Aupado por la repercusión del magnífico guión de Comanchería (Hell or High Water, David Mackenzie, 2016), Taylor Sheridan debutó en la dirección de largometrajes con este estupendo thriller de investigación criminal ubicado en las Montañas Rocosas de los Estados Unidos, extrañamente inadvertido por las salas españolas a pesar de los galardones obtenidos en festivales como Cannes o Karlovy Vary y posteriormente recuperado por la televisión. La forma y la estructura clásicas y la solidez de la historia no persiguen la falsa innovación ni ese retorcimiento de personajes y situaciones tan en boga actualmente en esa bastarda búsqueda de la sorpresa permanente que tanto ha contribuido a devaluar el género; la película se limita a cumplir lo que promete, una historia canónica, sobria, bien construida, tan reveladora por lo que cuenta como por lo que deliberadamente calla o deja en segundo plano, hábil, absorbente, intensa, emotiva y un poco amarga y desencantada. Un argumento criminal con ribetes de western, espacio por el que Sheridan se mueve con plena comodidad y conocimiento, con gran sentido de la puesta en escena, del ritmo narrativo y con la asombrada solemnidad con que el cine reciente suele adornar el tratamiento en imágenes de los inmensos y silenciosos paisajes abiertos de Norteamérica.
El detonante de la acción es la aparición del cadáver de una joven nativa en un paraje remoto de una reserva india de Wyoming, justo cuando una gran tormenta de nieve amenaza con aislar el lugar durante días o semanas. La policía de la reserva no cuenta con personal cualificado ni con el número suficiente de agentes para desarrollar las pesquisas, por lo que recibe la ayuda de un explorador y cazador local, Cory Lambert (Jeremy Renner), en tanto llegan los agentes del FBI que se van a hacer cargo del caso. La proximidad de la tormenta y la imposibilidad de trasladar un equipo de investigación a la zona antes de que el tiempo empeore hace que la aportación de los federales se limite a la novata agente Banner (Elizabeth Olsen), que ha abandonado un curso de formación que tenía lugar cerca de allí para investigar el asesinato, y que ni siquiera cuenta con ropa ni calzado adecuados para desenvolverse en un entorno invernal extremo. Comienza entonces una indagación que abre el abanico de posibilidades, desde las conexiones de la muchacha con otros jóvenes de la reserva envueltos en oscuras actividades de consumo y tráfico de estupefacientes hasta las actividades prospectivas de una empresa que detenta la concesión para la explotación minera y de petróleo en la zona. Dos son los condicionantes particulares que afectan a los investigadores: a la bisoñez de la agente Banner se añaden las dificultades emocionales de Lambert, que tiempo atrás perdió una hija de la misma edad de la muchacha asesinada, con la que mantenía una relación de estrecha amistad.
La película transita con gusto y buen criterio, sin trampas ni engaños, por los lugares comunes del género: interrogatorios a testigos, descubrimiento de indicios y pistas ambivalentes, testimonios engañosos y esclarecedores, incógnitas y enigmas que revelan una personalidad más poliédrica de lo esperado en la víctima, y el oscuro papel que ciertos personajes del entorno han tenido en su vida y, presumiblemente, en su final. La nota distintiva de la cinta radica en su ubicación, una reserva india, y en el elemento tiempo, no solo atmosférico, que impone un límite en el desarrollo de las investigaciones y en el hallazgo de los culpables más allá del cual solo quedará la impunidad. En cuanto a la situación de la historia en una reserva india, Sheridan no pierde la ocasión de poner de manifiesto las difíciles condiciones de vida de los nativos confinados en ella, ciudadanos teóricamente de primera como cualquier otro norteamericano pero que sufren una especial situación de ninguneo y de abandono, de falta de medios de vida, de empleo y de mecanismos de progreso y prosperidad material que obligan a la población joven a la emigración y a la pérdida, por tanto, de su raíces (en los nativos norteamericanos, como en tantas otras culturas, la identidad surge de su vinculación a su tierra, pero de un modo, tal vez, más intenso y trascendente, casi místico), o bien a la caída en el alcoholismo, las drogas y la violencia (las reservas indias cuentas con altísimas tasas de alcoholismo, de violencia doméstica, callejera e incluso de suicidios). Cuestión social a la que Sheridan suma breves, medidas pero hábiles e ilustrativas referencias al pasado de los nativos, a su desaparecido esplendor en la época en que se enfrentaron y se resistieron, a menudo con éxito, al avance de los blancos en sus tierras, con unos toques de misticismo y espiritualidad que emparentan la película con los westerns proindios de antaño, especialmente de los años setenta. Al mismo tiempo, y con la introducción del elemento de explotación de las riquezas de la zona por parte de una empresa de extracción de petróleo, gas y otros minerales, se alude al problema de la conservación medioambiental y de los modos de vida de la población mejor integrada con el entorno, al dilema existente entre el desarrollo económico y la protección de lugares vírgenes, a la cuestión, en suma, de la sostenibilidad, que en ningún caso queda disociada de la resolución del caso, que puede leerse como una toma de postura, como una evidencia, a las claras, de una explotación criminal de la naturaleza.
La sobriedad formal, ayudada durante todo el metraje por el laconismo y la austeridad y contención de las interpretaciones y localizaciones, alcanza, no obstante, su punto de ebullición en el desenlace, una sorpresa no buscada sino revelada, producto del atar cabos y no, como viene siendo tan habitual últimamente, de un guionista y un director que quieran mostrarse más listos que su público y manipulen a su antojo el guión; en este caso, el entorno donde tiene lugar (el exterior de un enorme barracón metálico en medio de la nieve) contrasta con la temperatura de las emociones y de la violencia que sacude a los personajes, en una escena coral magníficamente filmada en la que los protagonistas, los verdugos y otros agentes de la ley se enfrentan en un fuego cruzado digno de cualquier traslación a la pantalla del célebre tiroteo de O. K. Corral, u otros similares, del western clásico. La película alcanza aquí la mixtura perfecta entre el thriller y el western, pero con prevalencia de este último, un territorio mental y moral del pasado en el que viven y mueren, casi flotando, los habitantes de la reserva en oposición a la joven agente, más urbanita, moderna y conectada al siglo XXI, que por tanto, ya de entrada, no solo llega a un lugar extraño, sino que hace un viaje en el tiempo para el que a priori no está preparada. Taylor Sheridan parece también vivir en ese extraño limbo entre dos épocas, dos sistemas de valores, dos conciencias, en ese empeño de no olvidar de dónde viene, y de quién viene, su país, su cultura, y por su influencia en el mundo, también parte de la nuestra.
Con ese aire de western disfrazado de thriller policíaco a lo Fargo, ciertamente la película cumple (en la forma) con lo que promete y en ningún momento engaña (ni sorprende demasiado) al espectador.
Con unas actuaciones solventes, una localización y unos exteriores maravillosos que aportan mucho a la hora de poder disfrutar del visionado de esta cinta, y con una mano inesperadamente firme en la dirección, Taylor Sheridan puede sin lugar a dudas sentirse orgulloso del que a la postre supuso su debut tras las cámaras.
Dicho todo lo anterior, pinta bien, no?
Pues lamento decir que sí, pero…
Para empezar, partimos de un argumento más que trillado en el que una pareja de guapos protagonistas deberán investigar un crimen a pesar de las
dificultades y los pocos medios.
Seguimos con los tópicos cuando nos presentan a la novata y voluntariosa agente del FBI, necesitada imperiosamente de la ayuda del preparadísimo y duro cazador que por
supuesto sobrelleva con entereza y dignidad la carga de un drama familiar terrible.
Inevitablemente por supuesto, veremos a lo largo de la investigación cómo los dos personajes irán sintiéndose atraídos aunque su compromiso con la resolución del
misterio estará por encima de esos sentimientos en todo momento. Vamos, lo que vienen siendo unos auténticos héroes americanos (de película) en toda regla.
Y si bien no es menos cierto que lo que critico en el párrafo anterior bien podría aplicarse a un buen número de películas de las consideradas clásicas, el tema está en que además de lo señalado no
puedo evitar el pensar que en esta película el director perdió una oportunidad. Y me explico.
Tengo la sensación de que la crítica al sistema que mantiene en semejantes condiciones de total abandono a los nativos, resulta finalmente algo deslucida al presentar a dichos nativos como meros elementos secundarios, victimizados y dependientes a todos los niveles. Creo que si se buscaba provocar un cierto debate y dignificar un poco su imagen se debería haber dado más peso y relevancia a estos personajes. Pero ante esta disyuntiva, el director prefirió mantenerse fiel a lo que se espera de este tipo de películas y no arriesgar o incomodar más de lo justo y necesario. De ahí mi queja.
En resumen, por todo lo anterior y como decía al principio, creo que la película cumple sobradamente en la forma pero no tanto en el fondo, resultando un muy buen producto comercial que entretiene y que sin duda tiene calidad suficiente, pero al que al menos yo no veo ni de lejos como candidato a clásico.
P.D.: Comanchería, que tú citabas al principio, sí me pareció superior a ésta.
Saludos!
Gracias por tu comentario, Gsus, muy muy interesante. Discrepo en dos cosas: al afinidad mutua de los personajes, que llamas «atracción» no debe interpretarse necesariamente por la cuestión sexual o la romántica. Piensa en que el protagonista ha perdido una hija de la edad de la muchacha asesinada, y que la agente del FBI, por su bisoñez y juventud, bien puede ocupar un lugar emocional más elaborado que la simple atracción en un punto de la trama en el que al protagonista se le revuelve todo el episodio de la muerte de su hija.
Por otro lado, decía Sergio Leone eso de que el cine tiene muy difícil sustraerse a la política porque, se quiera o no, guste o no, todo lo que se hace, y quienes lo hacen, están impregnados de ella. Pero otra cuestión es hacer una película deliberadamente política, o de tesis. Eso a Leone no le interesaba lo más mínimo, y sospecho que a Taylor Sheridan, tampoco. Al igual que en Comanchería, las connotaciones políticas son, por un lado, un contexto, y por otro, una consecuencia o una conclusión, y no un fin. Entiende, creo que con acierto, que el discurso explícito, en contra de lo que puede pensarse, rebaja el poder del discurso, en lugar de apuntalarlo. El cine, a fin de cuentas, es el arte de lo implícito. El director, simplemente, cuenta con lo que el espectador sabe, con lo que el espectador ha visto. En resumidas cuentas, lo considera inteligente, algo que se echa mucho de menos en títulos insólitamente más celebrados de nuestros días.
Ciertamente, el resultado, como decía, es de fórmula, una fórmula que funciona. No le pido más al cine de género (o de géneros). Para otras cosas, ya están otros.
Saludos.