Cine en fotos: Luis Buñuel y Glauber Rocha

“Luis Buñuel es el origen del nuevo cine, del cine libre, del cine de autor; del filme que mató al director-monstruo, a la vedette-sagrada, al fotógrafo-luz; es la puesta en escena que salió del encuadre, rompió el ritmo gramatical, estranguló la emoción, huyó del espectáculo, el film que dejó de ser la narración gráfica de dramas pueriles y literarios para la alcanzar la poderosa expresión en las manos de hombres liberados de la industria: el film político, el film de ideas (…).

El montaje de Buñuel no pretende informar por medio de la lógica, sino que despierta, critica, aniquila a través de la violencia, de la introducción del plano anárquico, profano, erótico -siempre son imágenes prohibidas en el contexto de la burguesía-. Hay en el cine aquellos que hacen escultura -como Resnais-; los que hacen pintura -como Eisenstein-, los que filosofan -como Rossellini-; los que hacen cine -como Chaplin-; los que hacen novela -como Visconti-; los que hacen poemas -como Godard-;  los que hacen teatro -como Bergman-; los que hacen circo -como Fellini-; los que hacen música -como Antonioni- ; los que hacen ensayos -como Munk y Rosi-; y los que, dialéctica y violentamente, materializan el sueño: ese es Buñuel”.

Glauber Rocha (1962)

Persiguiendo a un fantasma: La mujer del lago (La donna del lago, Luigi Bazzoni y Francesco Rossellini, 1965)

The Bloody Pit of Horror: La donna del lago (1965)

Esta película de Luigi Bazzoni (primo del director de fotografía Vittorio Storaro) y Francesco Rossellini (sobrino del gran Roberto) puede definirse someramente como un thriller de arte y ensayo. Su argumento se resume de un modo que, en cuanto a película de intriga, puede suponer un antecedente del giallo, el célebre género italiano que combina policíaco, erotismo y truculencia criminal, si bien en una versión todavía suave en su exposición de la violencia y la sangre. Bernard (Peter Baldwin, yerno, por entonces, de Vittorio De Sica) es un escritor que para confeccionar sus libros se retira a una pequeña ciudad de montaña en la que solía pasar sus vacaciones en la infancia. En su último viaje, sin embargo, otro interés le anima, el de reencontrarse con Tilde (Virna Lisi), la joven camarera del hotel, sensual y misteriosa, con la que mantuvo una tórrida relación sexual-sentimental no mucho tiempo atrás, y que se rompió de manera abrupta. Sin embargo, ya no trabaja en el hotel, no hay evidencia de su actual paradero u ocupación, qué ha sido de su vida, si continúa en la ciudad o también se marchó, solo referencias veladas, miradas significativas y rostros cariacontecidos, dando por hecho que Bernard ya sabe algo que en realidad desconoce, alguna clase de secreto oscuro ligado a Tilde del que todos están al tanto menos él. En cuanto a la forma, sin embargo, la película no constituye un mero producto común de suspense policial, con el escritor ocupando el lugar del detective que debe averiguar qué ocurrió con determinado personaje y quién tiene la responsabilidad en la ocultación del enigma, sino más bien se articula alrededor de la búsqueda existencial, la del protagonista, que, desencantado de su vida urbana y de sus rutinas literarias, anhela en Tilde y en aquella ciudad de su infancia una armonía interior, un proceso íntimo de hallazgo de sí mismo que se ve interrumpido por el descubrimiento del horror, de una verdad traumática que le obliga a replantearse las mentiras de su vida. En este punto, la película está más próxima a las maneras del cine reflexivo de Alain Resnais y a las cuitas existencialistas francesas que al cine de intriga y suspense.

Bernard se aloja en la habitación que antaño compartió con Tilde, descubre sus ropas en los armarios y las perchas, deambula por los pasillos persiguiendo su esencia fantasmal, su ansiado recuerdo, escucha pasos que identifica como los suyos, aguarda su inesperada aparición en cualquier momento, pasa el tiempo hablando con el personal del hotel, particular y repetidamente con Enrico (Salvo Randone), propietario y recepcionista del negocio familiar, en el que también trabaja su hija Irma (Valentina Cortese), aunque su hijo, Mario (Philippe Leroy), que acaba de casarse con la enfermiza Adriana (Pia Lindström) se ha independizado y regenta un matadero y una carnicería justo enfrente del hotel. La desesperada persecución de las sombras de Tilde que emprende Bernard le lleva también las calles heladas de la ciudad invernal, a seguir los pasos de aquellas mujeres con las que se confunden sus recuerdos, y a descubrir la lejana silueta de una mujer que, como Tilde, sale a pasear por la orilla del lago envuelta en un abrigo que le trae a un tiempo gratos y tormentosos recuerdos. No obstante, una revelación hace estallar su mundo de sombras: Francesco (Giovanni Anchisi), un fotógrafo jorobado que también conoce a Tilde, le cuenta a Bernard que no podrá encontrarla porque la joven se suicidó, y su cuerpo fue hallado, precisamente, flotando en el lago. Bernard entiende de súbito las reservas, las alusiones, las caras largas, las miradas de inteligencia de Enrico e Irma, y la tierra se abre bajo sus pies. El deseo soñado de encontrar a Tilde se convierte en pesadilla inconclusa, y a medida que en la terrible certeza se va imponiendo la sombra de la duda (¿por qué se habría suicidado Tilde? ¿Por qué la policía da por buena la versión del suicidio si la muerte parece producto de un asesinato?) el anhelo de Tilde se convierte en recuerdo, reconstrucción onírica y alucinación, en un torbellino de emociones y frustraciones que amenazan su integridad física y mental, en particular cuando empieza a sospechar que quizá la imagen que tenía de Tilde estaba deformada, que la realidad de la muchacha era mucho más sórdida de lo que evidenciaba su luminosa belleza, y que Enrico y su hijo Mario, cuya esposa, Adriana, parece saber mucho más de lo que su aparente estado catatónico refleja, mantenían relaciones mucho más estrechas con ella de lo que a Bernard le hubiera gustado.

El misterio que rodea a Tilde posee, por tanto, varias aristas. En primer lugar, dilucidar su verdadera personalidad. ¿Era la joven amorosa y sensual que amaba Bernard, o bien una criatura mezquina, manipuladora e interesada que maniobraba utilizando su cuerpo para adquirir medios con los que huir de aquella ciudad monótona, asfixiante y cerril? ¿Puso fin a su vida por su propia mano o bien la ayudaron Enrico, Mario o ambos? ¿Qué sabe Adriana de todo eso? ¿Que la hace permanecer como una silenciosa prisionera de su propia familia que busca comunicarse furtivamente con quienes puedan ayudarla? ¿Qué atormenta a Irma? ¿Cómo es que tanta gente en la ciudad tiene algo que decir sobre Tilde que Bernard desconoce? ¿De quién es la misteriosa silueta que transita por las noches cerca de la orilla del lago? ¿Es tal vez el espectro de Tilde, que vaga eternamente hasta el día en que alguien esclarezca la verdad sobre su muerte? Así, la película se introduce, desde una intriga más o menos convencional en torno al esclarecimiento de un caso criminal, en un plano extraño, enrarecido, hipnótico, en una indagación alucinatoria, onírica, espiritual, por momentos casi psicodélica, en la que Bernard se ve amenazado de forma múltiple: por los sospechosos de un supuesto crimen que todo el mundo cree que ha sido un suicidio, por el espectro de una mujer que ya duda de si era la mujer que él creyó y sintió que era, o si alguna vez llegó a ser realmente una mujer y no un producto de su imaginación perturbada, y por sí mismo, porque Bernard ha perdido el equilibrio, la estabilidad, y puede perder además la cordura.

La puesta en escena marca visualmente al espectador esta deriva de la trama. La película empieza y finaliza del mismo modo, con un vehículo llegando y marchándose de la ciudad invernal, pero estas tomas formalmente similares cobran significados diametralmente opuestos. La primera mitad de la película la domina el misterio, el suspense. Charlas banales con sentidos ocultos en la recepción o en el salón restaurante, habitaciones tranquilas y pasillos despoblados en los que resalta el vacío de la asuencia de Tilde, el ajetreo de las calles en contraste con el silencio de la habitación, del hotel, del paisaje. Y, de repente, tanta paz se torna en una atmósfera opresiva, siniestra y amenazante, en la que los crujidos de las puertas o las pisadas en el pasillo y la presencia de Enrico y su familia son fuente de inquietud y desasosiego. En el exterior, las calles ya no son las apacibles superficies nevadas por las que transitan los vecinos y los turistas, sino desolados espacios vacíos gobernados por el frío helador, el viento, la tormenta y el silencio, por los que de vez en cuando cruza una figura misteriosa que abre toda clase de interrogantes sobre su naturaleza humana o sobrenatural, o sobre su mera realidad misma. El matadero de Mario igualmente es motivo de preocupación, cuando Bernard, intrigado por el estado de Adriana, contempla al hijo de Enrico como doble sospechoso acerca de lo sucedido con Tilde: ¿fue su asesino? ¿Su amante? ¿Tal vez ambas cosas? La magnífica fotografía de Leonida Barboni logra aunar en un estilo visual uniforme el contraste entre los claroscuros propios de una historia de misterio con los blancos saturados de la nieve en las calles y de los alucinados sueños de Bernard con Tilde, las apariciones sincopadas o en forma de flashback que arrojan tanta luz como tinieblas sobre las incertidumbres del escritor. Una narración fluida da paso a una contención estática (y extática) que combina lo intelectual con lo experimental, sin abandonar nunca la belleza formal, y subrayada por la estupenda partitura de Renzo Rossellini. De este modo, la película no termina de ser del todo una obra sobre un romance frustrado por el desengaño, ni un thriller criminal, ni un drama personal sobre el hundimiento y la redención de un escritor, ni una cinta de terror ni de cine negro, pero de algún modo atesora cualidades y dejes de todo ello a la vez. Auténtica carne de film de culto.

Virna Lisi in the film La donna del lago 1965 - Photographic print for sale

Japón visto por el cine occidental, en La Torre de Babel de Aragón Radio

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a películas y cineastas que se han aproximado a Japón y a la cultura y sociedad niponas desde el extranjero. De John Huston a Martin Scorsese, de Alain Resnais a Samuel Fuller, Sydney Pollack o Sofia Coppola, entre muchos otros.

(desde el minuto 17:14)

 

¿Ha muerto el cine? Las tres muertes del cine y una improbable propuesta de resurrección.

«El cine ya no existe. El cine con el que crecí y el cual sigo haciendo, ya no existe. Los cines siempre existirán para una experiencia en comunidad, no hay duda de ello. Pero, ¿qué tipo de experiencia será? ¿Será siempre ir a ver una película de parque de atracciones? Da la impresión de que soy un hombre viejo, y lo soy. La pantalla grande para nosotros en los 50 era ver westerns como Lawrence de Arabia y de ahí la experiencia especial de 2001: Odisea en el espacio, en 1968. O la experiencia de ver Vertigo y The Searchers en VistaVision» (Martin Scorsese).

Is Cinema Dead? A Tale Of Streaming Services, Piracy And ...

“El cine ha muerto”, proclamaba pomposo, una vez más, Peter Greenaway en mayo de 2012 con motivo de la presentación de Heavy Waters, 40.000 years in four minutes, pieza de videoarte con la que el polémico cineasta galés, súbitamente enamorado de esta modalidad de creación a través de la imagen, se proponía “deconstruir la idea de la pantalla única y romper con la narrativa tradicional del cine”. A la vista del nulo recorrido de su obra el que realmente parecía estar muerto era Greenaway, que no tardó en volver al cine “tradicional”, si bien desde su abigarrado enfoque culto y multidisciplinar, con Goltzius and the Pelican Company (2012), 3x3D (2013), película colectiva junto a Jean-Luc Godard y el portugués Edgar Pêra, y la, esta sí, espléndida Eisenstein en Guanajuato (2015).

Históricamente, cada vez que el cine ha dado pasos visibles y decisivos en el desarrollo de su técnica y la ampliación de sus posibilidades como medio de expresión artística, alguien, generalmente profesionales de las distintas ramificaciones de la industria, y no precisamente como una boutade producto de un ego que a duras penas encuentra acomodo en el propio cuerpo, ha vaticinado su muerte inminente o lo ha dado prematuramente por enterrado. Sin embargo, aunque cambios revolucionarios como la llegada del sonido, la implantación del color o la aparición de la televisión generaron sus particulares movimientos de resistencia (Charles Chaplin, en defensa de las películas silentes como la más pura y estilizada plasmación del lenguaje cinematográfico, no introdujo diálogos en sus filmes hasta 1936; los grandes maestros a favor del blanco y negro como superior herramienta para la representación idealizada de la realidad, máxima aspiración del cine; las superproducciones en color y formato panorámico rodadas en exteriores para imponerse a la naciente televisión en blanco y negro grabada en estudio…), lo cierto es que los agoreros se equivocaron (como erraron cuando profetizaron la desaparición del cine tras la invención del vídeo doméstico y su posterior sustitución por el DVD), y a pesar de que las sucesivas novedades modificaron el reparto del pastel de negocio, alteraron ciertas relaciones de poder y provocaron un número indeterminado de pequeños terremotos controlados, el cine en su conjunto salió reforzado de estos pulsos, se dotó de nuevos y eficaces instrumentos a través de los cuales desarrollarse técnicamente y multiplicó exponencialmente las opciones disponibles para contar historias. En suma, tras cada una de estas crisis el cine vio apuntalados los cimientos de su condición de principal vehículo de entretenimiento del siglo XX o, en palabras de Orson Welles, el “medio de comunicación más importante desde la creación de la imprenta”.

Al mismo tiempo, no obstante, en cuanto a industria, el cine ha ido dando pasos a primera vista no tan llamativos pero igualmente cruciales en lo que respecta a la forma en que nos hemos acostumbrado a ver las películas. Ha sido precisamente en estos cambios casi desapercibidos, alejados en apariencia de turbulentas situaciones críticas, donde se ha ido inoculando el virus que más de un siglo después del nacimiento del cine supone la mayor amenaza, tal vez definitiva, a su supervivencia, y de cuya superación pueden depender las posibilidades narrativas que se abran a las películas en el futuro. Lo cual, paradójicamente, nos aproxima a la sentencia de Greenaway y a sus intentos por encontrar nuevos mecanismos de expresión creativa.

Son muchos y diversos los signos de agotamiento que se aprecian en el cine destinado al gran público (el único que, a fin de cuentas, es realmente relevante, el que verdaderamente entendemos como tal cuando utilizamos esa expresión generalista, “el cine”): el escaso poder de renovación del cine de género, la bochornosa e indiscriminada práctica del remake y la multiplicación de sagas, secuelas y precuelas, la abundancia de tópicos, clichés, estereotipos y lugares comunes dramáticos, los guiones previsibles y/o chapuceros, los finales decididos sobre la base de estudios de mercado, el abuso de florituras tecnológicas y el consecuente abandono de otros recursos propiamente cinematográficos que exigen mayor conocimiento y pericia, la infantilización de la comedia o del cine de acción y aventuras, la continua adaptación a la pantalla de best-sellers de escaso valor, la autocensura de autores y productores, la falta de asunción de riesgos en la producción, las modas periódicas, la nefasta influencia del videoclip, la televisión, la publicidad y los videojuegos, la pérdida de referentes culturales, el abuso del sensacionalismo visual, la proliferación de películas construidas sobre “finales sorpresa” que descuidan en cambio la construcción de personajes y situaciones solventes, la mercadotecnia como fin en sí mismo y no como medio para la difusión y comercialización de películas de calidad… La salvación del cine, su capacidad para seguir creciendo, sorprendiendo e innovando sin dejar de conservar su público depende en última instancia de un radical cambio de rumbo, de la recuperación, exploración y explotación de algunas de las vías muertas que el desarrollo industrial del cine fue cerrando o dejando solamente entreabiertas a su paso. Perspectivas que, tradicionalmente asociadas, a menudo en sentido despectivo, al concepto de cine de autor o al cine experimental, y aunque nunca del todo amortizadas, son carne de festival, de filmoteca o de canales televisivos temáticos, están muy poco presentes y durante demasiado poco tiempo en las carteleras comerciales y van dirigidas a una clase muy específica de público, aquel que no considera el cine una mercancía a la que aplicar el modelo económico dominante del consumo basura. No se trata tanto de empecinarse en hallar inciertos caminos experimentales de dudosa existencia como de rehabilitar la vigencia y aceptación generalizada de propuestas cinematográficas alternativas que ya existen, que siempre han existido, y que quedaron marginadas o abandonadas por el cine mayoritario, el impuesto por la industria, en su camino de más de cien años de historia en busca del negocio perfecto.

Primera muerte: el libro mató a la estrella de la cámara.

Las dificultades para la supervivencia del cine y sus esperanzas de futuro provienen de la misma razón de origen que lo hizo vivir y desarrollarse: su doble condición de arte y entretenimiento, de cultura e industria. Esta naturaleza dual se hizo patente desde el mismo instante de su presentación “oficial” en sociedad, el 28 de diciembre de 1895 en el Salón de Té Indio del Gran Café de París, en el número 14 del Boulevard des Capucines.

Las películas iniciales de los hermanos Lumière (como las de quienes les precedieron en la filmación de imagen en movimiento: Le Prince, Muybridge, Marey, Donisthorpe, Croft, Bouly, Edison, Dickson, Friese-Griene, Varley, Jenkins, los hermanos Skladanowsky, Acres, Paul…) constituyen la primera muestra de cine en estado puro, reflejo de la realidad idealizada a través del ojo de la cámara. Para Andréi Tarkovski, La llegada del tren a la estación de La Ciotat supone el instante preciso en que vio la luz el arte cinematográfico: “Y no me refiero solo a la técnica o a los nuevos métodos para reproducir la realidad. Allí nació un nuevo principio estético. Este principio consiste en que, por primera vez en la historia del arte y de la cultura, el ser humano encontró el modo de fijar el tiempo de manera inmediata, consiguiendo a la vez reproducir, cuantas veces desease, ese instante sobre la pantalla, es decir, volver a él. El ser humano obtuvo así la matriz del tiempo real. Visto y fijado, el tiempo se pudo conservar en latas de metal por mucho tiempo (en teoría, para siempre)”. Sin embargo, la renuncia a profundizar en las posibilidades artísticas del cine por parte de los Lumière, que pensaban únicamente aplicarlo para usos científicos, puso el nuevo invento en manos de uno de los treinta y tres espectadores de aquella primera sesión de películas, Georges Méliès, que vio de inmediato en el cine un amplísimo campo abierto para el espectáculo. Con ello el cine comienza a expandirse, pero al quedar en poder de un ilusionista que lo lleva a su terreno, al mismo tiempo que ensancha sus posibilidades, estas se concentran en una dirección muy concreta. El cine pasa de ser una atracción de feria, un fenómeno tecnológico, una curiosidad técnica dentro de la nueva era industrial, a un medio para contar historias siguiendo un canon, no puramente artístico como el de la pintura o la escultura, sino el propio del mundo del espectáculo.

Son años de películas de pantomimas, trucos y fantasmagorías, deudoras del teatro de variedades, de creadores como Alice Guy o el turolense Segundo de Chomón, formado junto a Méliès en su estudio de Montreuil, y también de proyecciones de insulsas escenas de la vida cotidiana e impersonales estampas urbanas o campestres, simples postales en movimiento rodadas por equipos de filmación repartidos por todo el mundo. Consumido, sin embargo, el efecto sorpresa, acostumbrada la masa de espectadores al nuevo medio, pronto el interés por las películas empieza a disminuir. Méliès, poseedor de múltiples talentos y dueño de una gran imaginación, comienza a escribir entonces sus propios guiones dramáticos, historias que sus actores, y él mismo, representan en la pantalla y que le permiten utilizar buena parte de los recursos técnicos que había incorporado a sus espectáculos de ilusionismo. Donde su fantasía no alcanza, sin embargo, llega la literatura. Es ahí donde el cine empieza a abrirse y cerrarse horizontes. Evidentemente, Méliès no hace adaptaciones de obras literarias completas, se limita a síntesis muy reelaboradas de los argumentos o a retratar los pasajes más conocidos, aquellos que le permiten utilizar sus juegos y trucajes y que al mismo tiempo son fácilmente identificables por el público. Esta puerta entreabierta supone, no obstante, la introducción gradual de la literatura en el cine, una invasión lenta pero incesante que acaba por subordinar las múltiples variables potenciales de la expresividad cinematográfica a los parámetros de la narrativa literaria. El cine deja de ser imagen pura, abandona el principio estético al que se refiere Tarkovski, expresión de la matriz del tiempo real, para convertirse en representación de la literatura a través de la imagen. En 1902 Méliès filma Viaje a la luna y Las aventuras de Robinson Crusoe, y el éxito de estas películas extiende la fórmula a otros competidores. En 1908 ya se han rodado adaptaciones cinematográficas de obras de Hugo, Dickens, Balzac o Dumas, entre muchos otros. En 1912 se presenta una versión de Los miserables de nada menos que cinco horas. En Italia, país que disputa a Francia la hegemonía cinematográfica en Europa durante la primera mitad de los años diez, abundan las adaptaciones a la pantalla de los clásicos latinos y del Renacimiento, las películas bíblicas y, en menor medida, las inspiradas en obras de Shakespeare o en libretos operísticos. En otras cinematografías incipientes como la danesa, la sueca o la soviética, la influencia de la literatura está más condicionada, su implantación es algo más tardía y contestada por otras formas de narrar independientes de las letras, pero termina por triunfar igualmente.

La victoria definitiva de la literatura sobre el cine se produce al otro lado del Atlántico. Desde Edison, en el primer cine norteamericano habían predominado la acción, el documental y la recreación dramatizada de la realidad. Además de noticiarios que recogen auténticos acontecimientos de la guerra bóer de África del Sur, dos de las películas más importantes de esta primera época son Rasgando la bandera española (Stuart Blackton y Albert Smith, 1898), representación de episodios de la guerra de Cuba filmada en la azotea de un rascacielos neoyorquino (película fundacional de la productora Vitagraph, futura Warner Bros.), y, sobre todo, el western Asalto y robo de un tren (Edwin S. Porter, 1903), con el famoso pistolero bigotón que dispara directamente a cámara. Pero con la decisión de Jesse Lasky y Cecil B. DeMille de basar sus primeras películas en Hollywood (de hecho, las primeras películas de Hollywood) en obras de Broadway protagonizadas por los mismos actores que las habían hecho éxito en las tablas neoyorquinas y, especialmente, con el triunfo de El nacimiento de una nación (1915) de David W. Griffith, el cine de raíz literaria se impone por completo. Actor desde 1904, Griffith acude en 1907 a las puertas de Black Maria, el estudio de Edison, donde también trabaja Porter, para ofrecer una adaptación a la pantalla de Tosca. Necesitados de actores, no de autores, Griffith es contratado para un pequeño papel, y termina quedándose en el estudio como “hombre para todo”. En 1908 dirige su primera película, pura acción, sobre el secuestro y rescate de una niña, e inicia un vertiginoso aprendizaje a lo largo de más de cuatrocientos títulos entre los que poco a poco se van filtrando adaptaciones literarias de las obras que conocía gracias a su esmerada y tradicional educación sureña (Shakespeare, Tolstoi, Poe o Jack London, entre otros). De Tennyson toma sus personajes femeninos, ideales para Mary Pickford y las hermanas Lillian y Dorothy Gish, jóvenes ingenuas, tiernas, desgraciadas y perseguidas, propias del folletín victoriano. Todo lo demás lo adapta de Charles Dickens, en especial el recurso de la “salvación en el último minuto” y las acciones simultáneas. Griffith rompe los cuadros de teatro de Méliès y dinamiza las historias gracias al montaje paralelo, los movimientos de cámara, el uso de la perspectiva y los saltos espaciales y temporales. De este modo, Griffith supera a Méliès y consigue que lo fantástico ya no provenga de una reinvención producto de una imaginación desbordante, sino que esté justificado sobre la base de una realidad tangible, que descanse en personajes e historias creíbles, reconocibles. Sus obras son folletines, melodramas llenos de situaciones violentas, de efectismos tragicómicos, de personajes buenos y malos que luchan para que el bien siempre venza en el instante final. Gracias a Griffith se impone en el cine de Hollywood, y gracias a Hollywood en el cine de todo el mundo, lo que Peter Watkins ha dado en llamar monoforma o “modelo narrativo institucional”, a veces también mal llamado “clásico” (porque además del modelo hollywoodiense puede hablarse de otros cines igualmente “clásicos”), expandido, sostenido y potenciado por el imperialismo económico y cultural estadounidense y sus superestructuras neocapitalistas, y que ha copado implacablemente tanto la praxis cinematográfica y audiovisual como el imaginario colectivo universal. Desde 1927, con la llegada del sonido, el dominio de esta forma de narrar, la primacía de la literatura sobre la imagen, con la necesidad de escribir diálogos y la llegada masiva de escritores, periodistas y dramaturgos a los estudios, se convierte en total. Esta monoforma lo ha impregnado todo, hasta la crítica cinematográfica especializada, a menudo seguidora de los intereses comerciales de los medios de comunicación que la amparan y que, en general, se limita a comentar el argumento literario de las películas y su adecuada o no traslación a imágenes, las interpretaciones, la construcción de personajes y guion, el desarrollo de la trama y la oportunidad del desenlace, con algún apunte vagamente técnico siempre referido a los mismos aspectos –música (denominada, erróneamente, banda sonora), fotografía y montaje– tratados de manera superficial, genérica, sin pormenores, y dejando al margen el verdadero comentario cinematográfico de las películas, que queda para los estudiosos y el reducido campo de unas investigaciones que solo encuentran difusión en el ámbito académico o artístico.

Sin negar todo lo que esta forma “literaria” de hacer cine ha aportado a la historia del arte y la cultura universal, lo cierto es que el cine buscó en la literatura munición creativa para las películas y un prestigio que le permitiera ser aceptado por quienes, precisamente desde el arte, lo despreciaron en los primeros tiempos como simple espectáculo popular. La literatura abrió al cine nuevas vías que se han extendido hasta hoy, pero lo mismo que ha alimentado variantes distintas de hacer cine durante más de un siglo ha desplazado otras igualmente válidas, basadas primordialmente en la imagen, en una narrativa puramente audiovisual. El futuro del medio pasa por el camino hasta hoy minoritario, por la ruptura con la literatura, el abandono de la idea del cine de Méliès o Griffith, la del “cine como la más importante de las artes al comprenderlas todas”, y la asunción del principio estético al que aludía Tarkovski al referirse a las películas de los Lumière: “el cine no debe ser una simple combinación de principios de otras artes […]. La suma de la idea literaria y la plasticidad pictórica no da lugar a una imagen cinematográfica, sino a un producto acomodaticio, inexpresivo y ampuloso”. A partir de este punto, el cine caminaría hacia el documental, no como género cinematográfico sino como modo de reproducción de la vida, de fijación del tiempo en imágenes, con sus formas y manifestaciones efectivas. Para Tarkovski, “la fuerza del cine consiste en atrapar el tiempo y su real e indisoluble relación con la materia misma de la realidad que nos rodea a cada día y a cada hora”. El cine no habría de ser en origen literario sino solo forma, imagen, y considerarse producto intelectual únicamente como resultado, nunca con una intención o finalidad previas. El cine habría de alcanzar su objetivo primordial, la emoción, por la misma vía que la fotografía, es decir, administrando el amplio espacio intermedio entre luz y oscuridad, fijándolo en un tiempo determinado pero con la riqueza añadida del movimiento, permitiendo proyectar mental y emocionalmente su discurrir; no solo captar el tiempo de un instante concreto, también su evolución, su presente y su proyección pasada y futura, su conexión con la vida. El cine como una reelaboración emocional a posteriori por parte del espectador individual, una experiencia vital imposible de extrapolar o de compartir en todos sus matices con otro espectador. El cine, en suma, no como reproducción o representación de la idea que culturalmente compartimos de un sentimiento, sino como expresión y retrato, a ambos lados de la pantalla, de un sentimiento vivo.

Lejos de confinarse en reducidos guetos experimentales, obviados por la industria, la crítica y el gran público pero repletos de tesoros y de propuestas interesantes, tanto el cine construido fuera de la literatura (la exploración de los límites del lenguaje audiovisual convencional y el empleo de nuevos recursos para encontrar otras maneras de provocar experiencias, sentimientos, emociones y concepciones) como el cine pensado desde la literatura pero con la declarada intención de contravenirla, de desmontarla, de crear nuevas formas de contar desde su descomposición, no solo han enriquecido cinematografías de todo el mundo (las vanguardias rusas y alemanas, el cine avant-garde francés, los estructuralistas, el cine de propaganda y agitación ligado al 68, el cine underground, el cine militante –gay, feminista, el cine política y socialmente comprometido–, españoles como José Val del Omar, Javier Aguirre, Antonio Maenza, Joaquín Jordá, Ricardo Muñoz Suay, Fernando Arrabal, entre muchísimos otros) sino que marcan el camino de supervivencia del cine como arte, incluso como negocio, toda vez que la industria tradicional del cine se ha visto superada claramente por la del videojuego y se ve amenazada por la ficción hecha por y para la televisión, su fragmentación en forma de series, por lo común visualmente pobres e impersonales (son los diferentes directores y técnicos de cada capítulo los que deben ajustarse a una planificación estética uniforme marcada desde el diseño de producción para toda la serie), que suponen la consagración definitiva de la concepción de la narrativa audiovisual como mera reproducción en imágenes de la narrativa literaria.

Wiene y Murnau, Buñuel y Dalí, Vigo y Cocteau, Fellini y Lynch han logrado trasladar al cine la dinámica caótica y la textura etérea de la memoria y de los sueños; Dziga Vertov o Walter Ruttmann construyeron cautivadores mosaicos visuales a partir del retrato de la maquinaria de sus realidades urbanas; Bresson y Resnais, Antonioni y Oliveira, Cassavetes o Wong Kar-Wai, Haneke o Chang-wook, Ki-duk o Jim Jarmusch han superado la literalidad del guion literario y rodado excelentes películas desde la inexistencia de un guion y a partir de la improvisación, con la palabra subordinada por completo a la imagen; La jetée de Chris Marker (1961) presenta su futuro apocalíptico a través de fotografías, con un único fotograma en movimiento; Sayat Nova (1968) de Sergei Paradjanov relata la biografía del poeta armenio Aruthin Sayadin a través de la lectura en off de algunas de sus obras y su paralela traducción a hermosísimas imágenes estáticas representativas de los principales pasajes de su vida; Basilio Martín Patino capta en Canciones para después de una guerra (1976) el espíritu de una época combinando el montaje de fotografías y música popular; Tarkovski en El espejo (1975) narra la historia de una familia soviética (sospechosamente parecida a la suya propia) a lo largo de cuarenta años (desde la guerra civil española hasta el presente del rodaje) a través de recursos exclusivamente cinematográficos que combinan el empleo de la música, los noticieros de época o las imágenes rodadas en los frentes de guerra reales con un uso imaginativo de la puesta en escena, los cambios de color a sepia y blanco y negro para remarcar la diferencia entre presente vivido, memoria y sueño, y la identificación de personajes de distintos momentos temporales con el empleo de los mismos intérpretes; Ingmar Bergman en Persona (1966) analiza el concepto de identidad y rompe la narrativa tradicional para triunfar sobre la literatura quemando el propio negativo de la película y fusionando en uno solo los rostros de Bibi Andersson y Liv Ullmann; en el cine de Alfred Hitchcock, bajo su aparente capa de narración tradicional vinculada al crimen y el suspense, o en el de Fritz Lang, que navega continuamente entre la luz y la oscuridad de la lucha entre civilización y barbarie, late todo un universo visual plenamente autónomo que transita en sincronía pero de manera independiente de cada guion literario; Stanley Kubrick parte de la literatura en 2001: una odisea del espacio (1968) para edificar una obra maestra de puro cine, sin sobrecarga de diálogo, liberado de ataduras teatrales, con la imagen y la música como principales vehículos transmisores de información, emoción y pensamiento; Orson Welles abre y cierra un género en sí mismo, el del falso ensayo irónico-crítico, para analizar las trampas y la hipocresía que rodean el mundo del arte, y de paso reírse de su propia identidad como artista, en Fraude (1972), complejo, efectivo y apasionante artefacto fílmico construido desde el montaje que es una lección de cine de primerísimo nivel; Al Pacino en Looking for Richard (1996) utiliza el documental, la entrevista o el reportaje para retratar, y representar, un montaje teatral del Ricardo III de Shakespeare; Erice o Kieslowski ofrecen a lo largo de sus breves y magistrales carreras todo el catálogo de posibilidades narrativas del cine más allá de la literatura, imágenes puras compuestas de iluminación, música, uso dramático del color y un diálogo economizado y puesto al servicio de la narrativa visual… Estos nombres prueban que el cine que se aparta de la monoforma de la que habla Peter Watkins, del “modelo narrativo institucional”, no tiene por qué ser un complicado reducto para iniciados y entendidos destinado a museos, instalaciones videoartísticas y festivales especializados, sino que multiplica las posibilidades futuras del cine, que puede lograr la aceptación popular y resultar económicamente rentable si se superan las limitaciones comerciales impuestas por el cine cimentado en la mera reproducción audiovisual de la literatura, y por la industria que sigue el modelo estadounidense.

Que en España se preste atención excesiva a eventos como los Óscar o los Goya y las mediocridades que ambos promueven mientras el cine español es sistemáticamente ignorado por las secciones oficiales de los festivales de clase A (Berlín, Venecia y Cannes, con la excepción de San Sebastián, donde siempre se cuenta con la oportuna cuota nacional, no siempre por razones de calidad) no es precisamente buena señal. Que la producción de cine en España quede en manos de las televisiones comerciales y que directores españoles como José Luis Guerín, Oliver Laxe o Albert Serra, con todo lo que de bueno y menos bueno pueda decirse de sus obras, gocen de reconocimiento y atención internacional mientras en el circuito español se les hace prácticamente el vacío, no son señales que inviten al optimismo. Continuar leyendo «¿Ha muerto el cine? Las tres muertes del cine y una improbable propuesta de resurrección.»

Mis escenas favoritas: Noche y niebla (Nuit et brouillard, Alain Resnais, 1955)

En el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto, que coincide con la fecha en que los soviéticos liberaron el campo de concentración de Auschwitz, recuperamos algunos fragmentos de esta imprescindible obra maestra del documental, en un tiempo en que, por desgracia, cabe más que nunca recordar dónde nos llevan los totalitarismos identitarios y los integrismos ideológicos de uno y otro lado. La película, rodada diez años después del final de la Segunda Guerra Mundial, se construye a base de lentos travellings en color sobre la arquitectura despoblada de los campos de exterminio, donde la hierba vuelve a brotar, y con imágenes de archivo (en blanco y negro, rodadas en 1944) que reconstruyen la inimaginable tragedia que sufrieron los prisioneros así como las causas y las consecuencias de la tragedia, desde la llegada al poder del nazismo y la deportación de los judíos hasta el juicio de Nuremberg. La consigna es nunca olvidar.

Perlas breves (I): Noche y niebla (Nuit et brouillard, Alain Resnais, 1955)

En memoria de Alain Resnais (1922-2014)

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A la tragedia del Holocausto se suman otras dos: la de su negación y la del olvido.

Contra ambas dispara Alain Resnais la potente andanada de Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955), breve película documental, apenas 31 minutos de duración, que repasa en breves pero sobrecogedoras pinceladas todo el proceso mediante el que los nazis hicieron desaparecer a varios millones de personas en los campos de concentración levantados en Alemania, Austria y otros países ocupados por la Werhmacht en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Con guión del superviviente Jean Cayrol y con una escurridiza banda sonora obra de Hanns Eisler (alemán huido de su país por su militancia comunista que más tarde tuvo que escapar igualmente de Estados Unidos), Resnais entremezcla el material en color rodado para la ocasión en las ruinas de Auschwitz, en las que la hierba brota de nuevo entre los cascotes de los crematorios derruidos y en las explanadas ante los barracones vacíos y entre las alambradas, con imágenes de archivo en blanco y negra procedentes de fuentes belgas, francesas y polacas, pero, significativamente, no alemanas ni de sus aliados (muestra de las polémicas negacionistas o relativizadoras del fenómeno que ya existían apenas una década después del descubrimiento de los horrores de los campos), filmadas durante la contienda y la liberación de los campos, con lo que presenta una doble crónica, la de los hechos históricos, con comienzo en el ascenso de Hitler al poder en 1933 y final en la derrota alemana en la guerra doce años más tarde, y la de su presente, con la finalidad de impedir que el paso del tiempo logre diluir los recuerdos de unos acontecimientos que por aquellas fechas latían todavía a flor de piel en las sociedades europeas.

Desprovisto de morbo pero sin escatimar en la demostración de los horrores acontecidos, Resnais retoma las imágenes de las máquinas excavadoras empujando montañas de cuerpos hacia fosas comunes abiertas, de los cuerpos de quienes intentaban escapar de los campos colgando de las alambradas tiroteados, de los rostros demacrados, aterrorizados, incrédulos, enloquecidos, de los esqueletos sometidos a tortura o a la «solución final» de las duchas de gas y los crematorios, de las toneladas de cabello, dientes de oro, gafas, ropa o piel humana destinados a la producción industrial alemana, de las interminables filas de seres humanos detenidos y deportados a los campos, hacinados en vagones de tren, en sucias literas de madera o de ladrillo apiladas en el interior de barracones húmedos, mera antesala de la muerte. Resnais dedica imágenes explícitas a la escalera de la muerte del campo de Mauthausen, y cita expresamente a los 3.000 españoles muertos durante su construcción. La narrativa de Resnais y Cayrol, militante y combativa, acusa colectivamente sin apuntar en concreto ni a Hitler ni a los nazis, sino a todos los cómplices, alemanes o no (recuérdese el importante número de países aliados, en todo o en parte, de Hitler en la guerra), de esa política criminal; Continuar leyendo «Perlas breves (I): Noche y niebla (Nuit et brouillard, Alain Resnais, 1955)»

Parque temático del Holocausto: La lista de Schindler

Decididamente, hay algo genético en Steven Spielberg que le impide filmar películas completamente adultas, obras maestras redondas para público mentalmente desarrollado. Quizá se trate de esa carencia de una figura paterna manifestada en casi todas sus películas, ese permanente necesidad de confort, de que lo arropen y lo mimen, esa sensación de desvalimiento que le lleva a pensar que su público está tan desprotegido como él y que por tanto es preciso dárselo todo mascado, digerido, con una caricia en la mejilla. En el caso de La lista de Schindler (1993), aclamadísima película, reconocida casi de forma unánime por el gran publico (por el pequeño público ya es otra cosa) y por los medios de comunicación de la corriente dominante, Spielberg tira por tierra en apenas veinte minutos el excelente trabajo desarrollado en los ciento sesenta y cinco minutos anteriores, edulcorando, maquillando, subrayando hasta la extenuación con un final inconveniente, incoherente, chapuceramente sentimental, toda la crudeza y el horror de la historia que desarrolla con anterioridad. No es el único problema de la película, pero sí es uno de los defectos de concepción que hacen de La lista de Schindler una buena película, incluso una gran película, pero que le impiden ser una obra maestra.

El Holocausto es un tema complicado de contar y de filmar, especialmente por su brutalidad extrema, por el terror que implica, no solo por las acciones que lo promovieron y rodearon sino también por las omisiones que lo ayudaron a triunfar, algunas incluso provenientes de las propias víctimas (uno de los traumas de la comunidad judía consiste básicamente en no haberse rebelado, en haber aceptado pasivamente la situación a pesar del final trágico y criminal que les aguardaba; una de las vergüenzas del resto del mundo es haberlo consentido cuando eran tan evidentes las informaciones de lo que estaba sucediendo en el Reich alemán, en el que los criminales no eran únicamente alemanes, sino que entre ellos había también ciudadanos austriacos, ucranianos, letones, croatas, franceses, belgas, escandinavos, italianos y un largo etcétera de países y naciones más). El gran Hollywood ha fracasado una y otra vez en su traslación a la pantalla, especialmente porque su noción del cine como espectáculo, como demuestra la película de Spielberg, choca con el tono y el sentido último de cualquier historia que intente aproximarse al fenómeno del Holocausto con un mínimo de rigor, respeto y coherencia históricos. El cine que mejor ha reflejado el horror del Holocausto es cine “pequeño”, producciones que parten de historias básicas, concretas, particulares, de las que puede extraerse por vía indirecta el efecto terrorífico de un momento histórico tremebundo, cintas como la magistral El conformista, de Bertolucci (1970), El jardín de los Finzi-Contini de Vittorio de Sica (1971) o, de una manera menos lograda, El pianista de Polanski (2002), o los sobrecogedores documentales, obras maestras del género, que son Noche y niebla de Alain Resnais (1955) y, especialmente, Shoah, de Claude Lanzmann (1985). En cuanto al éxito mediático de películas como La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), es otra muestra de hasta qué punto el cine, la cultura, las sociedades modernas han perdido el sentido de la crítica, de la capacidad de entender e interpretar los acontecimientos históricos, los fenómenos sociales y colectivos, y la relación de éstos con el arte. Se trata de una película tan cretina, tan moralmente impresentable, que se hace difícil soportarla sin acusar a Benigni, como mínimo, de ignorante, de insensible y de cobarde. Benigni reboza el Holocausto de sentimentalismo lacrimógeno (la pátina con la que el propio Spielberg baña muchos de sus trabajos, una forma de impedir al público la profundización intelectual en los temas que plantean las películas, un enemigo muy presente en Hollywood contra el que hay que combatir en aras de un cine maduro, adulto e inteligente, una forma de fascismo emocional), de comedia bufa, con trágicas consecuencias: como se ha dicho más arriba, el gran trauma del pueblo judío viene de la idea de “negación”, es decir, de la incredulidad, de la incapacidad de asimilar que aquellos crímenes estaban ocurriendo de verdad, de negarse a reconocer la extrema naturaleza criminal de aquel régimen nazi, y por tanto de la falta de necesidad de hacer algo para combatirlo puesto que tarde o temprano todo iba a cambiar, a arreglarse, que la sensatez iba a imponerse y que las cosas volverían al cauce de la normalidad, de la sensatez, de la «humanidad». Benigni consigue que su cuento infantil, que su azucarado “héroe” de pacotilla, el padre que disimula la realidad de lo que sucede para proteger a un hijo todavía más tonto que él -los niños son niños, no estúpidos, y el cine, afortunadamente, está sembrado de niños muy conocedores de su entorno en plena guerra, léase el niño de Alemania, año cero de Rossellini (1948) o el crío de la propia película de Spielberg)-, se erija precisamente en aquello que ayudó a condenar a muerte masivamente a millones de judíos. El espejismo, la negación, la pantalla tras la cual los asesinatos se cometían a diario. El protagonista de Benigni es un colaboracionista del Holocausto, un cómplice al negar su realidad en el presente, para más inri, ante quien en el futuro habrá de mantenerla, honrarla, difundirla y conservarla. Teniendo en cuenta que su intención era crear una fábula infantil, edulcorada y bienintencionada, podemos estar hablando del mayor fraude jamás filmado, y lo que es peor, producto de la incompetencia de su autor, ignorante del tamaño despropósito que acabó realizando, entre aplausos memos, complacientes e ignorantes.

En cuanto a la obra de Spielberg, posee por tanto, como es inevitable en Hollywood, ese azucaramiento, esa aura de parque temático que invade prácticamente todo su cine. La enorme labor de producción, llevaba a cabo con minuciosa majestuosidad, con perfección sobresaliente, oculta en parte, pero no del todo, unos problemas de concepción que lastran el resultado final del filme. Basada en la obra de Thomas Keneally dedicada a la figura del industrial alemán Oskar Schindler, que al final de la Segunda Guerra Mundial contribuyó a través de sus negocios a salvar la vida de unos centenares de judíos (el aragonés Ángel Sanz Briz salvó la vida a millares de ellos desde la embajada española en Budapest, sin que Hollywood se haya percatado de ello), cuyos derechos para el cine intentó adquirir Billy Wilder para la que sin duda hubiera sido su última película, y también la más personal (su madre, su padrastro y otros parientes, amigos y conocidos fueron gaseados en campos como Auschwitz; el cineasta de origen austriaco colaboró con el ejército americano en la filmación de la liberación de algunos de los campos de exterminio, películas decisivamente importantes en los juicios de Nuremberg), la adaptación de Spielberg toma algunos elementos del libro pero elude otros importantísimos que hubieran hecho de su película una obra más importante, más ambivalente, más ambigua, en la que la pretendida claridad moral de buenos y malos de Spielberg, el “nosotros y ellos” con que no deja de subrayar las tres horas de metraje hubiera estado más matizada, más punteada, con lo que hubiera conseguido una película más redonda, esto es, más madura e inteligente, más auténtica históricamente, en lugar de una obra que reitera desde su primer minuto un único mensaje moral, uniforme y simplón, repetido machaconamente.

La película se despliega sobre una relación de opuestos alrededor de los cuales giran pequeñas historias de personajes-satélite. Por un lado Oskar Schindler (muy correcto Liam Neeson), un hombre de negocios alemán de entre los tantos (como los Thyssen, por cierto) que hicieron grandes y lucrativos negocios con el ascenso de los nazis al poder y la subsiguiente guerra, así como con la llamada Solución Final. Continuar leyendo «Parque temático del Holocausto: La lista de Schindler»

Diario Aragonés – Nunca me abandones

Título original: Never let me go

Año: 2010

Nacionalidad: Reino Unido

Dirección: Mark Romanek

Guión: Alex Garland, sobre la novela de Kazuo Ishiguro

Música: Rachel Portman

Fotografía: Adam Kimmel

Reparto: Carey Mulligan, Andrew Garfield, Keira Knightley, Charlotte Rampling, Sally Hawking, Charlie Rowe, Nathalie Richard

Duración: 103 minutos

Sinopsis: Kathy, Tommy y Ruth son tres residentes de Hailsham, un clásico internado inglés, durante los años setenta. En él, además de un estricto régimen disciplinario, aprenden a convivir con el amor, los celos, la traición, en suma, con el despertar a la vida adulta. Sin embargo, su existencia no es convencional: un secreto presente en el colegio amenaza su futuro con un destino inexorable que levanta ante ellos un muro de incertidumbre.

Comentario: El escritor japonés Kazuo Ishiguro ya fue magistralmente adaptado por James Ivory en Lo que queda del día (The remains of the day, 1993), en la que se recreaba de forma encantadora y minuciosa la vida y los ambientes de la aristocracia británica de los años treinta, impregnada igualmente de los tiempos de cambio que se avecinaban con la irrupción del fascismo en Europa y la subsiguiente conflagración mundial. Algo de esa mezcla de tonos y estilos y de preocupación por el futuro está presente en Nunca me abandones, dirigida por Mark Romanek (Retratos de una obsesión, One hour photo, 2002), en la que los aires románticos clasicistas estilo Jane Austen se dan la mano con las parábolas futuristas modelo Philip K. Dick o Stanislav Lem.

Se trata de una película de la cual es mejor no avanzar el aspecto principal de su trama, dado que el conocimiento previo limita las posibilidades de disfrute del drama que plantea: por tanto, cualquier comentario debe concentrarse más en su forma que en su fondo. La película se divide en tres segmentos [continuar leyendo]