Uno de los más célebres cortometrajes del gran Buster Keaton de entre los producidos por Joseph M. Schenck, de ya más de un siglo de edad pero tanto o más fresco y dinámico que cualquiera de las películas actualmente en cartel (más incluso que la mayoría de ellas). Poco más de un cuarto de hora de auténtico disfrute y perplejidad ante el enorme despliegue de ejercicio físico y de talento humorístico de este genio auténticamente moderno.
Mes: enero 2021
Música para una banda sonora vital: La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971)
Como es habitual en última parte de su carrera como director, Stanley Kubrick alterna para la música de esta polémica y controvertida película una partitura original, compuesta por Wendy Carlos, y el uso de temas clásicos de compositores como Beethoven, Elgar, Rossini, Rimsky-Korsakov o Henry Purcell. Pero en esta cinta, además, Wendy Carlos adapta en versiones de sintetizador algunos de estos clásicos. Al compositor británico corresponde esta Music for the Funeral of Queen Mary (1695), que ya desde los créditos marca en parte el tono y el significado último de esta controvertida propuesta cinematográfica. Como sucede siempre en el cine de Kubrick, nada es gratuito ni está dejado al azar, al capriho del momento o a la coyuntura del instante; todo está pensado y meditado al extremo, todo tiene su sentido, su lectura y su relación con el contenido de la imagen y el sonido de lo que quiere contar.
A continuación, el tema de Wendy Carlos y la partitura de Purcell.
Contracultura abortada: Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-Lane Blacktop, Monte Hellman, 1971)
El caso de esta película de Monte Hellman respecto a Buscando mi destino (Easy Rider, Dennis Hopper, 1969) puede equipararse al de Río Bravo (Rio Bravo, Howard Hawks, 1959) frente a Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952). Si en este Hawks reaccionó airadamente ante el retrato pusilánime y timorato que el guion de Carl Foreman (a pesar de su intención alegórica) hacía de un sheriff de los Estados Unidos, que rogaba y mendigaba la ayuda de sus convecinos y obtenía el raquítico apoyo de un terceto compuesto por un viejo, un crío y un borracho, y se propuso dar su versión, la «correcta», adjudicando a John Wayne el papel de agente de la ley más que autosuficiente, respaldado únicamente por un viejo, un crío y un borracho, esta célebre película de Hellman bien puede entenderse como una enmienda a la totalidad a la cinta de Hopper, siendo ambas inequívocas hijas de su tiempo. De este modo, Hellman parte de un planteamiento, una estructura y un esqueleto semejantes a los de la película de Hopper, una road-movie consistente en una ruta Oeste-Este que recorre, por tanto, a la inversa, el trayecto de décadas en torno al que, mitificado por el western, género cinematográfico puramente norteamericano por excelencia, se fue construyendo la identidad estadounidense hasta la llegada al Pacífico y la repoblación bajo la bandera norteamericana de los amplios territorios antes pertenecientes a los nativos, a los españoles o a los mexicanos, pero Hellman lo hace invirtiendo su sentido y su significado, descubriendo el profundo e inmenso vacío subyacente bajo las aparatosas actitudes contestatarias, libertarias y contraculturales de los hipotéticos rebeldes de los sesenta, y su más realista naturaleza de inadaptados, inapetentes y apáticos, resultado de una carencia absoluta de valores y de la ausencia total de mundo interior. No es de extrañar que en su día, cuando los ecos del 68 todavía no se habían apagado del todo y la decepción y el desengaño no habían constituido aún la parte neurálgica de su legado, la película tuviera justamente la repercusión contraria a la de Hopper, que fuera ignorada tanto por las candidaturas a premios como por el público, constituyendo un enorme fracaso comercial.
Así, los personajes carecen de entidad propia, de dimensión, de recovecos emocionales, incluso de nombre. The Driver («el conductor») y The Mechanic («el mecánico»), interpretados ambos por músicos entonces en boga, aunque de estilos muy distintos (James Taylor y Dennis Wilson, de los Beach Boys, respectivamente), son dos pánfilos cuyo único interés en la vida es participar en carreras ilegales de coches. Con este fin recorren el país de parte a parte acudiendo a convocatorias secretas establecidas en distintas ciudades a escondidas de la policía o buscando y aceptando desafíos de los palurdos del Medio Oeste que creen que sus rudimentarios y grandilocuentes deportivos pueden correr más que el Chevrolet del 55 adaptado que ellos conducen. Su vida son esas carreras, ya que no trabajan, no se divierten, no mantienen lazos emocionales con otras personas, comen cuando tienen hambre y beben cuando tienen sed, por pura necesidad, e incluso apenas hablan entre ellos cuando el objeto de la conversación no son motores, bujías, delcos y carburadores. En dos palabras, no viven. Tampoco se rigen por ningún elevado principio ni poseen ninguna convicción sobre el presente ni idea sobre el futuro. Son dos cachos de carne con ojos que carecen de cualquier otra inquietud, iniciativa o interés que no tenga que ver con su Chevy. Al menos hasta que en su vida se cruza otro personaje igual de perdido que ellos y que, por supuesto, también carece de nombre, The Girl (Laurie Bird). Algo se agita, aunque imperceptiblemente, en el interior de The Driver, cuyo equilibrio vital se trastoca ligeramente y, pese a que externamente se comporta como siempre, como si todo le diera igual salvo su coche y las carreras, en realidad busca tender puentes y establecer un vínculo con ella. Así que la incorpora al grupo cuando se cruzan continuamente por la carretera con GTO (Warren Oates) al volante de un deportivo amarillo con quien pactan una carrera a lo largo de todo el país, que debe finalizar en Nueva York. El premio para el ganador: quedarse con el coche del perdedor. Una carrera, por tanto, más fruto del orgullo del «gremio» de los corredores ilegales que de la avaricia por la obtención de un botín económico. GTO es un hombre que ha ido perdiendo paulatinamente su anclaje en una vida normal y se ha convertido también en un nómada de la carretera, vive de un sitio a otro, recorre las carreteras de punta a punta, y su objeto, a diferencia de sus rivales, no es tanto acudir a lugares donde se celebren carreras en las que ganar dinero (cuenta con ahorros y negocios, al parecer, cuantiosos) como no detenerse, estar siempre en ruta, vivir en movimiento continuo. Como dos pistoleros enfrentados que, ante una amenaza mayor, deciden colaborar temporalmente y aplazan dirimir sus diferencias hasta la resolución de los temores más urgentes, The Driver, The Mechanic y GTO se ven obligados a sostenerse y ayudarse durante su viaje, corriendo unos contra otros o suspendiendo la carrera en función de los lugares que atraviesan y de los acontecimientos, sin variación banales, intrascendentes y aburridos que les toca vivir o presenciar, con The Girl como testigo casi mudo y simbólico trofeo que va cambiando de simpatías y de coche a su antojo o al de los participantes en la carrera. No obstante, conforme el recorrido aumenta la competición deja de tener sentido, así como la rivalidad de los corredores e incluso el mismo hecho de que se encuentren en la carretera, quemando gasolina y asfalto, carentes de un hogar, de un sentido de la vida, de referentes, de un futuro. Continuar leyendo «Contracultura abortada: Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-Lane Blacktop, Monte Hellman, 1971)»
Cine de verano: Ahí está el detalle (Juan Bustillo Oro, 1940)
Célebre comedia mexicana de enredo y uno de los mayores éxitos de Mario Moreno «Cantinflas» para esta serie de cine de verano… en invierno.
Mis escenas favoritas: El demonio de las armas (Gun Crazy, Joseph H. Lewis, 1950)
La que es quizá mejor escena de esta joya de la (a veces mal llamada) serie B que, sin embargo, es todo un clásico indispensable en el cine negro y en el catálogo de películas de atracos, así como en el subgénero de películas de parejas criminales cuya atracción por la violencia adquiere unas muy poco disimuladas connotaciones sexuales.
La cámara en el interior del vehículo y la observación desde el asiento de atrás mete de lleno al espectador en la acción que se desarrolla hacia el punto de no retorno, el momento en que la película se introduce en la decisiva dinámica que la encamina hacia su desenlace, ese golpe irreversible de fatalidad y desesperación que es consustancial al género negro y que marca el destino de unos personajes que no pueden hacer nada para conjurarlo.
John Dall y Peggy Cummins ante la cámara, la dirección de Joseph H. Lewis y la fotografía de Russell Harlan hacen de esta película un clásico ineludible, en cuyo guion participó Dalton Trumbo.
Crimen a tres bandas: En legítima defensa (Quai des Orfèvres, H. G. Clouzot, 1947)
Henri-Georges Clouzot es a veces denominado el «Hitchcock francés» debido a las zonas comunes que sus películas comparten con la obra del conocido como «mago del suspense». No en vano, en más de una ocasión sus caminos e intenciones se cruzaron a la hora de trasladar a la pantalla tal o cual argumento o de adquirir los derechos de según qué libros para hacer la versión cinematográfica. No es un caso único, pero estas sinergias e influencias son muy llamativas en esta magnífica película de 1947, tan precisa y rica en su definición de la intriga central del argumento (al igual que en el cine hitchcockiano, tan dependiente del suspense romántico-sentimental como del criminal) como en el dibujo del marco temporal en que transcurre la historia, la segunda posguerra mundial en Francia, y el sector social en que se ubica, el mundo del music-hall y de los teatros de variedades.
Una de las principales figuras de esta escena es Jenny Lamour (Suzy Delair), de verdadero nombre Marguerite Chauffournier Martineau, apellido este último de su esposo, Maurice Martineau (Bernard Blier). Son una sociedad matrimonial y artística, puesto que él diseña, compone y ejecuta la música de los números que ella, pícara y pizpireta, interpreta en el escenario con una voz más que solvente, maneras desenvueltas y no sin picardía, lo que la convierte en la favorita del público masculino, la envidia del femenino y objeto de atención (y de deseo) de los grandes promotores de espectáculos. Eso despierta los continuos celos de Maurice, que no puede soportar la idea de ver a su esposa coqueteando con agentes, hombres de negocios o simples admiradores, aunque para ella solo se trata de una extensión natural de su profesión de actriz y cantante, armas que utilizar para buscar su prosperidad en un negocio difícil. Aunque ella ama sinceramente a su marido y le es fiel, las sospechas de Maurice llegan en ocasiones a ser enfermizas, y de esa mezcla, del empleo por Marguerite de sus picardías para lograr atención y contratos y de los celos de Maurice, es de donde surgirá la tragedia y el drama criminal.
Porque, a espaldas de su esposo, y a pesar de la promesa de desentenderse del asunto, Marguerite se cita con uno de los más despiadados empresarios del espectáculo, un jorobado llamado Brignon (Charles Dullin), famoso por nutrirse de jóvenes y apetitosas amantes mediante la extorsión y las más o menos falsas promesas de impulsar su carrera, ya que se muestra dispuesto a ayudarla a iniciar una carrera en el cine. Continuar leyendo «Crimen a tres bandas: En legítima defensa (Quai des Orfèvres, H. G. Clouzot, 1947)»
Cine en corto: El ferroviario (The Railrodder, Gerald Potterton, 1965)
Vertiginoso viaje a Canadá de Buster Keaton, que le valió una Mención honorable en el Festival de Berlín.
Cine necesario en tiempos de censura moral: En el ojo del huracán (Storm Center, Daniel Taradash, 1956)
La principal debilidad de la democracia es su limitada capacidad de defenderse frente a quienes utilizan el marco de derechos y libertades que esta proporciona y garantiza para, precisamente, atacarla, socavarla, destruirla. En la actualidad, en distintos países, desde la izquierda y la derecha o incluso, como en España, desde ambas a la vez, se respira un clima de polarización total y de regresión democrática, no solo alimentada por aquellos de quienes podría esperarse casi cualquier cosa, los gurús del capitalismo salvaje y el neoliberalismo más atroz, sino también por parte de sectores de la derecha y de la izquierda que, teóricamente en la búsqueda del bien común, pervierten y se apropian de palabras como «libertad» o «democracia» para vaciarlas de contenido real y utilizarlas como eslóganes huecos a través de los que instituir sus concepciones parciales y, por supuesto, interesadas, de los principios y valores que deben regir la vida en convivencia democrática. Estos grupos, tanto de derecha como de izquierda, además de los nacionalistas de cualquier lugar y bajo cualquier apellido, promueven la desobediencia y el rechazo a la ley democrática y al sistema político democrático, llegando incluso a declarar unilateralmente «ilegítimos» los resultados electorales, cuando son incompatibles con sus programas y propuestas o van contra sus intereses, impulsando su sustitución, naturalmente solo cuando les conviene, por su «superior» cuerpo de «leyes y principios morales», según ellos, «de inspiración popular», que consideran, por supuesto, de mayor legtimidad que la expresión de la voluntad popular que surge de las urnas y de los parlamentos. De este modo, se intenta arrebatar a los parlamentos su condición de depositarios de la expresión de la voluntad popular a través del voto y trasladar la soberanía a un ente difuso, no elegido por nadie sino por quienes lo utilizan como grupo de presión, llamado «pueblo», «gente», «nación» o de cualquier otro modo que implique tomar una parte, propia, adscrita, cebada, adoctrinada y manejada por el sector político en cuestión, por el todo, a fin de imponer, invocando la «democracia» pero al margen de los mecanismos democráticos, utilizando las ventajas de la democracia para realizar maniobras profundamente antidemocráticas, sus criterios al sistema político y, por tanto, al resto de la población.
Dentro de esta dinámica de los últimos tiempos un caso llamativo es el de la censura moral, la reescritura de la historia o la reconstrucción del canon literario o artístico no según los hechos demostrados o la calidad de la escritura o de los méritos plásticos o artísticos, sino conforme al cumplimento del código moral de quienes, al estilo de la antigua Liga de la Decencia o del Comité por el Ruego del Cuerpo, del Alma y del Pensamiento, erigiéndose en autonombrados comisarios políticos depositarios de la supremacía moral, se apropian de esa «inspiración popular» que, en sustitución de los derechos, las libertades y las leyes garantizados por la democracia, intentan convertir en ley obligatoria para todos. Así, los programas de estudios se ven desprovistos de determinados contenidos; libros de historia, de historia del arte, de historia del cine, son «corregidos», «adaptados» o «purgados»; estatuas, selectivamente elegidas, son derribadas; pinturas y esculturas son parcialmente cubiertas o retiradas de las exposiciones; películas son censuradas, excluidas de las programaciones u obligatoriamente acompañadas de letreros «explicativos» que, desde los puntos de vista de la censura moral de que se trate, reinterpretan u ofrecen la lectura que exclusivamente «deben» tener para el público, mientras que otras que no pueden alcanzar son analizadas, criticadas y despreciadas, no sobre la base de su calidad artística y técnica, sino por la censura sistemática de su argumento conforme a criterios como raza, sexo y orientación política. Al mismo tiempo, y en sustitución de los contenidos perseguidos, desprestigiados o señalados, se publicitan otros, normalmente de importancia y calidad inferior, que cumplan las exigencias del sistema de «valores y principios» que se desea imponer, y que a menudo parten de la estricta aplicación de planteamientos racistas, sexistas o nacionalistas, presuntamente presentados en positivo, como discriminación positiva y ajuste de cuentas frente a la historia.
Aunque el fenómeno se ha acusado en los últimos tiempos y en países como España no hace sino crecer y hacerse más intenso, a lo que no es ajeno ese campo de expresión de la estupidez que son las redes sociales, sus picos y baches en la historia son cíclicos y el cine se ha ocupado profusamente de ellos. Uno de los más brillantes ejemplos es esta película de Daniel Taradash, guionista de filmes como De aquí a la eternidad (From Here to Eternity, Fred Zinnemann, 1952), Encubridora (Rancho Notorious, Fritz Lang, 1952), Désirée (Henry Koster, 1954), Picnic (Josha Logan, 1955), Me enamoré de una bruja (Bell, Book and Candle, Richard Quine, 1958), Morituri (Bernhard Wicki, 1965) o Hawaii (George Roy Hill, 1966), y también de esta, su única película como director, que se centra en uno de los episodios más oscuros de la democracia estadounidense, el macartismo, si bien para dibujar aquella época de persecuciones, censuras y purgas ideológicas de carácter anticomunista se vale de una parábola particular que tiene como centro el personaje de la bibliotecaria de una pequeña ciudad norteamericana.
Alicia Hull (Bette Davis) es la reconocida y apreciada responsable de la biblioteca municipal, y ha ido construyendo meticulosamente y siempre en lucha con las estrecheces presupuestarias (un denominador común a los poderes de toda tendencia es la desatención a la cultura y su sustitución por un sucedáneo domesticado conforme a sus propios principios políticos) un catálogo de fondos que intenta abarcar la mayor cantidad posible de conocimientos y que sea representativo de lo más destacado de la literatura universal. Esto hace que, por ejemplo, entre sus libros de ciencias políticas la biblioteca cuente con uno que detalla precisamente la historia y las doctrinas comunistas. Este detalle había pasado desapercibido, tanto como la existencia de cualquier otro libro que apenas se presta o se lee, hasta que es fortuitamente conocido por los responsables políticos de la ciudad, encabezados por el concejal Duncan (Brian Keith), que consideran que la presencia de ese libro en la biblioteca atenta contra la democracia americana y representa un riesgo para los lectores socios de la biblioteca, en esa despreciable tutela de la que se arrogan algunos para decidir, «por su bien», qué le conviene y no le conviene a su pueblo. Taradash presenta magníficamente estructurado el funcionamiento de esta clase de censura moral, entonces y ahora, con los pasos sucesivos que se producen para lograr la implantación de un único prisma de pensamiento: Alicia Hull es llamada al orden y se le pide la retirada del libro del catálogo bajo el pretexto de servir a la preservación de la libertad, la democracia y los derechos de los ciudadanos; sin embargo, Alicia rebate, precisamente a través de argumentos tanto legales como democráticos, además de prácticos (cómo va a haber alguien contra el comunismo si nadie lee libros para saber qué es el comunismo y decidir como una persona adulta si lo apoya o lo rechaza), de una manera tan brillante las objeciones partidistas de los concejales, invocando esos mismos derechos, leyes y principios, que deben pasar a la segunda parte del mecanismo de presión y extorsión, que no es otra que el soborno. Tras años de solicitar un ala nueva para el edificio, ya escaso de espacio y sin un lugar adecuado para los lectores infantiles, Alicia es tentada con la concesión del crédito necesario para las obras a cambio de que el libro sea retirado. Naturalmente, sus principios democráticos y la cultura que ha adquirido a lo largo de los años le impiden aceptar, aunque no a la primera (Alicia Hull es un ser humano, no una superheroína, y Taradash no evita presentar sus debilidades y contradicciones, o incluso el efecto de los perjuicios que su terquedad, por democrática que sea, le ocasiona). Continuar leyendo «Cine necesario en tiempos de censura moral: En el ojo del huracán (Storm Center, Daniel Taradash, 1956)»
Diálogos de celuloide: un poco de Woody Allen es mucho
-Después de quince minutos quería casarme con ella. Y después de media hora había abandonado completamente la idea de robarle el bolso (Toma el dinero y corre, 1969).
-Yo sufría de incontinencia cuando era pequeño y, como solía dormir con una manta eléctrica, me electrocutaba continuamente (Bananas, 1971).
–Es difícil de creer que no hayas hecho el amor en 200 años.
–204, si tienes en cuenta mi matrimonio.
(El dormilón, 1973)
-Todos los hombres son mortales. Sócrates era mortal. Por lo tanto, todos los hombres son Sócrates. Lo que significa que todos los hombres son homosexuales (La última noche de Boris Grushenko, 1975).
-Dos mujeres mayores están en un refugio de montaña de Catskill y una de ellas dice: «Vaya, la comida en este lugar es realmente terrible». La otra responde: “Sí, y las porciones son tan pequeñas”. Bueno, eso es esencialmente lo que siento por la vida: llena de soledad, miseria, sufrimiento e infelicidad, y todo termina demasiado rápido (Annie Hall, 1977).
-Tus amigos forman un grupo muy interesante.
-Lo sé. -Como el reparto de una película de Fellini.
(Manhattan, 1979)
-Para ti, soy ateo. Para Dios, la fiel oposición (Recuerdos, 1980).
-Es un chico estupendo y un magnífico doctor. Nunca perdió un paciente. Dejó embarazadas a dos, pero nunca perdió un paciente (La comedia sexual de una noche de verano, 1982).
-Tengo 12 años. Me encuentro en una sinagoga. Le pregunto al rabino cuál es el sentido de la vida. Él me explica el sentido de la vida… pero me lo cuenta en hebreo. No entiendo hebreo. Y quiere cobrarme seiscientos dólares por lecciones de hebreo (Zelig, 1983).
-No quiero hablar mal del chico, pero es un piojo horrible, deshonesto e inmoral. Y lo digo con el debido respeto (Broadway Danny Rose, 1984).
-He conocido a un hombre maravilloso. Claro que no es real, pero no se puede tener todo (La rosa púrpura de El Cairo, 1986).
-¿Por qué llamas música a esto? Larguémonos de aquí, que en cuanto acaben nos tomarán a todos como rehenes (Hannah y sus hermanas, 1986).
-Mi actriz favorita es Rita Hayworth.
-A mí me gusta Betty Grable.
-Y a mí, Dana Andrews.
-¿Qué dices? Dana Andrews es un hombre.
-¿En serio? ¿Y se llama Dana?
(Días de radio, 1987)
-Yo no sé nada de suicidios. De donde vengo, en Brooklyn, nadie se suicida. La gente es demasiado infeliz (Delitos y faltas, 1989).
-Si escucho a Wagner durante más de media hora me entran ganas de invadir Polonia (Misterioso asesinato en Manhattan, 1993).
-Las dos palabras más bellas de nuestro idioma no son “¡te quiero!”, sino “¡es benigno!» (Desmontando a Harry, 1997).
-El director está en Nueva York filmando la adaptación de la secuela de un remake (Celebrity, 1998).
-Helen: Dos martinis, por favor. Muy secos.
-David: ¿Cómo sabe usted lo que me gusta?
-Helen: ¡Ah! ¿Usted también quiere? Camarero, ponga tres.
(Balas sobre Broadway, 1994)
-¿Quién manda más, tú o mamá?
-¿Cómo? ¿Tú qué crees? Yo, por supuesto. Tu madre tan solo toma las decisiones. Mamá dice lo que hacemos y yo… yo controlo el mando a distancia.
(Poderosa Afrodita, 1995)
-Nunca creí en Dios. No, ni siquiera lo hice cuando era niño. Solía pensar que, incluso si existe, ha hecho un trabajo terrible. Es un milagro que la gente no se reúna y presente una demanda colectiva en su contra (Todos dicen I love you, 1996).
-¿Quieres que vayamos al vertedero a disparar a las ratas? (Acordes y desacuerdos, 1999)
-¿Recuerdas mi apodo cuando estábamos en el trullo?
-¿El Cerebro?
-El Cerebro. Así me llamaban los chicos, ¿verdad?
-Pero Ray, eso era sarcasmo. Te lo decían de cachondeo. ¡Era de cachondeo!
(Granujas de medio pelo, 2000)
-Mi sacerdote, que por cierto está buscado por pederasta, puede responder por mí (La maldición del escorpión de jade, 2001).
-No nos comunicábamos.
-¡Tuvimos sexo!
-Sí, tuvimos sexo. Pero nunca hablábamos.
-El sexo es mejor que hablar. Pregúntale a cualquiera en este bar. Hablar es lo que sufres para poder tener sexo.
(Un final made in Hollywood, 2002)
-Estaba en el restaurante, he escuchado cómo te ahogabas, he terminado mi té y mi pastel y he venido rápidamente a salvarte (Scoop, 2006).
-Escucha, quiero ir a un lugar divertido. Llévame. Estamos en Nueva York, ¡vamos!
-Boris, ¿dónde puedo llevarla a un sitio divertido?
-¿Qué te parece el museo del Holocausto? (Si la cosa funciona, 2009)
Gil: ¿Podría usted leerla?
Hemingway: ¿Su novela?
Gil: Sí. Son unas 400 páginas y estoy buscando una opinión.
Hemingway: Mi opinión es que la odio.
Gil: ¡Pero si no la ha leído aún!
Hemingway: Si está mal, la odiaré porque está mal escrita; si está bien, la odiaré porque sentiré envidia y eso lo odio aún más. Nunca busque la opinión de otro escritor.
(Midnight in Paris, 2011)
-Es increíble que el Coliseo siga en pie después de miles de años. Sabes, Sally y yo tenemos que volver a colocar los azulejos del baño cada seis meses (A Roma con amor, 2012).
-Primero se convierte en un asesino y ahora se hace cristiano. No sé qué es peor. ¿Qué he hecho yo para merecer un hijo así? (Café Society, 2016)
Mis escenas favoritas: Agárralo como puedas (The Naked Gun, David Zucker, 1988)
Desde aquí, nuestro apoyo incondicional a la democracia estadounidense frente a los usurpadores y agitadores que la amenazan o cuestionan.
En su homenaje, reproducimos el momento en que el gran tenor italiano Enrico Pallazo, por persona interpuesta (Frank Drevin/Leslie Nielsen), interpreta el himno de la República en esta divertida fantochada de 1988.