El guion original de esta maravillosa cinta, uno de los capítulos fundacionales de la Nouvelle Vague, terminaba con una imagen de Antoine Doinel y su amigo René perdiéndose por entre las bulliciosas calles de París. Un hallazgo inesperado en la sala de montaje sustituyó ese final por el conocido, imágenes inolvidables fotografiadas por Henri Decaë y acompañadas por la música de Jean Constantin.
Antoine huye de un reformatorio en la costa de Francia y corre hacia la playa, hasta el mismo borde del océano. Entonces, agotado el camino, solo puede regresar. Ahí la imagen se congela súbitamente y presenta a Antoine a un tiempo confuso, tal vez temeroso, lleno de incertidumbres sobre el futuro, y también algo asombrado, como si el final de la película le hubiera sorprendido. «El cine es un arte indirecto… oculta tanto como revela”, explica Truffaut. Antoine, en realidad, es un muchacho más perdido que huido, no se trata de un joven díscolo, desobediente, insatisfecho, que celebra eufórico su escapada del penal donde cumple condena, sino de un niño de ánimo frágil que solo aspira a la supervivencia de la inocencia, que no conoce el afecto ni el amor, que busca con todas sus fuerzas querer y ser querido, siempre en el límite de romperse en mil pedazos definitivamente pero a la vez curtido, endurecido por el sufrimiento de sus sentimientos. Como todos los grandes finales, es solo otro principio, el de un Antoine que mira hacia un futuro incierto que es incapaz de descifrar, y cuya revelación ocupará una parte importante de la filmografía de su creador, de su alma, François Truffaut, quizá como única forma de explicarse a sí mismo.
Sin duda alguna una de las grandes películas de la Historia del Cine. Cuando se trata de la infancia fallan casi todas las historias, sin embargo, en “Los 400 golpes», Antoine Doinel, el muchacho protagonista, apenas se da cuenta de que no es amado y el gran Truffaut no permite nunca que se convierta en objeto de un fácil patetismo y lo muestra, por el contrario, como un muchacho normal y corriente, que puede ser astuto, arrogante, desconcertado y abyecto al mismo tiempo. “Los 400 golpes” es una película demasiado buena como para contener una fácil moraleja social, y demuestra que la casualidad y el azar deciden tanto la vida de las personas como la formación familiar o escolar.
Una de mis frases favoritas de Truffaut, precisamente es esta: “Cuando oigo a un adulto añorar su infancia, tiendo a pensar que tiene mala memoria”.
Ay, mi admirado Truffaut… siguiendo a una mujer de tacones altos y pasos perdidos en el Marais parisino… Amante del celuloide y de las mujeres. Somos conscientes de que una carrera con Jeanne Moreau en “Jules y Jim” o una bocanada de humo de Catherine Deneuve en “La sirena del Misisipi” nos hará un poco más inmortales.
Abrazos mil.
A Truffaut le cayó de todo tras el estreno. Ciertamente, a una parte de sus nuevos colegas cineastas y de sus antiguos colegas críticos la película les encantó, pero otros… Que si había traicionado todo lo que había defendido como crítico, que si era un ejercicio de egocentrismo y autobombo… Es una película maravillosa, tal vez la mejor, como dices, sobre la infancia o la juventud, el abrirse al mundo y empezar a aprender cosas lejos de un escenario de sobreprotección como puede ser el actual. Desarmado y vulnerable, pero también imbuido de determinación y actitud desafiante. Como el propio Truffaut. O como todo el que se atreve a mirar la vida de cara.
Abrazos
Es lo que tiene el sectarismo, incluso el artístico. A la que se juntan unos cuantos que se creen que han inventado algo la cagan bien con el tiempo. Ahí tenemos el surrealismo, el neorrealismo, la nouvelle vague… De todos los que mamaron estas tendencias solo unos pocos sobreviven para la eternidad que son los que no se dejaron etiquetar. Del surrealismo, pregunto: ¿quién lee los poemas de André Breton, santo pontífice del culto? ¿Quién recuerda las fotografías de Man Ray? ¿La vida de Marcel Duchamp? ¿La obra de Benjamin Péret? Sin embargo, el cine de Luis Buñuel está y estará aquí con nosotros y para las próximas generaciones que se dignen conservar como es debido un cerebro. A Federico Fellini le ocurrió lo mismo que a Truffaut. Empezó trabajando como guionista para Roberto Rossellini y otros del movimiento neorrealista. La verdad, lo hizo muy bien, pero Fellini venía de otra pasta, de la pasta artística única y universal. Cuando se desmelenó y realizó maravillas como “La strada”, “Il vitelloni”, “Las noches de Cabiria”, “La dolce vita” y “Ocho y medio”, fue vilipendiado por Rosselini, De Sica, todos los críticos de la época y media Italia. Sin embargo, sus películas son todavía una puta pasada (perdona mi lenguaje soez). Dijo don Luis Buñuel: “… en principio, el neorrealismo italiano no me gusta. Solo me satisfacen unas cuantas películas de esa escuela: Umberto D, Ladrón de bicicletas, algunas de Fellini. Yo creo que no debe haber solo una dimensión de lo real, sino todas las dimensiones posibles.” El que no quiera entender esto que compre ya por anticipado la entrada de la próxima peli de Harry Potter. ¿Qué queda hoy de la “nouvelle vague”? ¿Se pueden ver con placer hoy todos los experimentos abiertos en canal de Jean-Luc Godard? ¿Qué siente hoy un espectador al ver por primera vez “Los 400 golpes” o “La noche americana”?
Por cierto, todavía hay quién cree que eso de la noche americana es, precisamente, eso: de una noche americana. Hay que explicar que es una técnica inventada por el cine norteamericano cuando rodaban de día con un filtro para que pareciera de noche. Truffaut acertó incluso en su bello título.
Más abrazos miles.
Bueno, sobre eso también cabe decir que la gente tampoco ve el cine de Buñuel. Por ejemplo, en su tierra, en Aragón. Tú sales a la calle y preguntas por títulos, la gente te dice, con suerte, «Viridiana» y «Las hurdes», y poco más. Y si preguntamos «cuándo ha visto usted por última vez una película de Buñuel», es para echarse las manos a la cabeza. Ni siquiera el canal público, que pasó de puntillas el pasado 22 de febrero por el 120º aniversario (pasaron «El ángel exterminador» a horas intempestivas, y para de contar). De todas formas, al margen de lo que comentamos, fíjate en la nómina de tu comentario, qué gente toda junta, compartiendo época y películas. Mira el panorama de hoy. Compara, y llora. La última película de Woody Allen, precisamente, es un homenaje a todo eso que ha muerto.
Abrazos
Hola Alfredo!
Poco que añadir a tu brillante reseña y a los comentarios de Francisco. Las sensaciones que me provoca esta película son únicas. Creo que fue con «cine, cine, cine…» de Aute cuando conocí esta joya, tarde unos años en poder verla, en aquellos lejanos 80 no era fácil acceder a una película como esta.
Saludos!
Hola, Fran, cuánto tiempo… Efectivamente, en los últimos años es más fácil ver este tipo de películas gracias a ciertas plataformas, pero es cierto que muy limitado a ciertos títulos de Truffaut, siempre los mismos, y unos pocos, poquísimos de Godard. Pero nada de Melville, Becker, Malle, Resnais, Chabrol, etc., etc. Una pérdida tremenda, porque quien no ha visto nada de eso es que no ha visto cine, o a visto solo cine de Hollywood, es que es como vivir amputado. Queda internet, pero, desde luego, no es siempre lo mejor desde el punto de vista de la legalidad (salvo portales como es debido) ni tampoco desde el disfrute de la experiencia cinematográfica.
Saludos.
Yo creo que es una de esas secuencias que nunca se olvidan.
Esa carrera por la playa y ese rostro… que nos mira, y cuya imagen se queda congelada.
Antoine (Jean Pierre Leaud) se queda para siempre en nuestras retinas.
Inevitable.
Luego Truffaut nos seguirá contando durante años sus andanzas…
Beso
Hildy
Fíjate en que es tal el poder de este momento que 1) nos da igual de quién sean las pisadas paralelas que Antoine cruza en perpendicular (son de los miembros del equipo de rodaje, claro) y 2) nos da lo mismo que el equipo de rodaje se refleje en la humedad de la orilla del mar.
Este es, para mí, uno de los momentos máximos de la expresividad cinematográfica. Y, como tan a menudo, sin necesidad de hablar.
Besos