Acaban de cumplirse cincuenta años de su estreno y sigue fresca como una lechuga. Obra maestra que encadena una tras otra secuencias magníficas de claves y tonos muy distintos, como en este caso, de la violencia muda y solemne a la cotidianidad de cocinar para un grupo de esbirros con la famosa receta que Clemenza (Richard Castellano) explica a Michael Corleone (Al Pacino). Dieta mediterránea.
Mes: marzo 2022
Radiografía del horror: Quo Vadis, Aida? (Jasmila Zbanic, 2020)
La mayor virtud de esta película de Jasmila Zbanic tal vez sea la concreción. Situándose en julio de 1995, en el lugar y las circunstancias que propiciaron la matanza de Srebrenica durante la guerra que siguió al desmembramiento de la antigua Yugoslavia, la película omite toda tentación discursiva sobre los orígenes y condicionantes del conflicto (la fabricación del país en el Tratado de Versalles de 1918 por imposición de las potencias vencedoras, en particular de la Francia de Clemenceau, el régimen comunista de Tito tras la Segunda Guerra Mundial, el estallido violento del nacionalismo larvado durante siglos una vez caído el Muro de Berlín…) y se centra en ilustrar en tono de crónica, alternando con acierto el plano general de los acontecimientos con las vivencias particulares de una de las familias afectadas, la secuencia de hechos que llevaron a la muerte a más de ocho mil personas, musulmanes bosnios, y a su enterramiento en fosas comunes. El protagonismo de la cinta no recae en la política ni en las operaciones militares ni en el contexto internacional, ni mucho menos en la acción, sino en el punto más crucial y débil en cualquier pesadilla armada: el desamparo de las víctimas; entendidas estas, eso sí, en sentido amplio, lo que incluye a los muertos, los desplazados, los huérfanos, los que han perdido seres queridos, pero también a los verdugos, los asesinos, los que han matado en nombre de una causa que finalmente se revela falsa, inútil. De modo que las vivencias de Aida, una profesora que trabaja como traductora de las fuerzas neerlandesas adscritas a la ONU, y sus esfuerzos para salvar a su marido y a sus hijos del fatal desenlace que se avecina, sirven además como vehículo simbólico tanto del abandono de los musulmanes de Bosnia por parte de la comunidad internacional como de la autodestrucción de un país próspero y de su traumática fragmentación, personal y colectiva.
La población civil de la ciudad es víctima por partida triple: de las fuerzas bosnias incapaces de defenderla; de las fuerzas serbobosnias que, en representación de una autoproclamada república separatista, toman la ciudad y se ofrecen conciliadoras bajo falsos pretextos humanitarios; por último, de las fuerzas de interposición de la ONU, en este caso neerlandesas, carentes de iniciativa y de capacidad de resolución en sus competencias, muy limitadas además debido a los compromisos diplomáticos y la falta de implicación real y la tibieza del papel de la comunidad internacional. El resultado es que la base de la ONU se ve colapsada por los refugiados y los responsables militares neerlandeses deben afrontar tanto la presión humana de quienes huyen de sus más que probables verdugos como el continuo hostigamiento de los serbobosnios en su labor de eliminar cualquier tipo de resistencia militar camuflada entre los refugiados. La indeterminación de los mandos de la ONU, el alejamiento de sus responsables del escenario real, el exceso de burocracia, el cumplimiento de las órdenes como excusa para no enfrentar las consecuencias de la aplicación de los mínimos principios humanitarios y enfrentarse a las consecuencias, colocan a las víctimas civiles en el tablero de un juego en el que los serbobosnios tienen todos los triunfos y mueven libremente sus piezas, mientras el mundo se pone de perfil y las víctimas pagan el precio. Estructurada en dos partes y un epílogo, la película se erige así en una muestra de auténtico terror realista.
En la primera parte, la que recibe el tratamiento más largo y pormenorizado, la película narra la coincidencia entre el trabajo de Aida para los neerlandeses de la ONU y la llegada a la base de los refugiados de Srebrenica, entre los que se encuentran su marido y sus hijos. Al esfuerzo por localizarlos le sigue otro añadido para posibilitar su acceso a la abarrotada base, a la que los Cascos Azules les niegan el paso, y a medida que la presión exterior aumenta, otros sucesivos por garantizarles el mayor bienestar y, en última instancia, por preservar su vida incluyéndolos como personal trabajador de la ONU con licencia para salvarse por un corredor humanitario. Durante este proceso, la película muestra con una puesta en escena desgarradoramente naturalista, de una manera seca y directa que es su mejor baza, el drama al que progresivamente los refugiados se ven arrastrados, tras un paripé de negociación con los serbobosnios y el espejismo de la llegada de autobuses en los que repartirse para, según las promesas del que luego fuera procesado como criminal de guerra, Mladic, ser trasladados a un lugar seguro. La pesadilla de los campos de exterminio de la Segunda Guerra Mundial se repite así en la desmemoriada Europa de finales de siglo XX y conduce a un final fatal contado con un realismo y un dramatismo atroces, por más que la película aplica una intención honesta y efectiva por ahorrarle al espectador la crudeza y el horror de la violencia en estado puro. Esta elegancia formal multiplica la sensación de terror, puesto que el público no ve pero adivina, no cuenta con la información precisa pero imagina, no asiste en primer plano pero conoce, sabe de sobras por dónde transcurre la historia y lo que va a acontecer. La tensión surge de la sequedad, de la ausencia de toda floritura virtuosista, de la presentación neutra y aséptica de los sucesivos pasos hacia la catástrofe. El segundo tramo, casi un primer epílogo situado pasado el tiempo, ya finalizada la guerra, coloca al espectador ante el descubrimiento y levantamiento de las fosas comunes donde fueran enterradas las víctimas, en el paso de Aida por la morgue para el posible reconocimiento de los cadáveres, ahora ya solo huesos con jirones de ropa y acopio de objetos personales, y en el retorno a la que fue su casa con intención de retomar su vida. Si en el episodio anterior la indignación del espectador se combina con su comprensión del horror que está apunto de sobrevenir, que alcanza el clímax en una secuencia construida con tanto tacto como contundencia dramática, en esta el impacto descansa en la toma en la que Aida recorre la exposición de restos humanos en busca de noticias de sus familiares ausentes, y también en su visita a su antigua casa, ahora ocupada por otra familia, que a su vez se convierte en víctima colateral. El epílogo, el retorno de Aida a su escuela y la función infantil, a la que asisten varios de los personajes antes presentados, en la que simbólicamente se apela al entendimiento y a la paz, es la parte más endeble del filme, el segmento en el que el lenguaje cinematográfico de la directora, conservando su elegancia, pierde no obstante la sutileza, adquiere el trazo grueso y el artificio de una película de tesis que señale al espectador lo que debe pensar y sentir a cada momento.
Una película de contrastes, en la que se salta del plano general al particular sin perder el foco del tema principal y en la que la agilidad y la ligereza del tono conviven con la profundidad dramática y el desgarro emocional más radical, combinación solvente en la que se funden la mirada de la directora y la de su actriz protagonista, Jasna Djuricic, para ofrecer una puesta en imágenes de algo tan difuso y al mismo tiempo tan real como el poder del instinto de supervivencia, personal y colectivo. Desde la rudeza del fondo y la suavidad de la forma, con cierto maniqueísmo en el retrato de una sociedad compleja enfrentada a sí misma (la guerra de Yugoslavia fue, además de un conflicto de Serbia contra el resto de repúblicas, una guerra civil dentro de Bosnia, en la que para la película los serbobosnios son los villanos), la película multiplica su indignación y su ira no desde el subrayado y la sobreactuación, sino desde el mucho más efectivo (y por algún momento, sobre todo al final, más efectista) minimalismo narrativo, graduando perfectamente los picos de tensión creciente hasta desembocar en un torrente de horror y tristeza, sin perder nunca una mirada profundamente humana y su intención de denuncia, y sin renunciar a mostrar, eso sí, de manera nada explícita o cruenta, el drama de una sociedad partida en dos por una herida abierta que dista mucho de poder ser cerrada (por ejemplo, el encuentro de Aida con el que fuera alumno suyo, ahora en las filas armadas de los serbobosnios). Que la película, además de producción Bosnia, haya requerido socios de Austria, Rumanía, Alemania o Polonia habla a las claras de las dificultades que atraviesa en la posguerra un país que, como su cine, solo es viable gracias a un apoyo extranjero, tal vez aún atormentado por la mala conciencia, que falló cuando más falta hacía. Una película a la que recientes acontecimientos ocurridos más al este, cuya raíz resulta sin embargo de una naturaleza no muy alejada, insisten en mantener vigente.
Música para una banda sonora vital: Duelo en la Alta Sierra (Ride the High Country, Sam Peckinpah, 1962)
Maravillosa partitura compuesta por George Bassman para esta joya del western crepuscular que cuesta creer que fuera solo la segunda película, el segundo western, de un joven Sam Peckinpah, el mismo año que el gran maestro del género, John Ford, hacía su elegía del universo del Oeste en El hombre que mató a Liberty Valance.
Mis escenas favoritas: Vestida para matar (Dressed to Kill, Brian de Palma, 1980)
La famosa y absorbente secuencia del museo, a la mayor gloria de Angie Dickinson, todo un ejercicio de cine puro, sin palabras, solo con la música de Pino Donaggio, tal vez la mejor de este título de la época (en otras cosas tan disparatado) de plena borrachera de Brian De Palma por el cine de Alfred Hitchcock.
El Oeste como laboratorio: La venganza de Frank James (The Return of Frank James, Fritz Lang, 1940)
Esta película emergió como una gran baza publicitaria para Darryl F. Zanuck y la 20th Century Fox. En primer lugar, porque se trataba de la secuela de un western que había funcionado muy bien, Tierra de audaces (Jesse James, Henry King, 1939), protagonizada por Tyrone Power, basada en la leyenda del famoso pistolero y atracador Jesse James. Y además, porque se anunciaría como el primer western y la primera película en color del «legendario director refugiado alemán (sic) Fritz Lang», cineasta que reiteradamente había manifestado su entusiasmo por el género, lo que venía acreditado por la gran cantidad de volúmenes de su biblioteca personal a él dedicados. «Todo alemán conoce la saga de los Nibelungos tan bien como todo chico de los Estados Unidos conoce el fin de Custer», proclamaba el director vienés, y añadía: «la leyenda del antiguo Oeste es el equivalente americano de los mitos alemanes, como yo los reflejé, por ejemplo, en Los Nibelungos«. La querencia de Lang por el western, sin embargo, era más profunda y personal, y estaba más ligada a sus intereses creativos, tanto temáticos como estilísticos. Sus aspectos legendarios y casi míticos se entrelazaban con las cuestiones de orden político y jurídico tratadas siempre de modo relevante en sus películas. La tensión entre la ausencia de ley y el embrión de un ordenamiento jurídico, entre el estado de naturaleza y el nacimiento de entornos urbanos, la coincidencia temporal y espacial entre justicia privada en forma de venganza y la progresiva implantación de una justicia institucional, y las derivaciones sociales, políticas y culturales que implicó el largo proceso de colonización y conquista del Oeste, con el choque cultural entre el blanco occidental y el nativo, la vertebración territorial de los grandes espacios desérticos y montañosos a través del ferrocarril y el telégrafo, la aparición de nuevos asentamientos, en suma, el hecho fundacional y el gran imaginario cultural como nación de los norteamericanos, alimentado y sostenido en buena parte por la épica y la popularidad de las películas, eran un campo disponible y abierto a la incisiva capacidad del director en la disección de sociedades y estados de ánimo colectivos, al menos en la misma medida en que poco tiempo antes la había desplegado en Alemania. Este encruzamiento y confusión de realidad y ficción, de historia y leyenda, proporcionaban a Lang un inmejorable laboratorio para el análisis y el estudio cinematográfico de los orígenes y la conformación del tejido de una sociedad.
Si de mezclas de realidad y leyenda se trata, la historia de los hermanos James se eleva doblemente a los cielos de la mitología popular, en tanto que celebridades del western surgidas de un contexto muy concreto, la Guerra de Secesión y su pertenencia a las guerrillas de Quantrill, célebre compañía de caballería, más o menos regular, del ejército sudista, famosa por su capacidad para saquear y asesinar tras las líneas de la Unión. De este modo, se suman dos mitologías, la nacional norteamericana como oposición al estado previo (territorio indio, colonias británicas, españolas y francesas) y la particularmente sudista frente a los yanquis, con su propia épica reducida. Esto suponía un fenomenal banco de pruebas para Lang, y lo aprovechó a fondo en esta aproximación, eso sí, respetuosa con el Código de producción, a la figura de Frank James y a los sucesos inmediatamente posteriores al 3 de abril de 1882, fecha del asesinato de su hermano Jesse; la película anterior abarcaba desde la posguerra y el inicio de la construcción del ferrocarril en Missouri, en 1867, hasta ese momento. Ahí nace el carácter legendario del personaje: no se hace forajido por la voluntad de robar y acumular riquezas ajenas sino como respuesta tanto a la derrota ante la Unión, a la ocupación, a la liquidación sistemática y violenta de las últimas unidades guerrilleras sudistas y al injusto orden socioeconómico impuesto por los vencedores a los vencidos, como a los abusos sistemáticos de los agentes del ferrocarril, en su mayoría gente del Norte, sobre las propiedades particulares y las tierras de cultivo de los derrotados del Sur, las expropiaciones de tierras, las compras forzadas a precio de saldo y, en no pocos casos, la extorsión y el hostigamiento autorizado o al menos consentido por las autoridades federales. Los James (y su banda, compuesta por varios grupos de hermanos surgidos del mismo entorno), a través de sus robos de bancos y sus asaltos armados a los trenes, se erigen en una suerte de «Robin Hood del Sur», ya que no se trataría de meros delincuentes con ánimo de lucro sino de resistentes que se oponen a las malas artes de los yanquis por sus propios medios, en una guerra privada que el Sur, como tal, agotado, derrotado y ocupado, ya no se podía permitir. De ahí que la banda y sus miembros sean depositarios del apoyo y el afecto del pueblo y puedan vivir relativamente tranquilos hasta que la traición, auspiciada por las autoridades y el ferrocarril, de uno de los hombres de Jesse acabe con su vida. En este punto, Fran James (Henry Fonda), que desea vivir pacíficamente cultivando sus tierras, debe enfundarse de nuevo el revólver para perseguir a los Ford, John (John Carradine) y Charlie (Charles Tannen), que detenidos por las fuerzas del orden y condenados a muerte son posteriormente indultados por el nuevo Gobernador y recompensados por la muerte del forajido. En compañía de Clem (un Jackie Cooper que había dado el estirón, muy crecidito, solo seis años después de La isla del tesoro de Victor Fleming), sale en busca de la justicia particular, privada, que la ley establecida por el Norte vendedor no le proporciona, y en la tarea se ve respaldado por buena parte sus convecinos, con el antiguo comandante y ahora periodista Rufus Cobb (Henry Hull) a la cabeza.

El retiro de Frank James y su proyecto de venganza particular sirven a Lang para presentar un mosaico inicial del Oeste en el que se dedicará a profundizar y diseccionar en sus siguientes westerns. Conserva el vínculo (incluso mostrando las imágenes del asesinato) con la cinta anterior de King, pero utiliza un lenguaje propio que profundiza tanto en la psicología del protagonista, en sus motivaciones iniciales (el desasosiego motivado por ver en la calle a los asesinos de su hermano, el saber que sus actos venían apoyados desde el poder político y económico, el desgarro interior al tener que recuperar un personaje que él daba por superado y amortizado; un personaje torturado con un poso de amargura y desencanto, repleto de recovecos psíquicos), y en el cambio de temperamento que lo lleva a entregarse al Gobernador) como en el panorama general del Oeste en la década de los ochenta del siglo XIX, con atención primordial a la presencia de las secuelas de la guerra y de las injusticias generadas tanto en aquel momento como en su proyección en los años cuarenta del siglo siguiente, en el estreno. Así, se mantiene la partición de la sociedad en vencedores -jueces, abogados, políticos y autoridades, además de los empresarios del ferrocarril, encabezados por Mc Coy (Donald Meek)- y vencidos -el pueblo llano-, así como la situación de los negros antes de la guerra; si bien han pasado de esclavos a los estadios más bajos de la clase trabajadora asalariada, socialmente siguen siendo un coto aparte, por más que Pinky (Ernest Whitman), el criado de Frank en su granja, se maneje con él con relativa libertad y cercanía (sin obviar el «señor», eso sí, en su trato con el antiguo amo, ahora jefe). El cambio en el interior de Frank (no puede permitir que Pinky, un negro, pague por acciones que no ha cometido), fruto además del naciente romance con la novata periodista Eleanor Stone (Gene Tierney), es personal, no se traslada a una sociedad que continúa siendo esencialmente clasista y racista, y que conserva a un antiguo asaltante de bancos y de trenes como su mayor valedor. A este respecto hay que resaltar que, en cumplimiento de la observancia del Código, que prohibía presentar en positivo a los criminales, Frank James es todo menos un forajido. Es un hombre que ha buscado sinceramente la redención y el encaje en una vida dentro de la ley; al fin y al cabo, y así se dice varias veces a lo largo del metraje, nunca mató a nadie ni se le pueden achacar delitos de sangre. Tal es así que ni siquiera en su venganza se le puede reprochar el empleo de la violencia (Charles Ford sufre un percance accidental, aunque fuera dentro de un tiroteo; Robert Ford muere a manos de Clem, encarnación del idealismo y el tributo a la mitomanía del western, que sí sufre la sentencia del Código). A pesar de sus dudas y tormentos internos, en sus actos exteriores, que son los que cuentan para los demás, este es un héroe de una pieza, siempre irreprochable: en la guerra, con Quantrill; en la rebeldía a la injusticia tras la posguerra; incluso en su forma de ejecutar su venganza, que él provoca pero que ejecuta otro tipo de justicia, que tampoco es la de los hombres, ni mucho menos la de la Unión.
La venganza particular se reconduce a la justicia institucionalizada cuando es Pinky (el único personaje que no tiene nombre y apellidos convencionales, justamente el criado negro) el acusado de las acciones cometidas por Frank y este se entrega para librar a un inocente. Aquí es donde Lang se explaya a gusto en un tema que es muy de su interés. La justicia de la ley, sus procedimientos y liturgias, la letra de sus códigos, su emanación, en cierto modo, del pueblo, que encarnan el juez (antiguo sudista recolocado en el nuevo orden) y el abogado de la acusación (un nordista al servicio del ferrocarril), chocan con la auténtica justicia popular, la que representa el periodista Cobb, que actúa como defensor amateur pero de lo más eficiente, al menos de cara al público del juicio, porque no acude a argumentos legales ni a tecnicismos jurídicos, sino a razones emocionales y al expediente de guerra -y de paz- de Frank James para convencer al jurado. Este encaje entre distintos instintos de justicia se completa con el incipiente auge del periodismo que encarna Eleanor, emancipada hija del dueño de un periódico que se niega a que se dedique a trabajar y quiere para ella el típico destino de esposa pasiva. El viento de modernidad y para la salud democrática de los nuevos territorios que supone la presencia de la prensa choca igualmente con el tradicionalismo conservador del padre y con su determinación de que su hija no trabaje y viva bajo la tutela personal y económica de su futuro marido, es decir, de que se atenga al medio de vida típicamente asignado a las mujeres de buena posición en la buena sociedad del Oeste. Uno de los ejes del cine de Fritz Lang, la tensión entre los viejos y los nuevos tiempos, entre el progreso técnico y los valores tradicionales, adquiere toda su vigencia mediante la observación de algunos de los aspectos más contradictorios (como lo es también la incompatibilidad inicial -no en Estados Unidos- entre violencia y justicia) de la corta historia de su país de adopción.
La película, aun siendo una obra típica de Lang tanto por los temas como por los enfoques, no deja de ser desde otro punto de vista profundamente fordiana, en cuanto a que los westerns de Ford tansitan por ese mismo territorio difuso entre realidad y leyenda, apostanto, sin embargo, como es sabido, por la épica y el mito, es decir, tomando la postura contraria. A esa aparente similitud contribuye que el proyecto se gestara en la Fox de aquellos años y también la aparición de intérpretes frecuentes o presentes en la filmografía contemporánea del cineasta de origen irlandés (Fonda, Tierney, Carradine, Meek…), pero la conclusión de Lang es bastante más pesimista y menos autocomplaciente en cuanto a los efectos positivos de la creación de mitos dentro de una sociedad. La cinta, por último, utiliza esta cuestión para construirse en cierto modo en una reflexión sobre el propio cine como medio para contar historias con repercusiones evidentes en la manera en que las sociedades se perciben a sí mismas. Esto se plasma en la secuencia en la que Frank asiste al teatro para asistir a la representación que los hermanos Ford hacen del episodio en el que mataron al legendario Jesse James. Una reconstrucción destinada a su rehabilitación, cambiando su papel de traidores por el de héroes, suprimiendo el disparo por la espalda y convirtiéndolo en un duelo cara a cara entre las dos parejas de hermanos. Las reacciones del público, abucheando a los bandidos y aplaudiendo a los Ford, muestran la capacidad del espectáculo para alterar la conciencia colectiva y crear estados de opinión, percepción y ánimo, al igual que el propio cine. La reacción de Bob Ford al descubrir a Frank James en el palco, y la de este, que se lanza al escenario del mismo modo que hiciera en su día John Wilkes Booth, el asesino de Abraham Lincoln justo al final de la Guerra de Secesión, termina de completar visualmente, junto con la clamorosa y significativa ausencia del elemento indio en todo el metraje, el puzle a través del cual Fritz Lang examina las inconsistencias, contradicciones y debilidades de su sociedad de acogida, remitiéndose a sus mitos fundacionales pero traduciéndolos a códigos del presente. Una óptica que iba a encontrar su vehículo adecuado de expresión en los siguientes westerns del director pero, sobre todo, en sus magistrales contribuciones al noir.
Cine en corto: El limpiaparabrisas (The Windshield Wiper, Alberto Mielgo, 2021)
Cortometraje nominado al Oscar en la categoría de animación que plantea una sencilla pregunta de respuesta nada fácil: ¿qué es el amor? Una serie de viñetas y de momentos capturados intentan dar una idea panorámica de la complejidad de este concepto.
Mis escenas favoritas: Simón del desierto (Luis Buñuel, 1965)
¿Qué cineasta, aparte de Luis Buñuel, puede ser capaz de hacer una comedia acerca de un anacoreta cuyo único escenario es una columna solitaria en medio de un desierto? Ante la negativa de Buñuel a terminarla después de que la película fuera llevada al Festival de Venecia en su versión inicial de apenas cuarenta y dos minutos (por falta de presupuesto, lo que no impidió que cosechara cinco premios pero provocó de todos modos la salida de Buñuel del cine mexicano y su retorno definitivo a Francia), todos los directores tanteados por el productor Gustavo Alatriste para rodar un mediometraje de cuarenta y cinco minutos que sirviera de continuación y facilitara su distribución comercial -François Truffaut, Glauber Rocha, Marco Bellocchio, Michelangelo Antonioni, John Huston, Stanley Kubrick, Elia Kazan, Jercy Kawalerowicz, Vittorio De Sica, Orson Welles o Federico Fellini (el único al que Buñuel veía apropiado)- rechazaron el proyecto, aunque, retrasado su estreno, la película se exhibiera finalmente en muchos lugares junto a Una historia inmortal (Histoire immortelle, Orson Welles, 1968).
En todo caso, humor y teología, combinación explosiva para un mediometraje absolutamente imprescindible, burdo técnicamente a causa de la falta de medios (a pesar de contar en la fotografía con el gran Gabriel Figueroa) pero de una lucidez, profundidad y socarronería incomparables, coescrito por Buñuel junto al también aragonés Julio Alejandro. Ese grupo de monjes que se desconciertan al no saber si deben gritar «¡Viva Jesucristo!» o «¡Muera Jesucristo!» es una de las claves más «somardonas» del riquísimo y complejísimo universo del cineasta de Calanda.
¡Viva la apocatástasis!
Cásate con la caballería: Fort Comanche (A Thunder of Drums, Joseph M. Newman, 1961)
«Los solteros son los mejores soldados porque no tienen nada que perder salvo la soledad». Esa es la máxima del capitán Maddocks (Richard Boone), jefe de uno de los puestos militares de la caballería estadounidense más avanzados y expuestos a los ataques indios, principalmente de los comanches. Hasta ese destacamento llega desde el Este el teniente McQuade (George Hamilton), un joven guaperas y estirado, hijo de un prestigioso general, que se crio en la zona (su infancia la pasó en ese mismo fuerte) y que hasta entonces ha disfrutado de destinos de despacho que le han permitido gozar de la vida frívola de los soldados guapetones y elegantes en las populosas ciudades próximas al Gobierno. Pero lo que aparenta ser un simple y rutinario western de sobremesa más, la vieja historia de un oficial veterano y curtido en mil guerras indias que tiene que vérselas con un segundo al mando demasiado joven e inexperto, un lechuguino metepatas y presuntuoso que se las da de listo y experimentado, que está lleno de orgullo y de ideas preconcebidas sobre el Oeste que solo él toma por verdades absolutas, va mucho más allá del cliché de la mera exposición de caracteres contrapuestos (aunque también) en un entorno hostil (con el consabido romance con una muchacha que vive entre la guarnición) que deban cooperar para sobrevivir y reencontrarse al final en un punto de interesección, entendimiento y reconocimiento mutuos. Porque la película, extremo que viene subrayado por el título español, representa nada menos que un nuevo acercamiento a las premisas de la «trilogía de la caballería» de John Ford, y en particular al primero de sus títulos, Fort Apache (1948).
La aproximación es inevitable toda vez que el autor en cuyos relatos se inspiraron aquellos títulos de Ford, James Warner Bellah, es también el encargado del guion de Fort Comanche (este título español resulta por una vez más apropiado que el original, ya que «el trueno de tambores» o «un tronar de tambores» -como se ha titulado en España una recopilación de los relatos de la caballería de Warner Bellah- no se escucha en la banda sonora, ni siquiera un tambor a secas). Las similitudes de planteamiento, por tanto, son claramente perceptibles, como lo son también algunos signos narrativos del autor. Así, nos encontramos con un fuerte de la caballería en territorio hostil al que llega un oficial del Este cuyos conceptos militares, basados fundamentalmente en las ordenanzas y en una interpretación particular de sus recuerdos de juventud en el entorno chocan con la realidad práctica de las carencias logísticas y las limitaciones humanas del fuerte y de lo que supone realmente verse hostigado por un enemigo muy superior en número, razón por la que se ve continuamente reconvenido y rechazado por el capitán, que ya informó desfavorablemente su solicitud de incorporación. Asimismo, este oficial protagonizará un romance prohibido con la prometida (Luanna Patten, probablemente lo más flojo de la cinta) de otro compañero, el teniente Gresham (James Douglas, otro que tal), con la que McQuade ya vivió un affaire en su loco pasado repleto de faldas en el Este. En este punto se produce el segundo rasgo de la habitual crudeza narrativa de James Warner Bellah, un escritor que apuesta por el lenguaje directo, las situaciones violentas, la acción sangrienta y el tratamiento racista de los indios. Y es que en su primer encuentro, la joven Tracey reprocha a McQuade que en su aventura anterior la dejara colgada sin siquiera preocuparse si de su romance se había «generado un hijo», una alusión clara y directa a una relación sexual prematrimonial bastante infrecuente en el cine de Hollywood, desde luego imposible apenas unos lustros antes, y que se manifiesta sin subrayados ni paños calientes. El primero de esos rasgos de la narrativa de Bellah se incluye en el arranque de la película, y es de naturaleza doble: en un breve prólogo, los indios asaltan una granja; supuestamente han eliminado a los hombres de la familia (el granjero y su hijo mayor) y penetran en la casa, apartan a la hija pequeña y se encierran en la habitación con la madre y la hija mayor, a las que violan repetidamente antes de asesinarlas. La pequeña, en estado de shock, será rescatada por una patrulla de caballería comandada por el teniente Porter (Richard Chamberlain) y el sargento Rodermill (Arthur O’Connell), que ha sufrido un encontronazo con otro grupo de indios y que porta sus propios muertos. De entrada, la agradable sorpresa para el cinéfilo que se encuentra en los primeros instantes con los soldados Hanna (Charles Bronson) y Erschick (Slimp Pickens), de inmediato se torna desagradable, puesto que el hedor de los muertos obliga a la pequeña tropa a cabalgar con las narices tapadas y entre las dudas de si el calor reinante no descompondrá los cuerpos antes de que puedan ser sepultados en el cementerio del fuerte. Dos elementos, el sexo fuera del matrimonio con posibilidad de concepción y, tal vez, eliminación de un hijo, y la putrefacción de los cuerpos muertos de los soldados que, aparte de la violación en grupo de dos mujeres elidida en el breve prefacio, muestran a las claras que bajo la superficie formalmente correcta de una película de la Metro-Goldwyn-Mayer sometida al ya por entonces agotado Código de Producción late la pluma de un escritor con evidente querencia por lo escabroso y lo sangriento que hace gala además de un abierto desprecio por los indios.
Este planteamiento se desarrolla en una clave de suspense, en este caso triple. En primer lugar, la identidad de los indios asaltantes en ambos casos (el ataque a la granja y al destacamento de Porter); dilucidar si se trata de comanches o más bien de apaches, y las distintas implicaciones estratégicas y tácticas que deriven de cada caso, resulta al parecer vital respecto a la amenaza letal de distinto signo que unos u otros pueden suponer para la menguada guarnición del fuerte. Indicios en unos y otro sentido salpican el argumento bajo la sabiduría casi instintiva del capitán, que utiliza este hecho para probar sucesivamente la agudeza y la capacidad de sus tenientes, aunque finalmente esta rama narrativa deriva en un enfrentamiento armado poco elaborado y menos espectacular, sin duda fruto del bajo presupuesto, que cierra la incertidumbre de un modo bastante insustancial e inconsecuente. En el mismo punto de la cinta, en una secuencia inmediatamente posterior, se concluye igualmente con la segunda línea de suspense argumental: cuál es el hecho del pasado que ha impedido ascender al veterano capitán Maddocks en el escalafón de mando (y acceder a mejores y más cómodos destinos), lo que recuerda igualmente a Owen Thursday (Henry Fonda), el coronel degradado destinado en un alejado puesto tras su paso por el alto mando en Fort Apache (a él alude directamente el guion en una frase pronunciada por el capitán Maddocks: «hubo aquí una vez un oficial que decía que un soldado jamás debe disculparse porque es un síntoma de debilidad»), y también el motivo por el que Maddocks, sin llegar a conocer siquiera a McQuade, informara negativamente su incorporación y lo tratara desde el principio con una tensión casi hostil. La tercera vertiente de suspense, qué va a ocurrir en la relación entre McQuade y la otrora casquivana y ahora virginal prometida Tracey, sí implica una resolución apartada de la más esperable convención, y se relaciona directamente con esa máxima repetida por Maddocks respecto a la soltería como mejor cualidad de un soldado y también con la conclusión de la cinta y la aparición de los créditos coincidiendo con la imagen del capitán entrando en su despacho, donde se ha citado con McQuade para vaciar dos pares de botellas de whisky.
Ciertas debilidades e inconsistencias de guion (la preocupación por la falta de oficiales y por el hecho de que siempre haya uno presente en el fuerte chocan con la ligereza con que tropa y oficiales son movilizados en el último tramo de la cinta; el desenlace «sorpresa» del personaje del sargento Rodermill; lo que sucede a la muchacha rescatada; los tópicos de la vida en el fuerte, en particular relativos a las mujeres y al baile que organizan…) vienen compensadas con ciertos rasgos de humor (protagonizados por la vis cómica que despliega Charles Bronson al comienzo de la cinta) y de erotismo morboso (el mismo personaje observando la ventana de Tracey mientras esta se desviste y aguarda a McQuade), si bien este último desemboca en un amago de chantaje y en la consiguiente pelea que concluye con un horrible fallo de continuidad en el uso de la luz. La película igualmente se ve afectada por la falta de interpretaciones más solventes y carismáticas además de las de Richard Boone, un desaprovechado Arthur O’Connell y un joven Bronson, siendo insuficientes y poco satisfactorias las de Hamilton, Chamberlain (en un papel que tampoco le permite grandes alardes) y Patten. Con todo, representa un western con mayor sustancia de la esperada y permite evaluar y apreciar la diferencia de perspectivas, intenciones, calidades y resultados que a partir de un material similar procedente del mismo autor constituyen las adaptaciones de un maestro del cine como John Ford frente a la obra de un director con oficio circunscrito a las coordenadas de la serie B, aquí en su último trabajo para la gran pantalla en un año en que dirigió nada menos que otros cuatro títulos.
Música para una banda sonora vital: Hoosiers, más que ídolos (Hoosiers, David Anspaugh, 1986)
Tópica y típica historia de superación personal, y de grupo, enmarcada en el mundo del baloncesto estadounidense no profesional de la década prodigiosa de los cincuenta, la mejor baza de esta cinta es un trío protagonista (Gene Hackman, Barbara Hershey y Dennis Hopper), que se mueve con solvencia y mucho carisma entre las costuras de un argumento que parte del lugar común afín al western (un extraño cuya inmersión en un círculo cerrado local despierta suspicacias, celos, envidias y odios) en dirección hacia el hallazgo de la redención personal de un pasado atormentado y el redescubrimiento del orgullo y la autoestima de una comunidad venida a menos. Héroes domésticos ordinarios y cultura de la victoria, valores muy americanos que recrea y refuerza la banda sonora compuesta por Jerry Goldsmith.
Mis escenas favoritas: Dublineses (Los Muertos) (The Dead, John Huston, 1987)
Nada hay que añadir al conmovedor final de esta obra maestra de John Huston, que la dirigió sentado en una silla de ruedas y conectado a una botella de oxígeno. En el centenario del Ulises de James Joyce, nada mejor que regresar a esta maravillosa pieza delicada y emotiva basada en el más célebre de sus relatos.
«Sí, los periódicos tienen razón. La nieve está cubriendo toda Irlanda. Cae sobre toda la oscura llanura central. Sobre las colinas despobladas. Suavemente, sobre los pantanos de Allen, y más lejos, hacia el oeste. Cae suavemente sobre las oscuras y revueltas aguas del Shanon. Uno a uno, todos nos convertiremos en sombras. Es mejor pasar a ese otro mundo impúdicamente, en la plena euforia de una pasión, que irse apagando y marchitarse tristemente con la edad. ¿Cuánto tiempo has guardado en tu corazón la imagen de los ojos de tu amado, diciéndote que no deseaba vivir? Yo no he sentido nada así por ninguna mujer. Pero sé que ese sentimiento debe de ser amor. Piensa en todos los que alguna vez han vivido desde el principio de los tiempos. Y en mí, transeúnte como ellos, fluctuando también hacia su mundo gris. Como todo lo que me rodea. Este mismo sólido mundo en el que ellos se criaron y vivieron se desmorona y se disuelve. Cae la nieve. Cae sobre ese solitario cementerio en el que Michael Fury yace enterrado. Cae lánguidamente en todo el universo. Y lánguidamente cae como en el descenso de su último final. Sobre todos los vivos, y los muertos».