A buen seguro, la música nació de manera bastante más compleja que la aquí señalada. Pero en esta parodia prehistórica, en la que los trogloditas lucen barbas recortadas, modelos de piel fashion y peinados de peluquería, Ringo Starr hace lo que mejor sabe. Muchas caras conocidas en torno al fuego, además de otras que no aparecen en esta secuencia, para adornar una de las películas más gamberras de principios de los ochenta pero que, en el apartado musical, contaba con la mano maestra del argentino Lalo Schifrin.
Mes: mayo 2020
Mis escenas favoritas: El carnaval de las águilas (The Great Waldo Pepper, George Roy Hill, 1975)
Entretenida y, por momentos, espectacular película de George Roy Hill sobre el mundo de los espectáculos de aviación que proliferaron en los Estados Unidos tras el fin de la Primera Guerra Mundial, un mundo de excombatientes reconvertidos en artistas de circo y romáticos y nostálgicos exploradores de las posibilidades de la aeronáutica, una técnica que estaba a punto de dar un salto cualitativo que, paradójicamente, iba a jubilarlos a todos antes de tiempo. La película, escrita por William Goldman a partir de una historia del director, contiene varias estimables secuencias de aviación, tan hermosas como meritorias, tanto por la forma de su rodaje como por la actuación de los especialistas.
Hollywood encuentra a Villar del Río: escritores españoles en la meca del cine
La muerte en Madrid de María Antonia Abad Fernández, Sara Montiel, el 8 de abril de 2013, motivó un considerable revuelo mediático. No era para menos, teniendo en cuenta que con ella desaparecía una de las más importantes estrellas del cine español de la dictadura, ese periodo que, al menos sociológicamente, una buena parte de ciudadanos españoles se resiste a abandonar. Sin embargo, entre tantos reportajes, crónicas, editoriales y artículos se coló, recitada como un mantra, un dogma de fe, un trabajo copiado de El rincón del vago o un eslogan repetido machaconamente en la “línea Goebbels” (una mentira repetida mil veces se convierte en realidad), una afirmación verdaderamente chocante, sostenida unánimemente por periódicos y revistas, emisoras de radio, informativos de televisión y páginas de Internet de todo tipo, color, tendencia o inclinación, aunque con ligeras variantes: se dijo, por ejemplo, entre otras cosas, que Sara Montiel había sido “la primera española que triunfó en Hollywood”; o bien “la primera actriz española en conquistar Hollywood”; o, por último, “la primera artista española en tener éxito en Hollywood”. Obviamente, esta declaración, en cualquiera de sus formulaciones, es falsa de toda falsedad.
Que los medios de comunicación españoles, incluidos aquellos que pueden considerarse solventes o, para mayor escarnio, los que dicen estar especializados en cine, registren este incierto lugar común y lo eleven a la categoría de axioma informativo (como suelen tener por costumbre, dicho sea de paso, en cualquiera de los restantes ámbitos de su actividad cotidiana) no sorprende ya demasiado; esta clase de explosiones de papanatismo patrio suelen producirse como reflejo tardío (o quizá no tanto) de esa España acomplejada y provinciana que todavía pervive, más de lo que nos gustaría y mucho más de lo que sería conveniente, bajo la capa de modernidad y tecnología que la recubre superficialmente como un fino papel de regalo que envuelve el vacío, esa España a lo Villar del Río, el pueblecito que Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem, con apoyo de Miguel Mihura, diseñaron para su magistral ¡Bienvenido, Míster Marshall! (1953), que se deja fascinar y entontecer por cualquier impresión, por lo general incompleta y errónea, proporcionada por sus ambiguas relaciones con el exterior. Quiere la casualidad que el ficticio Villar del Río berlanguiano (el real y tangible está en la provincia de Soria y no llega a los doscientos habitantes) se ubicara en la madrileña localidad de Guadalix de la Sierra, la misma en la que, decenios más tarde, cierto canal televisivo con preocupante afición por la ponzoña situaría su patético espectáculo de falsa telerrealidad con título de reminiscencias orwellianas, con lo que la reducción de esa España pacata y súbdita, atrasada y cateta, al inventado Villar del Río, sea en su versión clásica cinematográfica o en su traslación posmoderna televisiva, alcanza un asombroso grado de lucidez.
Pero lo cierto es que, más allá de su rico y simpático anecdotario con las estrellas de la época (como el tan manido relato de cuando, presuntamente, le frió los huevos –de gallina- a Marlon Brando), resulta más que cuestionable que Sara Montiel llegara a triunfar en Hollywood o a conquistar algo aparte del que fue su marido, el director Anthony Mann, su verdadera puerta de entrada (giratoria, en todo caso) a la vida social hollywoodiense. Aunque en México llegó a participar hasta en catorce películas, sólo intervino, en papeles irrelevantes, en cuatro títulos de producción norteamericana: Aquel hombre de Tánger (Robert Elwyn y Luis María Delgado, 1953), en realidad una coproducción con España que nadie recuerda, las notables Vera Cruz (Robert Aldrich, 1954) y Yuma (Samuel Fuller, 1957), aunque su presencia es residual, casi incidental, y la olvidable Dos pasiones y un amor (Serenade, Anthony Mann, 1956), vehículo para el exclusivo lucimiento del tenor Mario Lanza. Lo que sí es indudable es que Sara Montiel no fue ni la primera española, ni tampoco la primera actriz, ni tan siquiera la primera artista, en hacerse un exitoso hueco en Hollywood, y que sus logros, si se los puede llamar así, fueron superados con creces, antes y después, por los de otros muchos profesionales (actores y actrices, técnicos, guionistas y escritores) de procedencia española. Son los casos, por ejemplo, de los intérpretes Antonio Moreno y Conchita Montenegro.
El madrileño Antonio Garrido Monteagudo Moreno, conocido artísticamente como Antonio Moreno o Tony Moreno, fue un auténtico sex-symbol del cine silente, en abierta rivalidad y competencia con los otros dos grandes nombres del momento, Rodolfo Valentino y Ramón Novarro, y, como ellos, conocido homosexual a pesar de su éxito entre el público femenino y de sus matrimonios forzados por los estudios para guardar las apariencias. Moreno llegó a compartir créditos como protagonista masculino con Greta Garbo, Clara Bow, Gloria Swanson o Pola Negri, y más adelante, como secundario de lujo, por ejemplo, junto a John Wayne en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), con el que comparte una, para los españoles, curiosa escena sólo apreciable si se visiona en versión original (“Salud”/“Y pesetas”/“Y tiempo para gastarlas”). La donostiarra Conchita Montenegro (Concepción Andrés Picado) fue toda una diva. Llegó a Hollywood en 1930, casi al mismo tiempo que un grupo de escritores españoles reclamados por la nueva industria del cine sonoro para la filmación de los llamados talkies, cuando, antes de la invención del doblaje, las películas norteamericanas encontraban dificultades para su distribución en países de habla no inglesa y era preciso filmar las mismas películas en distintos idiomas, con diferentes directores, repartos, equipos técnicos y guionistas turnándose en el rodaje de las mismas secuencias, en los mismos decorados, pero en distinta lengua (célebre es el caso de Drácula, de Tod Browning, película de 1931 protagonizada por Bela Lugosi que tiene su paralela en castellano, dirigida por George Melford, con el andaluz Carlos Villarías como vampiro hispano, y que no desmerece en ningún aspecto al “original” en inglés, si es que no lo supera). Conchita Montenegro acudió a Hollywood como actriz de talkies en español, pero su solvencia y su calidad como intérprete, y su aprendizaje acelerado del idioma gracias a la ayuda del cineasta, escritor y diplomático español Edgar Neville y de un buen amigo suyo, el mismísimo Charles Chaplin, le permitieron dar el salto a las cintas en inglés, llegando a compartir cartel con Leslie Howard, Norma Shearer, Robert Montgomery, George O’Brien, Lionel Barrymore, Victor McLaglen, Robert Taylor o Clark Gable, al que se negó a besar durante una prueba con una mueca de desprecio que fue la comidilla en Hollywood. Continuar leyendo «Hollywood encuentra a Villar del Río: escritores españoles en la meca del cine»
Música para una banda sonora vital: El crack cero (José Luis Garci, 2019)
La última película de José Luis Garci, que narra una de las primeras aventuras de Germán Areta, el detective privado que popularizó Alfredo Landa, antes de los dos clásicos que protagonizó al principio de los años ochenta, se cierra con este clásico del compositor Cole Porter, guinda para este cóctel del universo del cineasta, que atesora las continuas referencias al cine clásico, a Nueva York, al fútbol, al boxeo, a la radio de antaño, a los clásicos de la literatura negra, a la Navidad… En suma, a la nostalgia de un tiempo pasado, como declara el personaje de Luis Varela casi al final del metraje.
Mis escenas favoritas: Harry el sucio (Dirty Harry, Don Siegel, 1971)
Harry Callahan, por derecho propio uno de los grandes personajes cinematográficos de los setenta y de toda la historia del cine de policías. De un (breve) tiempo en que Hollywood se atrevió a cuestionar abiertamente la corrección política al mismo tiempo que hacía películas para gente lo bastante inteligente como para entender el subtexto de sus historias. A pesar de eso, el sector más miope de la crítica, con Pauline Kael a la cabeza, atacó la película y la acusó de fascista. Es posible que fuera entonces cuando se empezara a utilizar esta palabra fuera de contexto y a popularizar el uso bastardo que se ha hecho de ella hasta llegar a desnaturalizarla.
En todo, caso, como otro personaje de la saga decía: ¡Qué clase tienes, Harry!
La ventana indiscreta (Rear Window, Alfred Hitchcock, 1954) en La Torre de Babel de Aragón Radio
Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a esta gran joya del cine de Alfred Hitchcock. Como nos quedamos un poco justos de tiempo y no dijimos todo lo que la cinta merece, se incluye al final un documental sobre «cómo se hizo».
(desde 19 min. 42″)
La tierra de la gran promesa (Ziemia obiecana, Andrzej Wajda, 1975)
Basada en la novela de W.S. Reymont, un poquito de zumo anticapitalista pasado por el filtro de la complaciente crítica oficial comunista, aunque de la mano de un cineasta que se eleva por encima de cualquier condicionante político o ideológico.
Música para una banda sonora vital: Érase una vez… en Hollywood (Once Upon a Time in… Hollywood, Quentin Tarantino, 2019)
Una vez más, Quentin Tarantino sabe cómo sacar partido a temas semiolvidados de la música con los que dar empaque audiovisual y adecuada promoción a sus películas. Este clásico instantáneo de 2019 va acompañado de un montón de joyas musicales, entre ellas este Out of Time de The Rolling Stones.
La construcción de una comunidad: el cine refunda América.
Poco tiempo después del estreno de Harry el sucio (Dirty Harry, Don Siegel, 1971), la reputada crítica cinematográfica Pauline Kael definía la película desde su tribuna de The New Yorker como “un decidido ataque contra los valores democráticos”. Y concluía su análisis en estos términos: “cuando ruedas una película con Clint Eastwood, desde luego quieres que las cosas sean simples, y el enfrentamiento básico entre el bien y el mal ha de ser lo más simple posible. Eso hace que esta película de género sea más arquetípica que la mayoría, más primitiva, más onírica. El medievalismo fascista posee el atractivo de un cuento de hadas”. Kael, que en los años setenta logró rehabilitar junto a Andrew Sarris la crítica cinematográfica, que por entonces (como hoy) había quedado subsumida en la deliberada y falsa identificación que los saldos de taquilla establecían entre lo más visto, lo más vendido y el cine de mejor calidad, convirtiendo a los críticos en meros corifeos de los publicitarios de los estudios, en aquellos años desarrolló un tremendo poder mediático de consecuencias ambivalentes. Por un lado, desempeñó un destacado papel en el descubrimiento de talentos como Martin Scorsese (su retórica sobre Malas calles –Mean Streets, 1973- contribuyó a fijar los lugares comunes sobre cuya base se ha juzgado históricamente el cine de Marty hasta el día de hoy, el momento en que está encadenando sus peores películas); por otro, sin embargo, hizo alarde de una extrema miopía a la hora de valorar obras como la de Siegel o trayectorias completas de clásicos como John Ford, al que Kael aplicaba sistemáticamente un discurso similar que a Harry el sucio, como también lo hizo posteriormente respecto a las películas que dirigiera Clint Eastwood, en especial sus westerns. Kael, más temperamental, vehemente y llena de prejuicios que Sarris, y cuya egolatría la hizo tomar conciencia de su propio poder para usarlo indiscriminadamente en la consecución de sus objetivos particulares, terminó por perder el norte, dar rienda suelta a filias y fobias personales y ponerse al servicio interesado de estudios y productores a la hora de promocionar o atacar a determinados títulos, directores o intérpretes. No obstante, con el tiempo el cine de John Ford y de Clint Eastwood ha crecido al margen de los caducos comentarios destructivos de Kael, cuyo protagonismo, por otra parte, en el conjunto de la crítica cinematográfica de la década de los setenta, y especialmente en la era del Nuevo Hollywood, es asimismo innegable, como también lo es la huella que ha dejado en el oficio.
La puesta en el mismo saco por parte de Pauline Kael, por reduccionista y obtusa que sea, de las películas de John Ford y Clint Eastwood no es en modo alguno casual, ya que sus filmografías poseen abundantes y cruciales puntos en común más allá de la superficialidad de anotar la querencia de ambos por el western, el género americano por antonomasia. Sabida y reconocida es la influencia en el cine de Eastwood como director de sus mentores Sergio Leone y Don Siegel (en su cima como cineasta, Sin perdón –Unforgiven, 1992-, él mismo lo hace constar expresamente en su dedicatoria del filme), pero no menos importante es la asunción por Eastwood de determinados planteamientos técnicos y temáticos profundamente fordianos. En primer lugar, y de forma no tan fundamental, en cuanto al control del material a rodar. John Ford, como prevención ante las cláusulas contractuales que otorgaban a los estudios la opción prioritaria sobre el montaje final de sus películas, desarrolló una infalible estrategia que le permitía dominar sus proyectos de principio a fin, consistente en rodar apenas el material estrictamente necesario para construir la película en la sala de montaje conforme a su concepción personal previa, sin la posibilidad de que la existencia de otro material extra descartado pudiera permitir nuevos montajes más acordes con la voluntad de los productores, los publicitarios o el público más alimenticio. Esto implicaba desplegar gran pericia técnica y maestría en la dirección, puesto que suponía filmar muy pocas tomas, prácticamente las imprescindibles para montar el metraje ajustándose al guión, con los riesgos que eso conllevaba pero también con los beneficios que suponía para el cumplimento de los planes y los presupuestos de rodaje, quedándose por debajo de los costes previstos en la gran mayoría de ocasiones. A cambio, John Ford obtenía justamente lo que buscaba: que su idea de la película fuera la única posible de componer en la sala de montaje; que con el material disponible no pudiera montarse otra película que la suya. Ford desarrolló esta costumbre incluso en sus trabajos para su propia productora, Argosy (fundada junto a Merian C. Cooper, uno de los codirectores de King Kong -1933-, tras la Segunda Guerra Mundial), aunque en este caso las razones económicas pesaban tanto como las creativas. Clint Eastwood adoptó desde el primer momento la misma resolución, a pesar de ejecutar sus proyectos dentro de los parámetros de su propia compañía, Malpaso, lo mismo que otros cineastas, de tono y temática diametralmente opuestos como Woody Allen, a fin de mantener el control de la producción y de obtener resultados acordes a las propias intenciones.
Pero la influencia de Ford va más lejos, y resulta más determinante, en los aspectos temáticos que en los técnicos, en los que la presencia soterrada de Don Siegel o Sergio Leone es mucho más decisiva. Al igual que Ford, en los westerns de Eastwood (lo que propicia la validez para ambos de la acusación de fascismo proveniente de críticos y espectadores miopes), pero también en algunos de sus dramas y cintas de acción, el director se limita en la práctica a desarrollar un único tema principal, que no es otro que la fundación y la construcción de una comunidad libre por parte de un grupo de individuos de diversa procedencia, nivel económico y condición social, con una serie de subtextos secundarios pero no menos importantes, como la falta de respuesta o de asistencia por parte de las autoridades a las necesidades reales de los ciudadanos y a sus demandas de justicia, libertad y derechos, y al desarrollo por parte de estos ciudadanos de mecanismos alternativos que suplan la desatención o el abandono o la indolencia que sufren por parte de sus responsables políticos. De este modo, ambos reflejan la realidad de cierta América idealizada, la de los peregrinos y los pioneros, a la vez que se manifiestan contra la incompetencia, la iniquidad o la corrupción de determinados poderes norteamericanos, es decir, al mismo tiempo que ofrecen el retrato de una América para nada ideal. Puede parecer llamativo atribuir estas intenciones a Ford, el gran cronista cinematográfico de la historia de los Estados Unidos, el gran patriota norteamericano, con un desaforado amor por la tradición, los rituales de comunidad y, hasta cierto punto, el militarismo, o a Eastwood, la encarnación del “fascista” Harry Callahan, ambos, Eastwood y Ford, simpatizantes –militantes incluso- del partido republicano, guardián de los postulados más conservadores de la sociedad americana. Pero esa precisión, a todas luces real, ayuda también a explicar en parte el contraste que supone la actitud de abierta oposición a la caza de brujas que, pese a sus inclinaciones republicanas, mantuvo Ford ante el maccarthysmo, así como el hecho de que Eastwood contara para Mystic River (2003) con dos de los actores, Sean Penn y Tim Robbins, demócratas confesos, que por entonces estaban sufriendo las iras mediáticas de la administración de George W. Bush y sus medios de comunicación afines (como el emporio Fox) a raíz de su postura pública sobre la invasión de Irak, y que fueron premiados con sendos Oscares por sus interpretaciones. Evidentemente, quienes ven el cine solo con el ojo derecho acusan a Ford e Eastwood de reaccionarios, de servir de altavoz a un conservadurismo exacerbado, si no directamente al fascismo, al racismo, al belicismo, al machismo, a todos los males de Hollywood, de América y del hemisferio occidental, exactamente como hacía Pauline Kael. O lo que es lo mismo, comparten su miopía.
Lo que en Eastwood es una asimilación a partir del cine de Ford, un rasgo de identidad temática tomado de sus westerns y cintas bélicas y de aventuras, en John Ford fue una evolución en la que la Segunda Guerra Mundial supuso un punto de inflexión irreversible. Desde siempre consagrado a la idea de narrar la historia de América, Ford trató en sus películas, ya en la etapa silente, algunos de los episodios cruciales en el desarrollo del país, como la construcción del ferrocarril en El caballo de hierro (The Iron Horse, 1924) o la participación americana en la Primera Guerra Mundial –como en Cuatro hijos (Four Sons, 1928) o en Mar de fondo (Seas Beneath, 1931), entre otras-, aunque sin duda fue en la década de los treinta cuando desarrolló su capacidad poética y lírica al servicio del retrato del alma del país, a través de títulos como El doctor Arrowsmith (Arrowsmith, 1931) o El juez Priest (Judge Priest, 1934), de su “heroico” nacimiento y configuración. En este proceso progresivo John Ford encontró en Henry Fonda la encarnación histórica del americano medio, el actor que respondía a la imagen que los Estados Unidos debían dar en pantalla (algo así como lo que Frank Capra encontró una década después en James Stewart): discreto pero fuerte, callado pero enérgico, tenaz, trabajador, idealista, dueño de una irrevocable determinación, de un alto concepto de la justicia, del deber y de la democracia, iluminado por una convicción superior (llámese Dios o el Destino Manifiesto) que le llevaba invariablemente a actuar del modo correcto, que no podía ser otro que el modo americano. En resumen, el actor al que podía aplicar la receta que para John Ford constituía la suma de todas las virtudes de América: Abraham Lincoln. Henry Fonda es el héroe de Corazones indomables (Drums Among the Mohawk, 1939), un campesino que se convierte en patriota durante la Guerra de la Independencia (1776-1783), el futuro presidente en El joven Lincoln (Young Mr. Lincoln, 1939), una especie de alegoría mesiánica sobre el futuro mito de la política y la historia norteamericanas, y es el Tom Joad de ese maravilloso canto al pueblo americano sumido en la Gran Depresión que es Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1941).
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