Poética del terror: Onibaba (Kaneto Shindô, 1964)

 

En el Japón medieval, distintas facciones feudales luchan y se traicionan, en defensa del emperador o contra él, en un conflicto del que se expone lo justo y a cuyas coordenadas temporales y contexto político apenas se dedica tiempo o explicación. Mientras tanto, en un desolado paraje agreste y salvaje en el que la maleza y la vegetación conforman un laberíntico y desconcertante mar vegetal repleto de trampas, escondrijos, recovecos y misterios, la madre (Nobuko Otowa) y la esposa (Jitsuko Yoshimura) de un guerrero que ha partido al frente comparten cabaña y aguardan su regreso. Para mantenerse hasta entonces en un entorno tan pobre en recursos y tan castigado por las calamidades de la guerra, sobreviven atrayendo y engañando a los soldados perdidos, heridos o desorientados tras las batallas, y aprovechándose de ellos, asesinándolos y arrebatándoles todo lo que poseen para luego comerciar con sus pertenencias, cambiándolas por arroz y otros alimentos y bienes. La llegada de un antiguo vecino y compañero de armas del guerrero ausente (Kei Satô) desequilibra la entente que mantienen suegra y nuera, se introduce como elemento desestabilizador que altera su pequeño, estable y terrible universo provisional de espera y sangre. En primer lugar, por su actitud desafiante, desenvuelta y abusiva, a través de la que no busca otra cosa que la satisfacción de su propio interés. En segundo término, por las ambigüedades y vaguedades que contiene la narración que hace del destino de su amigo en la guerra: ¿sigue combatiendo? ¿Ha muerto realmente? ¿Cómo, cuándo, dónde y a manos de quién murió? ¿Es inocente su relato? ¿Lo es él? Por último, porque su aparición destapa otra necesidad que, sin hombres a mano, se mantenía latente, dormida: el renacimiento y la satisfacción del deseo sexual hasta ahora a duras penas silenciado. Y es que el primer objetivo y más evidente del recién llegado, una vez calmada la sed y el hambre, es encamarse con la mujer de su (supuesto) amigo ausente, además de incorporarse a la empresa que ella ha iniciado junto a su suegra para procurarse la subsistencia. Objetivos cuyas prioridades se confunden: no se dilucida muy bien cuál es la vía para el otro, o si más bien se trata de una única aspiración.

Es en este punto cuando empieza otra película. Kaneto Shindô trenza indisolublemente fondo y forma para construir progresivamente una escalofriante atmósfera de pesadilla que va de menos a más, de lo anecdótico, casi costumbrista, en un marco de una guerra que obliga a seres antes apocados y pacíficos a zambullirse en la crueldad, a embrutecerse hasta el extremo de asesinar a seres indefensos, y que desemboca en el reinado del horror puro con tintes espectrales, diabólicos, de un mundo de oscuridad, fantasmas, demonios y maldiciones de ultratumba. En esa transformación paulatina de la realidad circundante el papel principal lo desempeña la propia naturaleza, organismo vivo, con su propio ritmo y respiración (los juncos y los cañaverales mecidos el viento, cuyo incremento marca igualmente ese renacer de los físico, de lo sexual, entre el hombre y las dos mujeres…), que ejerce de espejo sobre el que se proyectan las derivas morales, las debilidades y los deseos de los personajes. Las grandes extensiones de maleza que funcionan como confuso marasmo de rutas escondidas y peligros letales (en forma de profunda sima abierta en la tierra escondida o camuflada entre los matojos, trampa mortal y depósito de restos humanos que tiene especial protagonismo en el devenir del drama y, sobre todo, en cuanto a su desenlace) pero por las que los personajes deambulan a plena luz del día van cediendo protagonismo a las sombras de la noche, a las tormentas, los truenos, los rayos y los relámpagos, y a toda la sombría carga de imaginación y de temores que arrastra un campo en el que se cree que las almas de las víctimas vagan por doquier, en particular la de un guerrero enmascarado, el último que paga el peaje de transitar inopinadamente por el lugar, diabólico rostro de rasgos grotescos (al que alude la palabra japonesa del título) que en forma de fantasma sirve en principio para mitigar una amenaza, imponer el terror y despejar un riesgo, pero que luego, como si tomara vida propia, se convierte en un monstruo devorador.

Así, la claridad del día es desplazada por la oscuridad de la noche, y el tiempo soleado y apacible, que incluso permite ir a bañarse a un río cercano, se convierte en un paisaje gótico nocturno, punteado por la sobrecogedora música de Hikaru Hayashi, en que cada ruido y cada sombra esconden un deseo pero también un miedo, un temblor, una pesadilla. Shindô logra saturar la pantalla de belleza a partir de este enrarecido clima de terror, sombrío, decadente y claustrofóbico, de tonos fríos y monocromos, extrañamente cautivador y sugerente, también dotado de un erotismo cada vez más patente, ingrediente soterrado que va cobrando cada vez más relevancia hasta que los cuerpos semidesnudos y sudorosos se muestran en paralelo a ese terror creciente que termina por dominar el relato, y cuya manifestación formal más llamativa son esas enloquecidas tomas horizontales, tan impactantes visualmente, de siluetas iluminadas que corren de noche entre los árboles, el blanco espectral en contraste con la fronda oscura. El deseo febril, incontenible, rayano en locura desatada, y su frustración (la madre que no acepta someterse a los apetitos del comerciante; el hombre que rechaza a la madre por su edad al tener a mano a una joven apetitosa y complaciente) como fuerza motriz que condiciona la supervivencia para una alegoría inquietante, terroríficamente bella, de una plástica impecable que conecta los sentimientos más primarios del ser humano, sus pasiones y pulsiones más íntimas y apremiantes, con sus temores más atávicos. Luz y oscuridad, amor y muerte, caras de una misma moneda que, cuando se lanza al aire, siempre cae de cruz. En última instancia, el hoyo infinito al que el demonio que todo ser humano lleva dentro amenaza con arrojarle y que siempre obtiene la victoria en cualquier guerra.

6 comentarios sobre “Poética del terror: Onibaba (Kaneto Shindô, 1964)

  1. ¡Guau! ¡Esta tengo que verla yo! La has descrito de forma tan atractiva (aunque el tema es tan repulsívamente atrayente) que sé que me va encantar. Y mira que la premisa es sencilla y atávica: matar para sobrevivir, sin ninguna moral, y el placer sexual. Parece el descarnado tema de un documental sobre bichos pero con el añadido de la Poesía, según dices.

    1. La complejidad es sencilla, o viceversa. El conflicto surge con toda su potencia cuando descompones las marañas sociales, culturales, afectivas, y las presentas destiladas, en bruto. Y no es mal terreno ese para que surja la poesía… o el terror.

  2. Mi querido Alfredo, ha sido leerte e irme corriendo a ver el tráiler, que me ha sobrecogido, al igual que tu texto. Ahí he visto esa atmósfera que describes, las tormentas, y los juncos… Otra a mi eterno y lleno baúl de películas pendientes.

    Beso
    Hildy

  3. ¡Me ha parecido magnífica! Tan sencilla y tan enorme a la vez… ¡Muchas gracias
    Aparte de todo lo que comentas, me ha llamado la atención la naturalidad con que se trata el erotismo y los desnudos en unos años que en Occidente estaban tan vigilados.

    1. Me alegro.

      En Occidente, en 1964, también era ya otra cosa. El sistema de estudios de Hollywood estaba ya a punto de desmoronarse, y la censura ya no campaba a sus anchas como antes. En Europa se era bastante más libre (piensa, por ejemplo, en «El asesinato de la hermana George», de Robert Aldrich, que es de ese mismo año y que es bastante más que atrevida). Con todo, hasta final de la década y, sobre todo, la siguiente, no se «normalizarían» determinadas visiones de las cosas, que luego, como es natural, en no pocos casos, se fueron al extremo contrario de un exceso inncecesario e igualmente pernicioso.

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