Basada en una pieza teatral de John Wilson, de la que la película hereda la limitación de escenarios y cierto estatismo (al menos aparente) en la acción, esta obra de Joseph Losey, realizada en su forzado exilio británico, queda emparentada de inicio con el argumento de otro pilar del antibelicismo cinematográfico, Senderos de gloria (Paths of Glory, Stanley Kubrick, 1957), ya que, como esta, comparte la premisa de representar al ejército en tanto que institución, y a sus mandos en tanto que valedores de su permanencia y omnipotencia, con los atributos de una maquinaria en continuo funcionamiento desprovista de toda humanidad, sensibilidad o compasión, estrictos mecanismos de la burocracia del horror que, con las más altas palabras como coartada moral, sirven al humo de las grandes proclamas de las que se alimenta como colectividad y organismo compuesto (honor, gloria, patria, valor, moral, servicio, sacrificio), mientras que muestra poca o nula preocupación, al menos en tiempos de combate, por las inquietudes, necesidades, temores y debilidades de quienes lo conforman, sobre todo si ocupan los lugares inferiores de la cadena de mando, los más bajos del escalafón o son simplemente carne de cañón. Pero la película, ya desde su título, añade dos matices interesantes, uno de ellos propio del contexto temporal de la cinta, la Corona (la Primera Guerra Mundial enfrentó, entre muchos otros, a cuatro antiguos imperios cuyos soberanos mantenían estrechas relaciones de parentesco), pero también un valor típicamente británico (God Save the King, o the Queen, según el caso) en el pasado y el presente, y otro más a priori mundano pero igualmente condicionante, la influencia del pueblo, el Country, el país, no solo entendido como ente abstracto de carácter histórico, político, jurídico, social o cultural, sino como masa de gente concreta (parientes, amigos, compañeros de trabajo, novias, la sociedad civil que ennoblece el hecho de alistarse y condena como acto de cobardía a quien elude tomar las armas) que, llena la cabeza del aire de las proclamas antes citadas e imbuida de ese nacionalismo por oposición (una redundancia, puesto que no hay otro nacionalismo que el que se afirma creando un enemigo ante el que erigirse) que tanto ayuda a lavar el cerebro del pueblo, empuja a sus miembros a servir de materia prima imprescindible en los distintos teatros de operaciones, a merced de intereses, ambiciones y problemas que no son los suyos, que son creados por otros, pero que los utilizan como moneda de cambio de carne y sangre para solventar sus ocasionales desencuentros. Así, una vez sucias y cuarteadas las banderas, apagados los himnos, las fanfarrias y los discursos, llenos de cadáveres los campos de batalla, con el hundimiento de la economía y el racionamiento, el hambre, la carestía y las privaciones, ese mismo pueblo que empujaba a los hombres a luchar al servicio de principios e ideales que no eran los suyos vuelca su ira y su resentimiento, precisamente, en aquellos a los que arrastró a ir a la guerra, olvidando su existencia, marginándolos a su regreso, culpándolos de sus años de vida perdidos. Pero el protagonista de la cinta, el soldado Arthur James Hamp (Tom Courtenay) no llegará a sufrir y padecer este postrero desencanto, puesto que su doble condición de víctima, de la guerra y de la propia naturaleza del ejército, lo sentencia precisamente por aquello que todavía conserva de ser humano: la capidad de horrorizarse, de racionalizar el terror, de reaccionar como un ser humano sensible ante la carnicería continua en la que vive.
Porque Hamp reacciona por instinto como cualquier ser humano cuando llega a su límite de lo soportable, y en plena batalla ha echado a caminar en dirección distinta a la marcada por sus mandos hacia las trincheras enemigas, y desde el terrible campo de batalla de Passchendaele (uno de los más tremendos de toda la guerra, con centenares de miles de muertos), tal como los británicos conocen la tercera batalla de Ypres, en el frente occidental de la Primera Guerra Mundial, comienza a andar provisto de su arma y de sus pertrechos, sin que nadie lo detenga, le pregunte nada o cuestione sus actos, hasta que la Policía Militar lo arresta en Calais, ya en el Canal de la Mancha. Razón por la que Hamp está prisionero en un repugnante calabozo improvisado (la puerta de barrotes está hecha con el cabecero metálico de una cama) en la inmunda trinchera en la que su unidad, bajo una lluvia torrencial que deja todo embarrado y lleno de charcos de agua putrefacta en un ambiente de insana y podrida humedad, con cadáveres de hombres y bestias sepultados por el lodo y descubiertos por las bombas y los corrimientos de tierras, esperando que se celebre el consejo de guerra que debe dar respuesta jurídico-militar a la insubordinación, cobardía y falta de patriotismo que supone su acto de deserción. La primera gran virtud de la película de Losey y del guion de Evan Jones en que nada de esto nos es mostrado (la película alcanza un breve metraje de ochenta y seis minutos), sino que el público es informado de ello a través de sucintas menciones y de lacónicas exposiciones de hechos durante el proceso. El espectador conoce a Hamp ya recluido en su prisión privada, custodiado por sus compañeros de unidad, estos ya plenamente deshumanizados, que lo mismo tratan con odio e indiferencia a los mandos que reprochan, callada o violentamente, la actitud de su compañero traidor, pero que también son capaces, en un irreflexivo acto de piedad, de convocar una juerga nocturna de alcohol y desenfreno, humillando incluso a la víctima, la noche anterior al cumplimiento de la pena máxima. Es ahí, en la debilidad mostrada por Hamp y en el redescubrimiento por parte del oficial designado para su defensa, el capitán Hargreaves (Dirk Bogarde), de la verdadera esencia del ejército como maquinaria ajena a sentimientos y emociones humanos que no sirvan para la retroalimentación de su familiaridad con el horror y la violencia, donde reside la esencia de la película.
Los soldados, ni siquiera los oficiales con responsabilidad sobre la vida y la muerte de sus hombres, no han dejado de lado su humanidad. Así va se va revelando paulatinamente en Hargreaves, que de su frialdad e indiferencia iniciales pasa poco a poco a la comprensión de los actos de Hamp, a su identificación con él, y a la perplejidad ante la fuerza inamovible de un sistema en el que no cabe esa comprensión, ese sentimiento de identificación, la indulgencia ante la comisión de un error humano, ante la debilidad de las personas individuales, de los seres con nombre y apellidos al margen de su grado y número de serie. Igual ocurre con el resto de oficiales, el capitán Midgley (James Villiers) o el teniente Webb (Barry Foster), exceptuando al más deshumanizado de todos, precisamente el oficial médico (Leo McKern), quien debería velar por la salud y el bienestar de sus hombres pero que es el primer y más desnaturalizado miembro de la tropa, concentrado en descubrir fraudes (soldados que fingen enfermedades, que se automutilan, que representan los síntomas de la neurosis de guerra) como parte de esa maquinaria ajena a todo lo verdaderamente humano, solo concentrado en que los soldados cumplan con la obligación de estar plenamente sanos para que puedan y sepan morir. Los otros oficiales, en cambio, expresan su deseo de que Hamp no pague los platos rotos de una situación, la guerra, de por sí degenerada que ha degenerado aún más hasta extremos inconcebibles, impensables nunca antes. Eso incluye al coronel que preside el tribunal (Peter Copley), pero todos, en las sesiones, como si se tratara de una representación que hubiera que realizar conforme a unas reglas y una liturgia dirigidas a un público ausente (el Alto Mando, los políticos, la Corona) que tiene la capacidad, a su vez, de juzgar y condenar a quienes deben juzgar y condenar a Hamp, olvidan sus propios instintos humanos y se recubren de ese automatismo castrense que les impide en todo momento sustraerse al destino trazado para Hamp, pensar, sentir y, por tanto, comprender y obrar en consecuencia. Nada de esto es posible y la liturgia se lleva hasta el último extremo, en otra trinchera mugrienta, inmunda y llena de barro, en la que el reo, como la parodia de un rey (llevado en volandas por sus compañeros, pero estrellado en el último momento contra el barro pisoteado por todos y las acumulaciones de agua infecta) se dispone a afrontar su final.
La sentencia, lógicamente, supone el cierre completo del plantemiento, puesto que esta no se toma sobre la base de los testimonios y de las pruebas, sino como ocurre en la película de Kubrick, en razón de las necesidades tácticas y estratégicas: la unidad va a ser enviada al frente de nuevo y por tanto es necesaria una sentencia ejemplar que no disminuya la moral de la tropa, que no afecte a su disposición al combate, que no abra ninguna grieta de humanidad en un grupo destinado a cumplir órdenes sin pensar ni sentir, como meros autómatas destinados al matadero. Así, la conveniencia de los mandos, la «moral de combate» y el «aviso para navegantes» dirigido a quienes puedan sentir la tentación de no cumplir con su deber, morir y aceptar la muerte como una obligación suprema, son las razones «de derecho» que llevan a Hamp ante el pelotón de fusilamiento. El juicio es una farsa; a nadie le importan los fundamentos de derecho, sino las conveniencias de hecho decididas en un despacho lejano por quienes no saben nada de Hamp, de sus jueces, de su defensor ni de su acusador, ni tampoco de los cientos de miles de muertos del Somme, Verdún o Ypres. Esta lúcida conclusión es la que lleva a todos a la amargura, incluidos acusador y presidente del tribunal, aunque se escudan en la cadena de mando y en la disciplina para liquidar cualquier remordimiento, y terminan por revelar a Hargreaves su propia humanidad olvidada dentro del conflicto, desatándose en su interior una violenta tormenta entre el hombre y el soldado en la que este, como colofón al chapucero cumplimiento de la sentencia, y como no puede ser de otra manera si no quiere terminar como Hamp, sale vencedor. Este final, que supone el trasvase de los dramas internos de Hamp al capitán Hargreaves, es uno de los más terribles y devastadores de todo el cine bélico, y una de las cumbres del subgénero antibelicista.
Como se ha dicho, el origen teatral de la historia encaja a la perfección con la sensación de estancamiento, con la desesperación de los soldados atrapados en insalubres y repugnantes nichos de porquería, barro y podredumbre, y es ahí, en las trincheras, en las angostas y bajas dependencias excavadas en la tierra y anegadas de agua y barro y en la escasa franja de campo abierto que se vislumbra por encima de los muros de lodo y en cuyo final se siente la, a un tiempo, lejana y cercana presencia de un enemigo que malvive en las mismas repulsivas circunstancias, es por donde se mueve la cámara de Losey. Primeros planos y planos medios con fondos oscuros, impersonales, siluetas rodeadas de oscuridad o de espacios indefinidos que subrayan su condición de seres perdidos en un entorno que no controlan, en el que se conducen como espectros anticipados, hombres que aguardan pacientemente convertirse en fantasmas y que ya se comportan, sienten y viven como tales, con la sensación de muerte anticipada. Techumbres bajas que obligan a moverse encorvado, pies hundidos en el lodo, botas sucias de barro y de sangre, goteras continuas, un silencio de calma -de muerte- que precede a la tempestad, y breves flashes que, como chispas de recuerdos o de pesadillas de película de terror, asaltan la mente de Hamp (y de todos los demás) para recordar cómo era la vida en familia, en la retaguardia, cuando no había guerra, y cómo se vieron obligados a perderse en esta, tal vez para siempre, en cierto modo para siempre, por la presión patriótica y política y por los apasionados e irreflexivos efluvios de la masa, en particular de la que no iba a morir en combate. No importa tanto la cuestión judicial del drama, la representación del consejo de guerra con sus interrogatorios, sus clichés, sus argumentos y sus discursos finales. Es el contraste entre el comienzo de la película, la pormenorizada filmación de distintos detalles de un grandilocuente monumento erigido a los caídos, un monumento tosco y macizo con esos aires de tributo y eterno recuerdo y homenaje que les son propios, el salto a las imágenes de los campos de batalla de Ypres, con los troncos de los árboles calcinados, carbonizados, en medio de largas extensiones de lodo y dunas provocadas por los hoyos generados por los proyectiles, con los cadáveres de los caballos descomponiéndose en el barrizal, y el final, con la tropa reuniéndose para volver al combate en este panorama lunar, desolador, más propio de espectros que de seres humanos, lo que marca la línea del fondo argumental de la película, esa ley de causa-efecto, de premisa-consecuencia, que llevó al mundo al horror en las dos guerras mundiales y que los políticos siempre intentan hacer olvidar a la masa cuando, de acuerdo con sus intereses, deciden que la vida privilegiada de unos deba cobrarse una vez más el tributo de las miserables vidas de aquellos a los que desprecian por saber conservar la humanidad de la que ellos carecen. Lo que la película viene a consagrar es la frase del coronel Dax (Kirk Douglas), que en el guion de Kubrick toma del doctor Samuel Johnson: «el patriotismo es el último refugio de los canallas». Para los demás, solo quedan los monumentos erigidos a los héroes de una vergüenza que no es la suya, y el olvido disfrazado de honor y gloria.
Una de las pocas películas que me gustan de este director. “El sirviente” cuenta con un apoyo multitudinario, sin embargo, a mí no me gusta demasiado. Sin embargo “Maquinaria y muerte” o “Rey y patria” que es como yo la conocía es extraordinaria. Y es cierto, “Senderos de gloria” de Kubrick podría ser su hermana siete años mayor. Ese “el patriotismo es el último refugio de los canallas” pude vivirlo ayer durante todo el puto día. Esta película nada más empezar nos introduce en las entrañas de lo más cutre; todo lleno de barro y piojos. Las trincheras son cárceles, cuarteles para oficiales y barracones infectos. Losey recrea extraordinariamente esas contiendas trincheriles de “Sin novedad en el frente” o la de Kubrick, y mucho mejor que Sam Mendes en “1917”. El magnífico punto de vista de Losey sobre la batalla Passchendaele es extraordinario. Horror, barro, cráteres sirviendo de cobijos y aguas putrefactas. El esfuerzo demencial para avanzar ocho kilómetros Resultado: 500.000 muertos. Cinematográficamente, Losey consigue conformarlo sin salir de un estudio, sin escenas de lucha directa, sin que ni siquiera atisbemos a los enemigos.
Abrazos mil desde la trinchera trincheril en un país en guerra ideológica y patriotera.
Pues algo así pensaba también ayer, querido Paco, a la vista del panorama. Que todo vuelve a empeorar, que tocan cuatro años más de ruido, jaleo y estupideces, pero ahora con pandemia y con Vox, para complicar y entontecer más el asunto.
Losey… Pues cuando no me gusta, me parece aborrecible. Pero hay unas cuantas que sí. Esta, su remake de «M», que está muy bien, o «El mensajero». «El sirviente» también me gusta. Pero hay otras cosas que es para darle de patadas. «Modesty Blaise», que es para acoquinarle.
En este caso hace de la necesidad virtud y cuenta de manera sencilla algo que los patriotas, mercachifles y partidarios de la fanfarria histórica suelen envolver en conceptos complejos. Y lo sencillo es que en la guerra no hay justicia, ni siquiera en la justicia militar, y que todo conflicto, en el fondo, se reduce a que los de arriba salen airosos y los de abajo pringan. Como vimos, una vez más, ayer.
Abrazos
De lo que no hay duda, a pesar de los pesares, mi querido Alfredo, es que Losey tiene una filmografía con una personalidad propia. A mí tampoco me apasionan todos sus títulos, pero me llama mucho la atención, incluso lo títulos que menos me gustan. Los temas que toca y cómo los toca.
Me has puestos los dientes largos con esta de Rey y Patria. Me apetece mucho verla.
Yo hace poco he visionado otra película de Losey que llevaba tiempo detrás de ella: Ceremonia secreta. Una película fantasmagórica, enfermiza y extraña, pero de análisis interesante.
Beso
Hildy
«Ceremonia secreta» es una película de lo más extraña, atrayente en ciertas cosas, decepcionante en otras. En parte un poco tortuosa y abstracta, cercana a ese segmento de la filmografía de Losey que me interesa menos, en particular «La mujer maldita».
La personalidad de Losey es propia, en efecto. Pero a veces yo no tengo muy claro cuál es.
Besos
La vi hace pocos meses, que me monté un ciclo antibelicista. Me llamó a verla la comparación que leía por ahí con Senderos de Gloria, que la tengo muy vista porque a veces se la pongo a los chavales para trabajar el cómo y el porqué del pesimismo contemporáneo. Como curiosidad (hablo de Senderos) me ocurre siempre que lis muchachos no entienden la escena final de la chica alemana que canta para los soldados franceses. No entienden por qué lloran ni qué pinta esa escena. Ahí lo dejo, a ver si vosotros lo entendéis.
Sobre Rey y patria, ya lo has dicho todo. Es una obra mayor de la que se recuerda sobre todo la angustia y el barro. Coincido con qur me gusta más que El sirviente, que me carga un poquito.
Saludos
Bueno, yo creo que la secuencia final de «Senderos de gloria» es muy elocuente, en varios sentidos. Primero, porque manifiesta que los hombres del regimiento que ha sufrido las acusaciones de cobardía y el fusilamiento aleatorio de algunos de sus componentes, ya están a otra cosa, en esa forma que tiene la guerra de limpiar instantáneamente la mente (que no la memoria, que tarde o temprano vuelve) entre horror y horror. Segundo, porque ellos son franceses y ella una enemiga, alemana, a la que ridiculizan, insultan y vejan y deshumanizan, como un simple objeto. Tercero, porque a pesar de ello la canción se va imponiendo poco a poco a los gritos y la bulla, la voz de una enemiga hace callar a la horda soldadesca, y luego a acompañarla con la canción, insisto, cantada por una enemiga en su lengua. Cuarto, por los sentimientos (principalmente nostalgia, tristeza, melancolía) que la canción que canta una enemiga en la lengua del enemigo hace brotar en los soldados franceses, una especie de retorno a su humanidad perdida, deformada por su lado bárbaro despertado para la carnicería de la guerra. Es como un destello de primavera en los campos enfangados por las bombas y la carne putrefacta. Y como colofón, el hecho de que Dax, cuando suenan los tambores para ir al frente, conceda a sus hombres un rato más de paz y tranquilidad sumergidos en la especial atmósfera surgida de la canción, antes de que vuelva a despertarse el terror. Es un cierre absolutamente magistral.
Vaya con el «El sirviente», que manía le tenéis…
Saludos
La próxima vez que la veamos les mostraré tu perfecta respuesta, así me ahorro la charla, jeje.
Pero me expliqué mal, me refería a lo incomprensible que me resulta no la escena, sino que a ellos no les diga nada, ni puedan empatizar ni intuir todo lo que dices a partir de ella. Es como si fueran ciegos emocionales en lo que respecta a ese momento.
Ojo que no los estoy llamando desalmados o algo así, simplemente son de otra generación y sus «aparatos de sentir» son muy distintos de los nuestros. En general son sensibles a las imágenes potentes (se quedan patidifusos con Noche y niebla) pero sus códigos están ya tan alejados de los que ha manejado y maneja el cine y su narración que a veces pasan esas cosas: que ellos y yo nos extrañamos de lo que nos gusta y no.
Como compensación, debo decir que por ejemplo El pequeño salvaje, aparentemente un filme «raro» y sin apenas trama ni conclusión, les hipnotiza y luego no lo olvidan.
Un saludo
Ay, disculpa, entendí mal. No quiero ponerme pesimista, pero tal vez se deba, por un lado, al distanciamiento emocional hacia cualquier cosa que no es inmediata ni primaria, esto es, evidente. O que pueda percibirse instantáneamente, sin maduración ni reflexión y sin necesidad de aportación propia. Creo que hay un problema de decodificación de aquello que es sugerido, implícito, de lo que no es mostrado directamente o de lo que precisa la aplicación de la propia experiencia y del bagaje personal, de la cultura propia, para ser entendido y apreciado. No sé si me explico: hay una sensibilidad primaria, una «sensiblería» o, mejor, un «sentimentalismo» exacerbado. Ambas películas que citas, aunque en el caso de Resnais el relato en imágenes sea indirecto, son narraciones explícitas y apelan a ese tipo de reacción. Me temo que estamos perdiendo esa batalla, y como tal lo percibo en la sociedad hoy en todos los sentidos, donde la «sensiblería» y el «sentimentalismo» abundan pero la sensibilidad, y no digamos ya la reflexión, la maduración y la interpretación profunda de las cosas está cada día más ausente.
Saludos,
Vaya, me gustaría mucho verla como complemento o enriquecimiento de mi visionado de Senderos de gloria -volví a ver ésta ayer en el ciclo bélico de Días de cine clásico, después de muchos años, y me dejó clavado frente a la tele- en la que «disfruté» un montón del sadismo hipócrita del general interpretado por Adolphe Menjou, que es demoníaco.
Supongo yo que lo de la chica alemana tiene también el significado de redimir a esa masa de borregos insensibles que son los propios soldados embrutecidos: cuando Dax va a entrar a la cantina y ve a sus hombres burlarse de la alemana parece ser que piensa que, realmente, se merecen todos sufrimientos que pasan en las trincheras por animales sin sentimientos pero al ver su reacción sensible ante la dulce canción, piensa que todavía hay esperanza en esta Humanidad, digo yo…
Un poco rebuscado; Dax lo único que quiere es alargarles en lo posible un momento de paz y de amnesia antes de llevarlos a la muerte. Los soldados solo son borregos insensibles o seres embrutecidos en la misma medida que los demás: basta con crear las condiciones adecuadas, y todos nos aborregamos, en la guerra o comprando aceite de girasol. Pero, insensibles o no, borregos o no, embrutecidos o no, en las condiciones adecuadas, con una simple canción, pueden volver a ser hombres. Con sus virtudes y, siempre a cuestas, con sus defectos.