Mis escenas favoritas: Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine, Jonathan Dayton y Valerie Faris , 2006)

Cuando ves que a esto lo llaman cine independiente te entra la risa floja. La mayor parte del llamado cine independiente con recorrido comercial responde a una etiqueta, asímismo, puramente comercial, que alude más bien únicamente a mecanismos de financiación relativamente diferentes a los de las grandes producciones (a través, normalmente, de filiales de los estudios y distribuidoras que hacen el caldo gordo en esas mismas grandes producciones). Lo más preocupante, en cambio, es que bajo esa etiqueta de supuesta independencia, que publicitariamente quiere ligarse a cierta novedad, libertad o incluso irreverencia en los contenidos, no suele haber otra cosa que un discurso conservador y políticamente correcto disfrazado de humor más o menos atinado y sentimentalismo del barato.

Así ocurre con esta, no obstante, celebrada película de 2006, que tiene este Superfreak de Rick James como momento culminante. La idea de cachondearse de los concursos de belleza (más si son infantiles), con todo, es muy pertinente.

Música para una banda sonora vital – Agosto (Auguste Osage County, John Wells, 2013)

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Lo mejor de este «melodrama por aplastamiento» (dícese -según definición que nos acabamos de inventar- de la película cuya esencia dramática descansa en el enfrentamiento a varias bandas entre múltiples personajes a raíz de la improbable coincidencia en un mismo tiempo, lugar e individuos de todo el espectro de conflictos que caben en la pareja y en la institución familiar: complejos paterno-materno-filiales de toda índole, traumas infantiles a cascoporro, desencantos emocionales, incestos, crisis matrimoniales, rencores, resentimientos, frustraciones, infidelidades, pedofilia, incomunicación perpetua, etc, etc…), es la canción con que se abre y cierra el film, Lay down Sally, en su versión de «Slowhand» Eric Clapton.

En cuanto a la película, cuya mejor baza son los nombres de su reparto (Meryl Streep, Julia Roberts, Ewan McGregor, Chris Cooper, Abigail Breslin, Benedict Cumberbatch, Juliette Lewis, Dermot Mulroney, Sam Shepard…), no consigue elevarse por encima del original teatral de Tracy Letts, resultando demasiado retórica, impostada, forzada, sin lograr transmitir con veracidad y solidez el poliédrico combate de sentimientos que se establece entre unos personajes que terminan siendo meras perchas para el enunciado verborreico (y mucho, muchísimo) de cosas que no se llegan a sentir como auténticas. Mejor la música, no cabe duda.

La tienda de los horrores: Sin reservas (Scott Hicks, 2007)

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Una de las costumbres más irritantes del Hollywood moderno es su innecesario e invariablemente fracasado canibalismo cinematográfico, entendiendo por tal el fusilamiento de una película extranjera de gran calidad y éxito de público y el consiguiente remake con intérpretes de la casa en la creencia absurda de que estas historias necesitan traducción «estética» para su fácil y cómoda asimilación por parte del público doméstico, lo cual no es sino una excusa barata con que intentar camuflar su auténtico sentido: paliar la escasez de ideas de una fábrica de sueños cada vez más pobre y miope, estrenar un producto ya probado en la taquilla, es decir, con riesgo controlado, y dar trabajo a sus estrellas más sobrevaloradas y alimenticias. Son incontables las películas, por ejemplo, europeas, que han sufrido esta transformación, especialmente las comedias francesas e italianas, pero no sólo. Un caso flagrante es el de la maravillosa cinta alemana Deliciosa Martha (Bella Martha, Sandra Nettelbeck, 2001), convertida por obra y gracia de Castle Rock Ent. en una mierda llamada Sin reservas (No reservations, 2007).

De entrada, sólo cabría un mayor absurdo: que la película se desarrollara en un restaurante inglés, probablemente la peor gastronomía del mundo para hallar viandas con que procurarse placeres del paladar. Estados Unidos, fuera de los importantes y caros restaurantes fundamentados en cocina extranjera, no es una elección mucho mejor. Pero claro, como todo en Hollywood tiene que tener la pátina del sentimentalismo machacón y la sofisticación del sueño americano de los osos amorosos, el restaurante en que trabaja Kate Armstrong (Catherine Zeta-Jones) está en pleno Manhattan, y es un lugar de lo más exclusivo y à la mode. Este es el primer bajón respecto al original alemán. En aquella cinta, el restaurante se encontraba en Hamburgo, y se trataba de un local recogido y pulcro cuya fama se debía precisamente al buen hacer de su cocinera jefe (Martina Gedeck), una mujer normal y corriente con apariencia normal y corriente y con problemas normales y corrientes de los que suele tener la gente normal y corriente. Scott Hicks, director que no es del todo patán (es obra suya, por ejemplo, la estupenda cinta australiana Shine) opta por esa ostentosa puesta en escena de diseño y lujo en la que se incluye a la protagonista, Zeta-Jones (bipolar y, según las recientes y controvertidas declaraciones de su esposo, Michael Douglas, propietaria de un chorrete cancerígeno…), que actúa como parte de la decoración, poniendo morritos, luciendo modelitos y posturitas, y diciendo chorradas constantemente.

La cosa no mejora cuando entra en acción su partenaire, Aaron Eckhart, que interpreta al cocinero suplente que la gerente del restaurante (la excelente Patricia Clarkson, en uno de sus personajes más vergonzosos) contrata para sustituir a Kate cuando tiene noticia de la muerte de su hermana y debe hacerse cargo de su sobrina (Abigail Breslin). En la cinta alemana original este papel, el de un cocinero italiano guasón, simpaticón, bon vivant pero sensible, tierno, inteligente y buen profesional, venía interpretado estupendamente por el italiano -qué casualidad- Sergio Castellitto. Hicks y compañía deciden no cambiar ese aspecto del guión, es decir, conservar el origen italiano del personaje, pero le dan el papel a un actor en las antípodas de lo italiano, el tal Eckhart, más voluntarioso que buen intérprete. Para rematar la jugada, ahí está Abigail Breslin, rostro demasiado conocido del que uno espera todo el rato una coreografía en plan Miss Sunshine más que los pucheros que se pasa haciendo casi todo el rato. Este clarísimo error de reparto, que condiciona toda la trama para hacerla increíble, postiza, falsa, es el primer problema de la película. Continuar leyendo «La tienda de los horrores: Sin reservas (Scott Hicks, 2007)»

Música para una banda sonora vital – Pequeña Miss Sunshine

Cuando uno era jovenzano estaba de moda la música de un fulano con bombachos y gafas que con una canción llamada U can’t touch this copaba las listas de éxitos del mercachifleo musical. Como es obvio, aclamado como precursor del rap y el hip-hop, el tipo en cuestión fue olvidado como siempre en estos casos justo al cuarto de hora de su éxito. Perplejo se quedó quien escribe cuando, todavía de joven y para más inri, en una de las millonésimas reposiciones de El equipo A que emitía (y sigue emitiendo) cierto canal televisivo español con cierta inclinación a lo cutre, descubrió este tema del ya fallecido (pero no creemos que por eso) Rick James, Super Freak, todo un homenaje a sí mismo (mucho ojito, que aunque el meloncio éste gaste semejante pinta en la foto, en sus inicios compartió grupo con todo un Neil Young), en un capítulo que contaba con el intérprete en un pequeño papel. Luego resultó evidente que M. C. Hammer había destrozado la (ya de por sí triste) canción de James para «rapear» (en esa asquerosa moda consistente en tomar una melodía de éxito y devaluarla poniéndole chumba chumbas varios, costumbre convertida en habitual ya y a la que se ha consagrado lo más vomitivo del espectro musical mundial, empezando por ese engendro llamado Madonna), despojándola, eso sí, de la guasa con que se la tomaba el autor original.

Avispados, los responsables de Pequeña Miss Sunshine, esa joya de la comedia dramática dirigida por Jonathan Dayton y Valerie Faris en 2006 recuperaron la versión original para la escena final, el número musical de la pequeña Olive (Abigail Breslin) en el certamen de belleza infantil con cuyo despliegue coreográfico ensayado durante horas en compañía de su abuelo, habitual de los bares de strip-tease, la niña escandaliza a la concurrencia y defeca virtualmente sobre semejante bochorno de concurso (lo cual es extensible a los de la misma especie protagonizados por mayores de edad).