Palabra de Billy Wilder

“Recuerda que eres tan bueno como lo mejor que hayas hecho en tu vida”.

“Dicen que no encajo en este mundo. Francamente, considero esos comentarios un halago. ¿Quién diablos quiere encajar en estos tiempos?»

“Si hay algo que odio más que no ser tomado en serio es ser tomado demasiado en serio”.

“Cuando quiero enviar un mensaje, utilizo el servicio de correos”.

“Si quieres decirle a la gente la verdad, sé divertido o te matarán”.

«Del mismo modo que todo el mundo odia a Estados Unidos, todo Estados Unidos odia a Hollywood. Existe el profundo prejuicio de que somos tipos superficiales que ganamos diez mil dólares a la semana y no pagamos impuestos, que nos tiramos a todas las chicas, que tenemos profesores en casa que dan clases a nuestros hijos de cómo subirse a los árboles, que cada uno de nosotros tenemos dieciséis criados y que todos conducimos un Maserati. Pues sí, todo eso es verdad, aunque os muráis de envidia”.

“Normalmente, cuando te encuentras con una persona que parece insignificante y que no llama la atención se dice: detrás de esa fachada, hay más de lo que parece. En mi caso sucede lo contrario: detrás de mi apariencia hay menos de lo que parece”.

“No voy a la Iglesia; arrodillarme me hace bolsas en los pantalones”.

“Yo también tengo diez mandamientos, y los nueve primeros son: No aburrirás. El décimo dice: tienes que tener derecho al montaje final de la película”.

“Lo más importante es tener un buen guion. Los cineastas no son alquimistas; no se puede convertir un excremento de gallina en chocolate”.

“Una vez me preguntaron: ¿Es importante que un director sepa escribir? Y yo respondí: No, pero sí lo es que sepa leer”.

“Si el cine consigue que un individuo olvide por dos segundos que ha aparcado mal el coche, no ha pagado la factura del gas o ha tenido una discusión con su jefe, entonces, el cine ha conseguido su objetivo”.

“He hecho películas que a mí me hubiera gustado ver. Y yo sólo quiero ver películas que me entretengan”.

“Me encanta contar historias, como cuando consigo que en una mesa grande todos suelten los tenedores para escucharme. Me imagino el público del cine de una manera parecida. También los espectadores deben olvidarlo todo escuchando y mirando: soltar los tenedores. Quizás sea ese el único motivo por el que muchas de mis películas empiezan con una historia que llama la atención”.

“Un actor entra por la puerta y no tienes nada. Pero si entra por la ventana, ya tienes una situación”.

“Hay algo sorprendente: cuando reflexiono sobre todas mis películas, me llama la atención que en las épocas en que estuve deprimido hice comedias. Y cuando me sentía feliz, rodé temas más bien trágicos».

“Quizás intente inconscientemente compensar cada uno de mis estados de ánimo”.

“Un director tiene que ser policía, comadrona, psicoanalista, adulador y bastardo”.

“No es verdad que todos mis colaboradores acaben dándose a la bebida, muchos sólo sufren infartos. Yo no sufro infartos, los provoco”.

“Escribir un guion no es esperar a que llegue la musa y te bese en la frente; es un trabajo muy duro. He hecho ambos trabajos, y sé que dirigir es un placer y escribir un guion es un rollo ”.

“Al público no hay que dárselo todo masticado, como si fuera tonto. A diferencia de otros directores que dicen que dos y dos son cuatro, Lubitsch dice dos y dos…Y eso es todo. El público saca sus propias conclusiones”.

“El público nunca se equivoca. Un miembro individual del público puede que sea un imbécil, pero si juntas a mil imbéciles en la oscuridad tendrás a un genio de la crítica”.

“Una mala obra de teatro echa el cierre y todo el mundo la olvida, pero en el cine no enterramos a los muertos. Cuando ya creías que tu película se había desvanecido, un día la ve tu hija en televisión y piensa: mi padre es idiota”.

“Me han preguntado si volveré a trabajar con Marilyn y tengo una respuesta clara. Lo he consultado con mi médico, mi psiquiatra y mi contable, y todos me han dicho que soy demasiado viejo y demasiado rico como para someterme de nuevo a una prueba semejante”.

“Existen más libros sobre Marilyn Monroe que sobre la II Guerra Mundial. Ella guarda una cierta semejanza con esa guerra: era el infierno, pero merecía la pena”.

“Cuando rodé con Marilyn la escena de la ventilación del metro tenía la atención de todo el mundo. Se reunieron veinte mil personas, hubo caos de circulación y una crisis matrimonial entre Joe DiMaggio y ella. Reconozco que yo también me habría puesto nervioso si veinte mil personas hubieran estado observando una sola cosa: cómo mi mujer se levantaba las faldas por encima de la cabeza”.

“En efecto, Marilyn Monroe es impuntual y problemática y nunca se sabe los diálogos. Por el contrario, mi tía Minnie siempre llegaría a su hora, memorizaría los diálogos al dedillo y nunca daría problemas en un rodaje, pero ¿iba a pagar alguien por ver a mi tía Minnie?”

“El problema de Marilyn es que se enamoraba con mucha rapidez. No era la clase de mujer que se supone que debe ser un símbolo sexual, y eso la mató… Marilyn era una mezcla de pena, amor, soledad y confusión”.

“He vivido la época en que se temió que el cine fuera desplazado por la televisión, pero yo no he compartido ese miedo porque sé que la radio y los discos no pueden destruir la ópera. La televisión no puede acabar con el cine porque la gente quiere estar allí, quieren ser los primeros, quieren oír las risas de otras personas”.

“La televisión es lo más maravilloso que podía habernos sucedido. Siempre hemos sido lo peor de lo peor, pero ahora han inventado algo que podemos mirar por encima del hombro”.

“Lo que hace parecer las películas europeas más adultas que las nuestras es que sus diálogos son incomprensibles”.

Música para una banda sonora vital: Il Casanova di Federico Fellini (Federico Fellini, 1976)

 

Dentro de la impresionante banda sonora compuesta por Nino Rota para esta peculiar versión felliniana de la figura del veneciano más universal, destaca el tema Pin Penin, pletórico de belleza y de cierta sensación de extrañamiento, que encaja a la perfección con la atmósfera conscientemente irreal y de barroquismo prefabricado sobre la que el cineasta italiano construye esta película fascinante.

Cine en fotos: John y Anjelica Huston

 

«A veces —esto me lo contó mi padre— el abuelo manifestaba sus intenciones por adelantado: iba a estar en un determinado hotel en tal y tal ciudad y mi padre tenía que ir a recogerlo un día concreto. Mi padre aparecía según lo concertado y decía: —Está bien, John, es hora de quitarse la borrachera. Me dijiste que lo harías hoy. —¿Dije yo eso? —Sí. —Está bien. Lo dejaré. Y lo hacía. «Aunque tiene otros defectos —decía la gente—, la palabra de John Gore es sagrada». Algunas veces el abuelo se mantenía sin beber durante un par de años, luego cogía una curda que podía durar semanas o incluso meses. No había noticias suyas durante mucho tiempo, y luego la familia recibía una carta o un telegrama diciéndonos su paradero. Solía pasar que estaba en las últimas, hundido en la habitación de un hotel de una ciudad, Dios sabe dónde, algunas veces a centenares de kilómetros. Generalmente era mi madre quien iba a recogerlo y, por norma, lo metía en un hospital donde pudiera desintoxicarse. Mi madre me llevó con ella en una de estas excursiones. Fue a Quincy, Illinois. Estaba lloviendo; mi madre llevaba un paraguas e íbamos caminando debajo de grandes árboles que debían ser arces. Llegamos a una casa blanca que tenía un césped en medio del cual había un gran árbol. Cuando llegamos, llovía muy fuerte. El abuelo estaba sentado en el porche delantero de la casa. Se puso de pie al ver que nos acercábamos y mi madre lo saludó y le dio un beso en la mejilla. Ella me levantó para que yo hiciera lo mismo. Recuerdo su mejilla sin afeitar. Luego mi madre se sentó en el balancín del porche conmigo a su lado. —¿Cómo está Deal? —preguntó el abuelo. Deal era como él llamaba a la abuela. De repente hubo una luz cegadora y un tremendo estampido. El aire se llenó de ozono. Mi madre se cayó del balancín y se quedó de rodillas. —¿Está Deal bien de salud? —preguntó el abuelo. Yo miraba fijamente al árbol del patio delantero, partido por la mitad y humeante, y pensé: «Esto debe ser lo que quiere decir estar bebido… ¡el abuelo ni siquiera se entera cuando cae un rayo!»».

John Huston, A libro abierto. Memorias.

Psicopatía depredadora: La última caza (The Last Hunt, Richard Brooks, 1956)

 

Aunque suele señalarse la década de los sesenta, con las últimas obras de veteranos del western como John Ford, Howard Hawks o Raoul Walsh, la irrupción de nuevos autores como Sam Peckinpah o Sergio Leone como avanzadilla y máxima expresión del spaghetti-western, y las relecturas políticas y sociológicas del género en relación con los acontecimientos del momento (derechos civiles, Guerra Fría, guerra de Vietnam…), como la etapa crucial en la renovación y proyección del cine del Oeste hacia el futuro, lo cierto es que, como de costumbre, pueden atisbarse suficientes huellas de evolución, regeneración y transformación en las décadas anteriores, en las películas de esos mismos directores clásicos -perspectiva pro-india o al menos respetuosa con su punto de vista y con la realidad histórica, tratamiento crítico de la violencia, superación de arquetipos y de lugares comunes y mayor profundidad psicológica y narrativa- o en las de otros que, como Richard Brooks, realizaron puntuales pero muy estimables incursiones en el género cinematográfico norteamericano por excelencia, y que, debido precisamente a esa especificidad, se convierte asimismo en universal. En La última caza encontramos un western clásico en el fondo (rivalidad personal y profesional de dos hombres combinada por su atracción por una misma mujer) y en la forma (gran formato, parajes abiertos, grandes paisajes, banda sonora al uso -de Daniele Amfitheatrof- y espectacular y colorista fotografía -de Russell Harlan-) para narrar una historia que, partiendo de mimbres igualmente recurrentes (cazadores de búfalos, la pelea por los beneficios, el enfrentamiento con los indios), proporciona nuevos ángulos -el mismo año que Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956)- desde los que observar el western y la sociedad de la que emana.

En primer lugar, destaca la vertiente ecologista y conservacionista del guion escrito por Richard Brooks a partir de la novela de Milton Lott. El hilo argumental, la coincidencia de un grupo de personas variopintas en una partida que se dedica a la caza profesional de búfalos para lucrarse con sus pieles, permite introducir un discurso que responde a una concepción moderna y plenamente vigente de los valores conservacionistas y de preservación de la naturaleza. Personificado en los búfalos, en el decreciente número de sus manadas y de los individuos que las componen, el relato aboga por la conservación incluso atendiendo a las razones egoístas: el mantenimiento de la especie contribuye no solo a garantizar el equilibrio natural, sino que constituye una fuente de prosperidad al permitir a futuro la explotación sostenible y continuada de los recursos, y con ello evitar el inconveniente del nomadismo excesivo o de un sobrevenido y necesario reciclaje personal poniendo el revólver y el rifle al servicio de otros fines tanto o más perversos que el asesinato sistemático de animales. De este razonamiento se deriva otro posterior y tanto o más importante, y es la importancia decisiva que los búfalos tienen para los indios, su cultura y su medio de vida, incluso tras ser derrotados, sometidos y confinados en reservas a menudo fuera de sus territorios tradicionales. Y por esa vía la película llega a presentar la psicología de los personajes, en particular del protagonista negativo de la cinta, el psicópata depredador Charles Gilson (Robert Taylor), que de un pasado sangriento de violencia contra los indios ha pasado a lucrarse con la eliminación brutal, sistemática, sin medida, de todo búfalo, macho o hembra, adulto o cría, que se cruza en su camino, no tanto porque le reconforte matar búfalos, sino porque lo que le gusta es matar, pero si además se gana la vida con ello, mucho mejor. A tal fin recluta a un grupo encabezado por Sandy McKenzie (Stewart Granger), que accede por necesidad pero manifiesta no pocos escrúpulos al comprender los efectos de sus acciones tanto para los animales como para los seres humanos que dependen de ellos; Woodfoot (Lloyd Nolan), un viejo tullido que personifica el viejo Oeste, el medio de vida, no desprovisto del todo de un código de honor, que está a punto de desaparecer junto con el último búfalo; Jimmy (Russ Tamblyn), un joven e ingenuo mestizo (y además, pelirrojo) que concita los odios raciales de Charles; una joven india (Debra Paget) y su pequeño, que sobreviven a la escabechina que Charles hace con un grupo de indios ladrones de caballos y que este acoge, literalmente, como esclavos.

Los búfalos y la muchacha india son los puntos de fricción entre Charles y Sandy, cuyo antagonismo se va haciendo cada vez más agudo. Primero, porque Sandy sabe que no tiene más remedio que matar para sobrevivir, pero también cuándo parar, cuándo tiene bastante, y distinguir entre el cazador y el carnicero. Segundo, porque poco a poco se enamora de la muchacha india y sufre cuando, cada noche, Charles abusa de ella y la viola sin contemplaciones. Así, el guion une el abuso de los recursos en la infantil creencia de su carácter ilimitado con el hundimiento de una cultura arrasada por el hambre y con el crimen personificado en la violación continuada de la mujer india y su sometimiento a esclavitud, asociación de ideas de lo más revolucionaria en la era Eisenhower. El episodio de la piel del búfalo blanco, animal sagrado para los indios, «gran medicina», y la negativa de Charles a cederla a los indios, tanto por el beneficio económico que espera obtener por ella como por orgullo, por la voluntad de no ceder un ápice ante los indios y de negarse a tener con ellos cualquier rasgo de humanidad, es ilustrativo de esta psicología irreflexiva, destructiva, alimentada de odio.

La película, que alterna exteriores de gran vistosidad a los que la fotografía saca un excelente partido con las escenas menos afortunadas que los recrean en interiores, discurre por derroteros que a la acción (las secuencias de caza, las peleas en los salones y tabernas, los duelos a pistola, las persecuciones de carros y caballos) suman una interesante caracterización de personajes a base de pinceladas suaves pero precisas, buenos diálogos y un subtexto rico en perspectivas y matices que revelan distintas actitudes y sensibilidades, siempre al servicio de la reivindicación de la naturaleza y de una vida armónica en su seno, de la que los indios son ejemplo a seguir (no así en otras cosas). Unos indios que, como tales habitantes de un mundo en estado natural, para individuos como Charles merecen idéntico tratamiento y régimen de explotación que el dedicado a los búfalos. Desde este punto de vista, sin embargo, la película le pertenece por derecho a Robert Taylor. Antaño galán más o menos soso y acartonado en películas de todo tipo, en la fase más veterana de su filmografía supo crear personajes ambiguos y retorcidos como este Charles Gilson, un auténtico psicópata sediento de sangre para quien la vida, humana o de cualquier otro animal, no tiene ningún valor, y que engrosa por derecho propio la larga lista de dementes, psicópatas e iluminados (pistoleros, militares, jugadores, tramperos, cuatreros) que pueblan el género del western. Egoísta, carente de cualquier sentimiento que no sea el de posesión y satisfacción de sus más primitivos instintos, entiende que la única manera de sentirse vivo es acabar con todo lo que vive a su alrededor, ya sea físicamente o anulándolo por completo, despreciándolo, sometiéndolo, aduñándose de él, a veces únicamente, como en el caso de la chica, para imponerse y hacer sufrir a sus semejantes, Sandy en este caso. En este sentido, la conclusión de la película, que funde en un único instante el enfrentamiento entre personajes por la mujer y por los negocios y el discurso sobre la naturaleza, evita el lugar común propio de los desenlaces del western al tiempo que se erige en una especie de manifestación de justicia poética: la venganza de la naturaleza contra un ser humano que le es hostil, que se cree a la vez Dios, soberano todopoderoso y ángel exterminador.

Tributo a Carlos Saura

 

A continuación, en homenaje al cineasta aragonés Carlos Saura, recientemente fallecido a los 91 años, la última entrevista concedida al programa Días de Cine, de Televisión Española, un documental sobre su trabajo de los años 80 realizado por un grupo de licenciados en Ciencias de la Información, y la entrevista concedida por el director dentro del ciclo de conversaciones de la Fundación Juan March.

 

 

 

 

Diálogos de celuloide: Furia de titanes (Clash of the Titans, Desmond Davis, 1981)

-¿Y si algún día el valor y la imaginación se convierten en cualidades propias de los hombres? ¿Qué sería de nosotros?

-Entonces los dioses ya no seríamos necesarios. Consolaos en que ya hay suficiente cobardía, negligencia y falsedad ahí abajo en la Tierra, y que durará para siempre.

(guion de Beverley Cross)

Tragicomedia de la libertad: La tapadera (The Front, Martin Ritt, 1976)

Lo que más llama la atención de este evocador y tragicómico acercamiento a los efectos que la «caza de brujas» -la persecución sistemática de elementos de ideología comunista en todos los ámbitos de la esfera pública estadounidense, surgida antes de la Segunda Guerra Mundial pero impulsada especialmente a comienzos de la Guerra Fría por el Comité de Actividades Antiamericanas presidido por el senador Joseph McCarthy- tuvo en el mundo del arte, la cultura y el entretenimiento norteamericanos es su frialdad, su cierto distanciamiento y su escasa voluntad de profundizar en la raíz de las cruciales cuestiones democráticas que plantea. A pesar de que buena parte de quienes intervienen en la película (su director, Martin Ritt, su guionista, Walter Bernstein; algunos de sus intérpretes, como Zero Mostel, Herschel Bernardi, Lloyd Gough…) fueron en su momento incluidos en las listas negras y sufrieron las represalias políticas en forma de ostracismo profesional, el conjunto se ve alterado en su tono y sus objetivos por la discutible elección como protagonista de Woody Allen, cuya presencia, sin desviar conscientemente las intenciones del argumento, sí lo condiciona, en particular aquel Allen de los setenta, previo a su redescubrimiento como cineasta con Annie Hall, que busca transformar su imagen ante el público y arrastra tras de sí a algunos de sus colaboradores habituales: Juliet Taylor para el casting y Jack Rollins y Charles H. Joffe en la producción (junto al propio Martin Ritt y a la compañía Persky-Bright).

No se trata de negar la capacidad como actor de Allen al interpretar a Howard Prince, el hombre de paja utilizado por varios guionistas de programas dramáticos de la televisión que se ven obligados a trabajar en la sombra debido a su pública condena por parte de los esbirros de McCarthy y la subsiguiente negativa de la industria a contar con ellos. Como intérprete, incluso en su bisoñez dramática, resulta adecuado a la figura de un personaje que de humilde cajero en una cafetería neoyorquina asciende pública y socialmente gracias a su nueva faceta como «guionista», lo que a su vez despierta dentro de sí una nueva forma de ser que le cambia la vida pero que se cimenta sobre una falsedad. De ahí que, junto al personaje que, por amistad y por convicción, accede a ayudar a un amigo, se superponga el individuo que, de repente habituado a otro tren de vida gracias al diez por ciento por cada guion que cobra por poner su firma y su cara durante las entrevistas, intenta por todos los medios mantener su nuevo estatus y las relaciones personales que este le ha proporcionado, sobre todo su historia de amor con la productora Florence Barrett (Andrea Marcovicci). Frente a los ideales de solidaridad y amistad que al principio le impulsan, compartidos por simpatizantes comunistas como Alfred Miller (Michael Murphy, íntimo amigo de Allen), el colega de toda la vida que da el primer paso para usar a Howard como fachada pública para su labor creativa en la sombra, poco a poco se abre paso el hombre débil e interesado que, por encima de su voluntad de ayudar y de luchar contra una injusticia, desarrolla sus propias aspiraciones personales y profesionales. El conflicto, sin embargo, no estalla hasta el tramo final, cuando el propio Howard, que atrae la atención de los esbirros del Comité, se ve sometido a escrutinio y es colocado en una encrucijada de difícil solución. Solo entonces ocupa el lugar que en la realidad les sobrevino a Ritt, Mostel y compañía. Por otra parte, en compensación, Woody Allen, en una réplica algo rebajada de su personaje-tipo habitual (menos intelectual, ya que tiene que ponerse al día de literatura americana contemporánea y de clásicos rusos para estar a la altura de Florence y del «postureo» que se espera de él en los nuevos círculos culturales que va a tener que frecuentar), proporciona a la historia algunos de sus ingredientes dramáticos más apreciables, que coinciden en buena medida con los que despliega en su labor como escritor, director e intérprete de comedias (eso sí, con las aristas algo recortadas para no derivar en «otra película de Woody Allen»): réplicas agudas, símiles ocurrentes, alusiones humorísticas, comentarios estrafalarios…, en particular en su relación con Florence.

Junto a la historia principal a tres bandas que se centra en Howard y deriva por un lado hacia Florence y por otro hacia Alfred y sus compañeros guionistas denostados, corre en paralelo el retrato de cómo es el trabajo en los programas dramáticos de televisión durante la «caza de brujas», a nivel corporativo y en sus relaciones con Hennessey, el omnipresente y todopoderoso delegado del Comité por la Libertad (Remak Ramsay), y también de la vida personal de quienes se encuentran bajo su vigilancia o los efectos tiránicos de su presión. Esta vertiente del guion se focaliza en el personaje de Hecky Brown (Zero Mostel), entrañable cómico televisivo que tras sufrir en sus propias carnes los interrogatorios y las amenazas del Comité (por su asistencia a algunas manifestaciones y su suscripción temporal a una publicación de izquierdas, según él, porque estaba interesado en una chica idealista y liberal), y consumido por el temor a perder su trabajo en la televisión y quedar marcado, se debate en la duda moral entre someterse o rebelarse y accede a espiar a Howard para que este ocupe su lugar como objetivo de Hennessey. El retrato desesperado de Brown que presenta la película se beneficia de la entregada y conmovedora interpretación de Mostel, rubricada con las magníficas secuencias en las que se narra su declive definitivo y, posteriormente, la conclusión del personaje. El devastador drama que afecta a Hecky Brown tiene su contraste con la ironía inteligente que domina el segmento que protagoniza Howard Price, pero no encuentra el equilibrio que podría vertebrar por completo el filme y proporcionarle algo más de metraje (la película ronda los noventa minutos; un ejercicio de brevedad con contenido sustancioso que hoy se echa de menos en muchas películas comerciales) al renunciar en la profundización en los aspectos políticos que son el detonante de la trama y constituyen su subtexto. El prólogo, construido con imágenes reales en blanco y negro que reflejan distintos aspectos de la vida americana de los años cincuenta, de la Guerra Fría a algunos de los principales y más memorables personajes y acontecimientos públicos del periodo, y el epílogo, con la coda final al desenlace de la historia de Howard, ambos remarcados con Young at Heart, una de las más conocidas canciones románticas de Frank Sinatra, son los únicos momentos en los que lo político se impone a las consideraciones dramáticas del filme.

Esta es la única carencia de una película narrada al modo clásico, con un adecuado contraste entre el tratamiento de la figura trágica de Hecky Brown y la ambivalencia moral que rodea el ascenso personal de Howard Prince, que recrea con autenticidad el Nueva York de los años cincuenta y, sobre todo, las interioridades de la incipiente televisión norteamericana (desde su tecnología audiovisual hasta el tipo de programas que se emitían, de sus políticas de despacho a los tipos humanos que le eran propios), muy bien interpretada (incluido Allen en la línea que el guion le marca y que no es del todo ajena a sus características y al contexto de lo que entonces era su carrera), pero que no termina de funcionar como representación de lo que la «caza de brujas» supuso realmente para la sociedad y la democracia estadounidenses (una mala semilla que cristalizaría dos décadas después, durante la administración Nixon, cuyos primeros pasos relevantes en política tuvieron lugar al calor del «macartismo» y cuyos últimos coletazos aún se dejaban sentir en el momento del rodaje), optando por un discurso moralizante y, en parte, sentimentalizado y apolítico en lo que a las relaciones de los personajes se refiere. Los créditos finales, cuando los nombres de quienes, de entre el equipo de la película, sufrieron en su día la condena extrajudicial y antidemocrática de los sucesivos comités anticomunistas van acompañados de su condición (Blacklisted) y de la fecha en que fueron apartados de sus empleos, de sus vidas, y públicamente estigmatizados, son el dardo más demoledor que la película, distribuida por Columbia en una de las primeras expresiones de autocrítica que un estudio de Hollywood llegó a hacer sobre su propio papel en aquel desgraciado periodo, dirige contra uno de los episodios más tristes y oscuros de los muchos que arrastra la siempre contradictoria democracia estadounidense.

Cine en fotos: Alec Guinness

«La lluvia irlandesa, como se espera siempre y se disfruta llevando ropa apropiada, es menos exasperante que la lluvia en otros lugares, y cuando a media tarde aminoró un poco, decidí estirar las piernas y dar un paseo de diez minutos hasta la iglesia local, que es más agradable que la mayor parte de las iglesias irlandesas, ya que está menos sobrecargada y es sumamente silenciosa, salvo el molesto tic-tac de un reloj, que siempre da la hora mal. ¿En qué otro lugar —me preguntaba mientras iba por el camino— podría llegar en unos minutos a la iglesia después de las frustraciones del trabajo? Segovia, en el centro de España, se me vino a la mente. Cuando en el invierno de 1962-63 me embarqué en una superproducción titulada La caída del Imperio Romano, Tony Quayle, que también trabajaba en la película, alquiló una hermosa casa de campo del siglo XVI a unos kilómetros de la ciudad y me invitó a compartirla con él. Daba a un pequeño y turbulento río y a los altos muros del Alcázar —donde en 1623 el futuro Charles I, antes de sentarse en su desdichado trono y perder la cabeza, acudió sin éxito en busca de esposa—. A unos cientos de metros se encontraba el monasterio jerónimo del Parral, todavía en proceso de restauración por los efectos de la guerra civil, y cerca, al otro lado de la casa, estaba el espantoso y desolado convento de los Carmelitas Descalzos, donde está enterrado el gran místico San Juan de la Cruz en una enorme y recargada tumba de lapislázuli y bronce. En el suelo, al lado de la tumba, hay un hueco vacío, no mayor que una jaula de perros, donde reposó el santo originariamente. Casi todos los días, durante mi estancia en Segovia, visitaba una de estas iglesias para librarme del desánimo que me producía el mundo del cine. De vez en cuanto daba un paseo junto al río, sobre nieve crujiente, y veía carámbanos de unos cuatro metros que colgaban sobre el Alcázar, hasta la Vera Cruz, donde los cruzados de la Tierra Santa solían hacer la guardia nocturna. Hacía un frío terrible, pero la casa, con dos grandes chimeneas de leña, que estaban siempre encendidas en el hogar, daba un agradable calor; y había una encantadora y vieja cocinera y criada, que hacía casi las mejores tortillas del mundo. A Tony le consideraban el Señor del Lugar y cuando traían un nuevo y enorme barril de jerez desde la aldea, rodando por la calle helada, empujado por unos hombres fuertes, tocados de boinas negras, lo subían con cuidado a la casa y le daban la primera copa. Todo aquello era muy feudal y deliciosamente lejano a La caída del Imperio Romano. Nunca vi más que veinte minutos de la película terminada».

Memorias. Alec Guinness (Espasa-Calpe, 1987).

Reinventando la mujer fatal: Ema (Pablo Larraín, 2019)

Ema - Rotten Tomatoes

 

Se trata de una película valle. Arranca arriba (se abre con la potente imagen de la protagonista tras haber prendido fuego a un semáforo con un lanzallamas), cae muy bajo y, cuando el espectador piensa que se va a disolver en la más absoluta y vulgar nadería, crece de nuevo hasta elevarse más allá del principio. Esto sucede porque Pablo Larraín, que coescribe el guion con Guillermo Calderón y Alejandro Moreno, oculta, elide y dosifica los acontecimientos para -esto es importante-. sin mentir y sin trampas, llevar la acción a través de todo un catálogo de tonos, formas y ritmos de lo más barroquista hasta desembocar en una cúspide tan sencilla como demoledora. Larraín mide y sopesa estéticamente cada plano, lo elabora meticulosamente, crea videoclips que resaltan la arquitectura callejera de Valparaíso hasta convertirla en un personaje más, una sucesión de postales visuales urbanas acompañadas de una sugestiva banda sonora, obra Nicolas Jaar, que, no obstante, decae considerablemente en los números musicales en los que se entrega al abominable reguetón electrónico. La película, que bien podría ceñirse al drama de pareja o al cine social y a la consabida historia de redención y superación con tintes de folletín, resulta mucho más compleja e interesante por la gran variedad de ingredientes y sentidos que entremezcla hasta tejer un complicado caleidoscopio que solo adquiere total y matemática precisión en el clímax deliberadamente desprovisto de todo artificio y maquillaje estético. La obra huye de lo sensiblero sin dejar de ser sentimental, sin darle a este concepto un barniz dulcificado, sustituyéndolo más bien por lo temperamental.

Ema (Mariana Di Girolamo) es una joven bailarina cuya vida ha entrado en crisis a partir de su fracaso como madre adoptiva. La imposibilidad de criar a Polo, el niño adoptado, y la inevitable entrega del pequeño a una segunda familia de adopción, abre un abismo total en su vida personal y profesional. Y esto es porque comparte ambas con Gastón (Gael García Bernal), que además de su marido es coreógrafo y diseñador de la compañía de danza contemporánea de la que Ema forma parte. Larraín narra de manera fragmentaria y caleidoscópica la súbita decadencia de la relación entre ambos, paralela al papel y al trato cada vez más difíciles que Ema, de pronto fría, arisca, irritable, desempeña en la compañía y en su trabajo como profesora, que también termina por abandonar ante la hostilidad y los juicios de sus compañeros a causa de su abandono de la maternidad. Coreografías, discusiones, broncas y pequeños saltos al pasado ilustran la parte de la historia que se concentra en la pérdida y el deterioro matrimonial, hasta cristalizar en la solicitud de divorcio. Invadida por el sentimiento de culpa, un segundo tramo de la película relata el proceso de caída de Ema, su desorientación y la espiral autodestructiva de alcohol, salidas nocturnas y sexo ocasional por medio de los que, presuntamente, busca aliviar su amargura y su sentimiento de culpa. Ese descenso a los infiernos con sexo, drogas y alcohol a espuertas se salpica con numerosos flashes de baile urbano junto a su grupo, en localizaciones muy cuidadas y un tratamiento visual enmarcado en el cine musical.

En este punto, la película se hunde, al menos aparentemente, en las demarcaciones, por un lado, del folletín, y por otro, del amarillismo gratuito. En primer lugar, los recovecos personales y sentimentales de la protagonista derivan hacia el establecimiento de dos relaciones íntimas, una con un hombre, el bombero que acude a apagar los fuegos que ella provoca con su lanzallamas, y otra con una mujer, la abogada que se ocupa de tramitarle el divorcio. Además de continuar en su grupo de baile, dejándose llevar a numerosas fiestas, bailes y orgías en las que practica sexo con sus compañeras, busca empleo en un centro escolar. Este es el punto de inflexión que hace que la película remonte desde el morbo más bien gratuito e innecesario, hasta su conclusión, con un tramo final, antes del epílogo, en el cual todas las piezas acaban encajando y el espectador contempla y comprende la enorme complejidad de los verdaderos motivos por los cuales Ema ha reñido con su marido y dejado su empleo, se ha entregado a la pulsión sexual más extrema y ha intentado relanzar su vida como maestra. Un guion trenzado milimétricamente, que parece contar una historia que más adelante, sorpresiva y realmente, no es más que un aspecto instrumental de un contenido mucho más importante y trascendente.

La meticulosidad en la construcción del guion, descompuesto en lo temporal pero de gran fluidez en lo emotivo, se extiende a la planificación y elaboración de las secuencias, con un uso de localizaciones, movimientos de cámara, iluminación y fotografía que hace prácticamente un cuadro de cada imagen. Un cuidado extremo por la composición de planos y un juego de luces que también va evolucionando a medida que la trama se concreta y se concentra, y que alcanza su mayor grado de sencillez formal en el preciso instante en que el guion coloca la clave del desenlace. El epílogo, casi puede denominarse de final feliz pero bajo el que laten, en particular en la expresión de los intérpretes, toda una serie de tensiones de fuerzas que responden a lo visto anteriormente en el argumento, dilemas, impresiones, reflexiones e impactos que se trasladan con eficacia al espectador, que se ve perfectamente identificado con la situación pese a no haber vivido los sucesivos vaivenes argumentales y emocionales que han pasado los personajes.

Fuego, luz, color, ritmo, videoclip, diálogos (aunque compartiendo uno de los males más insolubles del cine español, los problemas de dicción y el hábito de susurrar de buena parte de los intérpretes en algunas secuencias), todo ayuda a conformar un relato estilizado, la obra de uno de los más inteligentes y talentosos formalistas del cine hispanoamericano, que resultaría sin duda más difícil de digerir, si no imposible, sin la dureza, la «inexpresiva expresividad», el voluntarismo y la agresividad interpretativa de Di Girolamo, una actriz que hace la película.

Palabra de Jean-Pierre Melville

«Me han definido como ‘el más americano de los realizadores franceses y el más francés de los realizadores americanos’. Es una bonita frase para leer en una crítica, pero no me parece exacto. Hay gente que es tan americana como yo, incluso en Francia, por su forma de hacer películas, y también hay realizadores americanos que son más franceses que yo en sus realizaciones. No se puede establecer nacionalidad a partir de la forma de realizar las películas. No quiero ser paradójico y decir que no me siento impresionado por el arte cinematográfico americano, eso sería erróneo. Es cierto que mis primeras lecciones las he aprendido de sesenta y tres grandes realizadores americanos que, en mi opinión, me han enseñado la profesión. No veo muy bien la diferencia entre el cine italiano, japonés, inglés, francés, cuando está bien hecho, y el americano. Se puede hacer la diferencia de cines según las películas estén bien o mal hechas. Y podemos considerar que los sesenta y tres cineastas importantes de Hollywood en los años 30-40 eran gente que conocía extraordinariamente bien su profesión, y que hacían un cine clásico pero en absoluto académico. Este cine lo he aprendido al igual que todos los cineastas de mi generación, ya sean italianos, ingleses o japoneses. Nos hemos encontrado frente a una gramática y una sintaxis tan bien elaboradas que no se podía inventar otras. A pesar de ello, todas las tentativas, todas las experiencias, son deseables. Es divertido ver a la gente queriendo hacer un cine nuevo, queriendo revolucionar un tipo de narración que ha resistido a todo. La única cosa verdadera, importante, es que el cine vence a todo esto y siempre vuelve a sus formas clásicas.

(…) La silence de la mer impresionó mucho a cierto número de jóvenes, lo suficiente para que, más adelante, les sugiriera la idea de hacer sus propias películas. Es decir, que como no tenían demasiado dinero se dijeron que podían proceder ‘como Melville’. Se inspiraron en mi modo de rodaje ‘económico’, pero es el único punto en común que hemos tenido. Además, cuando lograron rodar su segunda o tercera película ya se empaparon de intelectualismo, cosa que desprecio profundamente. Pero como tenían que decir que procedían de alguna parte, decidieron decir que yo era su padre espiritual, que yo era el padre de la nouvelle vague. Enseguida, me encontré encabezando una enorme familia… de hijos ilegítimos, que no he querido reconocer.

(…) Yo creo que un creador, un creador de verdad, no debe divulgar las cosas que ha aprendido a lo largo de los años. Un creador de cine es un manipulador de sombras, que trabaja en la oscuridad. Crea por medio de trucos. Yo me doy perfecta cuenta de la fantástica deshonestidad que hace falta para ser eficaz. Pero es preciso que el espectador no advierta jamás hasta qué punto todo está trucado. Hace falta que quede maravillado, que sea nuestro prisionero.

(…) No es deshonroso ser comercial. Lo que es absurdo, desde mi punto de vista, es hacer películas que no encuentren el auditorio debido. Hacer películas que consiguen 60.000 entradas es grotesco, incluso si con ello nos convertimos, para los críticos, en la figura máxima entre los realizadores. Yo quiero hacer películas que gusten al público, pero permaneciendo fiel a mí mismo, siendo lo que soy y sin hacer concesiones.

(…) Un creador de cine debe aportar su universo. Esto es capital. Si un creador de cine carece de un universo, no tiene gran cosa que decir y no será más que un realizador que diga ‘Acción’ y ‘Corten’.

(…) Ante todo, soy espectador. Por eso, hago películas que me gusta ir a ver. Cuando veo una película que se parece un poco a las mías, me gusta. Intento asemejar mis historias, mis personajes, a las películas que me gustaría ver».