimiento racional sino más bien, a través de unas cautivadoras y sugerentes imágenes en blanco y negro (la advertencia de “y en el principio era el caos”, extraños fragmentos animados, el pene erecto, la araña, el sacrificio de un cordero en el matadero, su sangre negra y espesa, el depósito de cadáveres y el cuerpo de un niño, el muchacho que se incorpora y mira fijamente a cámara, en realidad a dos mujeres cuyas siluetas se confunden, los miembros clavados en un madero que se refiere quizá la cruz cristiana…), de entregarse a un oscuro e inquietante lirismo visual que introduce al público en un territorio sensorial que le sugiere huir del empleo de la lógica y sumergirse en el océano de emociones que pretende remover. Los créditos iniciales, la aparentemente inconexa catarata de imágenes tan terribles como seductoras, apela directamente a la filmografía de Bergman, constituye un hilo conductor entre la mayoría de las claves y temas de sus películas (la identidad, la soledad, la muerte, la religión) resumidos en unos pocos fotogramas para, en principio, hacer tabla rasa de todo ello: la película de celuloide arde, se quema el negativo y el proyector se detiene. Bergman parece renunciar así a toda su obra anterior y disponerse a penetrar en un mundo nuevo y oscuro.

Tras este prólogo la película parece dividirse en cuatro segmentos. El primero nos presenta a Elisabet Vogler (Liv Ullmann), una célebre actriz aquejada de un extraño mal que la ha dejado sin voz cuando estaba ensayando su papel en Electra (Bergman no escoge esta obra por casualidad). Las pruebas médicas demuestran no obstante que su estado parece ser normal y se descarta el origen físico de su dolencia. Sospechando que la causa pueda recaer en un lejano trauma reactivado por algún reflejo reciente, se traslada a una casa de la costa (la película se filmó en la isla de Farö, la favorita de Bergman), propiedad de la directora de la clínica, bajo los cuidados de Alma (Bibi Andersson; nada que ver, pero nada de nada, con Bibí Andersen), una enfermera psiquiátrica cuyo nombre Bergman no ha dejado al azar. El segundo segmento nos introduce en la fase inicial del auténtico vehículo de la trama, la relación entre ambas. Aisladas en la casa, todo parece transcurrir por los habituales derroteros de la relación entre enfermera y paciente. Alma se siente sola porque Elisabet no puede hablar y tampoco se muestra muy dispuesta a emplearse a fondo en una comunicación escrita, por fuerza incómoda y poco fluida. Este segundo capítulo nos muestra a un personaje supuestamente débil (Elisabet) protegido por una mujer fuerte, segura de sí, consciente de su trabajo y de su vida, competente y cabal (Alma). Sin embargo, una pequeña brecha se ha abierto entre ambas sin que ninguna de las dos parezca haberlo advertido. Elisabet representa para Alma un enigma, un terreno desconocido, lo mismo que la casa y la soledad que experimenta cada vez de forma más opresiva y agobiante. Poco a poco, necesitada de rellenar el silencio que empieza a cubrir como una losa su equilibrio personal, Alma empieza a elevar el nivel de sus confesiones a Elisabet. Las cordiales y afables charlas banales sobre el tiempo o las cuestiones generales de la vida dan paso paulatinamente a un tono más íntimo y confidencial. Alma abandona las vaguedades y comienza a hablar de sí misma, a hablarse a sí misma. Salen a la luz antiguos secretos, deseos inconfesables, toda una maraña de complejos, frustraciones y deseos insatisfechos que terminan revelándole a sí misma una naturaleza muy distinta que se ha mantenido bajo la capa de hipocresías, mentiras y engaños deliberados sobre los que ha edificado una vida aparentemente estable y satisfactoria. Alma se ve súbitamente enredada en una tormenta personal que desmonta una realidad construida sobre un maquillaje de ilusiones. Con la entrada en el tercer segmento, Bergman abandona la narrativa lineal convencional y hace perder pie al espectador, omite conceptos como el tiempo y el espacio, el blanco y negro se convierte en la expresión de las emociones de las dos mujeres, de sus luces y sus sombras, los encuadres agresivos oprimen, inquietan, la imagen se emborrona, se difumina, nos advierte de que estamos asistiendo a una mentira que habla de dos personas enfrentadas como en un típico melodrama psicológico de personalidades dominantes de los años cuarenta y cincuenta, pero a diferencia de la estructura clásica, no cara a cara sino cada una contra sí misma.

Alma pasa de ser el personaje fuerte y controlador a sentirse vulnerable y desprotegida. La terapia que inicia con Elisabet no pasa de un mero ejercicio retórico sobre su matrimonio y su indeseada maternidad que de inmediato se centra en las dudas de la enfermera. Como en un espejo (valga la referencia bergmaniana), frente a frente, despojada Alma de su uniforme de enfermera, vestidas ambas de luto riguroso, los temas que propone a Elisabet no son sino expresión de sus propias arenas movedizas. Alma se sumerge en la incoherencia y en la incomprensión, pierde los que había tomado por puntos de apoyo inamovibles sobre los que edificar el sentido de su vida. Desde la distancia contempla con desdén y arrepentimiento el amor y la familia, incapaz de explicarse a sí misma entregándose a ellos con infantil ingenuidad. Un cortocircuito en el interior de Alma, el secreto de su hijo perdido, ha demolido para siempre los cimientos de una existencia plácida y feliz que sólo era real en su imaginación. Una falsedad sobre la que construyó un personaje guionizado como los que interpreta Elisabet. En ese momento, Bergman funde “laberínticamente”, como antes sus manos, las caras de Andersen y Ullmann en un único rostro: la identidad ha desaparecido, no existe, es mera ilusión. Bergman logra retratar así en imágenes el significado último de la angustia vital.

El epílogo que constituye el cuarto segmento retoma la línea narrativa. Las mujeres han abandonado la casa y se encuentran de nuevo en el hospital, Elisabet como paciente y Alma, de nuevo con su uniforme y sin cambios aparentes respecto al comienzo de la película, como enfermera competente, disciplinada y atenta. Comprendiendo que la única salida para ella tras el descubrimiento de la mentira que ha hecho de su vida es el caos, la locura o la muerte, Alma niega internamente todo lo ocurrido, acumula su experiencia con Elisabet junto al resto de traumas y deseos enterrados en lo más profundo de su subconsciente. Empeñada en reconducir su existencia, se vuelca en una estructurada vida cotidiana llena de asideros neutros en los que sostenerse. Elisabet no es más que otro elemento a ignorar, un recuerdo que introducir en el baúl prohibido para tirar la llave después. Sin embargo, la pose de Alma no es más que la proyección futura de su autoengaño. Bergman nos indica que todo sigue ahí, agazapado, esperando la siguiente oportunidad de salir a la luz y zambullir de nuevo a Alma en la desesperación o en la demencia. Bergman vuelve a mostrar una de las imágenes fragmentarias del prólogo de la película, el cuerpo del niño en el depósito de cadáveres: quizá el joven que hubiera podido llegar a ser el hijo perdido de Alma; posiblemente, el cadáver del hijo no deseado de Elisabet.

Bergman ha despistado también al público, no ha renunciado a tratar ninguno de sus temas predilectos, la soledad, el amor, la lucha del silencio y las palabras, el sentido de la vida y de la muerte, la mentira de la identidad y su descomposición. Su película constituye una sincera confesión de que, tras decenios consumido por la duda y la desesperación, no está en su mano ofrecer una respuesta válida. Tras la imagen del cadáver del niño, el proyector vuelve a pararse. Después, fundido a negro: la persona es un laberinto de salida única, la muerte. La vida es tan sólo una ilusión, como el cine. Persona, además de un catecismo de metafísica y un manual sobre la angustia vital, es quizá la mejor película sobre la naturaleza del propio cine, de su intrínseca vocación de jugar a ser dios creando vidas que, como las reales, sólo son ilusiones, unas mentiras que no obstante buscan una verdad imposible de hallar.

En última instancia, como eco recurrente, la palabra que la recompuesta Alma obliga a repetir como ejercicio de rehabilitación a una Elisabet que ya ha recuperado el habla: nada.

Mis escenas favoritas: Kansas City (Robert Altman, 1996)

La carrera de Robert Altman está salpicada de homenajes a su música preferida, ya sea el country o esas melodías vintage que escuchaba de joven en la radio de sus padres. En Kansas City le llega el turno al jazz, que puntea de manera autónoma, contando prácticamente su propia historia en paralelo, el argumento principal. Así, la película posee una doble vertiente: la de una pareja de rateros de poca monta (Jennifer Jason Leigh y Dermot Mulroney) que, en un contexto de racismo y amaños electorales, choca por accidente con los intereses políticos y criminales de la Kansas City de 1934, controlados por el mafioso Seldom Seen (Harry Belafonte), y la lucha por la hegemonía del jazz, centrada en el club que Seen dirige.

Además de intérpretes como Miranda Richardson, Steve Buscemi o Brooke Smith, el reparto se completa con músicos como Craig Handy, Joshua Redman o James Carter, que dan vida, respectivamente, a figuras históricas del jazz como Coleman Hawkins, Lester Young y Ben Webster. El colofón a esta subtrama es la «batalla final» en el club, una larga secuencia de siete minutos rodada en vivo y en una sola toma con varias cámaras.

Música para una banda sonora vital: Lo que esconde Silver Lake (Under the Silver Lake, David Robert Mitchell, 2018)

What’s The Frequency, Kenneth? es parte de la «música antigua» que suena en una de las fiestas multitudinarias que salpican esta reciente película de David Robert Mitchell, aclamado por algunos como nuevo genio del cine americano pero que, tras probablemente haber digerido bastante mal un empacho del cine de David Lynch, parece más interesado por el diseño prefabricado de películas de culto más que por narrar desde la personalidad propia. Solo así se entiende la existencia de este mejunge, a ratos inspirado, otros hastiante, a menudo ridículo, que trata de la investigación amateur que un tirado de la vida (Andrew Garfield) inicia cuando desaparece la vecina sexy de la que ha quedado prendado, al tiempo que la ciudad vive la psicosis provocada por un asesino de perros.

La Jungla 4.0, la saga no pierde su esencia

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Las películas de acción tienen un séquito de incondicionales a nivel mundial. Bien es cierto que dentro de este campo tan grande, existen películas de grato de recuerdo, y otras que su existencia no incidieron en la historia del cine, por decirlo de una manera suave. Sin duda una de las sagas que han marcado un antes y un después en este tipo de films es la Jungla de Cristal. Las historias de John McClane cuentan sus fieles por millones, y en las cuatro entregas hasta el momento hay múltiples escenas para el recuerdo de los espectadores, y que ya son historia vive del séptimo arte.

En este sentido, un reciente estudio de Betway ha analizado multitud de estas tomas para comprobar si éstas son verosímiles, o simplemente surgieron de la imaginación y no pueden acontecer en la vida real. En lo que se refiere a la Jungla de Cristal, en su última película La Jungla 4-0 hay una escena que sorprende por encima del resto, y mantiene en vilo al espectador por ser sorprendente a la par que inesperada.

Después de contrarrestar el ataque de unos terroristas, John McClane se encuentra en la tesitura de escapar de los mismos. A mandos de un coche de policía que toma prestado, el protagonista va esquivando todo lo que se encuentra a su paso: coches de civiles, gente que está andando por la calle e incluso disparos de sus perseguidores los cuales intentan acabar con su vida. Ese fuego enemigo no solo viene de coches que persiguen a McClane, sino también de un helicóptero que pone en un aprieto al policía, teniendo la necesidad imperiosa de acabar con este aparato aéreo. Es entonces cuando McClane encuentra la oportunidad de hacerlo. Encuentra una rampa con una columna de hormigón, la cual con la velocidad que trae en el coche le sirve para empotrar su vehículo contra el helicóptero y así eliminarlo, previo salto del policía del coche antes de la colisión.

Lo que se convirtió en una escena para el recuerdo de los aficionados de La Jungla de Cristal, hace sembrar ciertas dudas de si es materialmente posible su reproducción en cualquier momento de la vida. A tenor de esto, una de las dobles más afamadas del cine en escenas peligrosas, Alice Ford afirma que “lo más probable es que el coche se hubiera estrellado contra la columna de hormigón y se hubiera destruido”.

Sea como fuere, la Jungla de Cristal es un canto gregoriano dentro del séptimo arte, y aunque listas de mejores películas de acción como la de El Mundo, no la incluya en el top ten de la historia, par a muchos revivir las andanzas de John McClane, en especial las primeras partes de la saga, es todo un acontecimiento y un disfrute para sus sentidos.

Bruce Willis marcó una época metiéndose en el papel de McClane, y en la actualidad múltiples generaciones se lo agradecen, ya que con él, empezaron a descubrir en mundo de la acción en el séptimo arte.

Mis escenas favoritas: Anatomía de un asesinato (Anatomy of a Murder, Otto Preminger, 1959)

Además de ser una excelente película y uno de los más grandes clásicos del cine de juicios, esta obra maestra de Otto Preminger resulta decisiva en la historia de Hollywood por esta secuencia que incluye la denominación directa, sin censuras ni alusiones veladas, de una palabra hasta entonces vetada en las películas. El cine daba un paso más, hoy aparentemente simple e ingenuo pero entonces crucial y casi escandaloso, en su camino hacia la emancipación del Código de Producción.

Libertad al vuelo: Kes (Ken Loach, 1969)

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Un conocido presunto crítico de cine, que se dedica desde hace años a hablar de sí mismo y de sus gustos personales en uno de los principales periódicos de España, hablaba hace poco de los «idiotas e impostores de siempre, expertos en disfraces según las modas», que acusan a Ken Loach «de hacer un cine panfletario y facilón». Justo después, no obstante, en la frase siguiente, admitía que «hay subidas y desfallecimientos en su obra, que a veces ha sido simplista o cercana al maniqueísmo en su concepción de buenos y malos», lo cual le acerca peligrosamente a la idiotez, a la impostura y al disfraz (bueno, en esto lleva metido décadas, con el inexplicable beneplácito de su pesebre mediático y de cierto público fiel) que él mismo critica. Como salvables, citaba a continuación únicamente siete películas de una filmografía de más de una treintena de títulos, además de múltiples proyectos para televisión, con lo que su entrada en el grupo de la incongruencia, la idiotez, la impostura y el disfraz es ya completa. Entre estas películas, según él, especialmente «reivindicativas y humanistas» señalaba Kes, de 1969. Sin necesidad de circunloquios, postureos ni volatines grandilocuentes, ciertamente cabe apreciar una etapa en la filmografía de Ken Loach en que el poder del subtexto resulta inmensamente más efectivo que la burda explicitud de su estilo posterior, en particular desde que se iniciaron sus colaboraciones con Paul Laverty. En concreto, Kes plantea una estupenda conjunción de discurso social y poesía visual para sugerir evitando el subrayado, para huir del sermoneo moral tan querido del director (y de su guionista) en las últimas décadas y abrazar un discurso sutil pero demoledor, para construir y presentar un fragmento de verdad sin subrayados, sin maniqueísmos ni la búsqueda a toda costa del aplauso de los baluartes de la supuesta legitimidad moral de las ideologías de izquierda.

Elementos inicialmente divergentes confluyen así en el complejo dibujo de una situación aparentemente sencilla. Billy Casper (David Bradley) es un muchacho triste y solitario que malvive en una pequeña ciudad minera de Yorkshire. Malvive porque, mire donde mire, no hay más que soledad, desconsuelo y una absoluta carencia de futuro. Su familia está rota: su padre está ausente; la madre (Lynne Perrie) anhela desesperadamente la estabilidad (emocional, familiar, económica) perdida; su hermano Jud (Freddie Fletcher), embrutecido pese a su juventud por las largas y peligrosas jornadas de trabajo en la mina, y con el que comparte cuarto y cama de su casa diminuta, es un elemento hostil en su propio hogar. Tampoco tiene amigos con los que paliar sus carencias afectivas; más bien al contrario, es objetivo fácil en la escuela, constantemente ninguneado, objeto de burlas y del agrio humor de los profesores más irritables y peor dotados para la enseñanza. Incluso es reiteradamente humillado por el profesor de gimnasia, el más niño de la escuela, que juega al fútbol con sus alumnos al tiempo que arbitra, juez y parte todo en uno, que ve las faltas o concede o anula goles o penaltis según se trate de su equipo o no, en especial si él protagoniza las jugadas (hasta ordena repetir un penalti que le han parado, bajo un falso pretexto en forma de decisión técnica arbitral, con tal de marcarle a su tembloroso pupilo el gol que previamente ha fallado). Tampoco su trabajo como repartidor de periódicos le concede mayor aliciente que unos pocos peniques con los que sufragar algún capricho, porque el grueso de lo que gana debe entregarlo en casa. El azar, sin embargo, le da un pequeño respiro; la naturaleza viene en su ayuda: demasiado joven para sentirse, como su hermano, atraído por la bebida y las chicas, Billy descubre un pequeño nido de halcón y, súbitamente interesado, decide criarlo y amaestrarlo. Esta labor no solo trae un aliciente anímico y vital a Billy, sino que despierta en él esos instintos de maduración y de gusto por la vida, por sentirse activo, por vislumbrar un futuro, que su familia y la escuela no le proporcionan. El adiestramiento de Kes, su halcón, sigue así en paralelo a su naciente construcción como persona, como entidad dentro de su invisibilidad en el colegio. De igual modo, los vuelos de Kes, los paseos de Billy por prados, bosques y jardines cercanos, el descubrimiento de sus evoluciones y aptitudes, contrastan con la cárcel social y económica (plasmada en su desaliño constante, la suciedad de su cara, sus manos y sus ropas) en la que Billy se desenvuelve, imagen del turbio panorama moral que lo rodea. La libertad que vive gracias a Kes frente a las constricciones impuestas por las personas de su entorno, la vida natural frente a los artificios, obligaciones y coerciones de la vida en sociedad, del «deber ser» que presiona a un muchacho sin horizontes vitales, que carece de las herramientas para su consecución.

Después de narrar varios fracasos consecutivos (sus aventuras como portero del equipo, el insultante trato recibido por el profesor de gimnasia, los golpes que le procura el director como medida disciplinaria), tras los que queda patente el desamparo del joven ante familiares, compañeros y profesores, Billy toca el cielo, como siempre en su caso, sin querer, sin buscarlo ni pretenderlo, en la secuencia en la que, en clase, deben contar ante sus compañeros algo de sí mismos: azuzado por sus compañeros entre las risas y las humillaciones habituales, Billy cautiva a su auditorio contando sus aventuras con Kes. No solo desarrolla sus capacidades verbales y de expresividad como no ha hecho antes en ningún momento del metraje; es el centro de atención, probablemente, por vez primera en su vida. Billy se crece, da detalles, gesticula, se esfuerza por explicar, usa palabras que casi nunca pronuncia, comparte y transmite la enriquecedora experiencia en libertad con Kes, el brillo, la emoción, el amor saltan a su rostro. Profesor y estudiantes le escuchan embelesados y aprueban finalmente, por una vez, a Billy, cuya percepción, desde entonces, cambia para todos. Naturalmente, el historial previo de Billy no invita al optimismo, y su hermano Jud viene a confirmarlo. Pero Billy ya no es el mismo, posee la fuerza para levantarse y oponerse al mal fario que le persigue, y, aun derrotado, ha dado un paso que no tiene vuelta atrás. Resignado, dolido, pero vencedor, ya conoce el camino de la vida, ya sabe por dónde sale el sol. Billy podrá seguir recibiendo reveses, pero ya nunca nadie lo derrotará.

A diferencia de muchos de los trabajos posteriores de Loach, la película, seca, desnuda, directa, carece de maniqueísmos. Si bien la autoridad educativa, salvo una excepción, no sale bien parada (la escuela, incluida la infraestructura administrativa que la une a la oficina de empleo, en la cual piensan desde el principio derivar a Billy al trabajo en la mina, como su hermano) y es retratada como un organismo negativo y represor, los personajes, por sí mismos (salvo el patético profesor de gimnasia) no poseen una única dimensión. No solo son capaces de lo mejor y de lo peor, sino que incluso el punto de vista moral de ciertas acciones se invierte: así, el robo por parte de Billy de un libro de cetrería en el que espera encontrar el método para adiestrar a Kes, no se presenta en especial como una acción puramente condenable sino como un paso necesario para la empancipación emocional del muchacho, para su descubrimiento de la vida. En este sentido, las secuencias que Billy y Kes comparten, sus paseos por el campo, el diálogo que Billy mantiene constantemente con él, los vuelos alrededor del reclamo que el joven agita a su alrededor, los viajes que el halcón hace del cielo a su guante, son uno de los más hermosos cantos a la libertad y a la juventud filmados en los años sesenta. Una película que no puede escatimar su adscripción a su tiempo, el Free Cinema y las convulsiones resultantes de la primavera del 68, pero que es también uno de los más logrados tributos al paso de la primera juventud a una prematura madurez adquirida a través del dolor. Un logro que pocas veces Ken Loach ha vuelto a igualar.

Música para una banda sonora vital: Contraté un asesino a sueldo (I Hired a Contract Killer, Aki Kaurismäki, 1990)

Burning Lights, de Joe Strummer, acompaña a Jean-Pierre Léaud en su huida londinense del asesino a sueldo al que él mismo ha contratado en esta magnífica película de Kaurismäki, que comparte premisa narrativa con Julio Verne o Jardiel Poncela.

Mis escenas favoritas: Doctor Zhivago (David Lean, 1965)

Una de las varias clases prácticas sobre el comunismo que contiene esta obra maestra de David Lean, basada en la novela de Boris Pasternak. Una secuencia con múltiples rostros reconocibles, de cinematografías diversas, que encajan muy bien todos juntos bajo el sello de Hollywood.

Retorno a un clásico: M (Joseph Losey, 1951)

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En relación con la ingente cantidad de remakes a lo largo de la historia del cine, pocas veces uno de ellos aguanta la comparación con su cinta inspiradora, menos todavía cuando esta es unánimemente reconocida como una obra maestra. M, de Joseph Losey (1951), sin llegar tal vez a las cotas de excelencia de la obra de Fritz Lang, no solo es un magnífico thriller de suspense que conserva buena parte de los logros visuales de su original, además de aportar elementos nuevos, sino que, como su antecesora, una de las cimas del llamado expresionismo alemán, consigue trascenderse a sí misma, elevarse por encima de su género e incluso del medio cinematográfico para captar el espíritu de su época, para reflejar el estado de psicosis colectiva resultante de la era de la «caza de brujas», tan amarga para su director. La trama es conocida: un criminal, asesino de niñas, desconcierta tanto a la policía que esta, carente de indicios claros, no tiene otra forma de aproximarse a él que realizando una serie de continuas redadas indiscriminadas contra todo tipo de malhechores y sospechosos, lo que multiplica la cantidad de detenidos y procesados y el desmantelamiento de redes delincuenciales a todos los niveles; el crimen organizado acusa el golpe y, deseoso por quitarse de encima el aliento de la policía, desarrolla su propio plan para capturar al villano, de manera que se relaje la presión pública y policial sobre ellos y puedan seguir dedicándose a sus chanchullos dentro de los parámetros normales de su lucha del ratón y el gato con la ley y la policía.

Losey traslada la acción de la lúgubre Alemania expresionista de los treinta a la soleada California de principios de los cincuenta, y desarrolla la historia, como Lang, partiendo de la acreditada identidad del asesino y de los esfuerzos de delincuentes y policía por encontrarlo y capturarlo. Carente de la presencia y del carisma de Peter Lorre, pero igualmente siniestro, David Wayne da vida al criminal que, desde la depravación, poco a poco se verá metido en una espiral de desesperación por salvar la vida. Excelentes son las secuencias en las que, tras haberle echado el ojo, se frustran sus intentos por hacerse con una de las víctimas, igual que la introducción, en la que Losey presenta varios de los crímenes y la paranoia desatada entre la población, que invariablemente termina con inocentes, tomados erróneamente por el asesino, sufriendo en sus carnes la hostilidad de sus semejantes. Inevitable resulta establecer aquí el paralelismo entre esta situación y la psicosis social derivada de la «caza de brujas», hecho que se acentúa cuando los criminales habituales desplazan a la policía en su papel de principal protagonista de la persecución. La película posee así un doble discurso, el explícito, que sigue las líneas del original de Lang (el guión, completado con los diálogos adicionales de Waldo Salt, se estructura de igual manera y contiene alusiones directas, como el uso del silbido del asesino o la secuencia del ciego que lo reconoce, así como la elección de un subterráneo -un garaje, en este caso- como escenario para el desenlace), y el implícito, en el que, a través del valor simbólico otorgado al asesino, a los policías y a los delincuentes, Losey y sus guionistas aluden directamente a la paradójica realidad norteamericana del momento.

Donde obligatoriamente Losey se aparta de Lang es en la conclusión; en plena era del Código Hays la policía no puede representar valores negativos ni tampoco aparecer como negligente o incapaz, de manera que todo aquel responsable de acciones ilícitas o criminales debe ser arrestado y recibir su oportuno castigo. La contradicción se sustituye así por cierto maniqueísmo que, si bien no llega a empobrecer el conjunto, sí limita la controversia y el impacto derivado del cambio de papeles y del choque ético, del desplazamiento de la representación de la legitimidad moral. No obstante, son tantos y tan continuos los placeres visuales que ofrece la película que la planicie de la acción policial pasa prácticamente desapercibida: la excelente secuencia del seguimiento del sospechoso en el parque de atracciones, el acorralamiento y el registro del edificio Bradbury, las evoluciones del personaje encerrado en el depósito de maniquíes y, en particular, la conclusión en el garaje, con la cámara colocada frente a la rampa ascendente y el asesino, desesperado, intentando defenderse y escabullirse de la masa de malhechores que le acosa, son solo algunos de los puntos de ebullición de una película de impecable factura formal. Diluido el protagonismo en actores de perfil bajo (Howard Da Silva, Luther Adler, Steve Brodie…) para otorgar un papel central a la masa, al ser no identificado o reconocible, al grupo, a la tribu, es la acción y sus implicaciones en el momento de su estreno, su lectura política y social, lo que hace despuntar a este clásico de Losey sobre otras películas contemporáneas, y revitaliza este remake en paralelo a su original. Losey, uno de los grandes y reconocidos damnificados de ese negro periodo de la historia de Hollywood, no tardaría en verse sumido en una situación igualmente absorbente y desesperante, con las consecuencias de todos conocidas, aunque sin la contrapartida de un crimen horrendo; víctima de su libertad de pensamiento y de sus intereses como artista. Toda una lección de democracia.