Cine de verano: El castillo encantado (Schloß Vogeloed, F. W. Murnau, 1921)

Continuamos con el cine de verano en otoño con una de las obras menos citadas y revisadas del maestro alemán F. W. Murnau, una película que hoy denominarían «menor» dentro de su filmografía, previa a sus grandes clásicos, que gira en torno al esclarecimiento de un asesinato en el marco del castillo donde se reúne un grupo de aristócratas. Perfección en la composición de los encuadres, algún momento onírico casi terrorífico, y todos los rasgos, algo diluidos quizá, del expresionismo alemán, movimiento del que Murnau es principal exponente.

 

Mis escenas favoritas: El loco del pelo rojo (Lust for Life, Vincente Minnelli, 1956)

Lucha de egos y visiones artísticas en esta tensa secuencia de unas de las mejores biografías filmadas, la del pintor impresionista Vincent Van Gogh (Kirk Douglas), que aquí anda a la greña con Paul Gaugin (Anthony Quinn, premiado con el Óscar, cuando estos premios implicaban algo relacionado con la calidad…). Magnífico guión basado en la novela de Irving Stone, gran composición de planos y excelente uso del color con la fotografía de Russell Harlan y Freddie Young, maravillosa (otra más) partitura de Miklós Rózsa y espléndidas interpretaciones.

 

 

Fórmula rebajada: Depredador (Predator, John McTiernan, 1987)

Creando Monstruos»: Crítica de Depredador (1987) - CINESCONDITE

Con un planteamiento inicial a medio camino entre El Equipo A y el recuerdo de clásicos como John Ford o Howard Hawks, este híbrido del cine de aventuras y de acción bélica que va aproximándose progresivamente a las premisa del Alien de Ridley Scott (1979) constituye el primer paso reconocible de uno de los más estimables directores del cine de cacharrería de las últimas décadas, John McTiernan, artífice de la saga de La jungla de cristal, de la que dirigió las estimables entregas primera y tercera (Die Hard, 1988, y Die Hard with a Vengeance, 1995), o de clásicos modernos como La caza del Octubre Rojo (The Hunt for Red October, 1990). El juego consiste en cambiar las reglas al tercio de la partida, y de hacer derivar una vulgar y corriente historia de comandos en la selva hacia los parámetros del cine de terror fantástico y de ciencia ficción.

El planteamiento, sin embargo, resulta un tanto anodino incluso en su formato casi televisivo: un comando de seis hombres, dirigido por el experto Dutch (Arnold Schwarzenegger) y célebre por su desempeño de misiones de rescate arriesgadas, es requerido por la CIA para que se ponga al servicio de uno de sus agentes (Carl Weathers) en la misión de salvar de las garras de la guerrilla de un país sudamericano a un ministro del Gobierno (se supone, amigo de los Estados Unidos) y a uno de sus asesores, además de a la tripulación del helicóptero en que viajaban, que ha sido derribado en plena jungla tropical. El argumento transcurre, por tanto, por los cauces previsibles, excepto por el descubrimiento de ciertos indicios de que la historia no es tal cual les han contado: el hallazgo de los cuerpos despellejados de otro grupo de mercenarios estadounidenses contratados parece abrir la puerta a una empresa mucho más turbia y terrible, al mismo tiempo que siembra dudas ante la verdadera naturaleza de los individuos a rescatar, que tal vez no sean miembros de un Gobierno aliado sino agentes estadounidenses. La intriga, sin embargo, dura poco, puesto que esta premisa pronto deja de carecer de importancia y se convierte en un MacGuffin hitchcockiano vacío de contenido. Tras el brutal y exterminador ataque a la base guerrillera, en la que los rehenes, cuya identidad y supuesto interés en la trama jamás se aclara, son asesinados, y que vuelve a recordar en su concepción y diseño (pero aquí, con muertos) secuencias similares de El Equipo A (incluso con esos cuerpos que describen acrobáticas parábolas en cámara lenta sobre el objetivo de una cámara colocada en contrapicado), pronto se revela el pastel: la verdadera amenaza no son unos carniceros anticapitalistas, sino una criatura de procedencia desconocida que, invisible, camuflada entre la vegetación, o materializándose en un extraño ser de complexión humana pero dotado de armadura y casco metálicos, que detecta a sus víctimas por la vista únicamente como fuentes de calor corporal (porque, a pesar de su perfeccionamiento para la lucha no ve ni torta, salvo cuando al guión le conviene), amenaza la vida de los miembros del comando y de su prisionera, una guerrillera capturada en el campamento (Elpidia Carrillo) cuya presencia no va a aportar prácticamente nada durante el resto de la película.

Así, el poco imaginativo inicio entronca, casi sin querer, con la tradición de grandes cineastas americanos como Ford o Hawks. En un tardío remedo de La patrulla perdida (The Lost Patrol, John Ford, 1934), un grupo de soldados, esta vez en la selva y no en el desierto, debe enfrentarse a un enemigo invisible que los acecha y va acabando con ellos uno por uno. Continuar leyendo «Fórmula rebajada: Depredador (Predator, John McTiernan, 1987)»

Música para una banda sonora vital: Errol Flynn se pone a cantar

Además de ser el actor de toda la historia del cine al que mejor ha sentado cualquier uniforme, y al margen de sus supuestas proezas musicales con cierta parte de su anatomía, Errol Flynn se arrancó a cantar en un puñado de ocasiones. En primer lugar, y a título de ejemplo, en la película Adorables estrellas (Thank Your Lucky Stars, David Butler, 1943), en la que, como parte del esfuerzo de guerra, distintas estrellas de la Warner como Humphrey Bogart, Bette Davis, Olivia de Havilland, Leslie Howard, Ida Lupino o John Garfield protagonizaban un puñado de números musicales para animar a las tropas aliadas de los distintos frentes. En ella, Flynn lleva la voz cantante de That’s What You Jolly Well Get.

Posteriormente, Flynn se dejó arrastrar a esa moda comercial que implicaba que estrellas del cine hicieran sus pinitos grabando discos de canciones de moda. De esta brevísima etapa son temas como Lily of Laguna o su dúo con Patrice Wymore, su tercera y última esposa, en We’ll Gather Lilacs, aunque en esta, una vez comprobadas sus dotes, se contente con un recitado más o menos entonado y deje los gorgoritos a los que saben.

Mis escenas favoritas: Mister Arkadin (Mr. Arkadin (Confidential Report), Orson Welles, 1955)

La magia del cine, cuando la pone en marcha un torrente de excesos y genialidad como Orson Welles, hace posible una mascarada goyesca en Valladolid a la que se accede por Segovia. Estupendo aunque irregular thriller psicológico con ciertos toques de gótico noir concebido, dirigido e interpretado por Welles a partir de su propia novela, tan evocador del Charles Foster Kane de Ciudadano Kane como de su inspiración remota, Iósif Stalin, y a la vez no demasiado alejado de su autor.

Un asunto de honor: El caso Winslow (The Winslow Boy, David Mamet, 1999)

BBC Two - The Winslow Boy

De un sucedido que podría considerarse casi anecdótico en cualquier biografía, pero que aquí no lo es en ningún modo, David Mamet, que adapta una obra de Terence Rattigan, extrae un fenomenal retrato de una época, de un orden social, de una estructura mental que, encarnados en el Imperio británico, llegaron a dominar el mundo. En 1910, casi diez años después del fin de la era victoriana, Ronnie (Guy Edwards), el hijo pequeño de la familia Winslow, alumno de la exigente y prestigiosa Escuela Naval de Osbourne, es acusado de robar cinco chelines del giro postal de un compañero de estudios y, en cumplimiento del riguroso régimen disciplinario, expulsado. Interrogado al respecto por su padre, Arthur Winslow (Nigel Hawthorne), el muchacho proclama su inocencia, por lo que Winslow, decidido a limpiar no solo el nombre de su hijo sino el legado histórico de su apellido, la honorabilidad de toda su familia pasada y presente, entabla una larga batalla administrativa y judicial contra la Academia y las autoridades policiales y judiciales que no duda en llevar hasta las últimas consecuencias, llevándose por delante buena parte de los recursos económicos, las opciones de futuro e incluso la salud física de su esposa, sus hijos e incluso el servicio de la casa. La obra de Rattigan y la película de Mamet construyen así un drama sencillo en la forma pero más que complejo en el fondo, un tratado que analiza los recovecos de cualquier sociedad (como la británica de entonces, como la española de siempre) centrada primordialmente en las apariencias, toda una lección sobre lo que implica el honor, la consideración social, la reputación, y la carga de clasismo y vanidad, y como resultado, de beneficios económicos y de posición, a ellos asociados.

Mamet, dramaturgo, cineasta y excelente guionista, comprende que la principal máxima del cine es «menos es más», y desde el principio centra el tema mediante un magistral doble ejercicio de elipsis narrativa. En primer lugar, omite el momento de la comisión del delito, de modo que debe ser el público el que, a la vista de los hechos relatados por el joven y de la forma en que lo hace, determine inicialmente si confía o no en el personaje, si cree al niño y toma partido por la familia en la cruda lucha que plantea a eso que ha dado en denominarse «opinión pública», o cierra filas con la masa que opina sin suficientes elementos de juicio y, sobre todo, sin la debida prudencia racional y moral. Mamet traslada así al espectador el tema sobre el que gira el argumento, el centro neurálgico del relato, la reflexión que propone sobre el juicio sumarísimo hecho al prójimo, con ligereza o con cautela, según el caso, cuando se abre públicamente la espita del linchamiento social y mediático. Por otro lado sabe eludir, de manera eficaz, cualquier tentación de caer en el maniqueísmo del drama judicial moderno, contando la historia de lo que sucede fuera de las salas de Justicia, de los tribunales de apelación, de los despachos de los abogados, salvo la brillante excepción que supone la aceptación de la defensa por el reputado (de nuevo, la reputación, aunque comience a su vez a estar amenazada) abogado criminalista y también diputado de la Cámara de los Comunes, Sir Robert Morton (Jeremy Northam), y una breve excursión al Parlamento británico, a cuyas sesiones plenarias llega igualmente el asunto Winslow debido a su importancia creciente en el debate público.

De esta manera Mamet puede centrar la atención en lo que más le interesa, en lo que más se ajusta al sentido último de la historia, en cómo la larga lucha judicial afecta a la familia con el paso del tiempo y el desgaste de los trámites, los procesos, las vistas y los reveses, la erosión económica y emocional entre sus miembros, durante largos años deudores de una servidumbre legal que quizá hubiera sido mejor olvidar desde el principio, después de todo, para que ellos hubieran podido conservar sus vidas y el pequeño Ronnie, tan joven aún, hubiera podido pasar página y retomar las cosas desde un nuevo principio. El baldón de la mala fama, la mancha de la ignominia, el estigma de la mentira y la falsedad hubieran señalado el apellido Winslow para siempre, pero al menos habrían conservado sus vidas. Porque mucho es lo que han perdido: El hijo pequeño, su apenas naciente carrera naval; el hijo mayor, Dickie (Matthew Pidgeon), un buen futuro en el banco en que trabaja; la hija, Catherine (Rebecca Pidgeon), sus posibilidades de estudiar en la universidad y el futuro matrimonio con su prometido, el brillante oficial del ejército John Watherstone (Aden Gillett), ya que no podrían mantener la vida que se espera de su posición con la paga de un oficial pero sin la dote y la renta anual de ella; Arthur y Grace (Gemma Jones), la salud y la paz de espíritu. Incluso el personal de servicio va abandonándolos poco a poco, salvo la irredenta Violet (Sarah Flind), algunos porque no quieren trabajar en una casa marcada; otros, simplemente, porque los Winslow, con el paso del tiempo, no pueden costear sus salarios a la vez que sostienen económicamente el proceso.

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Música para una banda sonora vital: The Way You Look Tonight

The Way You Look Tonight es una canción de Dorothy Fields y Jerome Kern compuesta para la película En alas de la danza (Swing Time, George Stevens, 1936), en la que era interpretada por Fred Astaire. Desde entonces ha aparecido en decenas de películas (de Alfred Hitchcock, Woody Allen o Kenneth Branagh, entre otros), y sin duda es uno de los más importantes clásicos de la música popular americana y ha sido grabada por Frank Sinatra, Tony Bennett, Michael Bublé, Rod Stewart y muchos otros.

 

Mis escena favoritas: Poderosa Afrodita (Mighty Aphrodite, Woody Allen, 1995)

Escena en la que se conocen Lenny (Woody Allen) y Linda (Mira Sorvino) en esta (otra más) espléndida, hilarante, inteligente y divertida comedia «tragicómica» particularmente ingeniosa, en la que los crueles designios del destino fijados por los dioses son más terrenales que nunca…

Caminos inescrutables: Nube de sangre (Edge of Doom, Mark Robson, 1950)

WarnerBros.com | Edge of Doom | Movies

Los caminos del señor son inescrutables, dice la cita popular a partir del versículo bíblico («Oh, profundidad de las riquezas y de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!», Romanos 11:33); justamente lo mismo ocurre con los caminos del crimen. El joven Martin Lynn (Farley Granger) lo comprueba de primera mano en este drama con ribetes de cine negro que gira en torno a la idea del juicio divino, la expiación de los pecados, la misericordia y la posibilidad de redención. El muchacho es humilde y trabajador, solo vive para su madre enferma, para la chica que le gusta (Mala Powers) y para su trabajo como repartidor en una floristería, pero su destino no es vivir tranquilo. En un barrio desfavorecido en el que demasiadas personas (como sus vecinos de abajo, el golfo de Mr. Craig -Paul Stewart- y su chica, estereotipada mujer fatal, Irene -Adele Jergens-) y demasiadas cosas contribuyen a diluir el filo de la ley y aproximan la caída en desgracia, la vida cotidiana de Martin no tarda en torcerse. La razón, la grave enfermedad de su madre y el inevitable desenlace. Resentido por la muerte de su padre años atrás, por la desatención recibida por parte de su confesor, y conmovido por la vida de esfuerzos, privaciones y sacrificios que su madre, fervorosa creyente, tuvo que afrontar durante décadas para lograr sacarle a él adelante y apartarle del mal camino, Martin se convence de que ha acumulado suficientes méritos ante la Iglesia católica, que ya hizo caso omiso de sus necesidades cuando su padre falleció, para que esta se avenga a sufragar parte del gran funeral que el chico desea ofrecerle como homenaje cuando llegue la hora. Sin embargo, cuando esta se presenta, las exiguas capacidades económicas de la empobrecida parroquia que dirige el padre Kirkman (Harold Vermilyea) dificultan mucho la ayuda, algo que a Martin le cuesta aceptar hasta el punto de que pierde el dominio de sí mismo, esgrime un pesado crucifijo y cruza el límite del que su madre le protegió toda su vida…

En este punto, y siempre sobre los cánones formales del noir de la época, la historia, escrita por Philip Yordan, Charles Brackett y Ben Hecht, discurre en paralelo entre dos miradas, dos investigaciones, dos juicios. En primer lugar, la óptica policial, la persecución legal, la indagación detectivesca encabezada por el teniente Mandel (Robert Keith), que debe conducir al descubrimiento del culpable, su detención, juicio y condena, una condena indudablemente severa dadas las agravantes de alevosía y nocturnidad. Por otro lado, la perspectiva moral de un religioso, el padre Roth (Dana Andrews), el nuevo ayudante del padre Kirkman en la parroquia, cuyo olfato le pone acertadamente tras la pista del pecador, y que intenta comprender sus circunstancias personales, el entorno en que nació y se crió, las dificultades familiares que superó, los remordimientos que le atenazan y la pesada losa que representan las estrecheces de su presente y de su futuro, que condicionan y asfixian su día a día. Su objetivo no es justificar su crimen o exculparle ante los ojos vendados de la justicia, sino penetrar en su conciencia, remover sus sentimientos y lograr que confiese sus pecados a fin de obtener el perdón de Dios y, hasta donde la ley lo permita, la comprensión y benevolencia de los policías y los jueces. Así, la película transcurre por una doble vertiente criminal y espiritual, dos líneas que convergen y se separan y, como en el elemento clave que resuelve el argumento, la confusión de dos identidades, se confunden y se funden en una sola para ofrecer a Martin una segunda oportunidad, un renacimiento, una ocasión para la redención que pasa por reconocer sus pecados, pagar por ellos, expiar sus culpas y abrirse a la nueva vida plena que el reto de perdonarse a sí mismo puede proporcionarle.

Al margen de la investigación policial, la verdadera batalla se libra, por tanto, en la conciencia de Martin, que no es en absoluto un criminal sino un ser castigado por unas difíciles condiciones de vida, una biografía accidentada y un presente en el que se ve acosado por todo tipo de tormentos, sobre todo, los más duros, los interiores. La muerte de su madre, la soledad sobrevenida, el crimen cometido, las dudas del futuro con la mujer que ama, la pérdida de su empleo… La incomprensión de su situación por parte de todos (el padre Kirkman, su jefe en la floristería, los vecinos que solo buscan aprovecharse de él y limpiarle el poco dinero del que dispone), el peso de la fatalidad (aludida en el título original de la cinta, mucho más adecuado que el español), la angustia ante la incapacidad de encontrar una salida, nublan su buen juicio y amenazan con llevarle a un desenlace irreversible. Es ahí donde el padre Roth ejerce su presión y vuelca su influencia, ahí radica el clímax del drama. El registro de sombras y luces, de oscuridad y penumbras del cine negro, oportuna alusión visual al torbellino de contradicciones, pensamientos deprimentes y oscuros augurios que pueblan la mente del protagonista, se enriquece con una perspectiva social que muestra la vida en precario de Martin y sus convecinos, y también con las liturgias, el ceremonial y el marco formal, siempre entre lo austero y lo siniestro, aquí carente de grandiosidad (se trata de una parroquia modesta), de los ambientes católicos.

En el aspecto interpretativo destacan Farley Granger, un actor muy limitado en sus capacidades que quizá nunca ha estado mejor que en su personaje de joven atormentado, Paul Stewart, que siempre convence en sus papeles de tipos con dobleces y relajada moralidad, y Dana Andrews en el único personaje de la película que quizá no vive atenazado por alguna clase de miedo, a los otros o a sí mismo, el único, tal vez, que por sentirse en la compañía permanente de Dios, encuentra la manera de enfrentarse a todo, de encararlo todo. Aunque, como él mismo explica en el largo flashback en que consiste la película, probablemente fuera la historia del pobre Martin la que lograra ese efecto en él. Contada con un ritmo seco y preciso, poblada de diálogos duros y lacónicos sobre temas de enjundia como la ira, la culpa, el odio, el amor, el rencor y el perdón, situada en ambientes sórdidos y amenazantes que son trasunto de la azorada sensibilidad del joven protagonista y que al mismo tiempo permiten adivinar la tutela o supervisión divina (a través del ojo de la cámara, de los ángulos y perspectivas) en lo que está aconteciendo, la película ilustra el concepto que el padre Roth maneja de Dios y de la fe como campo de pruebas en el que encontrar el propio camino (no en vano, es él quien narra la historia). Un camino que puede ser un valle de lágrimas, pero que indudablemente conduce a la perfección, al conocimiento y reconocimiento de uno mismo cuando se encuentra la vía de la aceptación (una forma algo tramposa de referirse a la resignación, esto es, a la sumisión), o que depara el castigo más cruel cuando no hay propósito de enmienda o se recrea y reafirma uno en el error (el desenlace del personaje de Paul Stewart, víctima final del «milagro negativo» que actúa como contrapunto del «milagro positivo» del que Martin es beneficiario inicial, cambiando así sus posiciones). Y es que quizá la idea de Dios, la efectividad de la fe, no consistan en otra cosa que en estar a bien con la propia conciencia, en vivir sin cuentas pendientes, sin remordimientos, en una paz interior que resulte del propio convencimiento de estar haciendo lo moralmente correcto. O al menos, ese es el tipo de mensaje que interesaba difundir en el Hollywood de la época conforme al Código Hays, y que obliga a desplazar la película, a pesar de sus vínculos formales, de la senda del cine negro a la del drama criminal: aquí no triunfa el fatum; por encima de la fatalidad hay un poder superior, que es el de Dios, y que en su exposición formal se asemeja, y no poco, a los finales felices (en este caso, dentro de lo que cabe) de la Meca del Cine. Porque, para milagros, los de Hollywood.

Música para una banda sonora vital: Kill Bill. Volumen 2 (Kill Bill: Volume 2 Quentin Tarantino, 2004)

Sorpresa absoluta encontrarse con este clásico flamenco de Lole y Manuel en la segunda parte (que, bien abreviadas ambas como correspondía se podían haber fundido en una sola película, y corta) de las sangrientas y vengativas aventuras de una rubia compuesta y sin novio. Como dijo Antonio Gasset, un brillante trabajo de dirección de Quentin Tarantino, aunque no está claro si llega a ser algo más.