Palabra de Luchino Visconti

«Vine al mundo el día de Difuntos por una coincidencia que siempre me parecerá asombrosa, con un retraso de solo veinticuatro horas con respecto a la fiesta de Todos los Santos… Esta fecha ha quedado grabada en mi memoria para siempre como un mal sueño. Aunque provengo de una familia rica, mi padre, pese a ser un aristócrata, no era ni un estúpido ni un inculto. Amaba la música, el teatro y el arte. Éramos siete hermanos, pero la familia se las supo ingeniar para salir adelante. Mi padre nos educó severamente, duramente, pero nos enseñó a apreciar las cosas que cuentan, como son precisamente la música, el teatro y el arte. Yo crecí entre escenarios. En Milán, en nuestra casa de Via Cerva, teníamos un pequeño teatro, y luego estaba la Scala. En aquel entonces la Scala era una especie de teatro privado, patrocinado por mecenas. Primero lo subvencionaba mi abuelo y luego mi tío. Mi madre era una burguesa. Una Erba. Su familia se dedicaba a la venta de medicamentos. Habían salido de la nada y empezaron vendiendo medicamentos al por menor, y luego por las calles. Crecí también en medio de un olor a farmacia: nosotros, los chicos, entrábamos en los pasillos del establecimiento Erba, que olían a ácido fénico, y ¡era tal la excitación, tal la aventura! El sentido de lo concreto, que creo haber poseído siempre, me viene de mi madre… A ella le gustaba mucho la vida mundana, los grandes bailes, las fiestas fastuosas, pero amaba también a los hijos, así como la música y el teatro. Era ella quien se ocupaba diariamente de nuestra educación. Y ella también quien me hacía tomar lecciones de violoncelo. No fuimos abandonados a nuestra suerte, ni habituados tampoco a llevar una vida frívola y vacía, como ocurre con tantos aristócratas».

(en Settimo giorno, 28 de mayo de 1963)

Cine en fotos: Francisco Rabal y Luis Buñuel

«Hacía tiempo que no tenía noticias pero veo que todo marcha normalmente. De ti tengo noticias frecuentes, ya por tus postales, ya por amigos que te han visto y me hablan de ti. Está muy bien que sin dejar de beber, lo hagas aún, como yo, razonablemente. Quien no fuma, ni bebe, en principio, es un cabrón. Y perdona el exabrupto.

Yo ya no salgo de casa para nada. A veces viene un amigo, u otro, a visitarme. El resto del tiempo me lo paso pensando en tonterías o en la infecta sociedad humana y a dónde nos lleva. En seguida, y para olvidar, me tomo un Martini.

Lástima que ya no tenga fuerzas para hacer más cine. Moriré sin haber hecho otra película contigo. Las que hice me han dejado un gratísimo recuerdo, de amistad verdadera.

Un abrazo enorme de tu tío                                                     

Luis

Abrazos a todos los tuyos sin olvidar a Damián».

(de la última carta de Luis Buñuel a Paco Rabal)

Redención con recado: Todos somos necesarios (José Antonio Nieves Conde, 1956)

 

A José Antonio Nieves Conde se le suele regatear en el cine español la relevancia que sus mejores películas deberían poder otorgarle por derecho propio. Si esto no sucede exactamente así, salvo en ciertos círculos, se debe principalmente a dos motivos. En primer lugar, la militancia del cineasta en Falange Española en plena dictadura franquista, lo que a día de hoy, en un ámbito en el que predomina abrumadoramente, con abundante proyección mediática, la adscripción generalizada de sus miembros a las ideas de izquierda, resta sin duda intención y voluntad de reconocimiento y aplauso a lo mejor de su obra. En segundo término, el hecho de que en una filmografía de veinticinco películas, solo un puñado de ellas supusieron un notable éxito de público o alcanzaron auténticas cotas de excelencia cinematográfica, en particular su dupla de 1951 (Balarrasa y Surcos), la imitadísima y espléndida Los peces rojos (1955) y la magnífica El inquilino (1957), además de la que nos ocupa, sin que el resto de su trayectoria, en torno a una veintena de títulos, merezca mayor consideración que su cita en la semblanza biográfica y profesional del director. No obstante, como en cualquier simplificación, caben no pocos matices. En lo que afecta a Nieves Conde, cabe reseñar que su pertenencia a Falange, definitoria en sí misma, sin embargo no iba precisamente en consonancia con los tiempos políticos de la posguerra; su postura, próxima a la disidencia interna, era contraria al papel que el partido terminó desempeñando en el organigrama franquista tras la Guerra Civil, de igual modo que consideraba diluidos los, llamémoslos así, ideales falangistas en la grandilocuencia, la parafernalia y la verborrea patriótica y nacional-católica de la dictadura. De este modo, lejos de reconocerlas como obras de un creador leal al estado de cosas, la censura se cebó habitualmente con el cine de Nieves Conde, a veces hasta el extremo de alterar sustancialmente el sentido de los proyectos, como sucediera con la obligación de modificar los finales de Surcos o El inquilino. Como sucede, sin embargo, en esta película de 1956, el aparente sometimiento del argumento a los cánones moralizantes del cine español de entonces (no muy distintos de los de ahora, con el demérito añadido de que hoy, sin embargo, no hay dictadura ni censura oficial) va acompañado de un subtexto crítico que revela el desengaño y el permanente descontento de Nieves Conde con la realidad española del momento y su capacidad para discrepar y mostrar sus fallas entre las costuras del relato oficial.

En 1950, una vez cumplidas sus condenas, tres presidiarios -Julián, un médico (Alberto Closas), Nicolás, un funcionario (Ferdinand Anton) e Iniesta, un ladrón (Folco Lulli)- abandonan un centro penitenciario del norte de España en un luminoso día de invierno, rumbo a sus nuevas vidas. Los tres, encarcelados por razones diferentes (negligencia médica, desfalco y robo continuado, respectivamente), acuden a la estación más próxima para tomar el tren rápido de Madrid. Durante el camino y las horas de espera que comparten se manifiestan las decepciones y aspiraciones de cada uno de ellos en esa nueva etapa que se abre, siempre oscurecida por las dificultades que puede entrañar enfrentarse a la sociedad bajo el estigma de haber pasado por la cárcel. Excepto Iniesta, que no deja de mostrar su seguridad -e incluso su interés- de que volverá pronto a la cárcel (de hecho, incluso se interesa por la posibilidad de conservar en el futuro la misma celda que ha disfrutado hasta ahora, cómoda y confortable gracias a estar atravesada por el tubo de la calefacción), los otros dos compañeros anticipan el desencanto y el subsiguiente resentimiento derivado de los problemas con los que cuentan a la hora de volver a enfrentarse al mundo, esta vez con una mancha indeleble en su pasado. Si Nicolás, tras las efusiones naturales del primer encuentro, de inmediato se distancia de su joven esposa, Alicia (Mirella Uberti), con la que se encontraba de luna de miel cuando fue detenido por el desfalco que llevó a cabo para poder casarse, Julián expresa un continuo vehemente desprecio por ese mundo al que debe reincorporarse. La llegada del tren incide en ese mismo ángulo de rechazo y marginación. Los tres se sienten escrutados por los pasajeros, que les observan, les temen y les desprecian, al mismo tiempo que algunos, los de clase más pudiente, los eligen como objeto de su curiosidad morbosa, qué hicieron para ir a la cárcel, cuánto tiempo, etc. Las cosas cambian cuando se desata el temporal, la nieve amenaza con cortar la vía y aislar al tren, y uno de los pasajeros, un niño, el hijo de un gran hombre de negocios, Marcos Alberola (Rolf Wanka), que viaja con su esposa, Laura (Lída Baarová), y su secretaria y amante, Elena (Josefin Kipper), cae muy enfermo y se hace preciso practicarle una traqueotomía de emergencia para salvarle la vida. Julián es el único médico en el tren, pero se niega a colaborar: inhabilitado por sentencia judicial, podría volver a la cárcel solo por ofrecerse a operar al niño, pero además le puede el resentimiento hacia Alberola y la clase que representa, en los que focaliza la rabia contra aquellos que, en un caso análogo, terminaron por llevarle a prisión. Iniesta, en cambio, se presta a salir del tren en plena noche de temporal para acercarse al pueblo más cercano, a diez kilómetros, y pedir ayuda. Por su parte, Nicolás es uno de los que más colaboran para recopilar útiles y ropas a lo largo del tren que se puedan emplear durante la delicada operación, de la que, ante la deserción de Julián, se va a encargar un sacerdote (Albert Hehn), que tiene algunos conocimientos de medicina producto de sus misiones por el mundo.

Lo más interesante de la película no está, sin embargo, en la trama principal, en el retrato de las alternativas, de las dudas y de los esfuerzos de redención moral y aceptación social por parte de los tres excarcelados, más o menos sinceros y exitosos, una línea temática que sí es acorde a las premisas ideológicas exigidas para el cine de entonces. El verdadero punto de interés de la película es el mosaico que Nieves Conde, que es el autor del guion a partir de una historia de Faustino González Aller, hace de los personajes que viajan en el tren como imagen y extensión de ciertos tipos humanos de la sociedad española del momento, de sus relaciones, de sus diferencias de clase, de sus aspiraciones y de sus fracasos. Una galería de personajes (interpretados por Rafael Durán, José Calvo, Roberto Camardiel, José Marco Davó, Julio Goróstegui, José Prada o, en la estación, Manuel Alexandre) que ilustra distintos perfiles sociales de la España de aquel tiempo, para nada complacientes con las estructuras franquistas: así, el campesino lleno de hijos que emigra desde el pueblo a un entorno más industrial porque no puede ganarse la vida o el rico hombre de negocios que antepone su trabajo y su disfrute con su amante a la enfermedad de su hijo y al sufrimiento de su esposa. Destaca por encima de todo el dibujo de la masa no identificada, ese grupo de pasajeros anónimos que primero desprecia a los presos recién puestos en libertad, después los aclama, los justifica, los ensalza, cuando de sus acciones desprendidas se obtiene el esperado y oportuno beneficio, y cuando la sombra de la duda, en forma del robo de una cartera, vuelve a sacudir el tren al completo, vuelven a tirar de desprecio y de prejuicios, en algún caso exigiendo incluso algo más que la cárcel, cuando su buen papel ha sido rápidamente olvidado y se vuelven a ajustarles las cuentas a sus respectivos pasados.

Una sociedad mezquina, contraria a toda idea de piedad, compasión, reinserción o, en términos cristianos, expiación, perdón y absolución de los pecados, totalmente distinta a la propugnada desde los estamentos oficiales del franquismo y de la Iglesia cómplice con la dictadura. Una sociedad que sabe ser generosa y responder en una situación de máxima necesidad, pero que una vez satisfecha se encierra de nuevo en sus respectivos pequeños egoísmos y vicios, personalizados en el millonario que alardea de su poder y su dinero, que relega a su familia -otro valor nacional y católico cuestionado- con intención de retozar con su amante y que se niega a ayudar a los desfavorecidos, es decir, un personaje que desmonta toda idea de verticalidad vendida por las instituciones franquistas como eje sobre el que cimentar los principios sociales. Esta crítica, que se filtra a través de breves observaciones y momentos puntuales, queda en un segundo plano, bajo ese relato moralista y de redención que constituye el tono central del filme, que posibilita su aceptación y aprobación por la censura, pero que realmente es el pretexto para que Nieves Conde pueda reflejar todo aquello que no funciona, no tanto en el país como en los hipotéticos -e hipócritas- valores que el franquismo propugna.

Meritorio, por otro lado, resulta el tratamiento visual y narrativo del metraje, tan breve (poco más de ochenta minutos) como sustancioso. El día luminoso de nieve blanca se transforma paulatinamente en una noche cerrada y fría sacudida por un amenazador temporal, las miniaturas y maquetas de los trenes y los paisajes resultan muy creíbles y la cámara de Nieves Conde se mueve con soltura y agilidad en los pasillos de los vagones y el interior de los compartimentos. Aunque el personaje de Julián goza de mayor atención, se trata en buena medida de una película coral con frecuentes cambios de escenario y un salto continuo entre personajes que, a menudo, apenas pronuncian unas pocas frases. Particularmente notable resulta el travelling lateral en el que la cámara sigue a Julián, mientras a duras penas logra superar la gente que se acumula en los pasillos, de camino hacia el vagón restaurante, donde van a operar al niño. Un suspense muy bien trabajado cuya clave reside en que Julián llegue a tiempo, antes de que el sacerdote practique la primera incisión en el lugar erróneo y pueda malograrse todo.

Una película que, como es consustancial al cine, pone de manifiesto lo insustancial de una narración lineal, previsible y acogida a la corrección moral, y las virtudes y bondades que descansan en el discurso de la sugerencia, de la elipsis, donde se contiene toda la potencial carga demoledora vertida por un desencantado del mundo que le rodea, y que ayudó a erigir mientras que, por otro lado, reconociendo el pago de la deuda contraída por quienes han pasado su condena en prisión, aboga por la reconciliación y la reinserción -quien dice de los presos comunes puede leer también a los represaliados republicanos- como máxima virtud de regeneración social. A este respecto, el título de la película no deja lugar a dudas.

 

Palabra de Yasujiro Ozu

«¿Qué intenciones tengo? Nada de particular. Hago las cosas a mi manera, como acostumbro. En otras palabras: ruedo como me sale, espontáneamente. Pero eso es una cuestión de método… si quiere que le diga algo con más fundamento no sabría que decirle, la verdad. Tengo que pensarlo un poco.

Me gustaría mucho, eso sí, que la gente me juzgara en función de las películas que he hecho después de la guerra, aunque tal vez no sea del todo honesto al decir eso.

Sea como fuere, lo más importante, lo primero que pienso cada vez que ruedo una película, es que con ella quiero reflexionar a fondo sobre algo y recuperar la humanidad que la gente tiene por naturaleza. Es verdad que, después de la guerra, las costumbres e incluso el modo de sentir de ese periodo llamado après-guerre [tras la Primera Guerra Mundial] ya no serán como antes, pero a mí me gustaría ver cómo se puede expresar en una película, de la mejor manera posible, lo que sucede en el fondo de una sociedad. Tal vez suene abstracto si digo que lo que quiero plasmar es la humanidad, ese calor humano que me conmueve… Siempre lo he tenido en la cabeza, y eso es lo que me gustaría conseguir.

La flor de loto en medio del barro. Ese barro es una realidad, y la flor de loto, naturalmente, lo es también. El barro es sucio y la flor de loto es bellísima. Pero la flor tiene sus raíces en el barro… Creo que en un caso como este hay una manera de realzar la flor retratando solo sus raíces y el barro en el que se hunden. Pero también se puede hacer lo contrario, y retratar solo la flor sugiriendo la existencia del barro y las raíces.

Las costumbres de la posguerra son realmente sucias: prevalecen por todas partes el caos y la degradación. Yo las detesto, pero la realidad es eso. En el mundo hay personas que viven con limpieza, de manera sobria y bella, y la realidad también es eso. Es preciso considerar los dos aspectos juntos: si no, uno no puede decir que sea autor de nada. Como he explicado poco antes con la metáfora del barro y el loto, hay dos formas posibles de retratar la realidad.

En este último caso, sin embargo, si trato de transmitir la esfera de los buenos sentimientos, enseguida me dicen que soy demasiado nostálgico o lírico. El clima de la posguerra, ¿no nos impulsa, precisamente, a tener una única visión de las cosas? No creo que ahí esté toda la verdad. Mis películas, como Primavera tardía (Banshun, 1949) o Una gallina en el viento (Kaze no naka no mendori, 1948) y antes aún Memorias de un inquilino (Historia de un vecindario) (Nagaya shinshiroku, 1947) se basan justamente en esta idea.

El guion no funciona, la cámara cinematográfica está destrozada… ¿cómo puede uno expresar la riqueza de los matices en estas condiciones deplorables?… Por esta razón hay que prestar atención a todos y cada uno de los fotogramas. Quizá de ahí me venga esa fama de perfeccionista que me han atribuido…».

(Yasujiro Ozu. La poética de lo cotidiano (traducción Amelia Pérez de Villar). Gallo Nero, Madrid, 2017)

Diálogos de celuloide: Tras el ensayo (Efter repetitionen, Ingmar Bergman, 1984)

«A mi edad, a veces, cuando me inclino, mi cabeza de repente se encuentra con otra realidad. Los muertos ya no son muertos, los vivos parecen fantasmas. Lo que era evidente hace un minuto, de repente es peculiar e impenetrable. Escucha el silencio de este escenario, imagina toda la energía espiritual, todos los sentimientos, reales y fingidos, risas, rabia, pasión y yo qué sé qué más. Todo permanece aquí, encerrado, viviendo una vida secreta y continua. A veces los oigo, a menudo los oigo. A veces creo que los puedo ver: demonios, ángeles, fantasmas, gente corriente ocupándose de sus propias vidas, apartando la mirada, llenas de secretos. A veces hablamos, casualmente, de pasada».

(guion de Ingmar Bergman)

El centenario de Ava Gardner en La Torre de Babel de Aragón Radio

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a conmemorar el centenario del nacimiento de Ava Gardner, que se cumplió el 24 de diciembre de 2022.

Cine en fotos: Luis Buñuel y Glauber Rocha

“Luis Buñuel es el origen del nuevo cine, del cine libre, del cine de autor; del filme que mató al director-monstruo, a la vedette-sagrada, al fotógrafo-luz; es la puesta en escena que salió del encuadre, rompió el ritmo gramatical, estranguló la emoción, huyó del espectáculo, el film que dejó de ser la narración gráfica de dramas pueriles y literarios para la alcanzar la poderosa expresión en las manos de hombres liberados de la industria: el film político, el film de ideas (…).

El montaje de Buñuel no pretende informar por medio de la lógica, sino que despierta, critica, aniquila a través de la violencia, de la introducción del plano anárquico, profano, erótico -siempre son imágenes prohibidas en el contexto de la burguesía-. Hay en el cine aquellos que hacen escultura -como Resnais-; los que hacen pintura -como Eisenstein-, los que filosofan -como Rossellini-; los que hacen cine -como Chaplin-; los que hacen novela -como Visconti-; los que hacen poemas -como Godard-;  los que hacen teatro -como Bergman-; los que hacen circo -como Fellini-; los que hacen música -como Antonioni- ; los que hacen ensayos -como Munk y Rosi-; y los que, dialéctica y violentamente, materializan el sueño: ese es Buñuel”.

Glauber Rocha (1962)

Diálogos de celuloide: Sandra (Vaghe Stelle dell’Orsa, Luchino Visconti, 1965)

«De repente recordé todos nuestros silencios, todas nuestras conversaciones, mis angustias, mis preocupaciones, los paseos a las Balze, las noches de insomnio, y sobre todo… lo feliz que era cuando estaba contigo. Un sentimiento que ya experimenté de niño, a la edad que no se deberían conocer las pasiones. También tú tienes miedo de la soledad y del retorno imprevisto de un recuerdo, del sonido de una voz… de un color… Me hubiera gustado plasmar en una obra de ficción todas estas sensaciones, pero un niño que es capaz de experimentar la pasión de un adulto se ha convertido ya en un adulto, y es incapaz de recuperar la inocencia perdida…»

(guion de Suso Cecchi d’Amico, Enrico Medioli y Luchino Visconti)

Poética del terror: Onibaba (Kaneto Shindô, 1964)

 

En el Japón medieval, distintas facciones feudales luchan y se traicionan, en defensa del emperador o contra él, en un conflicto del que se expone lo justo y a cuyas coordenadas temporales y contexto político apenas se dedica tiempo o explicación. Mientras tanto, en un desolado paraje agreste y salvaje en el que la maleza y la vegetación conforman un laberíntico y desconcertante mar vegetal repleto de trampas, escondrijos, recovecos y misterios, la madre (Nobuko Otowa) y la esposa (Jitsuko Yoshimura) de un guerrero que ha partido al frente comparten cabaña y aguardan su regreso. Para mantenerse hasta entonces en un entorno tan pobre en recursos y tan castigado por las calamidades de la guerra, sobreviven atrayendo y engañando a los soldados perdidos, heridos o desorientados tras las batallas, y aprovechándose de ellos, asesinándolos y arrebatándoles todo lo que poseen para luego comerciar con sus pertenencias, cambiándolas por arroz y otros alimentos y bienes. La llegada de un antiguo vecino y compañero de armas del guerrero ausente (Kei Satô) desequilibra la entente que mantienen suegra y nuera, se introduce como elemento desestabilizador que altera su pequeño, estable y terrible universo provisional de espera y sangre. En primer lugar, por su actitud desafiante, desenvuelta y abusiva, a través de la que no busca otra cosa que la satisfacción de su propio interés. En segundo término, por las ambigüedades y vaguedades que contiene la narración que hace del destino de su amigo en la guerra: ¿sigue combatiendo? ¿Ha muerto realmente? ¿Cómo, cuándo, dónde y a manos de quién murió? ¿Es inocente su relato? ¿Lo es él? Por último, porque su aparición destapa otra necesidad que, sin hombres a mano, se mantenía latente, dormida: el renacimiento y la satisfacción del deseo sexual hasta ahora a duras penas silenciado. Y es que el primer objetivo y más evidente del recién llegado, una vez calmada la sed y el hambre, es encamarse con la mujer de su (supuesto) amigo ausente, además de incorporarse a la empresa que ella ha iniciado junto a su suegra para procurarse la subsistencia. Objetivos cuyas prioridades se confunden: no se dilucida muy bien cuál es la vía para el otro, o si más bien se trata de una única aspiración.

Es en este punto cuando empieza otra película. Kaneto Shindô trenza indisolublemente fondo y forma para construir progresivamente una escalofriante atmósfera de pesadilla que va de menos a más, de lo anecdótico, casi costumbrista, en un marco de una guerra que obliga a seres antes apocados y pacíficos a zambullirse en la crueldad, a embrutecerse hasta el extremo de asesinar a seres indefensos, y que desemboca en el reinado del horror puro con tintes espectrales, diabólicos, de un mundo de oscuridad, fantasmas, demonios y maldiciones de ultratumba. En esa transformación paulatina de la realidad circundante el papel principal lo desempeña la propia naturaleza, organismo vivo, con su propio ritmo y respiración (los juncos y los cañaverales mecidos el viento, cuyo incremento marca igualmente ese renacer de los físico, de lo sexual, entre el hombre y las dos mujeres…), que ejerce de espejo sobre el que se proyectan las derivas morales, las debilidades y los deseos de los personajes. Las grandes extensiones de maleza que funcionan como confuso marasmo de rutas escondidas y peligros letales (en forma de profunda sima abierta en la tierra escondida o camuflada entre los matojos, trampa mortal y depósito de restos humanos que tiene especial protagonismo en el devenir del drama y, sobre todo, en cuanto a su desenlace) pero por las que los personajes deambulan a plena luz del día van cediendo protagonismo a las sombras de la noche, a las tormentas, los truenos, los rayos y los relámpagos, y a toda la sombría carga de imaginación y de temores que arrastra un campo en el que se cree que las almas de las víctimas vagan por doquier, en particular la de un guerrero enmascarado, el último que paga el peaje de transitar inopinadamente por el lugar, diabólico rostro de rasgos grotescos (al que alude la palabra japonesa del título) que en forma de fantasma sirve en principio para mitigar una amenaza, imponer el terror y despejar un riesgo, pero que luego, como si tomara vida propia, se convierte en un monstruo devorador.

Así, la claridad del día es desplazada por la oscuridad de la noche, y el tiempo soleado y apacible, que incluso permite ir a bañarse a un río cercano, se convierte en un paisaje gótico nocturno, punteado por la sobrecogedora música de Hikaru Hayashi, en que cada ruido y cada sombra esconden un deseo pero también un miedo, un temblor, una pesadilla. Shindô logra saturar la pantalla de belleza a partir de este enrarecido clima de terror, sombrío, decadente y claustrofóbico, de tonos fríos y monocromos, extrañamente cautivador y sugerente, también dotado de un erotismo cada vez más patente, ingrediente soterrado que va cobrando cada vez más relevancia hasta que los cuerpos semidesnudos y sudorosos se muestran en paralelo a ese terror creciente que termina por dominar el relato, y cuya manifestación formal más llamativa son esas enloquecidas tomas horizontales, tan impactantes visualmente, de siluetas iluminadas que corren de noche entre los árboles, el blanco espectral en contraste con la fronda oscura. El deseo febril, incontenible, rayano en locura desatada, y su frustración (la madre que no acepta someterse a los apetitos del comerciante; el hombre que rechaza a la madre por su edad al tener a mano a una joven apetitosa y complaciente) como fuerza motriz que condiciona la supervivencia para una alegoría inquietante, terroríficamente bella, de una plástica impecable que conecta los sentimientos más primarios del ser humano, sus pasiones y pulsiones más íntimas y apremiantes, con sus temores más atávicos. Luz y oscuridad, amor y muerte, caras de una misma moneda que, cuando se lanza al aire, siempre cae de cruz. En última instancia, el hoyo infinito al que el demonio que todo ser humano lleva dentro amenaza con arrojarle y que siempre obtiene la victoria en cualquier guerra.

Palabra de Federico Fellini

 

«La televisión es el espejo donde se refleja la derrota de todo nuestro sistema cultural».

«Un buen vino es como una buena película: dura un instante y te deja en la boca un sabor a gloria; es nuevo en cada sorbo y, como ocurre con las películas, nace y renace en cada saboreador».

«El negocio del cine es macabro, grotesco: es una mezcla de partido de fútbol y de burdel».

«Cada idioma es un modo distinto de ver la vida».

«El único realista de verdad es el visionario».

«Hablar de sueños es como hablar de películas, ya que el cine utiliza el lenguaje de los sueños: años pueden pasar en segundos y se puede saltar en un lugar a otro».

«No me diga lo que estoy haciendo. No quiero saber».

«Chaplin es el Adán del que todos descendemos».

«No hay un final. No existe un principio. Solamente existe una infinita pasión por la vida».

«Cuando el director filma, cuando entra en contacto con la realidad, la página escrita ya no le interesa».

«Todo arte es autobiográfico».

«Mi interés histórico es bastante escaso. Yo no soy un historiador, sino, en todo caso, un ficciohistoriador, y un ficciocientífico».

«Con frecuencia se acusa a la gente de repetirse precisamente cuando cambia, cuando crece».

«Solo existes por lo que haces».

«Los payasos son los primeros y más antiguos contestatarios, y es una lástima que estén destinados a desaparecer ante el acoso de la civilización tecnológica. No solo desaparece un micro universo humano fascinante, sino una forma de vida, una concepción del mundo, un capítulo de la historia de la civilización».

«Los museos y las bibliotecas no están hechos para los artistas; pero yo soy un lector casual y desordenado. No soy alguien informado».

«Son necesarias las capitales para poner en circulación las ideas».

«Mi trabajo es mi única relación con el todo».

«El arte no resuelve los problemas, en todo caso los plantea, los crea».

«No voy a demostrar nada, voy a mostrarlo».

«Una película debe ser, en algún modo, como la vida: debe contener imprevistos, eventos inesperados, errores».

«La vulgaridad forma parte del carácter de Roma».

«El dinero es de todo el mundo, pero también lo es la poesía. Lo que falta son los poetas».

«Yo no critico a la crítica. Es una cosa inútil y vagamente indecente».

«Un artesano es alguien que no tiene nada que decir, pero sabe cómo decirlo».

«La experiencia es lo que se obtiene al mismo tiempo buscando otra cosa».

«El católico es un rito estimulante: da un placer sutil e inquietante violar las reglas, infringir las prohibiciones que establece».

«Un buen comienzo y un buen final hacen una buena película, siempre y cuando estén cerca uno del otro».

«A pesar del clamor que levanta, el Oscar es una ceremonia interna, es el cine que se encuentra consigo mismo tratando de resucitar a los muertos, de exorcizar las arrugas, la vejez, la enfermedad y el fin».

«El recuerdo es ya una alteración de la realidad (…) debe necesariamente ser enriquecido con sonidos, luces, colores, atmósferas, sugestiones, que puedan ser recreados sólo en ese laboratorio mágico, alquímico, demiúrgico que para un cineasta es el estudio cinematográfico».

«El cine es también circo, carnaval, feria, juego de saltimbanquis».