A cuarenta años largos de su rodaje y su modesto estreno (apenas cuatro salas, en las que se mantuvo solo una semana en cartel antes de ser apartada por indicación del estudio), llama la atención el gran revuelo y el clima de sobresalto, bronca y complicaciones que rodeó a esta modesta producción de estética de telefilme y mensaje simple y diáfano. Basada en una novela de Romain Gary cuyos derechos adquirió Paramount Pictures con idea de que la película fuera dirigida por Roman Polanski, el proyecto fue temporalmente archivado cuando el cineasta franco-polaco huyó de Estados Unidos como resultado de los problemas legales derivados de su acusación de violación en la persona de Samantha Geimer. Años después, se convirtió en la inesperada última película estadounidense de Samuel Fuller, uno de los grandes rebeldes de Hollywood, que tuvo que ajustarse a un presupuesto mínimo y a un escueto plan de rodaje de cuarenta y cinco días. Coescrita por Fuller y Curtis Hanson, a la producción se incorporaron nombres importantes como los del director de fotografía Bruce Surtees y el compositor Ennio Morricone, además de intérpretes característicos como Paul Winfield y el gran Burl Ives. No obstante, la rumorología y las polémicas sobre el supuesto contenido racista de la película y la presunta violencia de sus imágenes llevaron al estudio a replantearse la difusión del filme, a su paralización momentánea y, finalmente, a su tardío y casi clandestino estreno. La oposición de Fuller durante aquellos acontecimientos y su rechazo de las maniobras barriobajeras y de la actitud censora del estudio le granjearon la enemistad de los ejecutivos y la hostilidad del establishment, lo que la postre supuso que las dos últimas películas de su filmografía las realizara en una especie de exilio profesional en Francia.
Hoy, sin embargo, cuesta entender tanto accidente en torno a una película de estas características, de argumento tan plano y mensaje tan directo, de estética tan sencilla y de tan indudables intenciones. Mientras circula por una carretera ya entrada la noche, una joven actriz (Kristy McNichol, que años más tarde haría fortuna en la televisión) atropella a un perro, un pastor alemán de infrecuente pelaje blanco. De inmediato, lo carga en su coche y lo traslada al veterinario. Aunque intenta localizar al dueño, este no aparece, y ante el riesgo de que el perro sea sacrificado, decide quedárselo. En su nuevo amigo encuentra compañía y protección, hasta que un día descubre con horror, cuando lo lleva a un plató de rodaje, que se trata de un perro adiestrado para atacar a personas de raza negra. Lo más fácil sería sacrificarlo pero, apiadada del animal, decide averiguar si existe la posibilidad de reeducar perros adiestrados para el ataque. Así, entra en contacto con unos adiestradores que se dedican a preparar animales para el rodaje de películas, uno de los cuales (Winfield, de raza negra) tiene ya experiencia acumulada, y siempre terminada en fracaso, reeducando lo que se llama «perros blancos», fieros animales entrenados por elementos racistas para atacar a los negros.
Fuller potencia el meridiano sentido de la película a través de la desnudez. Al grano, sin artificios ni distracciones, sin grandes destellos dramáticos (McNichol o su partenaire masculino, Jameson Parker, limitadísimos, dan poco juego) ni elaboradas situaciones de guion, al director le interesa, en particular, contagiar al espectador la emoción y la intensidad de la historia mediante la planificación y el montaje. Es el diseño y la ejecución de las secuencias lo que debe conmover, irritar, escandalizar o repeler, y en ellas se vuelca el interés del guion y el mayor empeño de realización. Particularmente, resultan especialmente brillantes, aunque hoy aparezcan virtualmente superadas por las modernas técnicas de filmación, lo momentos de los ataques, tres, que no ahorran en detalles escabrosos y en sangre mostrada: el conductor de la máquina de limpieza, la actriz atacada en pleno rodaje y el transeúnte que se refugia en la iglesia. Además, hay que añadir el momento del desenlace, cuando se trata de comprobar si, finalmente, el perro está curado, y la ambivalencia que el pulso narrativo de Fuller mantiene prácticamente hasta el final, un vaivén en el que se muestran los pensamientos del perro como los de un animal plenamente consciente e inteligente, con conceptos humanos asimilados como el de la venganza más allá del acto reflejo. De igual modo, el clímax dramático se alcanza en la secuencia en la que la joven rescatadora del perro encuentra por fin a su dueño, que se revela, aparentemente, como todo lo opuesto a lo que cualquiera podría considerar a primera vista como un peligroso y violento militante de una organización racista.
La película concentra su atención en el perro como pilar aglutinante de la acción, haciendo de él, como ya ocurriera con el tiburón de Steven Spielberg, una temible bestia con trazas de inteligencia humana y comportamientos directamente malignos, mientras que deja las subtramas secundarias apenas esbozadas y prisioneras del lugar común. En primer lugar, la soledad voluntaria del personaje de la actriz, cuya situación no viene explicada ni desarrollada, y que tampoco tiene colofón; en segundo término, la lucha continuada y fracasada del criador de raza negra por reeducar los perros blancos, por conseguir que su cerebro mute definitivamente, como metáfora de la necesaria transformación del país, nunca concluida, hacia la igualdad racial real y también como meta en su realización personal. Por otra parte, el personaje de Ives encarna la voz de la razón, la cordura y la sensatez, y también la inocencia y la candidez de una sociedad que, en su conjunto, es víctima de las situaciones de discriminación. Todo este plano dramático, tratado muy a la ligera, contagia en parte, o más bien es contagiada, por cierto descuido en la forma (errores de raccord, algún aspecto de guion poco tratado o abandonado de manera ilógica -la falta de consecuencias tras los ataques del animal-, secuencias de tensión mal concebidas que les hacen perder fuerza y fuelle…). Da la impresión de que Fuller ha concentrado su interés en momentos muy concretos, meticulosamente más preparados y filmados, donde se vuelca la gran contundencia visual que el guion contiene en potencia. Estas son, naturalmente, las de los ataques, en particular el que sufre el transeúnte que corre a refugiarse en la iglesia, y el paralelismo entre la extrema violencia canina y la vidriera de San Francisco de Asís rodeado de pacíficos animales, entre ellos varios perros y, uno en particular, de pelaje blanco.
Una parábola social narrada con buen pulso y ritmo, sin relleno ni esteticismo alguno, en la que no se ahorran episodios desagradables, y cuya lectura última puede resumirse en la adaptación al caso de ese viejo axioma relativo a la energía. En lo que respecta a los perros blancos, o a los blancos racistas, el odio, una vez creado, nunca se destruye; solo se transforma.
Pero, entonces, ¿por qué acusaban a la peli de racista?
Curiosamente, ayer, en un Imprescindibles dedicado a Ana Belén, se habló de una peli de Eloy de La Iglesia en la que otro perro era protagonista; en este caso el ama y el perro mantenían un idilio amoroso ante los. celos del marido.
Oye, y ahora que caigo, hay por ahí una peli española de los setenta en la que un perro persigue a un individuo toda la peli… creo que es de aquel director catalán que hizo esa peli tan buena titulada Tierra de todos sobre la reconciliación entre los contendientes de la Guerra Civil…
Hombre, tanto como reconciliación… Digamos comprensión. Es de Antonio Isasi Isasmendi.
Esa película se llamaba «El perro», es de mi año, 1976, y tiene la curiosidad doble de que actúan en ella Juan Antonio Bardem y Jason Miller, el padre Karras de «El exorcista».
La película de De la Iglesia se llama «La criatura», y además del perro y de Ana Belén, está Juan Diego. No es que sea muy allá, pero es curiosa e interesante.
A la película de Fuller la acusaban de racista porque la turba, siempre, acusa antes de ver, o si ha visto, sin entender. La ignorancia, la ceguera y la estupidez forman parte del comportamiento de la masa.
La considero una obra menor -de carrera comercial casi inexistente- en la filmografía de Fuller que no llega a tener la fuerza de anteriores trabajos suyos, pese a lo espinoso del tema. Quedan, eso sí, algunas “audacias” de puesta en escena, típicas en el autor de LA CASA DE BAMBÚ, como esa secuencia que mencionas en que el perro del título despedaza a un negro en el interior de una iglesia ante una vidriera que representa a San Antonio Abad rodeado de animales. Poca cosa más.
Siempre me hace mucha gracia esa expresión, «obra menor»:
Bueno, no pretendía resultar gracioso. Pero si se trata de un problema de semántica, digamos que en la trayectoria de Sam Fuller PERRO BLANCO es un trabajo algo tosco y apresurado que partió de un guión poco trabajado, pero Fuller era Fuller aún en las peores circunstancias y cualquier película suya acaba, por momentos, resultando interesante.
Las dificultades que encontró Fuller, empezando porque no era un trabajo inicialmente pensado para él, y sobre el que luego él apenas pudo trabajar, se cuentan arriba. Bueno, y las posteriores, incluidos cortes y demás, que hacen que la película no responda, y Fuller fue el primero en reconocerlo y en quejarse amargamente por ello, más que parcialmente, a su idea del argumento.
Si digo que me hace gracia la expresión de «obra menor» es porque, por lo general, las obras «menores» de algunos son «mayores» cuando observamos la filmografía completa de otros, a veces más aplaudidos.