Mis escenas favoritas: Todos dicen I Love You (Everyone Says I Love You, Woody Allen, 1996)

Nada mejor que este delicioso homenaje a Groucho Marx, con la canción del capitán Spaulding de El conflicto de los Marx (Animal Crackers, Victor Heerman, 1930), al final de esta comedia musical de Woody Allen para desear a nuestros queridos escalones unas felices fiestas.

¡Feliz Navidad y próspero -y tranquilo- 2022!

Música para una banda sonora vital: El profesional (Le professionnel, Georges Lautner, 1981)

Chi Mai, tema principal de Ennio Morricone para esta irregular película de acción, ha adquirido nueva dimensión tras servir como homenaje musical a Jean-Paul Belmondo en las honras fúnebres de estado celebradas en su memoria el pasado septiembre en París. Hasta entonces, era el tema pegadizo (y pegajoso) y machaconamente repetido, a veces sin ton ni son, cada vez que asomaba Belmondo en el tramo inicial de esta imperfecta y, por momentos, sonrojante historia de un agente francés abandonado a su suerte en un país africano al que ha sido enviado en misión secreta, y que retorna años después para vengarse de sus superiores.

Dieta mediterránea: Signos de Vida (Lebenszeichen, Werner Herzog, 1968)

Signos de vida (Lebenszeichen, 1968) - Werner Herzog

Antes de que el espectador se haga una composición de lugar, la reconocible música de Stavros Xarhakos le sitúa en Grecia, país escogido en esta ocasión por el cineasta alemán Werner Herzog para otra de sus películas aparentemente minimalistas que alternan el conflicto de personajes con el documentalismo etnográfico. El punto de interés añadido es el tiempo elegido, la Segunda Guerra Mundial, y el contexto, la ocupación alemana de Grecia. Tras la ofensiva relámpago en Creta, Stroszek (Peter Brogle), un paracaidista alemán herido, es instalado en una vivienda particular hasta que se reponga de sus lesiones. Recobrada la salud y casado con Nora, la joven griega que hizo de enfermera (Athina Zacharopoulou), es destinado a la isla de Cos (o de Kos), en el Dodecaneso, junto a otros dos soldados convalecientes, Meinhard (Wolfgang Reichmann) y Becker (Wolfgang von Ungern-Sternberg), para hacerse cargo de la custodia de un polvorín del ejército griego, con munición obsoleta o incompatible con las armas alemanas, que se encuentra dentro del antiguo y enorme castillo de la isla (el castillo de Neratzia), construido por los caballeros de la Orden de San Juan durante los siglos XIV y XV, que se erige en la costa y está separado de la ciudad por un puente levadizo. Convertido en zona militar, y sin actividad en la zona de los partisanos, la estancia en el castillo empieza como unas vacaciones, de luna de miel para el joven matrimonio, de verano para sus acompañantes, pero poco a poco el tedio, el calor sofocante y la rutina de los días van haciendo mella en el grupo. Meinhard pasa la mayor parte del tiempo poniendo trampas para capturar cucarachas o intentando pescar algo en el mar; Becker, que es más culto y tiene formación universitaria, se dedica a traducir las inscripciones de los abundantes restos arqueológicos griegos, romanos o venecianos que contiene el castillo. Stroszek y Nora, que al principio viven su particular eclosión amorosa, van sucumbiendo igualmente a la repetición de las jornadas y al lento paso del tiempo, hasta que conciben un pequeño plan particular, hacer fuegos artificiales con la pólvora de las armas viejas guardadas en el polvorín.

Signs of Life (1968) - IMDb

Las evoluciones de los personajes se combinan en este primer tramo con la observación casi documental de los paisajes y la naturaleza y del entorno urbano y los habitantes de la isla, por la que los alemanes campan sin reacciones hostiles de los autóctonos, en particular de los niños, que siempre rodean a los soldados cuando salen del castillo. La playa, la pesca, las barcas, los campos y los montes son los espacios y los temas de conversación (el alemán y el griego coexisten en la narración; solo el personaje de Nora pronuncia diálogos en ambas lenguas), y también el objeto de interés de la cámara de Herzog, que dedica largas tomas a reflejar la calma del entorno en contraste con los adivinados y nada lejanos escenarios bélicos de la guerra. Progresivamente, sin embargo, la trastornada deriva de Stroszek, su inestabilidad mental derivada de la inacción, del aburrimiento, del calor, de la incertidumbre por el futuro, por un posible retorno a Alemania, altera todo el panorama. Haciéndose fuerte en el castillo, iza una bandera blanca y hostiga a todos con sus disparos desde las almenas, tanto a sus compañeros de armas como a su esposa y, por supuesto, a los isleños. Sus superiores deben tomar cartas en el asunto, y a las insuficientes medidas médicas iniciales, no tardan en sucederlas los planes militares para irrumpir en la fortaleza y reducirle o, incluso, matarle.

La clave de la película se encuentra en su título. ¿Cuáles son los signos de vida, más allá a los que manifiesta un herido en su recuperación, a los que se refiere Herzog, autor también del guion? La película se dedica a desgranar distintos niveles de ellos en contraposición a la muerte y la destrucción total que implica la guerra, en particular una tan devastadora y aniquiladora como la Segunda Guerra Mundial. En primer lugar, los signos de que la vida de las personas continúa su curso lejos del frente: el matrimonio entre una griega y un alemán, la vida plácida en Kos, apenas alterada por las convulsiones de la guerra, que transcurre en calma, al ritmo de las campanas, de los días de mercado y de las horas de las comidas, y en armonía con el mar y la naturaleza. En segundo término, los signos de vida de esta, la naturaleza, el oleaje, los peces y las barcas de pesca, las chicharras, las ovejas, los pastores que viven aislados de la ciudad en los cerros y las partes altas (en particular, cuando Stroszek, antes de su caída, solicita volver al servicio activo y que se le incluya entre los soldados que patrullan a pie el campo), el sol, las nubes y la lluvia, pero también las cucarachas que intenta capturar Meinhard con las complicadas trampas que diseña. En tercer lugar, los signos de vida de la historia, la propia fortaleza, principalmente, las inscripciones antiguas, los restos de mosaicos, de columnas, las voces y los ecos de un pasado que entre el mito y la historia de los antiguos griegos y el medievo de turcos y venecianos resuenan con cada golpe de mar o flotan en cada vistazo dentro y fuera de las murallas. Por último, los signos de vida de la inquieta mente de Stroszek, que no se resigna al enclaustramiento al que le someten la guerra y el tedio, que se rebela, un tanto absurda e inoportunamente, poniendo en riesgo su vida y la de todos, preguntándose por el estrecho futuro que le espera e intentando construir una alternativa, y que contrapone la belleza inofensiva de los fuegos artificiales sobre el majestuoso perfil del castillo, sus baluartes y sus torres en el cielo estrellado de Kos a las ausentes explosiones de las bombas y los obuses, a los tiroteos, la destrucción, los escombros y las ruinas.

Basada libremente en un relato de Ludwig Achim Von Arnim publicado en 1818, la oscuridad alegórica, por momentos perturbadora e incómoda, del argumento contrasta con la luminosidad y la placidez del entorno, y la pesadez general del conjunto se rompe continuamente con pequeños destellos, animados detalles imbuidos de lírica. Herzog no filma la guerra, no le interesa. Incluso en la conclusión, cuando las fuerzas alemanas de Kos asaltan la fortaleza para desalojar de ella a Stroszek, las operaciones, las estrategias, la coordinación de esfuerzos, no pasan de la mesa de mapas o del esbozo de la toma de posiciones por los soldados, no hay más explosiones o disparos que los propios de los fuegos de artificio en el cielo nocturno. La guerra no constituye una prueba ni un signo de vida, y por eso la película la rehúye. La cámara se detiene, a menudo morosamente, en la observación del pálpito de la vida en las pequeñas cosas, y en particular en la rebelión de esta contra la nada absoluta de la guerra. La voz en off que guía de vez en cuando al espectador sobre las reflexiones de Stroszek y los sucedidos que le acontecen le acompaña también cuando sigue a la cámara en su marcha de la isla, y los signos de vida se pierden entre el silencio y el polvo del camino.

Música para una banda sonora vital: Bienvenido, Mr. Chance (Being There, Hal Ashby, 1979)

Versión de Also sprach Zarathustra (Así habló Zaratustra) a cargo del músico brasileño Eumir Deodato que acompaña la banda sonora que Johnny Mandel compuso para esta magnífica sátira de la política americana, claramente premonitoria, visto lo visto, de lo «fácil» que puede resultarle a un tremendo idiota acceder a la Casa Blanca. Alta y muy inteligente comedia que, por situarla en términos comparativos, mejora con mucho lo bueno que pueda tener Forrest Gump y no tiene nada de lo mucho que a esta le sobra.

Mis escenas favoritas: Esa pareja feliz (Luis G. berlanga, Juan Antonio Bardem, 1951)

Parodia de las películas historicistas de la productora valenciana Cifesa durante el primer franquismo, esta secuencia de Esa pareja feliz, comedia iniciática de Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem, y para muchos piedra angular del cine español «moderno», presenta a Lola Gaos (cuyo centenario se ha cumplido hace unos días) precipitándose, más de lo que cree, por la muralla de Palencia… y por la precariedad de medios de aquel cine casi artesanal de la posguerra.

Imitando a Orson Welles: Rififí en la ciudad (Vous souvenez-vous de Paco?, Jesús Franco, 1963)

Rififi en la ciudad – La abadía de Berzano

Vaya por delante que esta coproducción hispano-francesa de la primera etapa, y mejor, como director de Jesús Franco nada tiene que ver con el clásico Rififi (Du rififi chez les hommes, 1955), dirigido por Jules Dassin, más allá de la común presencia en el reparto de Jean Servais. Su título es una burda maniobra publicitaria de la productora Albatros para conectar comercialmente esta modesta aunque interesante cinta de intriga con aquella obra maestra del subgénero de robos y atracos (basada en la novela de Charles Exbrayat, coautor también del guion, en Francia, sin embargo, conservó el título original de esta). Lo que sí es la película, al menos en cierto modo, es un homenaje, un tributo o un compendio de los intereses y de las maneras de filmar de Orson Welles, del que Franco había sido colaborador y ayudante de dirección en sus rodajes españoles, lo que se trasluce tanto en el guion como en su traslación a fotogramas, además de en el tono y en la atmósfera general.

En un indeterminado país centroamericano, en los mismos días en que el potentado Leprince (Servais), un inmigrante francés que ha hecho fortuna, presenta su candidatura al Senado, Juan Solano (Serafín García Vázquez), confidente de la policía y camarero del populoso cabaret Stardust, propiedad (como tantas cosas) de Leprince, desaparece justo cuando se disponía a reunirse con su protector, el sargento detective Miguel Mora (Fernando Fernán Gómez), para comunicarle la implicación de su jefe en toda una serie de negocios sucios, entre los cuales el no menor es el tráfico de drogas en toda Sudamérica, y facilitarle las pruebas decisivas para su procesamiento; lo que, a su vez, causará su caída en desgracia precisamente en el momento de su pleno ascenso a la cumbre política del país. El posterior hallazgo del cadáver de Solano desquicia a Mora, que, saltándose todo procedimiento, acude directamente a Leprince y le amenaza, lo cual, además de proporcionarle una buena paliza a manos de los hombres de Leprince, le aleja temporalmente de sus responsabilidades en la policía. Paralelamente, empiezan a ser asesinados varios de los esbirros de Leprince, Rivera (Agustín González) y Chico Torres (Davidson Hepburn), los supuestos asesinos de Solano, al tiempo que Leprince empieza a recibir anónimos que le avisan de las muertes inminentes de otros de sus hombres, y de la suya misma como colofón. La trama se asienta, por tanto, sobre tres patas: los esfuerzos de Mora por desenmascarar a Leprince, los asesinatos de sus hombres en venganza por la muerte de Solano y la incipiente carrera política populista de Leprince.

Rififi en la ciudad – La abadía de Berzano

La película es una estimable, aunque en última instancia no demasiado sólida, combinación de subgéneros adscritos al thriller. En primer término, es una investigación policial para el descubrimiento y detención de los asesinos de Juan Solano y del cabecilla de una red de narcotráfico que se camufla bajo el aura de respetabilidad de un próspero industrial y comerciante (además del Stardust posee varios negocios en agricultura, exportación e importación, e incluso petróleo). Por esta vía, la película sigue los cánones del cine policial, con las tensiones entre el detective y su superior, el comisario Vargas (Antonio Prieto), las operaciones desarrolladas al margen del procedimiento, las consabidas amenazas de suspensión del servicio, etc., etc. La desaparición del testigo principal abre además el choque de fuerzas entre el policía solitario que actúa por su cuenta y los matones del sospechoso, que actúa como un gángster (incluyendo su romance con la cantante estrella del cabaret, Nina Laverne, interpretada por Maria Vincent, que devendrá en inesperada colaboradora de Mora). Los ribetes de cine político vienen incorporados por la carrera que Leprince inicia para su elección al Senado, en la línea de las películas que reflejan la voluble política de los países latinoamericanos en estado prerrevolucionario o incluso dictatorial (el poder económico de Leprince le garantiza una enorme influencia política y social, lo que le aproxima a la impunidad). En último extremo, se añade una gota de película de asesinos psicópatas, con esas muertes selectivas, anunciadas además mediante notas anónimas, que se cometen siguiendo siempre un mismo modus operandi y sin que el espectador pueda ver otra cosa del criminal que su cuerpo cubierto con un chubasquero y la navaja con la que perpetra los asesinatos. Todo encaminado, por un lado, a revelar la verdadera naturaleza maléfica de Leprince, y por otro, a descubrir que Juan Solano, hombre joven y apuesto, era, además de confidente de la policía, todo un donjuán que se llevaba de calle a las mujeres, entre ellas la misma Nina, Juanita (Dina Loy), secretaria en los astilleros de Leprince que, sin embargo, maniobra en su contra como expresión de algo parecido a una resistencia popular (apoyada por su amigo Manolo, interpretado por Luis Marín) o la propia esposa de Mora, Pilar (Laura Granados).

RIFIFI EN LA CIUDAD | EL FRANCONOMICON / I'M IN A JESS FRANCO STATE OF MIND

La película avanza así hacia una conclusión, por una parte, en cierto grado previsible, y por otra, hacia un final sorpresa, al menos en cuanto a la identidad del asesino de los hombres de Leprince, y aspirante a facilitar la muerte de este. El progresivo desvelamiento de detalles sobre la oscura trama que encabeza Leprince, sus sucias maniobras políticas (solamente apuntadas, a excepción de ese mítin en el que emplea todos los medios populistas a su alcance) y sus crímenes (la muerte de Solano), además de la paralela investigación (no muy desarrollada) para la averiguación de la autoría de las muertes de los hombres de Leprince, van acompañados de un inusual ejercicio de la violencia como expresión de una infrecuente brutalidad para el cine español (así, la aparición del cadáver de Juan Solano, la metódica paliza que recibe el personaje de Fernán Gómez, las secuencias de los apuñalamientos, el tiroteo en el interior del Stardust o la de los personajes de Mora, Nina o el propio Leprince…). En particular, destaca el personaje secundario que compone Agustín González, también infrecuente para él, un bailarín homosexual (resulta realmente chocante asistir a la interpretación amanerada del actor) que en realidad actúa como matón de Leprince, un matón con tintes sádicos que parece disfrutar, y a la vez atormentarse, con la brutal violencia ejercida sobre sus víctimas.

Con todo, más que la trama y el tiovivo necesario para su resolución, aunque interesantes, lo más destacable, además de ver cómo la Costa del Sol del rodaje pasa por el país ribereño del Caribe donde transcurre la historia (ayuda fundamental es la música, por más que los ritmos cálidos de la música tropical vengan subrayados en francés por las actuaciones de Marie Vincent), es contemplar el ejercicio de emulación que Jesús Franco hace de las técnicas, las estéticas y las temáticas wellesianas: primerísimos planos de caras que ocupan toda la pantalla, personajes filmados a través de objetos, empleo de planos inclinados, uso de la profundidad de campo, picados que remarcan la soledad de los personajes en un entorno hostil o amenazante, contrapicados que muestran los techos de las habitaciones y provocan la sensación de agobio y asfixia propia del cine negro, un ambiente cosmopolita para una intriga que gira en torno al pasado de un hombre, los efectos de la corrupción política y policial o la figura de un gigante tiránico que ejerce un dominio implacable sobre sus semejantes, signos técnicos y temáticos que revelan la gran influencia de Orson Welles como mentor en su, por entonces, aventajado discípulo español. Una influencia que, una vez pasados esos primeros años de la carrera de Franco, se diluyó con el resto de la trayectoria del cineasta.

Música para una banda sonora vital: Robin y Marian (Robin and Marian, Richard Lester, 1976)

Maravillosa partitura de John Barry para esta estupenda reinvención del mito de Robin Hood dirigida por Richard Lester en 1976, que contiene toda la carga de nostalgia, melancolía y romanticismo que destila este epílogo de la recuperada historia de amor de unos talluditos Robin (Sean Connery) y Marian (Audrey Hepburn).

Música para una banda sonora vital: El proceso (The Trial, Orson Welles, 1962)

El celebérrimo Adagio de Albinoni (no hay recopilatorio de música «clásica» que no lo contenga) constituye el leitmotiv musical (aparte de la partitura compuesta por Jean Ledrut) de esta no menos célebre adaptación de Orson Welles del original literario de Franz Kafka. Todo un monumento visual en el que el posicionamiento y los movimientos de cámara y la utilización imaginativa de la iluminación reproducen la atmósfera de pesadilla irracional, angustiosa y absorbente por la que transitan los personajes, aquí interpretados por Anthony Perkins, Jeanne Moreau, Elsa Martinelli, Romy Schneider, Akim Tamiroff y el propio Welles, entre otros.