Música para una banda sonora vital: Plácido (Luis García Berlanga, 1961)

Plácido, que no pudo titularse, como era la intención inicial de Luis García Berlanga y Rafael Azcona, Siente un pobre a su mesa debido a las restricciones de la censura, es la gran obra maestra cinematográfica sobre la Navidad, que además sirve para ilustrar meridianamente, desde una perspectiva crítica que no excluye la ternura, las pequeñas mezquindades y miserias morales de la sociedad civil franquista. Por añadidura, va acompañada de la inolvidable música de apertura de Miguel Asins Arbó.

Mis escenas favoritas: Esta tierra es mía (This Land is Mine, Jean Renoir, 1943)

Contundente, hermoso y emotivo momento de esta gran obra de Jean Renoir, dueño de una filmografía llena de ellas, que debe recuperarse tanto por su calidad como por la vigencia de su discurso, en un tiempo en el que vuelven a abundar los desmemoriados, los ignorantes y los perversos.

Más allá de Río Grande

EHRENGARD (Robert Ryan): ¿Y qué hacían unos norteamericanos en una revolución mexicana?

DOLWORTH (Burt Lancaster): Tal vez sólo haya una revolución. Desde siempre. La de los buenos contra los malos. La pregunta es: ¿quiénes son los buenos?

Los profesionales (The Professionals, Richard Brooks, 1966)

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Pocos escenarios resultan tan evocadores en el cine y en la literatura como la frontera, ya la identifiquemos con la artificiosa franja de tierra (o agua) de nadie levantada por los caprichosos azares de la Historia o con cualquiera de sus simbólicos sucedáneos en forma de aeropuerto, estación o puerto fluvial o marítimo. No puede ser de otra manera consistiendo el arte de la narración desde sus remotos inicios en el relato de una transformación, de un viaje exterior como espejo de un cambio interior y por tanto en el sucesivo cruce o salto de fronteras hasta final de trayecto. El cine ha asumido en innumerables ocasiones el papel de la frontera física como fuente de amenaza, esperanza de salvación o metáfora de encrucijada o punto de inflexión ideal para personajes que buscan cambiar su destino. Por volumen de producción es el cine americano el que más historias fronterizas ha parido y, tratándose de su país y existiendo un género cinematográfico tan prolífico y tan americano como el western, obviamente es su frontera con México la que arrastra una mayor carga de significados. Son múltiples los lugares fronterizos que conocemos sólo porque hemos oído hablar de ellos en las películas: Tijuana, Yuma, Nogales, Agua Prieta, El Paso, Eagle Pass, Piedras Negras, Laredo o, más popular en los últimos años por otras desgraciadas razones, Ciudad Juárez. Son otros tantos los topónimos que sin encontrarse realmente en la frontera hacen de su cercanía a ella su medio de vida o son paso obligado camino del otro lado: San Diego, Ensenada, Phoenix, Tucson, Santa Fe, Hermosillo, Chihuahua, Albuquerque, Morelos, San Antonio, Monterrey, Matamoros, Río Bravo… Curiosamente, el cine americano no ha correspondido de la misma forma a su frontera con Canadá, un país a priori más cercano política, económica, social y culturalmente y con el que comparte más kilómetros de línea fronteriza. Canadá suele quedar relegado a quimérica referencia para los esclavos negros evadidos o para los huidos de la justicia que buscan refugiarse en un país sin tratado de extradición, ya sean delincuentes o jóvenes que escapan al alistamiento militar, aunque las más de las veces Canadá suele ser objeto de chistes y bromas despectivas en comedias de mediano pelaje. La causa de esta preferencia del cine estadounidense por la frontera mexicana quizá haya que buscarla en razones de carácter histórico y sociológico que pueden resumirse en el viejo dicho de que “el roce hace el cariño”. También en el cine, aunque, a juzgar por el paternalismo colonialista y folclórico con que las películas estadounidenses se aproximan frecuentemente a su vecino del sur, la visión de lo mexicano suele ir acompañada de una pretendida plasmación de la superioridad espiritual y racial anglosajona: resulta mucho más fácil y tentador caricaturizar o degradar a un pueblo considerado inferior, ya sean mexicanos o indios, que a un país que les venció en una guerra y les supera en calidad de vida o a naciones europeas mucho más antiguas cuya historia, tradición y cultura envidian en parte. En decenas de westerns México y los mexicanos son representados como bufones, bandidos, borrachos, vagos, pusilánimes, maleantes o traidores, o su papel se ha visto restringido a mero ingrediente pintoresco con hincapié en aspectos culturales heredados de su pasado hispánico (corridas de toros, flamenco e incluso jotas aragonesas), vicios retomados hoy por Robert Rodriguez y Quentin Tarantino tras una mala digestión del cine de Sergio Leone.

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Sin embargo, existen excepciones notables a esta regla entre las que destaca El Álamo (The Alamo, John Wayne, 1960), western que en la línea conservadora de su director apuesta por la épica y la grandilocuencia para narrar meticulosamente el episodio histórico del asedio sufrido por los texanos en la misión de San Antonio de Béjar por parte del ejército mexicano del general Santa Anna en 1836. Aunque el retrato heroico de unos centenares de voluntarios sitiados dista mucho de su condición de ocupantes ilegales, de colonos invasores de un territorio ajeno azuzados por Estados Unidos, y se entrega al tributo patriótico más desaforado, lo cierto es que Wayne muestra en la película un tacto y un respeto inusitados al retratar a los mexicanos como enemigos legitimados, valientes, aguerridos, heroicos, caballerosos y corteses, sin dotarlos de ninguna de las negativas connotaciones de perfidia o crueldad con que los norteamericanos suelen caracterizar a enemigos más poderosos que ellos y sin apelaciones al infortunio para justificar la derrota. Sin duda, el hecho de que Wayne conviviera tanto tiempo con John Ford, apasionado de México por más que en sus filmes abusara de estereotipos y tópicos, y su propia querencia por el país y por las mujeres latinas ayudaron a que la película no fuera un panfleto antimexicano. Con todo, El Álamo sirve plenamente a las tesis mesiánicas del llamado “Destino Manifiesto[1]”.

En cualquier caso, buena parte de este cine norteamericano no trata tanto de la realidad de la frontera como de su desaparición. Río Grande ya no es un camino de ida transitado por jóvenes parejas fugadas que cruzan al otro lado para casarse ni la ansiada tierra prometida de delincuentes y forajidos que huyen de la ley; es un difuso camino de dos direcciones, una línea ficticia que no impide el continuo trasiego de personas, negocios e ideas pero que, sobre todo, ya no divide dos mundos diferentes. En ambos hay valentía y orgullo, amor y muerte, pasión y corrupción. México era la última frontera, y ya no existe.

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Música para una banda sonora vital: ¿Qué fue de Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane, Robert Aldrich, 1962)

Al hilo del éxito de esta colosal película de Robert Aldrich, Bette Davis disfrutó de una breve y efímera carrera musical, con gira televisiva incluida, cuyo único hito reseñable es el tema que aludía directamente a la película.

Mis escenas favoritas: La silla de Fernando (David Trueba y Luis Alegre, 2006)

Impagable momento de este documental-entrevista a una de las más importantes figuras de la cultura española del siglo XX, el relato de una anécdota que Fernán Gómez ya contaba en su imprescindible libro de memorias, El tiempo amarillo. El fragmento forma parte de este estupendo trabajo que repasa la vida, la trayectoria como escritor, actor y director y la visión de España y del mundo de Fernando Fernán Gómez con sus propias palabras, en un fascinante monólogo lleno de encanto, sabiduría, diversión y humor, en el que se dedica un buen espacio a hablar de cosas mucho más serias.

Aniversarios de películas, en La Torre de Babel de Aragón Radio

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a conmemorar tres aniversarios cumplidos en 2019: Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959), Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and The Sundance Kid, George Roy Hill, 1969) y Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979).

(desde 16 min. 23 seg.)

Música para una banda sonora vital: El Cid (Anthony Mann, 1961)

Miklos Rozsa pone sus fanfarrias y trompeteos habituales, con algún que otro interludio lírico, al servicio de este western medieval dirigido por Anthony Mann que fantasea en torno a la figura de Rodrigo Díaz de Vivar (Charlton Heston), en la que fue una de las más esplendorosas producciones de la aventura española de Samuel Bronston.

Elogio de la igualdad suprema: La muerte de Luis XIV (La Mort de Louis XIV, Albert Serra, 2016)

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Jean-Pierre Léaud es la medida de todas las cosas en esta película de Albert Serra, uno de esos directores tal vez excesivamente autoconvencidos y autocomplacientes con la idea que ellos mismos tienen de su propia y presunta genialidad. El célebre actor francés ilumina con su presencia al tiempo que aporta su personalidad cinematográfica y la carga memorística de su trayectoria en la pantalla esta cinta de época que recoge los últimos días de vida del «Rey Sol», el monarca que desplazó la hegemonía española en Europa, convirtió a Francia en primera potencia del continente y erigió el Estado hipertrofiado de excesos y despilfarro que alimentaría durante décadas el caldo de la Revolución de 1789. La premisa de la película, tan simple como el agudo dolor en la pierna que, tras un paseo por el campo, obliga al rey a postrarse en su cama de Versalles, es el prólogo del minucioso relato, en lo estético y en lo narrativo, del proceso de agonía y muerte en 1715 del rey más importante y longevo (72 años de reinado) que ha tenido el país galo.

La película sirve asimismo como manifestación de la autoproclamada radicalidad estilística de Serra. Construida con fragmentos seleccionados del proceso de degradación final del monarca tal como se cuenta en las memorias del duque de Saint-Simon, visualmente se vuelca desde el inicio en un esteticismo preciosista plenamente autoconsciente, en una sobriedad y solemnidad formales que, valiéndose de la carga simbólica del rostro de Léaud y del magnetismo minimalista de una interpretación que logra transmitir de la mejor manera el turbulento interior de un personaje que ha tenido el mundo en sus manos y yace ahora prisionero en una cama, hacen de la morosidad deliberada y de la economía del lenguaje su principal baza narrativa. La reconstrucción rigurosa y metódica de los distintos episodios va acompañada de la progresiva humanización del mito; la artificiosidad teatral de los distintos rituales cortesanos (la ceremoniosa parafernalia de las comidas, la aparatosidad banal de las fiestas y recepciones que se celebran en la antesala de la cámara del doliente rey…), el inmenso lujo que rodea al paciente, contrastan con el devenir natural de una enfermedad que poco a poco va pudriendo un cuerpo que, a fin de cuentas, es como el de todo mortal (de lo que Serra va a dejar desagradable constancia explícita en el tramo final del metraje). El hermoso tratamiento formal, la apoteosis versallesca del oropel y la ostentación, choca así con la idea de la inevitabilidad de la decadencia física y de la muerte y con la íntima patología que sufre el rey, el mal de la gangrena que le corroe por dentro y que sirve de inmejorable metáfora al incesante deterioro de la institución monárquica en el largo prólogo prerrevolucionario que le siguió. Este puente que se tiende entre Historia y vida, entre el hombre y el símbolo, así como la capacidad del propio cine para evocar y proyectar estos aspectos en el espectador sin necesidad de mostrarlos, son tal vez los mayores méritos que acredita la película.

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En la ciudad blanca (Dans la Ville blanche, Alain Tanner, 1983)

Alabado film de Alain Tanner que es casi una guía turística privada por Lisboa, un recorrido sentimental por lugares y sensaciones propios del protagonista (un añorado Bruno Ganz, en uno de sus papeles más recordados) que explora distintos rincones lisboetas en un vagar sin más prisas ni obligaciones que dejarse vivir, amar y soñar.