Primero de la serie de siete westerns, casi todos excepcionales, en particular los escritos por el futuro director Burt Kennedy, protagonizados por Randolph Scott a las órdenes de Budd Boetticher, Seven Men from Now traza magistralmente las líneas básicas para el resto de estas producciones del Oeste dirigidas por Boetticher entre 1956 y 1960, todas modestas, todas muy breves, todas (a priori) voluntariamente insertas en la llamada serie B, y que giran en torno a la venganza como tema central. Las señas de identidad de estas películas son su situación en espacios abiertos (a menudo con coincidencia geográfica) o en pequeñas construcciones en las que el entorno provoca una sensación de claustrofobia (ciudades y pueblos pequeños, apeaderos ferroviarios, estaciones de diligencia o de correo), el protagonismo de un pequeño número de personajes con intenciones opuestas (organizar un robo, huir con un dinero, escapar de la justicia, vengar una muerte) divididos en distintos grupos enfrentados u obligados a colaborar frente a adversidades superiores antes de dirimir sus diferencias, la existencia de amenazas externas ajenas a la trama principal (ya sean las inclemencias del tiempo, ya las revueltas apaches) que comprimen la acción, la inversión del estrecho presupuesto en aquellos aspectos clave para el desarrollo de buenas películas con fondos reducidos (primordialmente el guión y la fotografía, en este caso a manos de William H. Clothier y en otras ocasiones dirigida por Charles Lawton Jr. o Lucien Ballard) y una eficiencia de recursos cinematográficos que permite elevar al máximo la economía narrativa, reduciendo tramas complejas repletas de matices y recovecos psicológicos a duraciones que apenas llegan a los ochenta minutos y a veces quedan bastante por debajo.
Esa economía se cimenta en el planteamiento del filme, siempre conciso y directo, y en la inteligente diseminación de la información requerida para la construcción de la historia (y para la información del espectador) que se nutre principalmente del suspense como elemento vertebrador. En este caso, nada más finalizar los créditos, un hombre irrumpe de espaldas en el encuadre que muestra un exterior nocturno en el que llueve a mares. Sigilosamente, busca el pequeño campamento de una pareja de pistoleros que se calienta ante una pequeña fogata. Se une a ellos y toman juntos una taza de café, pero la desconfianza no tarda en surgir, y se sabe que los tres provienen del mismo lugar, una pequeña ciudad donde siete hombres han cometido un robo durante el cual ha muerto al menos una persona. Entonces se producen los primeros disparos, y arranca la acción. Sabiamente dirigido por Boetticher y soberbiamente escrito por Kennedy, la trama desgrana toda su complejidad en pequeñas dosis. Ben Stride (Scott) se une a un matrimonio (Walter Reed y Gail Russell) que va camino de California con todas sus pertenencias en un carromato. De paso que les ayuda ante las contingencias del viaje y comparte con ellos la amenaza latente del enésimo levantamiento de los apaches chiricahuas contra la caballería (pequeño cameo del entonces joven Stuart Whitman), la ruta que siguen, hacia un lugar llamado Flora Vista, es la misma que puede conducirle a los ladrones del botín de la Wells Fargo, 20000 dólares en oro. Durante el camino se les une otro par de pistoleros, conocidos de Stride, con intenciones poco claras, Masters (un fenomenal Lee Marvin) y Clete (Donald Perry), sobre los que se monta la duplicidad de la que se nutre buena parte del suspense de la historia. Así, mientras el quinteto sortea dificultades, se enfrenta con los indios y sigue la pista de unos ladrones y asesinos, el guión va revelando poco a poco las motivaciones de los Greer, el matrimonio de colonos, de Stride para buscar a los asesinos y de Masters y Clete para haberse unido al grupo, en un uso creciente del suspense y en un progreso continuo de la acción que va dando respuestas a la vez que formula nuevas preguntas que dirigen el drama hacia la eclosión final, cuando el gran secreto de la historia se pone por fin de manifiesto y todas las cartas boca arriba.
La redención, el sacrificio, la integridad moral, la traición y la supervivencia son los temas que baraja el filme y que se harán extensivos al resto de la serie, con una concepción imaginativa de las secuencias de acción y elocuentes paréntesis dramáticos de diálogos secos y agudos, siempre escuetos y reveladores, ya de información importante para seguir el argumento, ya de la psicología que explica las motivaciones de sus personajes, sus decisiones o sus cambios de criterio. Como es propio del género, igualmente se ofrece una interpretación concreta de las relaciones entre justicia y venganza, conceptos no siempre coincidentes pero tampoco necesariamente siempre opuestos, y una visión historicista de la construcción del Oeste en función de la sustitución de la ley del más fuerte por la ley promulgada por los parlamentos y las autoridades y defendida por sus brazos armados, es decir, sobre la creación de un monopolio de la violencia, se entiende que justificada. El axioma hawksiano de poner a un reducido grupo de personas ante una situación límite y explotar dramáticamente las relaciones entre ellos vuelve a servir aquí de sobrada motivación para construir una historia enrevesada en la que tanto o más importante que la acción y el diálogo es la decodificación del lenguaje visual implícito; por ejemplo, en el primer encuentro entre Stride y dos de los pistoleros, cuando Randolph Scott cambia de mano de manera sutil pero elocuente la taza de café, dejando así libre la mano con que usa el revólver y la dirección de las miradas de los tres personajes en los encuadres de esa secuencia; lo mismo, el momento en que los Greer tienen conocimiento de que Stride desempeñó una vez el oficio de sheriff; del mismo modo, en la conclusión, cuando Annie Greer ordena al mozo que descargue su equipaje de la diligencia, con esa toma que aleja la cámara de la parte posterior de la diligencia todavía quieta, mientras Annie manifiesta sus intenciones.
Mención aparte merece el personaje de Masters que caracteriza Lee Marvin con su excepcional manera de interpretar villanos con un componente de valor, carisma, humor y atractivo, e inevitablemente turbios. Su personaje resume todas las posturas morales del argumento, lo que hace que en distintos momentos pueda ser el ángel salvador de la vida de Stride y poco más tarde su principal antagonista. Y es que la ironía es el sentido final y último de la historia, puesto que, como en la vida, ninguno de los personajes gana, pero todos ellos, en mayor o menor medida, son perdedores.
¡Hombre! Al leer “El mago del suspense” y después ver la imagen de un vaquero con un rifle me he preguntado: “¿Se me ha escapado un western de Hitchcock? ¡Empezamos bien la semana!”. De todas maneras, empezamos bien la semana con el viejo Budd, que si miras bien sus fotografías se parecía bastante, físicamente, a Joe E. Brown, el actor con la boca más grande de la historia del cine. Ay, qué tipo. Fue torero y después asesor técnico en el rodaje de “Sangre y arena”, pero la tontería le duró poco y se puso a realizar películas de serie “B” estupendas. Por cierto, cuando veo este tipo de películas, ya sean western, género negro, ciencia ficción o terror y las comparo con las que se hace ahora con presupuestos astronómicos y me da un ataque de risa. Te lo juro por Robert Siodmak, Edgar G. Ulmer y Jacques Tourneur. Pero sigamos. Siempre me ha gustado Randolph Scott con ese mentón cuadrado. De él nunca he dicho que parece un Geyperman, sino a esos cowboys de plástico con las piernas abiertas, preparados para montarlos en sus caballos, también de plástico de mi querido Rancho Comansi que yo tenía de niño. Y eso es ya todo un cumplido. Lo que yo daría por recuperar mi Rancho Comansi con sus vaqueros e indios. Este lunes infiel sería más llevadero, te lo juro por John Ford.
Este ciclo de películas, interpretadas por Randolph Scott y dirigidas por el viejo Budd, constituye al mismo tiempo los más “puros” y menos pretensiosos de todos los westerns de la historia del cine. Tanto ellos como sus autores desdeñan los personajes, se niegan a cargar sobre sus espaldas los complejos sociopolíticos con los que otros cineastas de la década de los 50 se consideraban obligados a “elevar” un género tan “inferior” y “comercial” como el “western” (abuso de entrecomillados, pero es necesario). Estas sencillas y modestas películas de la serie “B”, con su enorme concisión, sentido del ritmo (hoy se confunde con la velocidad) y belleza interna, destacan por encima de sus pretenciosas contemporáneas. Como las rocas eternas de las que surge el protagonista de “Estación Comanche” (Comansi para mí) al principio de la película y tras las que, finalmente, desaparece al acabar la misma. Pelis de bajo presupuesto y mucho talento encuadrados en la serie “B”, en los que el héroe del Oeste aparecía siempre como un hombre errante y amargado, pero también fuerte y seguro de sí mismo, que atravesaba a la grupa de su caballo los desolados paisajes de la vida. Yo estas películas las veía de niño por la tele en blanco y negro, y te juro por las barbas de Orson Welles, que cuando jugaba con mi Rancho Comansi, lleno de maravillosos Randolph Scott de plástico no sabía que estaba plagiando a Joe E. Brown, perdón, Budd Boetticher.
Abrazos mil
Esto es acción pura, directa y al grano. Y sin embargo su trasfondo es más complejo que el de cualquiera de estas películas de hoy, de más de dos horas y cuarto de metraje, que van a paso de tortuga haciendo de conflictos insignificantes encrucijadas terribles. Fíjate que a mí Randolph Scott no me gustaba nada de pequeño; es más, podía descartar películas solo porque salía él. Lo he apreciado con el tiempo, después de verlo en «Duelo en Alta Sierra», y ya no he dejado de ver todo aquello en lo que sale o asoma.
No sé, si Jack Lemmon con un clavel reventón entre los dientes se hubiera parado delante del viejo Budd, cómo hubiera acabado la cosa…
Abrazos
Buenas:
De memoria (cada vez más flaca) no recuerdo si he visto esa película pero de todas formas me la apunto en mi lista de pendientes.
En el momento en que escribes: » cuando Randolph Scott cambia de mano de manera sutil pero elocuente la taza de café, dejando así libre la mano con que usa el revólver » defines claramente una época, una formade hacer cine que está casi desapareciendo: cuando veo en una película detalles como ése hay algo en mi interior que me señala que sí estoy viendo cine.
Usualmente cito como ejemplar la medida aúrea de los 96 minutos y no es por capricho: es porque en esas películas se cuentas muchas cosas y sin perder el tiempo, al grano, con brevedad y eficacia: llevo días viendo verdaderas castañas de este siglo buscando la forma de poder escribir sobre algo actual pero el resultado siempre viene a ser desolador: guiones inanes y directores faltos de imaginación.
Esas películas de Boetticher casi nunca engañan: pueden no llegar a ser obras maestras, pero desde luego cada día que pasa se vuelven más y más imperdibles.
Y si sale el amigo Marvin, miel sobre hojuelas.
Un abrazo.
La verdad es que la dilatación del minutaje de las películas y la omnipresencia de ese ritmo cansino, contemplativo, autocomplaciente, autoconsciente de estar haciendo «arte» que se gastan la mayoría de las películas con ciertas pretensiones en los últimos tiempos, es para estudiarlo. Ahí tienes, sin embargo, ese prodigio que es «Conspiración de silencio», cómo es capaz de contarte mil cosas en ochenta minutos, y cómo te mete en la acción y en el meollo del asunto desde la primera secuencia. Y lo mismo ocurre con estas películas de Boetticher. No tienen tiempo que perder, y respetan al público lo suficiente para no hacerle perder el suyo.
Abrazos
Tengo pendientes los westerns de Budd Boetticher. Pero ¡esto pronto tiene que solucionarse! En fin se acumula tanto que ver… ¡que siempre es una alegría saber que queda por descubrir!
No he visto mucho de la filmografía de Boetticher. Hace poco de sus pelis de cine negro vi El asesino anda suelto… ¡Ahí estaba también Rhonda Fleming! Y Joseph Cotten, un actor al que tengo gran cariño.
Pues a ¡seguir viendo películas!
Beso
Hildy
La ventaja, mi querida Hildy, es que son tan breves… Puedes ver dos en lo que ves una de esas películas de estreno masturbatorias…
Boetticher vale mucho la pena, y su entrevista con Bogdanovich, incluida en su famoso (o famosos, según si la edición es en uno o dos tomos) «El director es la estrella» (la reedición en un solo tomo tiene otro título, que no recuerdo) es extraordinaria. Una biografía apasionante, como era frecuente entonces. Es que la gente había vivido, y sus películas destilaban todo aquello que conocían, experiencias, tipos formidables y vivencias incomparables. En cambio, hoy… ¿De qué y hasta qué punto pueden hablar de oídas ciertas películas de hoy?
Besos
¡¡¡Esos dos tomos (jajajaja, es la edición que yo tengo) son una joya!!!
Boetticher es de esos directores de los que he leído un montón de cosas, pero no me he puesto con su filmografía a tope.
Beso
Hildy
Pues hala, hala, a ponerse…
Besos